[Great Wars and Great Leaders: A Libertarian Rebuttal (2010)]
Los costes bélicos directos para estados Unidos fueron: 130.000 muertes de combatientes; 35.000 hombres permanentemente discapacitados; 33.500 millones de dólares (más otros 13.000 millones en prestaciones a veteranos e intereses sobre la deuda de guerra, a partir de 1931, todo en dólares de esos años); quizá también alguna porción de las 500.000 muertes por gripe entre civiles estadounidenses por el virus que los hombres trajeron de Francia.[1]
Los costes indirectos, en la paliza a las libertades estadounidenses y la erosión de la adhesión a los valores libertarios, fueron probablemente mucho mayores. Pero, como el coronel House había asegurado a Wilson, no importaba qué sacrificios requiriera la guerra, “el fin los justificaría”, el fin de crear un orden mundial de libertad, justicia y paz eterna.
El proceso para llegar a ese desafío tan formidable empezó en París en enero de 1919, donde los líderes de “las potencias aliadas y asociadas” se reunieron para decidir los términos de la paz y redactar el Pacto de la Sociedad de Naciones.[2]
Una complicación importante fue el hecho de que Alemania no se había rendido incondicionalmente, sino bajo ciertas condiciones concretas respecto de la naturaleza del acuerdo final. La nota del Departamento de Estado del 5 de noviembre de 1918 informaba a Alemania que Estados Unidos y los gobiernos aliados aceptaban la propuesta alemana. La base de los tratados finales serían “los términos de la paz establecidos por el discurso del presidente al Congreso del enero de 1918 [el discurso de los Catorce Puntos] y los principios de acuerdo enunciados en sus posteriores discursos”.[3]
La esencia de estos pronunciamientos era que los tratados de paz deben estar animados por un sentido de justicia y equidad para todas las naciones. La venganza y la avaricia nacional no tenían lugar en el nuevo esquema de cosas. En su discurso de los “cuatro principios”, un mes después del discurso de los Catorce Puntos, Wilson decía:
No habrá contribuciones, ni indemnizaciones por daños. La gente no será entregada de una soberanía a otra por una conferencia internacional. (…) Deben respetarse las aspiraciones nacionales; los pueblos ahora solo pueden dominarse y gobernarse por su propio consentimiento. La “autodeterminación” no es una simple expresión. (…) Todos los bandos en esta guerra deben unirse en la resolución de cada asunto implicado en ella (…) todo acuerdo territorial implicado en esta guerra debe realizarse en interés y para el beneficio de las poblaciones afectadas y no como parte de un mero ajuste o compromiso de reclamaciones entre estados rivales.[4]
Durante las negociaciones previas al armisticio, Wilson insistió en que las condiciones de cualquier armisticio tenían que ser tales que “hagan imposible una renovación de las hostilidades por parte de Alemania”. Consecuentemente, los alemanes rindieron su flota militar y submarinos, unos 1.700 aviones, 5.000 piezas de artillería, 30.000 ametralladoras y otro material, mientras los aliados ocupaban el territorio del Rin y sus cabezas de puente.[5] Alemania estaba ahora indefensa, dependiendo de que Wilson y los aliados mantuvieran su palabra.
Pero continuaba el bloqueo por hambre e incluso se extendía, al ganar los aliados el control de la costa alemana del Báltico y prohibir incluso los barcos pesqueros. Se llegó al punto de que el comandante del ejército británico de ocupación reclamó a Londres que se enviara comida para los famélicos alemanes. Sus tropas ya no podía soportar la vista de los hambrientos niños alemanes escarbando en los cubos de basura de los campos británicos en busca de comida. (Ver también “Starving a People into Submission”, en este libro).[6] Aun así, solo se permitió que la comida entrara en Alemania en marzo de 1919 y el bloqueo de materias primas continuó hasta que los alemanes firmaron el Tratado.
En etapas tempranas en París, había señales inquietantes de que los aliados estaban violando las condiciones de la rendición. No se permitió a la delegación alemana tomar parte alguna en las deliberaciones. El Tratado, negociado entre los victoriosos (Wilson estaba tan enfadado en cierto momento que se retiró temporalmente) se redactó y entregó a los delegados alemanes. A pesar de sus airadas protestas, finalmente se vieron obligados a firmarlo, una ceremonia humillante en el Palacio de Versalles, bajo la amenaza de invasión de la ahora desarmada Alemania.
Este inestable comienzo de la era de reconciliación internacional y paz eterna se empeoró mucho más con las disposiciones del propio Tratado.
A Alemania solo se le permitió un ejército de no más de 100.000 hombres, sin aviones, tanques o submarinos, mientras que toda la orilla izquierda del Rin quedaba permanentemente desmilitarizada. Pero esto era un desarme unilateral. No se hizo ninguna disposición para el desarme general (punto 4 de los Catorce Puntos), del cual se suponía que este era el primer paso y que, en realidad, nunca se produjo. No hubo un “ajuste libre, abierto de miras y absolutamente imparcial de todas las demandas coloniales” (punto 5). Por el contrario, a Alemania se le privó de sus colonias en África y el Pacífico, que fueron divididas entre los ganadores de la guerra. En esa época de alto imperialismo, las colonias se valoraban mucho, aunque fuera equivocadamente, como indica la brutalidad con la que Gran Bretaña y Francia, así como Alemania, reprimían revueltas de los pueblos nativos. Así, el traspaso de las colonias alemanas fue otra fuente de agravio. En lugar de una paz sin “contribuciones ni indemnizaciones punitivas”, el Tratado reclamaba una cantidad no especificada en indemnizaciones. Eran para cubrir los costes no solo del daño a civiles, sino también de pensiones y otros gastos militares. La suma que se acabó proponiendo se dice que equivalía a más que toda la riqueza de Alemania y se esperaba que los alemanes siguieran pagando durante muchas décadas en el futuro.[7]
Sin embargo, lo que se lamentó más amargamente fueron los cambios territoriales en Europa.
Wilson había prometido, y los aliados habían aceptado, que la “autodeterminación” sería la piedra angular del nuevo orden de justicia y paz. Era esta perspectiva la que había producido y aumento en la esperanza en todo el mundo occidental al empezar la Conferencia de Paz. Pero aun así no hubo acuerdo entre los vencedores sobre lo deseable de la autodeterminación o siquiera su significado. Georges Clemenceau, el premier francés, lo rechazaba como aplicable a los alemanes y trataba de hacer de Renania un estado independiente. A los británicos les molestaba el principio, ya que no tenían intención de aplicarlo a Chipre, India, Egipto o Irlanda. Ni siquiera el Secretario de Estado de Wilson : Lansing apuntaba que tanto Estados Unidos como Canadá habían violado flagrantemente la santidad de la autodeterminación con respecto a la Confederación y Quebec, respectivamente.[8]
El propio Wilson entendía poco lo implicaba su doctrina. Al avanzar la conferencia, el presidente, sacudido por el seriamente decidido Clemenceau y el inteligente primer ministro británico David Lloyd George, aceptó una serie de contravenciones de la autodeterminación que al final hicieron una farsa de su propio principio noble pero ambiguo.
Wilson había declarado que a los grupos nacionales debía dárseles “la satisfacción más completa de pueda dárseles sin introducir nuevos o perpetuar antiguos elementos de discordia y antagonismo”. En París, se dio a Italia, el Paso del Brennero en su frontera norte, poniendo a casi un cuarto de millón de alemanes austriacos del sur del Tirol bajo control italiano. La ciudad alemana de Memel se concedió a Lituania y la creación del corredor polaco al Báltico y de la “ciudad libre” de Danzig (bajo control polaco) afectó a otros 1,5 millones de alemanes. La región del Sarre se entregó a Francia por al menos 15 años. En total, unos 13,5 millones de alemanes se independizaron del Reich.[9] Los peores casos fueron Austria y los Sudetes.
En Austria, cuando acabó la guerra, la Asamblea Constituyente que reemplazó a la monarquía de los Habsburgo votó unánimemente por el Anschluss o unión a Alemania; en plebiscitos, las provincias de Salzburgo y Tirol votaron de la misma manera, con un 98% y 95% respectivamente. Pero el Anschluss estaba prohibido por las disposiciones del Tratado (igual que el uso de “Austria Alemana” como nombre del nuevo país).[10] La única justificación para esta lamentable violación de la autodeterminación era que fortalecería a Alemania, algo difícilmente consentirían los vencedores.[11]
La Conferencia de Paz creó una entidad llamada “Checoslovaquia”, un estado que en el periodo de entreguerras disfrutó de la reputación de una gallarda pequeña democracia en el oscuro corazón de Europa. En realidad, fue otra “cárcel de naciones”.[12] A los eslovacos se le engañó a unirse con promesas de una completa autonomía; aun así, checos y eslovacos juntos solo representaban el 65% de la población. De hecho, el segundo grupo nacional más grande eran los alemanes.[13]
Los alemanes habían habitado los Sudetes, un territorio compacto adyacente a Alemania y Austria, desde la Edad Media. Con la desintegración de Austria-Hungría, querían unirse a lo que quedara de Austria o incluso a Alemania. A esto se oponían vehementemente Thomas Masaryk y Eduard Beneš, líderes del bien organizado contingente checo en la conferencia y predilectos liberales de los aliados. Evidentemente, aunque los checos tenían el derecho a secesionarse de Austria-Hungría, los alemanes no tenían derecho a secesionarse de Checoslovaquia. Por el contrario, la incorporación de los Sudetes estaba dictada por consideraciones económicas y estratégicas (y también históricas). Parece que tenía que conservarse la integridad de los territorios de la Corona de San Wenceslao (Bohemia, Moravia y la Silesia austriaca). Sin embargo no se había mostrado esa preocupación en París por la integridad de los territorios de la Corona de San Esteban, el antiguo Reino de Hungría.[14] Finalmente, Masaryk y Beneš aseguraron a sus amos que los alemanes de los Sudetes anhelaban unirse al nuevo estado eslavo occidental. Como comentaba irónicamente Cobban: “Sin embargo, para evitar dudas, no se comprobaron sus opiniones”.[15]
Esto no es sorprendente en modo alguno. El instrumento del plebiscito se empleaba cuando podía perjudicar a Alemania. Así que los plebiscitos se usaban para dividir áreas que, si se tomaban en su conjunto, podían votar por la unión con Alemania, por ejemplo, Silesia. Pero la solicitud alemana de un plebiscito en Alsacia-Lorena, que habían abandonado muchos franceses y en la que había entrado muchos alemanes después de 1871, fue denegada.[16]
En la nueva Checoslovaquia, los alemanes sufrieron una discriminación patrocinada por el gobierno en las formas típicas del orden estatista de Centroeuropa. Fueron discriminados en la “reforma agraria”, la política económica, el servicio civil y la educación. Las libertades civiles de los grupos minoritarios, incluidos los eslovacos, fueron violados por leyes que criminalizaban la propaganda pacífica contra el estructura fuertemente centralizada del nuevo estado. Las acusaciones de los alemanes de que sus derechos bajo el tratado de minorías estaban siendo infringidas no produjeron ningún alivio.[17]
Las protestas de los alemanes dentro de las fronteras de la nueva Polonia se parecían a las de Checoslovaquia, excepto en que los primeros estuvieron sometidos a una frecuente violencia del pueblo.[18] Las autoridades polacas, que veían a la minoría alemana como potencialmente traidora, se propusieron eliminarla ya fuera por asimilación (improbable) o emigración coactiva. Como ha concluido un investigador: “Los alemanes en Polonia tuvieron una amplia justificación para sus quejas; sus perspectivas de una supervivencia incluso a medio plazo eran pocas”.[19]
Al final del siglo XX, estamos acostumbrados a ver a ciertos grupos como víctimas eternamente oprimidas y a otros como opresores eternos. Pero esta estratagema ideológica no empezó con la actual demonización omnipresente de la raza blanca. Hubo una mitología anterior, que sostenía que los alemanes estaban siempre en la parte negativa frente a sus vecinos eslavos. Fuertemente reforzada por las atrocidades nazis, esta leyenda está hoy profundamente arraigada. La idea de que, en cierta época, polacos y checos oprimieran a alemanes no puede encajar con nuestro mapa conceptual. Aun así, pasó a menudo en el periodo de entreguerras.[20]
Por supuesto, los líderes alemanes no fueron angelitos antes y durante la guerra. Pero si el propósito del Tratado de Versalles era una paz duradera, fue una mala idea plantar bombas de efecto retardado en el futuro europeo. De la frontera de Alemania con Polonia, el propio Lloyd George predijo que “debe a mi juicio llevar antes o después a una nueva guerra en el este de Europa”.[21] La pretensión de Wilson de que todas las injusticias se rectificarían en su momento (“Será tarea de la Sociedad resolver esos asuntos”) fue otro de sus engaños complacientes. El Pacto de la Sociedad espulaba unanimidad en esas cuestiones y por tanto “hizo de la Sociedad un instrumento del status quo”.[22]
La venganza continuaba estando a la orden del día, al invadir Francia el Ruhr en 1923, supuestamente porque los pagos de las indemnizaciones se retrasaban (Gran Bretaña e Italia, compañeras en la supervisión de las indemnizaciones, estaban en desacuerdo). Los franceses también aumentaros sus esfuerzos inútiles por crear un estado separatista en Renania. Allí, igual que en el Ruhr, estacionaron ostentosamente tropas coloniales naticas, que deleitaron a los europeos por la novedad de su estatus superior. Esto se sintió como una mayor indignidad por muchos alemanes.[23]
Los problemas se arrastraron a lo largo de la década de 1920 y principios de la de 1930. El acuerdo territorial recibió mucha oposición por parte de todos los partidos políticos en Alemania, de la extrema izquierda a la extrema derecha, hasta el final de la República de Weimar. En el pasado, los tratados se habían revisado a menudo gradual y pacíficamente mediante cambios aprobados por una parte que las demás partes renunciaban a contestar.[24] Pero incluso con la amenaza nazi acechando a la Alemania de Weimar, Francia rehusó dar un pulgada. En 1931, el canciller Heinrich Brüning acordó una unión aduanera con Austria, que habría equivalido a un gran triunfo patriótico para la reciente democracia. Fue vetada por Francia. Vansittart, en la Oficina de Exteriores de Gran Bretaña, no precisamente un amigo de Alemania, advirtió que “el gobierno de Brüning es lo mejor que podemos esperar; su desaparición se vería seguida por una avalancha nazi”.[25]
En el este, los aliados de Francia, Polonia y Checoslovaquia, rechazaban igualmente cualquier concesión. Se les había obligado a firmar acuerdos garantizando ciertos derechos a sus minorías étnicas. Las protestas ante la Sociedad de las minorías alemanas no iban a ninguna parte: Los mediadores de la Sociedad “casi siempre recomendaban aceptar las promesas de los gobiernos miembros para arreglar las cosas. (…) Incluso cuando la Sociedad encontraba un fallo en una política que había llevado a una queja de una minoría, casi nunca era capaz de hacer que un estado miembro actuara de acuerdo con ello”. En todo caso, la postura polaca era que “los pueblos minoritarios no necesitaban ninguna protección de su propio gobierno y que era ‘desleal’ que las organizaciones de las minorías buscaran rectificación ante ña Sociedad”.[26]
Cuando Alemania se convirtió en miembro de la Sociedad de Naciones, la evidencia de terrorismo contra la minoría alemana en Polonia ganó más peso. En 1931, el Consejo de la Sociedad aceptó por unanimidad un informe “que esencialmente sustanciaba las acusaciones contra los polacos”. Pero tampoco se adoptó ninguna acción efectiva. Los delegados británicos habían “adoptado francamente la opinión de que en lo que respectaba a las minorías alemanas, le correspondía al gobierno alemán atender sus intereses”.[27] Después de 1933, un gobierno alemán decidió hacer exactamente eso, a su propia manera salvaje.[28]
Debe ser una paz sin victoria. (…) La victoria significaría paz impuesta al perdedor, unos términos del vencedor impuestos al derrotado. Sería aceptada con humillación, bajo coacción, con un sacrificio intolerable y dejaría un aguijón, un resentimiento, una amarga memoria sobre la que descansarían las condiciones de la paz, no permanentemente, sino solo sobre arenas movedizas.[29]
Una advertencia verdaderamente profética. La propia estupidez de Wilson, su desvergonzada desconsideración de ella, produjo una tragedia para Europa y el mundo que sobrepasó incluso a la Primera Guerra Mundial.
Publicado el 9 de noviembre de 2012. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.