Crimen organizado – Capítulo 22 – 24

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Este artículo fue extraído del libro Crimen Organizado, escrito por Thomas DiLorenzo y traducido por Juan José Gamón Robres. Descarga el libro aquí.

CAPÍTULO 22 – La centralización lleva a los peores individuos a los puestos más altos del Estado

Todos los peores tiranos de la Historia que en el mundo han sido, fueron enemigos de los derechos de los Estados, del federalismo, y de la división de poderes. Los tiranos ambicionan monopolizar el poder político y esa monopolización del poder político no puede producirse si la gente tiene una vía de escape. Si uno quiere ejercer poderes dictatoriales sobre una sociedad, tiene que aplastar la disidencia, abolir las posibilidades de disidencia. Adolf Hitler demostró tener más maestría que cualquier otro tirano del siglo XX. En la página 566 de las 1.999 páginas de la edición de “Mein Kampf” (“Mi Lucha”) de Mariner/Houghton Mifflin, Hitler se hizo eco de los puntos de vista de Lincoln, Hamilton, Story, Marshall y Webster cuando escribió:

Los Estados individuales de la Unión Americana … no podrían haber alcanzado por si mismos ninguna soberanía estatal. Porque no fueron esos Estados quienes formaron la Unión sino que, por el contrario, fue la Unión la que formó una buena parte de los así llamados Estados.

Con ello Hitler no hizo sino reiterar el argumento ya utilizado por Lincoln en su discurso inaugural del 4 de marzo de 1861 cuando dijo:

La Unión es más antigua que la Constitución. Se formó, de hecho, en virtud de los “Artículos de la Asociación de 1774“. Maduró y prosiguió con la “Declaración de Independencia” … con los “Artículos de la Confederación de 1778” … y al establecerse la “Constitución” … De esas ideas se infiere que ningún Estado puede por su propia iniciativa separarse legalmente de la Unión. Hitler escribió esas palabras para justificar su propia decisión de abolir los derechos de los Estados en Alemania, y, a tal fin, era natural que se refiriese a la novedosa teoría a-histórica de Lincoln para reforzar su tesis.

Hitler despreciaba a los denominados “Estados soberanos” de Alemania, porque, con su “impotencia” y “fragmentación”, obstaculizaban el camino hacia un Reich centralizado. Durante siglos los europeos habían entendido que esa “fragmentación” constituía un medio de gran importancia para defender la libertad de la tiranía. Los europeos habían ido eliminando lentamente esas libertades mediante la centralización del gobierno y Hitler quería acelerar el proceso convirtiendo a toda Europa en un gran Reich administrado por él.

Hitler alabó al Canciller Otto Von Bismarck por haber demostrado tener “una gran visión de Estado” al disminuir gradualmente la soberanía de los Estados alemanes y haber fortalecido el poder del gobierno alemán. Es éste un desarrollo muy bienvenido, escribió Hitler, ya que el poder del Estado Central en Alemania estaba supuestamente amenazado por la “lucha entre la Centralización y el Federalismo, tan hábilmente propagado por los judíos en 1919-20 y más adelante, …”.

Más tarde condenó al Federalismo al calificarlo de ser “una alianza de Estados soberanos que renuncian juntos a su propio libre albedrío, a la fuerza de su soberanía” para ceder parte de su soberanía (pero no toda) y formar la “federación común”. Ésta fue una acertada descripción del sistema constitucional Americano original de derechos de los Estados o Federalismo, y Hitler hizo patente su extrema oposición al mismo.

Hitler escribió que Bismarck hizo un buen trabajo al destruir la mayor parte de los vestigios del Federalismo y de los derechos de los Estados en Alemania, pero no llegó lo bastante lejos. “Así que hoy este Estado (Alemania), para asegurar su propia existencia, está obligado a reducir más y más las derechos soberanos de las provincias individuales, no solo en razón a consideraciones materiales sino también por consideraciones de índole espiritual”. Por tanto, de ello resulta una regla que es “esencial para nosotros, Nacional Socialistas”, escribió Hitler: “un poderoso Reich nacional”.

Adolf Hitler afirmó entonces el argumento de la “inevitabilidad”: “Con certeza, todos los Estados del mundo se están moviendo en pos de una cierta unificación de su organización interna. Y en esto Alemania no será excepción. Hoy es absurdo hablar de una “soberanía estatal” referida a provincias concretas”. Condenó la idea del Federalismo por ser obra de “oscuros intereses partidistas” y, lo que es más, prometió que los Nacional Socialistas (Nazis), eliminarían por completo todos los derechos de los Estados:

Dado que para nosotros el Estado es solo una forma y que lo esencial es su contenido, la nación -la gente-, está claro que todo debe subordinarse a los intereses soberanos de ésta. En particular, nosotros no podemos reconocer soberanía de Estado y soberanía en lo tocante al poder político a ningún Estado individualmente considerado dentro de la nación y del Estado que la representa.

Hitler solicitó que “acabaran las dañinas federaciones de Estados individuales”. En el futuro de Alemania, escribió, los Estados individuales ya no intervendrían en el “poder y la política de Estado”. Y el Nazismo no es el “servidor” del pueblo de los “concretos Estados federados”, siguió diciendo, al tiempo que predecía que “la doctrina Nacional Socialista” algún día guiará a la Nación Alemana a “reordenar la vida del pueblo”. El pueblo está destinado a convertirse en servidor del Estado, no lo contrario. Hitler creía que éso solo se podría conseguir en Alemania aboliendo primero los derechos de los Estados.

CAPÍTULO 23 – El Gobierno mata: el capítulo que faltaba

En años recientes, los estudiosos han intentado documentar el alcance que han tenido en el siglo XX las acciones de los distintos Estados dirigidas a asesinar en masa a sus propios ciudadanos. Estas no son estimaciones de muertes ocasionadas por guerras, sino de muertes de disidentes políticos. Los más destacados trabajos son los del sociólogo R.J. Rummel, “Power Kills” (“El poder mata”) y “Death by Government” (“Muerto por el Gobierno“), y “The black book of Comunism” (“El libro negro del Comunismo“) de una colección de autores franceses.

La razón principal de esos “democidios“, como los denomina el profesor Rummel, es la de eliminar toda oposición al régimen gobernante y a su ideología. Según “El libro negro del Comunismo”, los Gulags “que se resistieron en Rusia a la colectivización (de sus propiedades) fueron fusilados y los demás deportados”. Cuando la población rural de Ucrania se resistió, Stalin provocó una hambruna que mató a unos seis millones de ucranianos en unos poco meses. Los mismos crímenes fueron cometidos por los regímenes de Mao Tse Tung, Kim Il Sung y Pol Pot, entre otros. En todos los casos, la razón de esos asesinatos en masa fue la de eliminar a quienes se resistían a la centralización del poder político y a la planificación centralizada de sociedades enteras.

El Libro Negro del Comunismo” estimó que los soviets asesinaron por lo menos a veinte millones de conciudadanos; los socialistas chinos mataron a 65 millones; los socialistas vietnamitas mataron a un millón; los comunistas norcoreanos mataron a dos millones; un millón murió en la Europa del Este; 150.000 en América Latina; 1,7 millones en África y 1,5 millones en Afganistán. Además de esto, el Profesor Rummel incluyó en sus estimaciones a 21 millones de civiles asesinados por el gobierno Nazi.

En su obra “Power Kills” (“El Poder mata“) el profesor Rummel escribe que los regímenes “democidas” tienden a ser aún más perversos con su propio pueblo cuando a su poder político se le une “una ideología absolutista” como es el socialismo. Y señala que cuando los gobernantes de esos regímenes concluyen que la existencia de un grupo social es incompatible con sus creencias y objetivos, sus poderes totalitarios les permiten destruirlo. Según el profesor Rummel, la guerra o la rebelión han facilitado con frecuencia una excusa conveniente y han dado cobertura a semejantes “democidios”.

A la luz de esos razonamientos, parece que en todo cuanto se ha escrito sobre “democidios” existe una omisión que resulta llamativa, a saber, la de 350.000 ó más residentes de los Estados del Sur que murieron como resultado de la invasión y de la guerra total que el gobierno de Lincoln libró contra ellos desde 1861 a 1865. Los historiadores durante mucho tiempo cifraron los muertos de guerra del Sur en 300.000 personas, mientras que el historiador James Mc Pherson estima que murieron además unos 50.000 civiles sureños, en su mayoría mujeres y niños. Nuevas estimaciones de la literatura histórica sostienen que el número real de muertes puede estar más cerca de 450.000.

Lincoln nunca admitió que los Estados del Sur estuvieran fuera de la Unión y que la secesión fuese legítima. Adujo que la secesión de los Estados del Sur era una mera “rebelión” de una minoría radical y era por consiguiente ilegítima. Siempre consideró a todos los sureños, desde Robert E. Lee al más humilde de los granjeros, como ciudadanos americanos. Por consiguiente, su guerra total contra sus propios ciudadanos puede calificarse como un acto de democidio tal y como lo define el Profesor Rummel.

La ideología que los Sureños rechazaban era la perpetua Unión “mística”, como la llamó Lincoln, de la que nunca pudiera haber ninguna salida. Creían que la Unión era voluntaria, que los Estados eran independientes, libres y soberanos, y que tenían el derecho de adherirse o no a la Unión. Lincoln era un Ultra-Nacionalista que no comulgaba con esa visión y que estaba dispuesto a utilizar los poderes del Estado para matar a cientos de miles de sus propios ciudadanos para “probarse” a si mismo que era él quien tenía razón.

La población de los Estados Unidos en 1861 era de alrededor de una décima parte de la que fue a principios del siglo XX. En proporción a la población actual, el número de sureños que murieron como resultado de la guerra total que se libró contra ellos sería hoy equivalente a 3,5 millones. Eso haría parecer al régimen de Lincoln como significativamente peor que el régimen de Pol Pot en Camboya. Si se aceptan las nuevas estimaciones que elevan a 450.000 el número de sureños muertos, entonces, en términos de democidio, el régimen de Lincoln habría sido más del doble de malo que los regímenes comunistas de Pol Pot y de Corea del Norte y cuatro veces peor que el de los comunistas Vietnamitas.

CAPÍTULO 24 – El Nacimiento del Imperialismo Americano

En el libro “The Costs of War” (“Los Costes de la Guerra” publicado por John Denson), el historiador Joseph Stromberg se refiere a la guerra hispano-americana de 1898 como un primer ensayo de lo que sería el Imperio Americano. La guerra no tenía nada que ver con la defensa nacional y fue puramente un acto de imperialismo de parte del gobierno norteamericano, que tomó el control de Cuba, Puerto Rico, Guam y las Islas Filipinas. Llevó al reconocido historiador de finales del siglo XIX, William Graham Sumner de Yale, a componer un famoso ensayo titulado “La conquista de los Estados Unidos por España“. El ensayo describía como la guerra transformó a América, que de ser una República se convirtió en un Poder Imperial, exactamente igual que el viejo Imperio Español al que derrotó en la guerra.

Sumner también vaticinó lo que iba a venir y lo que América es hoy: el policía del mundo, con presencia militar en más de cien países e involucrado en los asuntos de casi todo el mundo. Como escribió en su obra “War and other essays” (“La Guerra y Otros Ensayos“):

Nos contaron que necesitábamos tener Hawaill para asegurar California ¿Qué hemos de tener ahora para asegurar las Filipinas? … Tendremos que tomar China, Japón y las Indias Orientales … para ‘asegurar’ lo que tenemos. Por supuesto esto quiere decir que … hemos de conquistar toda la tierra para estar seguros en cualquier parte de ella, y la falacia se hace patente.

El análisis de Stromberg acerca de la importancia de la guerra Hispano-Americana como “ensayo” del imperialismo americano es un análisis astuto, pero el verdadero ensayo ocurrió en realidad más de treinta años antes durante lo que Stromberg llamó la guerra del gobierno de los Estados Unidos contra las “naciones independientes interiores”, es decir, los indios de la llanura. Allí es donde se fraguó el verdadero molde del imperialismo americano, con su demonización de los indios como “bestias salvajes” inhumanas; el asesinato en masa y sin distinción de hombres, mujeres y niños y de todo animal viviente; y la política de rendición incondicional. En efecto, hasta se puede argüir que incluso la guerra para impedir la independencia de los Estados del Sur fue en sí misma un “ensayo” de la posterior guerra contra los indios de la llanura que iba a durar 25 años.

La guerra de exterminio de Sherman

Tan pronto como acabó la guerra para impedir la independencia del Sur, el gobierno de los Estados Unidos empezó una nueva guerra contra los indios de la llanura. El 27 de junio de 1865, apenas dos meses después del fin de la guerra, el General William Tecumseh Sherman recibió el mando del distrito militar del Missouri, que era una de las cinco divisiones militares en las que el gobierno había dividido el país. Nunca hubo ningún intento de ocultar el hecho de que la guerra contra los indios de las praderas era en primer lugar y principalmente un subsidio indirecto del gobierno a las compañías de ferrocarril transcontinentales. Las compañías ferroviarias eran, financieramente hablando, la columna vertebral del Partido Republicano, que fue quien fundamentalmente  monopolizó la política desde 1865 hasta 1913, empezando con la elección del primer presidente republicano, el famoso abogado y lobista de la industria ferroviaria, Abraham Lincoln de la Illinois Central.

El General Sherman escribió en sus memorias que tan pronto como acabó la guerra, “Mis pensamientos y mis sentimientos de inmediato se dirigieron a la construcción de la gran vía férrea del Pacifico … Me puse en contacto con sus promotores, que ya estaban trabajando en el proyecto, los visité en persona, y les aseguré que les animaría y facilitaría toda la asistencia posible”. Michael Fellman, en “Citizen Sherman” (“Ciudadano Sherman“), cita una carta que Sherman escribió a Ulysses S. Grant en 1867 diciéndole que “No vamos a permitir que unos pocos indios ladrones y andrajosos detengan el progreso (de los ferrocarriles)”.

Dee Brown, en “Hear that Lonesome Whistle Blow” (“Escucha ese solitario silbido“), escribió que el viejo amigo personal de Lincoln, Grenville Dodge, al que había nombrado General del Ejército, recomendó en un principio que los indios fueran esclavizados para poderlos obligar a cavar el lecho de la vía férrea desde Iowa a California. El gobierno, en cambio, decidió matar al mayor número de indios posible, mujeres y niños incluidos, y encerrar luego a los supervivientes en campos de concentración eufemísticamente llamados “reservas”.

Cuando llegó a la Presidencia, Grant nombró Comandante General del Ejército de los Estados Unidos a su viejo amigo Sherman y otra luminaria de la “guerra civil”, el General Phillip Sheridan, asumió el mando sobre el terreno en el Oeste. “Así pues, el gran triunvirato que llevó adelante el esfuerzo de guerra de la Unión durante la guerra civil”, escribe Fellman, “formuló y ejecutó la política sobre asuntos indios hasta alcanzar, en la década de los años 1880, lo que Sherman algunas veces llamó “la solución final del problema indio” (énfasis añadido). Otros antiguos oficiales del ejército de la Unión participaron en la masacre. Entre ellos: John Pope, O.O. Howard, Nelson Miles, Alfred Terry, E.O.C. Ord, C.C. Augur, Edward Canby, George Armstrong Custer, Benjamin Garrison y Winfield Scott Hancock.

En su obra “Sherman: A Soldier’s Passion For Order” (“Sherman: La pasión por el orden de un soldado“), John Marzalek escribe que: “Sherman veía a los Indios como veía a los recalcitrantes sureños durante la guerra y a los pueblos liberados tras ella: como rebeldes que se oponían a las fuerzas legítimas de una sociedad ordenada”. “Durante la guerra civil”, prosigue Marzalek, “Sherman y Sheridan habían practicado una guerra total de destrucción de la propiedad … Ahora el ejército, en su guerra contra los Indios, arrasó sistemáticamente pueblos enteros … Sherman insistía en que la única respuesta al problema Indio era una guerra sin límites del tipo que él ya había librado contra la Confederación”.

Lee Kennett, autor de “Sherman: A Soldier’s Life” (“Sherman: La Vida de un Soldado“) escribe que Sherman, Sheridan, Grant y las demás “luminarias de la Guerra Civil”, todos ellos, consideraban a los Indios como seres infrahumanos racialmente inferiores a los blancos, una creencia que utilizaron para “justificar” su política de exterminio. Sherman también creía que los esclavos liberados se convertirían en bestias salvajes de no ser estrictamente controlados por los blancos. Llegó a decir que: “Los indios son un ejemplo certero de la suerte que seguirían los negros en el caso de que fuesen liberados de su control por los blancos”. Según Fellman, Sherman quiso realizar “una limpieza racial del territorio”. Sherman declaró que: “Hay que matar a todos los Indios o mantenerlos como una especie de parias”. Fellman documenta que Sherman le “dio a Sheridan autorización previa para que cuando él mismo o cualquiera de sus subordinados atacasen poblados indios pudieran matar a su discreción a cuantos hombres, mujeres y niños juzgaran necesario”.

Las tropas de Sherman y de Sheridan realizaron más de mil ataques contra poblados indios, sobre todo durante los meses de invierno cuando las familias estaban reunidas. Se dieron órdenes para que se matara a todo y a todos, incluidos los perros. También se libró una guerra de exterminio contra el bisonte americano, ya que para los Indios era la principal fuente de alimento, de ropa y de otras cosas (los Indios incluso fabricaban anzuelos de pesca con huesos secos de Bisonte).

Las “Guerras Indias” fueron en realidad la continuación de la política de exterminio que comenzó la Administración Lincoln durante la guerra que libró para impedir la independencia del Sur. Uno de los primeros ataques que devino famoso y que desde entonces se conoce bajo el nombre de la masacre de Sand Creek ocurrió en noviembre de 1864. Había un poblado Cheyenne y otro Arapaho situados en Sand Creek, al sureste de Colorado, que el gobierno de los Estados Unidos había garantizado que sería un lugar seguro. No obstante, otra “luminaria” del ejército de la Unión, el Coronel John Chivington, fue quien ejecutó el plan del gobierno de renegar de su promesa. S.L.A. Marshall, autor de treinta libros sobre Historia Militar de los Estados Unidos, describió en “Crimsoned Prairie: The Indian Wars” (“Pradera carmesí: Las Guerras Indias”) que las órdenes que Chivington dio a sus tropas eran: “Quiero que les matéis y arranquéis la cabellera a todos, grandes y pequeños, esos cretinos tienen piojos”.

Marshall describe como los soldados “se entregaron durante todo un día a una lujuria de sangre, a una orgía de mutilaciones, de rapiña y de destrucción mientras Chivington … lo supervisaba y aprobaba”. A su regreso a Denver, Chivington “y sus asaltantes se exhibieron en los alrededores de Denver, enseñando sus trofeos, más de un centenar de cabelleras secas. Fueron aclamados como héroes conquistadores, que era lo que esencialmente perseguían”. “Los soldados de Colorado se han vuelto a cubrir de gloria”, proclamó en Colorado un periódico del partido republicano.

Un relato aún más desagradable de la masacre de Sand Creek viene recogido en el famoso libro de Dee Brown, “Bury My Heart at Wounded Knee: An Indian History of the American West” (“Enterrad mi corazón en Wounded Knee: Una Historia India del Oeste Americano“). “Cuando los soldados llegaron donde estaban las mujeres (squaws), ellas salieron corriendo mostrándose para que los soldados vieran que eran mujeres e imploraron clemencia, pero los soldados les dispararon a todas … Parecía ser una matanza indiscriminada de hombres, mujeres y niños… Las mujeres no ofrecieron resistencia. Se les arrancó a todos la cabellera”.

Este tipo de guerra de exterminio o genocidio se repitió cientos de veces desde 1865 a 1890, cuando se llevó finalmente a efecto la “solución final” de Sherman. Al comentar la carnicería de mujeres y niños indios protagonizada por Custer, el Superintendente de Asuntos Indios Thomas Murphy notó en 1868 que era “un espectáculo de lo más humillante, una injusticia sin parangón, un crimen nacional de lo más indigno, que debe, más pronto o más tarde, hacer caer sobre nosotros o sobre nuestra posteridad el juicio de los Cielos” (citado en el libro de Dee Brown “Bury My Heart at Wounded Knee“).

A Custer le pareció que sus órdenes, que consistían en “matar o colgar a todos los guerreros”, era “peligrosa” para sus soldados, porque significaba “apartarlos de la vieja consigna según la cual debían matar a hombres, mujeres y niños” (citado en el libro de Dee Brown “Bury My Heart at Wounded Knee“). Así que decidió simplemente matar a todo el mundo, mujeres y niños incluidos. Marshall, que fue el historiador oficial del gobierno de los Estados Unidos en el teatro europeo de la guerra durante la segunda guerra mundial, calificó las órdenes de Sheridan a Custer como “las más brutales órdenes que se dieron jamás a soldados norteamericanos”. Se atribuye a Sheridan la frase según la cual “el único indio bueno es el indio muerto”, una política que fue apoyada tanto por Sherman como por Grant (que, por cómico que parezca, los historiadores de la Corte han presentado recientemente como una especie de héroe de la lucha contra el racismo).

Fue el comportamiento bárbaro de esos “iluminados de la Guerra Civil” durante el cuarto de siglo que siguió a Appotamox lo que se empleó para “justificar” cosas como el asesinato en masa de cientos de miles de filipinos por el ejército de los Estados Unidos durante la revuelta contra el imperialismo americano que tuvo lugar entre 1899 y 1902. El Presidente Theodore Roosevelt “justificó” este asesinato masivo llamando a los filipinos “salvajes, mestizos, una gente salvaje e ignorante”. El propio Williams Tecumseh Sherman no podría haberlo expresado mejor.


Traducido del inglés por Juan José Gamón Robres – mailto: juanjogamon@yahoo.es.

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