Crimen organizado – Capitulo 7 y 8

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Este artículo fue extraído del libro Crimen Organizado, escrito por Thomas DiLorenzo y traducido por Juan José Gamón Robres. Descarga el libro aquí.

CAPÍTULO 7 – Los luditas anti-monopolio

Los luditas fueron trabajadores textiles británicos de principios del siglo XIX que se opusieron a la introducción de los telares mecánicos, destruyéndolos y haciendo proclamas en las que denunciaban la nueva tecnología en nombre del mítico rey Ludd de los bosques de Sherwood. Lo que los luditas no entendieron (y los neoluditas de hoy no comprenden tampoco), es que esa “tecnología que ahorra trabajo”, al reducir los costes de producción y los precios, aumenta la demanda de los consumidores respecto de los bienes producidos lo que a su vez genera más puestos de trabajo en esa industria, no menos.

En 2011 el neo-ludismo volvió a resurgir cuando la administración Obama bloqueó la fusión que AT&T y T-Mobile USA habían propuesto. Según el diario New York Times del 31 de agosto 2011, el rechazo a la fusión supuestamente “ayudaría a salvar puestos de trabajo de trabajadores norteamericanos”. En palabras del Diputado anti-monopolio del Fiscal General James M. Cole “El punto de vista de la Administración Obama es que a través de la innovación y la competencia es como se crean puesto de trabajo”. Las fusiones por lo general reducen el empleo al “eliminar las duplicidades”, dijo Cole. Y añadió, “así que vemos esta iniciativa como algo que contribuirá a proteger puestos de trabajo de nuestra economía”. La fórmula para crear empleo en la economía de los Estados Unidos según la Administración Obama consiste en proteger, y, si es preciso, aumentar las “duplicidades” que encarecen los costes. Los competidores extranjeros de las empresas norteamericanas deberían estar ovacionando a la Administración Obama.

En realidad, en oposición al análisis económico de la Administración Obama, la reducción de plantilla para eliminar los puestos duplicados de una empresa es otra forma de decir “reducir costes para ser más competitivos en los mercados internacionales”. Cuando una empresa tiene éxito a la hora de hacerse más competitiva de esta forma, su cuota de mercado se expande y se crean más puestos de trabajo en esa compañía.

Es verdad que la “innovación” puede crear empleos. Lo que la administración Obama no entiende es que una fusión como la propuesta por AT&T y T-Mobile USA es una innovación. Es una propuesta novedosa para reducir costes y ofrecer servicios de comunicación más baratos. La constante innovación es una necesidad en una industria tan hiper-competitiva como la del sector de la telefonía móvil.

La posición de la Administración Obama respecto de la fusión propuesta era una combinación de Ludismo y mercantilismo. Los mercantilistas del siglo XVIII creyeron en la superstición de que la riqueza se creaba no mediante la producción sino acumulando y guardando el oro. Los mercantilistas de Obama aparentemente creen que los empleos existentes, no el oro, es lo que se ha de conservar. No se dan cuenta de que la economía es algo dinámico, que se están creando y destruyendo puestos de trabajo conforme nuevas y mejores industrias y prácticas mercantiles sustituyen a las más antiguas y menos eficientes (a la hora de servir al cliente).

Como suele ocurrir en los casos anti-monopolio, la Administración Obama defendió su bloqueo a la fusión argumentando que ésta de alguna manera reduciría la competencia. Pero exactamente ¿Cómo es que podía pasar algo así cuando había más de 180 empresas de telefonía móvil en los Estados Unidos, y centenares de empresas dispersas alrededor del mundo, dispuestas a convertirse en competidoras potenciales en el mercado norteamericano? AT&T y T-Mobile nunca podrían haber conseguido un aumento de precios, y aún menos haberlos incrementado hasta precios de monopolio, cuando había cientos de empresas agazapadas al acecho para aprovecharse de absurdas decisiones sobre precios.

El objetivo obvio de la fusión propuesta era reducir los precios para obtener beneficios. Eso no quiere decir que habrían tenido éxito a la hora de bajarlos ya que no hay nada seguro en el mundo de los negocios. Lo que sí es seguro, sin embargo, es que el bloqueo de la propuesta de fusión por la administración Obama prohibió a esas dos compañías que intentaran ser más competitivas y que generasen aún más puestos de trabajo que los que ya creaban.

CAPÍTULO 8 –  La socialización de la medicina frente a las leyes económicas

En el núcleo del continuo asalto del gobierno norteamericano al sector de la sanidad o de los servicios de salud de la economía se encuentra una ley aprobada durante la Administración Obama que eventualmente llevaría a toda la industria de los seguros de salud a la ruina o la transformaría de facto en una industria nacionalizada. La ley creaba nuevos impuestos e imponía costes adicionales a las compañías del sector de los seguros de salud y creaba una burocracia del seguro de salud para “competir” ostensiblemente con las empresas privadas. Esto forma parte de un plan a largo plazo para conseguir realizar por fin el sueño de implantar una medicina socializada en América, después de que el socialismo haya conseguido tan maravillosos logros en otros países. Como todos los monopolios gubernamentales, éste funcionaría con toda la compasión de la Agencia Tributaria y la eficiencia del servicio de correos.

Hace algunos años el premio Nobel de Economía Milton Friedman estudió la historia económica de los servicios sanitarios en Norteamérica. En un estudio de 1992 publicado por la Hoover Institution titulado “Input and output in Health Care” (“Ingresos y Egresos en los cuidados de salud“, Friedman observó que el 56 % de todos los hospitales que había en 1910 en los Estados Unidos eran empresas lucrativas de propiedad privada y explotadas privadamente. Después, tras décadas de subsidios gubernamentales a hospitales gestionados por el Estado, aquel número había caído al 10%. Llevó décadas, pero a principios de 1990 el Estado había tomado el control de casi toda la industria hospitalaria. La pequeña porción de esa industria que seguía siendo privada y lucrativa estaba tan regulada que se podía considerar también como un apéndice del Estado. La mayoría de decisiones que hacen los administradores de los hospitales “privados” tiene que ver con cumplir los edictos burocráticos del gobierno, no propiamente con la atención al paciente.

La conclusión clave de Friedman era que, como sucede en todos los sistemas burocráticos, la titularidad de la propiedad o de la gestión de la sanidad por parte del gobierno creó una situación en la que mayores inversiones en equipamiento, en infraestructura y en los salarios de los profesionales médicos, en realidad llevaba a resultados decrecientes en términos de cantidad y calidad de la atención sanitaria. Por ejemplo, mientras que los gastos médicos aumentaron un 224% de 1965 a 1989, el número de camas hospitalarias por cada 1.000 habitantes cayó un 44 % y el número de camas ocupadas se redujo un 15%. Durante el período que media entre 1945-1989 que estudió Friedman, los costes diarios por paciente también aumentaron casi veinticuatro veces y eso una vez descontados los efectos de la inflación de precios. La expansión del Estado a los servicios hospitalarios resultó en un servicio inferior a la par que alimentaba un astronómico aumento de costes. Este tipo de resultado está presente en todas las burocracias que gestiona el gobierno ya que no hay en ellas ningún mecanismo de retro-alimentación por parte del mercado. Como en las actividades del gobierno no existe el concepto contable de beneficios, no hay ningún mecanismo fiable para recompensar los buenos resultados y castigar los malos. De hecho, en toda empresa gubernamental ocurre justamente lo contrario: los malos resultados se recompensan con mayores dotaciones en los presupuestos después de que se hagan promesas de introducir “mejoras” a cambio de más dinero.

Después que el gobierno se involucra en cualquier industria los costes siempre se disparan. En 1970 el gobierno previó que la parte de Medicaid destinada a seguros hospitalarios solo costaría 2,9 billones de dólares al año. Como los gastos reales eran de 5,3 billones de dólares, eso equivalía a subestimar el 79 % de los costes. En 1980 el gobierno presupuestó 5,5 billones de dólares en gastos para cubrir seguros hospitalarios; los gastos reales más que cuadruplicaron ese importe -25,6 billones de dólares-. Pero el gobierno siempre promete reducciones de costes cuando empieza a hacerse con una industria.

En respuesta a la explosión de costes que sus propias políticas causaron, el gobierno se concedió a sí mismo aún mayores poderes extraordinarios sobre la industria sanitaria estableciendo 23 nuevos impuestos en los primeros 30 años de vigencia del programa Medicare (Véase Ronald Hamoway, “The Genesis and Development of Medicare” en ed. “American Health Care” de Roger D. Feldman).

Todos los monopolios de salud gubernamentales, ya estén en Canadá, Gran Bretaña o Cuba, experimentan una explosión tanto de los costes como de la demanda. Ésta última crece porque en un sistema así, los servicios sanitarios son percibidos como “gratuitos” (por supuesto que no son “gratuitos”; los costes simplemente vienen enterrados y ocultos en la legislación financiera general). Siempre que algo tiene explícitamente asociado un precio igual a cero, la demanda de los consumidores aumentará espectacularmente y los cuidados de salud no son una excepción. Al mismo tiempo, las torpezas burocráticas -que son algo rutinario- asegurarán grandes ineficiencias que se harán endémicas y empeorarán año tras año. Según los costes se descontrolen y empiecen a resultar embarazosos para quienes falsamente prometieron reducciones de costes, puede esperarse que los políticos hagan lo que los políticos siempre hacen ante ese tipo de situaciones y que impongan precios máximos a la industria, generalmente disfrazados con algún hábil eufemismo del tipo “controles presupuestarios generales”.

Los precios máximos siempre estimulan la demanda y reducen la oferta, por lo que producen desabastecimientos. Se hace necesario racionar por medios ajenos al sistema de precios. Esto quiere decir que son los burócratas del gobierno, no los individuos y sus médicos, quienes inevitablemente determinan quienes recibirán tratamiento médico y quienes no, cuantos médicos y enfermeros serán licenciados por las facultades de medicina y escuelas de enfermería, etc … En otras palabras, asumen el control totalitario de la industria.

Todos los países que han optado por socializar la medicina han padecido una enfermedad consistente en la escasez de servicios de cuidados de salud inducida por controles de precios. Si por ejemplo un canadiense sufre quemaduras de tercer grado en un accidente automovilístico y necesita cirugía plástica reconstructiva, el tiempo medio de espera para dicho tratamiento es de cinco meses. La lista de espera para cirugía ortopédica también es de casi cinco meses; para neurocirugía es de tres meses; y es incluso de hasta más de un mes para cirugía coronaria (véase la publicación de Baccus Barua, Mark Rovere y Brett J. Skinner titulada “Esperando turno: Listas de espera hospitalarias en Canada, informe de 2011″ publicada por “The Fraser Institute”). Es por ello por lo que tantos canadienses de clase media que precisan atención sanitaria urgente acuden desde hace años a los hospitales norteamericanos.

Un artículo del periódico “The New York Times” del 16 de enero de 2000 titulado “Hospitales llenos inducen a los canadienses a esperar e irse al sur” de James Brooke, ofrecía muchos ejemplos de porqué el sistema público de salud canadiense llevaba a peligrosas situaciones de escasez. Por ejemplo una abuela de 58 años estuvo esperando que la operasen a corazón abierto en el pasillo de un hospital de Montreal con otros 56 pacientes mientras las puertas automáticas se abrían y cerraban toda la noche dando entrada a gélidas corrientes de aire. Llevaba más de cinco años esperando ser operada de corazón.

En Toronto, 23 de los 25 hospitales de la ciudad desviaron ambulancias en un solo día debido a la escasez de médicos. En Vancouver, muchas ambulancias que trasladaban a personas que habían sufrido un ataque al corazón, quedaron atascadas en el aparcamiento del hospital durante horas a la espera de poder ser atendidas. Al menos mil médicos y muchos miles de enfermeras canadienses han emigrado a los Estados Unidos para evitar los controles de precios sobre sus salarios. “Pocos canadienses recomendarían su sistema como modelo a exportar” escribió James Brooke en el New York Times.

La escasez inducida por los controles de precios canadienses también se manifiesta bajo la forma de reducido acceso a tecnologías médicas. Por cabeza, los Estados Unidos tienen ocho veces más aparatos de imágenes por resonancia magnética, siete veces más unidades de radioterapia para el tratamiento del cáncer, seis veces más unidades de litoterapia y tres veces más unidades de cirugía cardíaca para la práctica de intervenciones a corazón abierto. Hay más escáneres de imágenes por resonancia magnética en el Estado de Washington, con una población de unos cinco millones de habitantes, que en todo Canadá con una población de más de treinta millones (véase John Goodman y Gerald Musgrave, “El poder del paciente: cómo resolver la crisis de los cuidados de salud en Norteamérica“). Éste será el futuro de los Estados Unidos de seguir la senda de la medicina socializada.

Traducido del inglés por Juan José Gamón Robres – mailto: juanjogamon@yahoo.es.

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