Crimen organizado – Capitulo 11 y 12

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Este artículo fue extraído del libro Crimen Organizado, escrito por Thomas DiLorenzo y traducido por Juan José Gamón Robres. Descarga el libro aquí.

CAPÍTULO 11 – El hundimiento de los precios: El auténtico problema

La más importante reforma fiscal de los años ochenta del siglo pasado fue la actualización de los tipos de gravamen del Impuesto Federal sobre la Renta para ajustarlos a la inflación y la reducción en el número de escalas del impuesto de quince a tres. Antes de eso, los trabajadores corrientes de clase media se veían empujados a mayores y mayores escalas de renta por el solo hecho de percibir aumentos de salarios motivados por la necesidad de ajustarlos a la (creciente) inflación. El resultado era que dos años seguidos de incremento en la renta para ajustarla a la inflación en realidad producían el efecto de reducir el nivel de vida del contribuyente al disminuir su renta neta, la renta después de pagar el impuesto, al tiempo que el Estado se enriquecía.

Bajo este corrupto sistema, la Fed imprimiría cantidades excesivas de dinero, creando inflación de precios. La inflación llevaría a aumentos en el coste de la vida que a su vez motivarían “saltos en la escala de gravamen” y mayores pagos vía impuestos. El presupuesto del gobierno federal se infló mientras los contribuyentes sufrían. Los políticos nunca tuvieron que enfrentarse a las recriminaciones y al desgaste resultante de votar impuestos más altos; la inflación se encargó de hacerlo por ellos. Era una verdadera forma de imposición sin representación (lo que no implica que la imposición con representación sea de ninguna manera mejor).

Como consecuencia de la actualización de los tipos del impuesto sobre la renta, el gobierno federal ya no puede asaltar a la clase media por este especial procedimiento. Pero los gobiernos locales y los de los Estados sí, a través del vehículo de la imposición sobre la propiedad. Cada vez que aumenta el valor de las propiedades, tal como sucedió de forma espectacular en los primeros siete años del siglo XXI, los ingresos derivados de los impuestos sobre la propiedad suben automáticamente sin que ningún político tenga que votar jamás un aumento de los impuestos. Las valoraciones aplicadas por los impuestos sobre la propiedad hacen ese trabajo sucio por ellos.

De modo que cuando la política monetaria expansionista de la Fed causó la burbuja inmobiliaria, los extraordinarios aumentos en los valores de las propiedades se vieron acompañados por igualmente extraordinarios aumentos de la recaudación de los impuestos sobre la propiedad (después de que reventara la burbuja, los gobiernos locales quisieron aumentar los tipos de gravamen de los impuestos sobre la propiedad para no perder los ingresos fiscales procedentes de la imposición sobre la propiedad, que vienen determinados por el producto del valor de la propiedad por el tipo de gravamen que le es de aplicación).

Por ejemplo, en Maryland, los gobiernos locales informaron que habían recaudado un 35 % más en impuestos sobre la propiedad en 2005 de lo que recaudaron en 2000.

Es improbable que la calidad o la cantidad de los “servicios” gubernamentales mejorase en un tercio durante ese período. Los ciudadanos estaban simplemente pagando un tercio más caros los mismos -o peores- “servicios”.

CAPÍTULO 12 – El robo agrícola y ganadero

En 1996 el Presidente Bill Clinton firmó la ley llamada “freedom to farm” (libertad para la agricultura y la ganadería) que se suponía que iba a acabar con todos los subsidios agrícolas y ganaderos. Entonces la principal forma de subsidio del sector operaba vía precios mínimos -eran precios mínimos impuestos a la fuerza por el Estado que eran más altos que los precios de mercado libre-.

Acabar con los precios mínimos haría posible sin duda que los mercados de productos agrícolas y ganaderos funcionase más eficientemente, pero es muy poco habitual -y un poco extraño- observar gobiernos que decidan terminar voluntariamente con un programa de subsidios que beneficia a un conglomerado de intereses económicos que es políticamente muy poderoso, a saber, las prósperas corporaciones del sector agrícola y ganadero o agro-alimentario. La realidad es que los subsidios no terminaron; simplemente adoptaron una forma diferente.

Un principio de la Economía de la Elección Pública es que los políticos siempre harán todo lo que puedan para disfrazar los subsidios a percibir por grupos que para nada los merecen, como es el caso de las grandes corporaciones de la industria agro-alimentaria. Si los pueden subvencionar mediante medidas proteccionistas o precios mínimos, lo preferirán sin vacilar a hacerlo por el sencillo procedimiento de extender un cheque a un empresario millonario. Con este proceder sería muy fácil que el público viese la trampa. Pero los controles de precios han creado tales distorsiones en los mercados agrícolas que los gobiernos al parecer decidieron que ya era hora de acabar con ellos -o algo parecido-. En su lugar se implantaron “pagos de transición” supuestamente diseñados para aliviar temporalmente los daños y el sufrimiento de los pobres granjeros millonarios que habían perdido la garantía que tenían de cobrar precios superiores a los de mercado por todo lo que vendían.

Esta estratagema fue otro ejemplo de cómo el gobierno engaña al público por el sistema de ponerle el cebo y darle luego el cambiazo. Los pagos de transición jamás fueron verdaderamente transitorios y probablemente nunca se pensó que lo fuesen. El poder del lobby agroalimentario jamás se vio reducido y se puso inmediatamente a trabajar para aumentar los nuevos subsidios y para hacerlos permanentes. Y lo ha conseguido. Cada año hay una avalancha de “leyes que incrementan el gasto” y que aumentan los importes a percibir por las corporaciones agroalimentarias en concepto de ayudas o acciones de fomento que los contribuyentes norteamericanos tienen que aportar y que ascienden anualmente a decenas de miles de millones de dólares.

Bautizando a los programas con el título de “transitorios”, el Congreso se asegura una permanente corriente de fondos con la que el sector del campo contribuye a financiar sus campañas electorales con la seguridad de que presionarán y obtendrán, todos los años, millones de dólares en ayudas a cambio de que el gobierno extienda la vigencia de las leyes que instituyeron esos programas.

Un artículo de USA Today sobre los algodoneros de Texas de, 1 de febrero de 2005 explicaba el funcionamiento de sistema de expolio protagonizado por la industria del campo. El artículo mencionaba a un tal Eugene Bednarz que había cosechado cuatro mil balas de algodón. En conjunto, la producción de algodón de aquel año se esperaba que superase los 7,5 millones de balas, el mejor rendimiento en más de cincuenta años.

Eso también significaba que el lobby del campo llevaría a cabo la mayor exacción de rentas a los contribuyentes en más de medio siglo. La forma en que funcionó el nuevo sistema consistía en que si el precio de mercado del algodón caía por debajo del precio de mínimo fijado por el gobierno el Estado destinaría dinero público a pagar a los granjeros la diferencia entre el precio real que obtuvieran por su algodón y el precio de soporte determinado arbitrariamente.

En aquel momento, el precio de mercado del algodón era de 35 centavos por libra, siendo el precio establecido por la autoridad de control de precios de 52 centavos por libra. Una bala de algodón pesa alrededor de quinientas libras. Por tanto, al Sr. Bednarz se le pagó la diferencia -17 centavos- por cada libra de su algodón. En consecuencia, el Estado le dio un cheque de 340.000 dólares por no hacer absolutamente nada. Ningún consumidor ni ningún contribuyente recibió beneficio alguno en contrapartida. Aquel año, los algodoneros de Texas en conjunto se aprovecharon de esta forma por importe de 637.500.000 dólares.

Los productores de algodón, trigo, maíz, soja y arroz se hicieron ricos con esta estafa, mientras que otros, como los productores de azúcar, expoliaron a los contribuyentes de una manera levemente distinta, mediante reducciones en la oferta ordenadas por el Estado que hicieron subir los precios tres o cuatro veces por encima del precio mundial del azúcar. Además, todos los productos que llevasen azúcar se volvieron también más caros.

Casi todo lo que hacen los gobiernos hace que aumenten los precios y suba el coste de la vida. Pero la mayor parte de los americanos aún creen en el cuento de hadas de que es el mercado libre el que provoca las subidas de pecios y que son las regulaciones del benevolente y omnisciente gobierno lo que necesitamos para “salvarnos”.


Traducido del inglés por Juan José Gamón Robres – mailto: juanjogamon@yahoo.es.

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