Robert Anton Wilson

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[Este artículo está transcrito del podcast Libertarian Tradition]

Robert Anton Wilson nació el 18 de enero de 1932 en Brooklyn. Creció en la parte de Brooklyn conocida como Flatbush y posteriormente, después de que padre perdiera su empleo en los muelles, en una zona mucho más pobre del mismo barrio llamada Gerritsen Beach. “Los alquileres eras muy baratos” en Gerritsen Beach, recordaba Wilson en su libro Con los pies en la tierra, el segundo volumen en buena parte autobiográfico de su trilogía El martillo cósmico, “porque allí solo vivían los católicos irlandeses pobres”. En otro punto del mismo relato, se refiere a su viejo barrio como “un gueto católico irlandés”. Eso sí, no es que todos católicos irlandeses fueran pobres. “Mi padre tenía parientes en Brooklyn Heights”, escribía Wilson en 1991,

Que poseían una gran casa de dos pisos, en lugar de alquilar un bungaló, y creo que también tenían calefacción central. Nos referíamos a ellos como “irlandeses con cortinas de encaje”. Solo cuando fui mucho mayor descubrí que ellos nos llamaban “irlandeses de chabola”. Pero ninguna sabíamos del medio fabuloso “irlandés de cristal tallado” que solo existía como un rumor romántico (…) gente que, aunque irlandesa, vivía tan bien como los protestantes. Estos seres semimíticos, los irlandeses de cristal tallado, vivían en Nueva Inglaterra y bebían coñac.

En Gerritsen Beach, según recordaba Wilson, no había coñac, ni cristales tallados, ni siquiera cortinas de encaje. “Cuando recuerdo la vida en Gerritsen Beach en aquellos tiempos”, escribía Wilson en Con los pies en la tierra,

La defino principalmente en negativo. La mayoría de los lectores nacidos desde 1945 no pueden imaginar la ignorancia y brutalidad de esos tiempos. Muchas mujeres de mediana edad tenían bocio, una enfermedad que creaba un feo bulto en el cuello, que parecía un cáncer. (…) La gente moría a veces de tuberculosis, que ahora se cura normalmente en sus primeras etapas, y los niños tenían docenas de enfermedades hoy desaparecidas. Yo mismo sobreviví al sarampión, la rubeola, las paperas, la gripe (todavía era muchas veces mortal en esos tiempos), las fiebres reumáticas, la tosferina, la difteria y la poliomielitis.

Wilson recordaba que Gerritsen Beach

No tenía calles pavimentadas y nadie tenía calefacción central (…) los bungalós se calentaban con carbón, cuando podíamos pagarlo, pero más a menudo con maderos que recogíamos en verano en la playa y apilábamos en el patio hasta que los usábamos en el invierno. Solo el centro de la casa (cuarto de estar/cocina) se calentaba así y un paseo al baño en enero o febrero es como viajar al polo con Scott de la Antártida y veinte trineos con perros. La gente moría de gripe y pulmonía y otras enfermedades relacionadas con falta de calor en el invierno. Cada constipado creaba un pequeño pánico porque podía convertirse en algunas de estas enfermedades mortales. El conocimiento de la medicina era primitivo. (…) La gente siempre esperaba lo peor porque todo lo que había conocido en su vida eran enfermedades mortales y una pobreza aplastante. (…) Un año después de nacer, el presidente Roosevelt declaraba que “un tercio de la nación” vivía en condiciones tan malas o peores que las que he descrito.

Por otro lado, escribía Wilson, “nada en mi infancia me llevó nunca a sospechar que la abrumadora mayoría de la raza humana estaba (…) viviendo en condiciones mucho más deplorables que los irlandeses de chabola en Gerritsen Beach”.

Los lectores atentos habrán advertido que una de las enfermedades de la infancia a la que había sobrevivido personalmente Wilson era la poliomielitis. La historia merece contarse, por razones que se verán más adelante. “Cuando se me diagnosticó la polio con dos años”, escribía Wilson en Con los pies en la tierra, “los doctores dijeron a mis padres que nunca volvería a andar”. Pero “mi madre luchó contra el veredicto médico”. Ella y el padre de Wilson, “después dejar al doctor que dijo que estaría paralizado de por vida (…) y solo por mera casualidad (…) encontró a uno de los pocos doctores de Estados Unidos que pensaba que merecía la pena intentar el método Kenny”.

El método Kenny era el método defendido por Elizabeth Kenny, una terapeuta y enfermera australiana que había conseguido resultados extraordinarios con pacientes de poliomielitis a los que se había dicho por médicos que esperaran vivir paralizados. Su método había conseguido muchos defensores en Australia cuando se empleó en Robert Anton Wilson en 1934, y conseguiría muchos más en este país una década después, durante la Segunda Guerra Mundial, pero afrontaba una lucha a cara de perro entre los antípodas y Estados Unidos. Como escribía Wilson en 1991,

La A.M.A. y toda la profesión médica organizada en ese momento habían denunciado a Kenny y todos sus trabajos. Era solo una enfermera y por tanto no podía descubrir nada de importancia; era asimismo solo una mujer y por tanto no podía entender la medicina, que requiere cerebros humanos; su técnico de tratamiento de la poliomielitis, se nos decía, era una bobada peligrosa y sandeces y “brujería”. Así que el acontecimiento más importante de mi primera infancia resultó ser la curación de una grave enfermedad incapacitante que dejaba a la mayoría de sus víctimas confinadas permanentemente en sillas de ruedas, por un método que todos los expertos reconocidos denunciaban como no científico e inútil. Esto me inspiró ciertas dudas acerca de los expertos.

Wilson, que “nunca volvería a andar”, caminó el resto de su vida, aunque con una pequeña cojera cuando se cansaba y a veces con un bastón.

Si alguna vez tuvo algo que pudiera describirse como una actitud de reverencia hacia las autoridades, nunca la recuperó. Hay historias que parecen hechas a medida para esa gente. Y así, para cuando tuvo edad para ir al instituto, sabía que quería ser escritor. Para entonces, su familia era considerablemente más próspera, pues Wilson empezó el instituto justo después del final de la Segunda Guerra Mundial, que había generado más trabajo para estibadores y almacenistas y un nuevo empleo para su padre, con un mejor salario del que nunca había ganado antes de que empezara la Depresión. Y después de la guerra la prosperidad no solo había continuado: en realidad, había crecido.

El padre de Wilson recordaba sin embargo sus largos años de desempleo y estaba decidido a que su hijo estudiara una carrera que le mantuviera, incluso en tiempos difíciles. Escribir era un sueño inviable; lo que su hijo necesitaba era una carrera como… ingeniería. Así que la familia se mudó a la zona de Brooklyn conocido como Bay Ridge y el joven Bob entró en la Brooklyn Technical High School. No se sabe si se compraron cortinas de encaje para su nueva casa, pero Wilson recordaba que, después de la mudanza a Bay Ridge, “estábamos viviendo tan bien, comparado con la Depresión, que imaginaba que por fin éramos irlandeses con cortinas de encaje”.

Desde Brooklyn Tech fue en 1952, después de un par de años de trabajo y ahorro de su dinero, al Instituto Politécnico de Brooklyn (ahora parte de la Universidad de Nueva York), donde, aproximadamente una década después enseñarían Leonard Peikoff y Murray N. Rothbard. Estudió ingeniería y trabajó en ese campo y como celador médico y como vendedor, entre otros trabajos que consideraba callejones sin salida y sin sentido. Pero también escribía en su tiempo libre.

Gradualmente, empezó a vender parte de esos escritos y gradualmente eso empezó a abrirle algunas puertas. Consiguió un trabajo como redactor en una agencia de publicidad. Y después, en 1962, cuando tenía 30 años, una pequeña revista con sede en Ohio par la que había estado escribiendo, le ofreció un trabajo como editor. Aceptó encantado la oferta. Pero cuando llegó a Brookville, Ohio, a unos 20 kilómetros al noroeste de Dayton, para asumir sus tareas como “coeditor” con Mildred Loomis de la revista Balanced Living, llegó bajo lo que podríamos calificar como un nombre falso.

Pocos años antes, cuando empezó a ganar dinero escribiendo, había decidido utilizar el nombre Robert Anton Wilson como su nombre profesional. Había nacido como Robert Edward Wilson, pero quería reservar su nombre “real” para las obras literarias serias que escribiría algún día. El “Anton” que había adoptado para reemplazar a “Edward” en los anuncios y el periodismo que pudiera escribir entretanto provenía de su abuelo materno, Anton Milli de Trieste.

Como contaba más tarde Wilson en Con los pies en la tierra, su abuelo “había abandonado el Imperio Austro-Húngaro para evitar el servicio militar y (…) estaba orgulloso de ello, pues indicaba su sagacidad. Lo mejor de Estados Unidos, decía a mi madre, es que aquí no había servicio militar obligatorio”. Wilson admiraba a su abuelo, escribía, porque “el viejo fue lo suficientemente valiente como para ser un desertor y navegar cruzando el salvaje Atlántico en un barco de madera para tratar de encontrar un país libre. Me gustaría que esto siguiera siendo un país libre para otros como él”.

Al final, por supuesto, Robert Edward Wilson nunca escribió ninguna obra literaria seria; por el contrario, se convirtió gradualmente en Robert Anton Wilson. Y así volvemos al hilo principal de nuestra historia.

Balanced Living, la pequeña revista de la que Robert Anton Wilson se convirtió en coeditor en 1962, la publicaba una organización llamada School for Living, que había sido fundada hacía casi 30 años, aproximadamente al mismo tiempo que el Robert Edward Wilson de dos años estaba siendo tratado de su poliomielitis por un practicante del método Kenny. El fundador de la School for Living en una propiedad fuera del pueblo de Suffern en el condado de Rockland, a unos 50 o 60 kilómetros de Nueva York, era un hombre llamado Ralph Borsodi.

Borsodi había nacido en Nueva York a mediados de la década de 1880, se había criado allí y entrado también allí en el negocio de la publicidad, disfrutando de cierto éxito. Sin embargo se fue convenciendo gradualmente de que, como dijo en su libro de 1933, Flight from the City, quien eligen quedarse en la ciudad 8cualquier ciudad grande) están eligiendo ser

Financieramente inseguros (…) no [sabiendo] nunca cuando pueden quedarse sin trabajo (…) faltos de l placer de vivir que proviene de la salud real y sufriendo todos los pequeños y a veces grandes males que vienen de demasiada excitación, demasiada comida artificial, demasiado trabajo sedentario y demasiado humo y ruido y polvo de la ciudad.

Entretanto las llevan “vidas [que] no aprecian belleza real, la belleza que solo bien del contacto con la naturaleza y del crecimiento de flores y frutos de la tierra, de jardines y árboles, de pájaros y animales”. Borsodi quería ofrecer, escribía “una salida para (…) hombres y mujeres que desean escapar de la dependencia del actual sistema industrial y que no desean sustituirlo por dependencia de un sistema controlado por el estado”.

Borsodi había leído a Henry George y también algo de Josiah Warren, Lysander Spooner y  Benjamin R. Tucker. Era escéptico acerca de la posibilidad de que el estado resolviera los problemas de nadie. Como decía en su libro de 1929, This Ugly Civilization:

Nacemos en un estatus político. No tenemos elección en este asunto. (…) Nacemos bajo el dominio de los políticos. (…) Podemos cambiar nuestro estatus político emigrando de la sujeción bajo la que hemos nacido a alguna otra que pensemos que es más deseable, pero no podemos liberarnos totalmente de la sujeción al gobierno. A este respecto, tenemos hoy algo menos de libertad que incluso con respecto a la religión. Podemos evitar diezmos en muchos estados, pero ninguno podemos evitar los impuestos. La opinión pública ha evolucionado hasta el punto de que reconoce que abandonar la iglesia no es en sí mismo malo, por muy pecaminoso que pueda ser desde el punto de vista de los clérigos. Pero todavía no ha llegado a un punto en el que reconozca que el abandono del estado esté igualmente libre de mal. (…) Pero aunque podamos tener que consentir un estatus político y contribuir al apoyo del gobierno, no debemos sobreestimar el grado en que políticos y estado político contribuyen a nuestra comodidad. Pues el gobierno, en el mejor de los casos, es un mal necesario. No se hace menos malo porque parezca necesario.

Borsodi mejora. “Hay tres necesidades de la humanidad”, escribía,

Y por tanto tres funciones, que parecen justificar la existencia de gobiernos. La primera es la protección de la sociedad en su conjunto y de sus miembros cumplidores de la ley, de las actividades ilegales y a veces antisociales de los individuos. La puesta en práctica de esta función ha creado los poderes de policía del gobierno: derecho, aplicación del derecho y tribunales de justicia. La segunda función es la protección del propio gobierno de los ataques de otros gobiernos y en virtud de lo que es presumiblemente el corolario de la autodefensa, la función de atacar a otros gobiernos que puedan por alguna razón  (buena, mala o indiferente) interferir con las actividades del gobierno atacante. La puesta en práctica de esta función ha creado los poderes bélicos del gobierno: ejércitos y armadas, derecho internacional y diplomacia. La tercera función es la de prestar diversos servicios sociales y económicos, como nuestras escuelas, que parecen demasiado importantes como para confiarlos a la iniciativa privada, o, como nuestra escuela, que parecen demasiado peligrosos como para confiarlos a un monopolio privado. La puesta en práctica de estas funciones ha creado las actividades sociales del gobierno: escuelas públicas, servicio postal, calles y carreteras, protección frente al fuego, suministro de agua y múltiples actividades municipales y nacionales similares. Si admitimos, de momento, que estas funciones son esenciales para el bienestar de la humanidad, de ello no se deduce necesariamente que la única forma en que puedan proporcionarse sea mediante la acción del gobierno político. La historia, que es un largo registro de las imbecilidades y las injusticias de los gobiernos, nos da una buena base para buscar alguna solución alternativa. Y la comodidad que buscamos como individuos hace muy deseable que la alternativa haya de ser controlada en la medida de lo posible por nosotros mismos y no por la comunidad en su conjunto. Desarrollamos un gobierno porque es una institución que genera control social, cuando deberíamos desarrollar instituciones como la familia que generan autocontrol.

A veces Borsodi sueno asombrosamente a Murray Rothbard o Robert LeFevre. “Lo que llamamos un gobierno”, escribía en 1929,

Después de todo no es sino un grupo de personas, que, por diversas sanciones, han adquirido el poder de gobernar a sus conciudadanos. Las sanciones van del fraude del derecho divino a la abierta conquista, de la estupidez del privilegio hereditario a la irracionalidad de votantes contados. En la mayoría de los casos, el grado en que estas sanciones producen legisladores, jueces y administradores capaces no soportará un examen crítico. Nominalmente, el gobierno existe y funciona para el pueblo. En realidad existe y funciona para el beneficio de aquellos que han recibido el poder de gobernar en una de esas formas absurdas. Se acepta principalmente por la sencilla inercia de las grandes masas de gente. Por supuesto, se acepta aparentemente porque confiere suficientes prestaciones visibles a la sociedad como para que los funcionarios que lo operan sean tolerados a pesar del ejercicio egoísta e idiota de los poderes a ellos conferidos.

Borsodi pensaba que era absurdo poner ninguna esperanza seria en la idea de poner a “la gente correcta” o incluso “gente mejor” en el gobierno. “El hombre realmente superior”, escribía,

Precisamente porque es suficientemente inteligente como para conocer las limitaciones de su conocimiento y la falibilidad de sus juicios, no gusta de la crueldad que es esencial para el ejercicio del poder. Pues los cargos públicos deben, ante todo, mantener el poder. Solo manteniendo el poder pueden tener la oportunidad ejercitarlo. Su preocupación por las artes que llevan al poder y que les permiten mantenerlo después de haberlo conseguido es inevitable. Las ambiciones que deberían animarles y los fines para los que debería usarse su poder tan de subordinarse a la “práctica política”.

Así que si una persona inteligente y bienintencionada alcanza poder político,

Se ve casi obligada a sacrificar los ideales a lo que puede haber sido verdaderamente leal para mantener el poder. Es casi seguro que los sacrificará, salvo que su periodo en el poder esté acompañado por una convulsión social que dé fuerza a sus ideales casi independientemente de lo que pueda hacer él mismo. Normalmente la tarea de mantenerse a sí mismo y a su partido en el cargo es tan grande que la inclinación por hacer un uso sabio de cualquier poder que obtenga raramente sobrevive a la prueba.

A la vista de estos hechos, Borsodi recomendaba independencia económica. “La independencia económica”, escribía,

No puede, por desgracia, liberarnos completamente del gobierno. Pero puede reducir enormemente el campo de actividad del gobierno en su conjunto. (…) La dependencia de los servicios públicos ideada por el propio gobierno o por instituciones semigubernamentales operada en franquicias, puede rebajarse materialmente. Podemos conseguir nuestro propio suministro de agua, nuestro propio sistema de alcantarillado, nuestra propia protección frente al fuego, nuestra propia escuela. Algunas de estas cosas para las que ahora recurrimos a los servicios públicos podemos realizarlas completamente nosotros mismos. Otras solo las podemos realizar en parte. En la medida en que nos permitimos hacerlas, evitamos la molestia y escapamos de la incompetencia de hacer que las realice el estado. (…) El apoyo al gobierno mediante los impuestos que pagamos no podemos evitarlo, ni podemos escapar completamente de esas formas de apoyo al gobierno como el servicio militar y la tarea de ser jurados. (…) Por suerte, hemos progresado hasta el punto de que es posible atender estas diversas formas de coerción sin demasiado esfuerzo. Tal vez la filosofía pueda reconciliarnos con el pago de los impuestos a que se nos obliga, aunque veamos todos los días cómo el dinero de los contribuyentes es desperdiciado por quienes tienen cargos políticos. (…) Las contribuciones voluntarias al trabajo del gobierno, como votar, trabajar para un partido, ejercer cargos y activismo, formación y organización de movimientos reformistas, todo esto puede reducirse a casi nada. Puede justificarse un esfuerzo ocasional en este sentido, pero una devoción sincera a estas contribuciones al gobierno es casi seguro que nos desilusione y decepcione.

Para Borsodi, estaba claro que lo que era “supremamente importante” era la libertad “para experimentar con nuestras ideas, todas las ideas que se nos ocurran. Debemos ponernos en una situación en la que las ideas que nos interesan pueden tener una oportunidad real de funcionar”.

Hasta ahora, he citado a Ralph Borsodi más extensamente que a Robert Anton Wilson, el aparente sujeto de este artículo. Pero lo he hecho porque es esencial que entendamos a Borsodi para entender a Wilson. Está claro que Wilson había leído Borsodi antes de presentarse en Brookville, Ohio, en 1962 para asumir sus tareas editoriales en la revista de School for Living. O al menos eso es muy probable que se deduzca al saber que, como dice el propio Wilson en Con los pies en la tierra, “Lo primero que hice fue cambiar el título la revista [de Balanced Living] a A Way Out, que esperaba que atrajera a un lector más joven y la moda”. Esta expresión [“Una salida”] figura en uno de los pasajes que acabo de citar en los libros de Borsodi.

Wilson también había leído a Ayn Rand antes de llegar a Brookville. Y sin duda había leído al menos algunos de los escritos producidos por sus compañeros contribuidores de la revista, que incluían a Murray Rothbard, Timothy Leary, Robert LeFevre, Frank Chodorov y Paul Goodman. Aun así, estaba algo sorprendido (agradablemente sorprendido, por supuesto) al descubrir, como dijo, que

La School of Living (…) tenía una gran biblioteca de literatura radical y poco convencional. Fue allí donde descubrí y leí todos los números de Liberty, la revista anarcoindividualista editada [1881-1908] por el brillante Benjamin R. Tucker (“la mente más clara que haya habido nunca en política”, le llamó Joyce). También leí todos los números de Mother Earth, la revista anarcocomunista de Emma Goldman.

Wilson no se quedó mucho tiempo Brookville solo un par de años, en realidad lo suficiente como para leerse la biblioteca y aprender lo básico del negocio de las revistas. Luego despegó su carrera. Cuando los primeros sesenta se convirtieron en los mediados sesenta, se mudó a Fact, de Ralph Ginzburg de nuevo en Nueva York y luego al Playboy de Hugh Hefner en Chicago. Estuvo allí siete años, más de lo que estuvo nunca en cualquier otro trabajo en su vida. Escribió sobre la experiencia, en Con los pies en la tierra, que Playboy

Me pagaba un salario más alto que cualquier otra revista en la que hubiera trabajado y nunca esperó que me convirtiera en un conformista o vendiera a cambio mi alma. Disfruté de mis años en el Imperio de las Conejitas. Solo dimití cuando cumplí los 40 y sentía que podía vivir conmigo si no hacía el esfuerzo por escribir por fin a tiempo completo.

El mayor éxito de su posterior carrera como free-lance fue Illuminatus!, una novela satírica en tres tomos escrita en colaboración con su compañero editor de Playboy a finales de los sesenta, Robert Shea. En la medida en que sea posible decir coherentemente de qué trata Illuminatus!, trata de teoría y teóricos de la conspiración, pero también mezcla la contracultura de los sesenta, el movimiento libertario y varios otros temas arcanos, junto lo que posteriormente se convertiría en el agnosticismo y escepticismo de marca de Wilson, no solo respecto de la autoridades, sino asimismo contra todas las afirmaciones de Verdad, especialmente de Verdad Universal.

Robert Anton Wilson fue free-lance el resto de su vida, casi 35 años (murió en enero de 2007, solo una semana antes de su 75 cumpleaños). Las cosas no fueron siempre fáciles financieramente (aunque se convirtió en un clásico de culto, Illuminatus! No le hizo rico), pero se hizo extremadamente conocido. Sin embargo nunca dejó que su fama se la subiera a la cabeza. Continuó escribiendo para revistas pequeñas de bajo presupuesto, incluyendo periódicos del movimiento libertario como el New Libertarian de Sam Konkin, del que fue editor colaborador desde finales de la década de 1970 a lo largo de la de 1980.

También apareció de vez en cuando en reuniones libertarias de distintos tipos y tamaños. Todavía recuerdo lo sorprendido que yo estaba un día en 1981, cuando estaba presidiendo una reunión sobre libertades civiles en la convención del Partido Libertario en Denver. Había estado hablando con mis compañeros de mesa e indicándoles cómo iba a dirigirla y no había prestado mucha atención mientras se llenaba la sala. Así que cuando, por fin, me levanté para hacer unos comentarios de presentación y mire al grupo que se había reunido, me quedé de piedra cuando me di cuenta de que el hombre que se sentaba en el centro de la primera fila, virtualmente debajo de mis narices, era nada menos que Robert Anton Wilson, entonces con casi 50 años y en lo más alto de su fama.

Illuminatus! ganó el Premio Prometheus en 1986.  Este premio también lo ganaron con los años obras como La Luna es una cruel amante, de Robert A. Heinlein, La rebelión de Atlas e Himno, de Ayn Rand,  1984 y Rebelión en la granja, de George Orwell, Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, The Great Explosion, de Eric Frank Russell, El Síndico, de C.M. Kornbluth, Un día perfecto, de Ira Levin, Los desposeídos, de Ursula K. Le Guin, Nosotros, de Yevgeny Zamyatin, Las armerías de Isher, de A.E. van Vogt, La naranja mecánica, de Anthony Burgess y El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien. Ganar el Premio Prometheus equivale a un reconocimiento oficial: esta obra es una verdadero clásico de la ciencia ficción o la fantasía. A Robert Anton Wilson nunca le importó mucho el reconocimiento oficial, por supuesto. Pero tengo todos los motivos para creer que estaba contento en este caso concreto.


Publicado el 15 de agosto de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.