El camino a la Segunda Guerra Mundial

0

[Great Wars and Great Leaders: A Libertarian Rebuttal (2010)]

Los costes bélicos directos para estados Unidos fueron: 130.000 muertes de combatientes; 35.000 hombres permanentemente discapacitados; 33.500 millones de dólares (más otros 13.000 millones en prestaciones a veteranos e intereses sobre la deuda de guerra, a partir de 1931, todo en dólares de esos años); quizá también alguna porción de las 500.000 muertes por gripe entre civiles estadounidenses por el virus que los hombres trajeron de Francia.[1]

Los costes indirectos, en la paliza a las libertades estadounidenses y la erosión de la adhesión a los valores libertarios, fueron probablemente mucho mayores. Pero, como el coronel House había asegurado a Wilson, no importaba qué sacrificios requiriera la guerra, “el fin los justificaría”, el fin de crear un orden mundial de libertad, justicia y paz eterna.

El proceso para llegar a ese desafío tan formidable empezó en París en enero de 1919, donde los líderes de “las potencias aliadas y asociadas” se reunieron para decidir los términos de la paz y redactar el Pacto de la Sociedad de Naciones.[2]

Una complicación importante fue el hecho de que Alemania no se había rendido incondicionalmente, sino bajo ciertas condiciones concretas respecto de la naturaleza del acuerdo final. La nota del Departamento de Estado del 5 de noviembre de 1918 informaba a Alemania que Estados Unidos y los gobiernos aliados aceptaban la propuesta alemana. La base de los tratados finales serían “los términos de la paz establecidos por el discurso del presidente al Congreso del enero de 1918 [el discurso de los Catorce Puntos] y los principios de acuerdo enunciados en sus posteriores discursos”.[3]

La esencia de estos pronunciamientos era que los tratados de paz deben estar animados por un sentido de justicia y equidad para todas las naciones. La venganza y la avaricia nacional no tenían lugar en el nuevo esquema de cosas. En su discurso de los “cuatro principios”, un mes después del discurso de los Catorce Puntos, Wilson decía:

No habrá contribuciones, ni indemnizaciones por daños. La gente no será entregada de una soberanía a otra por una conferencia internacional. (…) Deben respetarse las aspiraciones nacionales; los pueblos ahora solo pueden dominarse y gobernarse por su propio consentimiento. La “autodeterminación” no es una simple expresión. (…) Todos los bandos en esta guerra deben unirse en la resolución de cada asunto implicado en ella (…) todo acuerdo territorial  implicado en esta guerra debe realizarse en interés y para el beneficio de las poblaciones afectadas y no como parte de un mero ajuste o compromiso de reclamaciones entre estados rivales.[4]

Durante las negociaciones previas al armisticio, Wilson insistió en que las condiciones de cualquier armisticio tenían que ser tales que “hagan imposible una renovación de las hostilidades por parte de Alemania”. Consecuentemente, los alemanes rindieron su flota militar y submarinos, unos 1.700 aviones, 5.000 piezas de artillería, 30.000 ametralladoras y otro material, mientras los aliados ocupaban el territorio del Rin y sus cabezas de puente.[5] Alemania estaba ahora indefensa, dependiendo de que Wilson y los aliados mantuvieran su palabra.

Pero continuaba el bloqueo por hambre e incluso se extendía, al ganar los aliados el control de la costa alemana del Báltico y prohibir incluso los barcos pesqueros. Se llegó al punto de que el comandante del ejército británico de ocupación reclamó a Londres que se enviara comida para los famélicos alemanes. Sus tropas ya no podía soportar la vista de los hambrientos niños alemanes escarbando en los cubos de basura de los campos británicos en busca de comida. (Ver también “Starving a People into Submission”, en este libro).[6] Aun así, solo se permitió que la comida entrara en Alemania en marzo de 1919 y el bloqueo de materias primas continuó hasta que los alemanes firmaron el Tratado.

En etapas tempranas en París, había señales inquietantes de que los aliados estaban violando las condiciones de la rendición. No se permitió a la delegación alemana tomar parte alguna en las deliberaciones. El Tratado, negociado entre los victoriosos (Wilson estaba tan enfadado en cierto momento que se retiró temporalmente) se redactó y entregó a los delegados alemanes. A pesar de sus airadas protestas, finalmente se vieron obligados a firmarlo, una ceremonia humillante en el Palacio de Versalles, bajo la amenaza de invasión de la ahora desarmada Alemania.

Este inestable comienzo de la era de reconciliación internacional y paz eterna se empeoró mucho más con las disposiciones del propio Tratado.

A Alemania solo se le permitió un ejército de no más de 100.000 hombres, sin aviones, tanques o submarinos, mientras que toda la orilla izquierda del Rin quedaba permanentemente desmilitarizada. Pero esto era un desarme unilateral. No se hizo ninguna disposición para el desarme general (punto 4 de los Catorce Puntos), del cual se suponía que este era el primer paso y que, en realidad, nunca se produjo. No hubo un “ajuste libre, abierto de miras y absolutamente imparcial de todas las demandas coloniales” (punto 5). Por el contrario, a Alemania se le privó de sus colonias en África y el Pacífico, que fueron divididas entre los ganadores de la guerra. En esa época de alto imperialismo, las colonias se valoraban mucho, aunque fuera equivocadamente, como indica la brutalidad con la que Gran Bretaña y Francia, así como Alemania, reprimían revueltas de los pueblos nativos. Así, el traspaso de las colonias alemanas fue otra fuente de agravio. En lugar de una paz sin “contribuciones ni indemnizaciones punitivas”, el Tratado reclamaba una cantidad no especificada en indemnizaciones. Eran para cubrir los costes no solo del daño a civiles, sino también de pensiones y otros gastos militares. La suma que se acabó proponiendo se dice que equivalía a más que toda la riqueza de Alemania y se esperaba que los alemanes siguieran pagando durante muchas décadas en el futuro.[7]

Sin embargo, lo que se lamentó más amargamente fueron los cambios territoriales en Europa.

Wilson había prometido, y los aliados habían aceptado, que la “autodeterminación” sería la piedra angular del nuevo orden de justicia y paz. Era esta perspectiva la que había producido y aumento en la esperanza en todo el mundo  occidental al empezar la Conferencia de Paz. Pero aun así no hubo acuerdo entre los vencedores sobre lo deseable de la autodeterminación o siquiera su significado. Georges Clemenceau, el premier francés, lo rechazaba como aplicable a los alemanes y trataba de hacer de  Renania un estado independiente. A los británicos les molestaba el principio, ya que no tenían intención de aplicarlo a Chipre, India, Egipto o Irlanda. Ni siquiera el Secretario de Estado de Wilson : Lansing apuntaba que tanto Estados Unidos como Canadá habían violado flagrantemente la santidad de la autodeterminación con respecto a la Confederación y Quebec, respectivamente.[8]

El propio Wilson entendía poco lo implicaba su doctrina. Al avanzar la conferencia, el presidente, sacudido por el seriamente decidido Clemenceau y el inteligente primer ministro británico David Lloyd George, aceptó una serie de contravenciones de la autodeterminación que al final hicieron una farsa de su propio principio noble pero ambiguo.

Wilson había declarado que a los grupos nacionales debía dárseles “la satisfacción más completa de pueda dárseles sin introducir nuevos o perpetuar antiguos elementos de discordia y antagonismo”. En París, se dio a Italia, el Paso del Brennero en su frontera norte, poniendo a casi un cuarto de millón de alemanes austriacos del sur del Tirol bajo control italiano. La ciudad alemana de Memel se concedió a Lituania y la creación del corredor polaco al Báltico y de la “ciudad libre” de Danzig (bajo control polaco) afectó a otros 1,5 millones de alemanes. La región del Sarre se entregó a Francia por al menos 15 años. En total, unos 13,5 millones de alemanes se independizaron del Reich.[9] Los peores casos fueron Austria y los Sudetes.

En Austria, cuando acabó la guerra, la Asamblea Constituyente que reemplazó a la monarquía de los Habsburgo votó unánimemente por el Anschluss o unión a Alemania; en plebiscitos, las provincias de Salzburgo y Tirol votaron de la misma manera, con un 98% y 95% respectivamente. Pero el Anschluss estaba prohibido por las disposiciones del Tratado (igual que el uso de “Austria Alemana” como nombre del nuevo país).[10] La única justificación para esta lamentable violación de la autodeterminación era que fortalecería a Alemania, algo difícilmente consentirían los vencedores.[11]

La Conferencia de Paz creó una entidad llamada “Checoslovaquia”, un estado que en el periodo de entreguerras disfrutó de la reputación de una gallarda pequeña democracia en el oscuro corazón de Europa. En realidad, fue otra “cárcel de naciones”.[12] A los eslovacos se le engañó a unirse con promesas de una completa autonomía; aun así, checos y eslovacos juntos solo representaban el 65% de la población. De hecho, el segundo grupo nacional más grande eran los alemanes.[13]

Los alemanes habían habitado los Sudetes, un territorio compacto adyacente a Alemania y Austria, desde la Edad Media. Con la desintegración de Austria-Hungría, querían unirse a lo que quedara de Austria o incluso a Alemania. A esto se oponían vehementemente Thomas Masaryk y Eduard Beneš, líderes del bien organizado contingente checo en la conferencia y predilectos liberales de los aliados. Evidentemente, aunque los checos tenían el derecho a secesionarse de Austria-Hungría, los alemanes no tenían derecho a secesionarse de Checoslovaquia. Por el contrario, la incorporación de los Sudetes estaba dictada por consideraciones económicas y estratégicas (y también históricas). Parece que tenía que conservarse la integridad de los territorios de la Corona de San Wenceslao (Bohemia, Moravia y la Silesia austriaca). Sin embargo no se había mostrado esa preocupación en París por la integridad de los territorios de la Corona de San Esteban, el antiguo Reino de Hungría.[14] Finalmente, Masaryk y Beneš aseguraron a sus amos que los alemanes de los Sudetes anhelaban unirse al nuevo estado eslavo occidental. Como comentaba irónicamente Cobban: “Sin embargo, para evitar dudas, no se comprobaron sus opiniones”.[15]

Esto no es sorprendente en modo alguno. El instrumento del plebiscito se empleaba cuando podía perjudicar a Alemania. Así que los plebiscitos se usaban para dividir áreas que, si se tomaban en su conjunto, podían votar por la unión con Alemania, por ejemplo, Silesia. Pero la solicitud alemana de un plebiscito en Alsacia-Lorena, que habían abandonado muchos franceses y en la que había entrado muchos alemanes después de 1871, fue denegada.[16]

En la nueva Checoslovaquia, los alemanes sufrieron una discriminación patrocinada por el gobierno en las formas típicas del orden estatista de Centroeuropa. Fueron discriminados en la “reforma agraria”, la política económica, el servicio civil y la educación. Las libertades civiles de los grupos minoritarios, incluidos los eslovacos, fueron violados por leyes que criminalizaban la propaganda pacífica contra el estructura fuertemente centralizada del nuevo estado. Las acusaciones de los alemanes de que sus derechos bajo el tratado de minorías estaban siendo infringidas no produjeron ningún alivio.[17]

Las protestas de los alemanes dentro de las fronteras de la nueva Polonia se parecían a las de Checoslovaquia, excepto en que los primeros estuvieron sometidos a una frecuente violencia del pueblo.[18] Las autoridades polacas, que veían a la minoría alemana como potencialmente traidora, se propusieron eliminarla ya fuera por asimilación (improbable) o emigración coactiva. Como ha concluido un investigador: “Los alemanes en Polonia tuvieron una amplia justificación para sus quejas; sus perspectivas de una supervivencia incluso a medio plazo eran pocas”.[19]

Al final del siglo XX, estamos acostumbrados a ver a ciertos grupos como víctimas eternamente oprimidas y a otros como opresores eternos. Pero esta estratagema ideológica no empezó con la actual demonización omnipresente de la raza blanca. Hubo una mitología anterior, que sostenía que los alemanes estaban siempre en la parte negativa frente a sus vecinos eslavos. Fuertemente reforzada por las atrocidades nazis, esta leyenda está hoy profundamente arraigada. La idea de que, en cierta época, polacos y checos oprimieran a alemanes no puede encajar con nuestro mapa conceptual. Aun así, pasó a menudo en el periodo de entreguerras.[20]

Por supuesto, los líderes alemanes no fueron angelitos antes y durante la guerra. Pero si el propósito del Tratado de Versalles era una paz duradera, fue una mala idea plantar bombas de efecto retardado en el futuro europeo. De la frontera de Alemania con Polonia, el propio Lloyd George predijo que “debe a mi juicio llevar antes o después a una nueva guerra en el este de Europa”.[21] La pretensión de Wilson de que todas las injusticias se rectificarían en su momento (“Será tarea de la Sociedad resolver esos asuntos”) fue otro de sus engaños complacientes. El Pacto de la Sociedad espulaba unanimidad en esas cuestiones y por tanto “hizo de la Sociedad un instrumento del status quo”.[22]

La venganza continuaba estando a la orden del día, al invadir Francia el Ruhr en 1923, supuestamente porque los pagos de las indemnizaciones se retrasaban (Gran Bretaña e Italia, compañeras en la supervisión de las indemnizaciones, estaban en desacuerdo). Los franceses también aumentaros sus esfuerzos inútiles por crear un estado separatista en Renania. Allí, igual que en el Ruhr, estacionaron ostentosamente tropas coloniales naticas, que deleitaron a los europeos por la novedad de su estatus superior. Esto se sintió como una mayor indignidad por muchos alemanes.[23]

Los problemas se arrastraron a lo largo de la década de 1920 y principios de la de 1930. El acuerdo territorial recibió mucha oposición por parte de todos los partidos políticos en Alemania, de la extrema izquierda a la extrema derecha, hasta el final de la República de Weimar. En el pasado, los tratados se habían revisado a menudo gradual y pacíficamente mediante cambios aprobados por una parte que las demás partes renunciaban a contestar.[24] Pero incluso con la amenaza nazi acechando a la Alemania de Weimar, Francia rehusó dar un pulgada. En 1931, el canciller Heinrich Brüning acordó una unión aduanera con Austria, que habría equivalido a un gran triunfo patriótico para la reciente democracia. Fue vetada por Francia. Vansittart, en la Oficina de Exteriores de Gran Bretaña, no precisamente un amigo de Alemania, advirtió que “el gobierno de Brüning es lo mejor que podemos esperar; su desaparición se vería seguida por una avalancha nazi”.[25]

En el este, los aliados de Francia, Polonia y Checoslovaquia, rechazaban igualmente cualquier concesión. Se les había obligado a firmar acuerdos garantizando ciertos derechos a sus minorías étnicas. Las protestas ante la Sociedad de las minorías alemanas no iban a ninguna parte: Los mediadores de la Sociedad “casi siempre recomendaban aceptar las promesas de los gobiernos miembros para arreglar las cosas. (…) Incluso cuando la Sociedad encontraba un fallo en una política que había llevado a una queja de una minoría, casi nunca era capaz de hacer que un estado miembro actuara de acuerdo con ello”. En todo caso, la postura polaca era que “los pueblos minoritarios no necesitaban ninguna protección de su propio gobierno y que era ‘desleal’ que las organizaciones de las minorías buscaran rectificación ante ña Sociedad”.[26]

Cuando Alemania se convirtió en miembro de la Sociedad de Naciones, la evidencia de terrorismo contra la minoría alemana en Polonia ganó más peso. En 1931, el Consejo de la Sociedad aceptó por unanimidad un informe “que esencialmente sustanciaba las acusaciones contra los polacos”. Pero tampoco se adoptó ninguna acción efectiva. Los delegados británicos habían “adoptado francamente la opinión de que en lo que respectaba a las minorías alemanas, le correspondía al gobierno alemán atender sus intereses”.[27] Después de 1933, un gobierno alemán decidió hacer exactamente eso, a su propia manera salvaje.[28]

Debe ser una paz sin victoria. (…) La victoria significaría paz impuesta al perdedor, unos términos del vencedor impuestos al derrotado. Sería aceptada con humillación, bajo coacción, con un sacrificio intolerable y dejaría un aguijón, un resentimiento, una amarga memoria sobre la que descansarían las condiciones de la paz, no permanentemente, sino solo sobre arenas movedizas.[29]

Una advertencia verdaderamente profética. La propia estupidez de Wilson, su desvergonzada desconsideración de ella, produjo una tragedia para Europa y el mundo que sobrepasó incluso a la Primera Guerra Mundial.



[1] Graham, The Great Campaigns, p. 91. Sobre la epidemia de gripe, ver T. Hunt Tooley, “Some Costs of the Great War: Nationalizing Private Life”, The Independent Review (Otoño, 2009), p. 166 n. 1 y las Fuentes citadas allí. El ensayo de Toole yes un tratamiento original y conscientemente provocative de los “costes ocultos” de la guerra.

[2] La siguiente explicación se basa en John Maynard Keynes, The Economic Consequences of the Peace (Nueva York: Harcourt, Brace and Howe, 1920) [publicado en España como Las consecuencias económicas de la paz (Barcelona: Crítica, 2002]; Alcide Ebray, La paix malpropre: Versailles (Milán: Unitas, 1924); Sally Marks, The Illusion of Peace: International Relations in Europe, 1918–1933 (Nueva York: St. Martin’s Press, 1976), pp. 1-25; Eugene Davidson, The Making of Adolf Hitler: The Birth and Rise of Nazism (Columbia, Mo.: University of Missouri Press, 1997 [1977]); Roy Denman, Missed Chances: Britain and Europe in the Twentieth Century(London: Cassell, 1996), pp. 29-49) y Alan Sharp, The Versailles Settlement: Peacemaking in Paris, 1919 (Nueva York: St. Martin’s, 1991), entre otras obras.

[3] James Brown Scott, ed., Official Statements of War Aims and Peace Proposals, December 1916 to November 1918 (Washington, D.C.: Carnegie Endowment for International Peace, 1921), p. 457. Las dos modificaciones propuestas por los gobiernosa aliados y aceptadas por Estados Unidos y Alemania afectaban a la libertad de los mares y las compensaciones debidas por Alemania por el daño realizado a las poblaciones civiles de las naciones aliadas. Para notas anteriores intercambiadas por Alemania y Estados Unidos respecto de los términos de la rendición, ver pp. 415, 419, 420-421, 430-431, 434-435, 455.

[4] The Papers of Woodrow Wilson, January 16-March 12, 1918, Arthur S. Link, ed. (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1984), vol. 46, pp. 321-323. Para el discurso de los Catorce Puntos del 8 de enero de 1918, ver The Papers of Woodrow Wilson, November 11, 1917-January 15, 1918, Arthur S. Link, ed. (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1984), vol. 45, pp. 534-539.

[5] Scott, Official Statements, p. 435; Davidson, The Making of Adolf Hitler, p. 112, y Denman, Missed Chances, p. 33.

[6] Denman, Missed Chances, pp. 33-34 y Vincent, The Politics of Hunger, pp. 110 y 76-123. Parece innegable que el bloqueo por hambre tuvo un papel en alimentar el posterior fanatismo nazi. Ver Theodore Abel, The Nazi Movement: Why Hitler Came to Power (Nueva York: Atherton, 1960 [1938]) y Peter Lowenberg, “The Psychohistorical Origins of the Nazi Youth Cohorts”, American Historical Review, vol. 76, nº 3 (Diciembre de 1971), explicados en “Starving a People into Submission”, una reseña del libro de Vincent, reimpreso en este libro.

[7] Charles Callan Tansill, “The United States and the Road to War in Europe”, en Harry Elmer Barnes, ed., Perpetual War for Perpetual Peace (Caldwell, Id.: Caxton, 1953), pp. 83-88; Denman, Missed Chances, pp. 32, 57-59; Davidson, The Making of Adolf Hitler, p. 155.

[8] Alfred Cobban, The Nation State and National Self-Determination (Nueva York: Thomas Y. Crowell, 1970), pp. 61-62. Sobre el desdén con el que el anglófilo Wilson trató la solicitud de independencia de Irlanda, ver p. 66.

[9]  R. W. Seton-Watson, Britain and the Dictators: A Survey of Post-War British Policy (Nueva York: Macmillan, 1938), p. 324.

[10] Davidson, The Making of Adolf Hitler, pp. 115-116. Incluso Charles Homer Haskins,jefe de la división de Europa occidental de la delegación estadounidense, consideraba la prohibición de la unión austro-alemana como una injusticia; ver Charles Homer Haskins y Robert Howard Lord, Some Problems of the Peace Conference (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1920), pp. 226-228.

[11] La historia de Reinhard Spitzy, So Haben Wir das Reich Verspielt: Bekenntnisse eines Illegalen (Múnich: Langen Müller, 1986) es instructiva en este aspecto. Como joven austriaco, Spitzy estaba enfurecido por el tratamiento de su propio país y de los alemanes en general en la Conferencia de París y posteriormente. La matanza de 54 manifestantes alemanes en los Sudetes por la policía checa el 4 de marzo de 1919 conmovió especialmente a Spitzy. Se unió al Partido Nazi Austriaco y las SS. Posteriormente, Spitzy, que nunca estuvo a favor del expansionismo alemán, se convirtió en un crítico cáustico de Ribbentrop y un líder de la resistencia contra Hitler.

[12] Sobre la cuestión checa en la Conferencia de Paz y la primer república checoslovaca, ver Kurt Glaser, Czechoslovakia: A Critical History (Caldwell, Id.: Caxton, 1962), pp. 13–47.

[13] Esta es la división de la población, según el censo de 1926: checos, 6,5 millones; alemanes, 3,3 millones; eslovacos, 2,5 millones; húngaros 800 mil; rutenos, 400 mil; polacos, 100 mil. John Scott Keltie, ed., The Statesman’s Yearbook, 1926 (Londres: Macmillan, 1926), p. 768 y Glaser, Czechoslovakia, p. 6.

[14] Los alemanes no eran en modo alguno el único pueblo cuyo “derecho a la autodeterminación” se estaba infringiendo manifiestamente. Millones de ucranianos y bielorrusos estaban incluidos en la nueva Polonia. Respecto de los húngaros, la actitud que prevaleció hacia ellos en París lo resume la declaración de Harold Nicholson, uno de los negociadores ingleses: “Confieso que consideraba, y sigo considerando a la tribu turana con un acusado disgusto. Como sus primos, los turcos, han destruido mucho no han creado nada”. Las nuevas fronteras de Hungría se dibujaron de tal manera que un tercio de los magiares fueron asignados a estados vecinos. Ver Stephen Borsody, “State- and Nation-Building in Central Europe: The Origins of the Hungarian Problem”, en idem, ed., The Hungarians: A Divided Nation (New Haven, Conn.: Yale Center for International and Area Studies, 1988), pp. 3-331 y especialmente en el mismo libro Zsuzsa L. Nagy, “Peacemaking after World War I: The Western Democracies and the Hungarian Question”, pp. 32-52. Entre los estados que heredaron territorios de Alemania y Austria-Hungría, los componentes minoritarios fueron los siguientes: Checoslovaquia (sin contar a los eslovacos), 34,7%; Polonia, 30,4% ; Rumanía, 25%; Yugoslavia (sin contar a croatas y eslovenos), 17,2%. Seton-Watson, Britain and the Dictators, pp. 322-323.

[15] Cobban, The Nation State, p. 68. C. A. Macartney, National States and National Minorities (Nueva  York: Russell and Russell, 1968 [1934]), pp. 413-415, señalaban que, por decreto official, el checo era el idioma del estado, a ser usado exclusivamente en todos los departamento importantes del gobierno y como norma con el público en general. Esto llevó a quejas alemanas de que el objetivo era “poner toda la administración del país, hasta donde fuera posible, en manos checoslovacas”. Sin embargo, Macartney mentenía que los alemanes de los Sudetes “no eran, esencialmente, irredentistas”. Por supuesto, como observaba Cobban, no se les había preguntado.

[16] Cobban, The Nation State, p. 72. Even Marks, The Illusion of Peace, p. 11, que en general apoyaba el Tratado de Versalles, decía que Alsacia-Lorena se devolvió a Francia “con un considerable desagrado de muchos de sus habitantes”.

[17] Glaser, Czechoslovakia, pp. 13-33.

[18] Sin embargo, al contrario que los alemanes de los Sudetes, que vivían principalmente en una gran área compacta adyacente a Alemania y Austria, la mayoría de los alemanes en Polonia (pero no en Danzig) solo pdían haber estado unidos con su madre patria añadiendo también a muchos no alemanes. Pero incluso algunas áreas con una clara mayoría alemana que eran contiguas a Alemania se concedieron a Polonia. En la Alta Silesia, los centros industriales de Katowice y  Königshütte, que votaron en plebiscitos a favor de Alemania con mayorías del 65% y el 75% respectivamente, fueron entregados a Polonia. Richard Blanke, Orphans of Versailles: The Germans in Western Poland 1918–1939 (Lexington, Ky.: 1993), pp. 21, 29.

[19] Ibíd., pp. 236-237. Ver también Tansill, “The United States and the Road to War in Europe”, pp. 88–93.

[20] En 1919, Ludwig von Mises escribía: “El desafortunado resultado de la guerra [es decir, el aumento del estatismo y la injusticia] pone a cientos de miles, incluso millones, de alemanes bajo gobierno extranjero e impone pagos de tributos de volumen inaudito al resto de Alemania”. Mises, Nation, State, and Ecomomy, p. 217.Aun así, Mises advertía a los alemanes para que no siguieran el camino del imperialismo y siguieran el liberalismo económico en su lugar. Ver también el comentario de Hew Strachan, The First World War. To Arms, p. 2: “las injusticias hechas a los alemanes en los estados sucesores del imperio austro-húngaro llegaron a reconocerse ampliamente”.

[21] “A principios de la primavera de 1922, Lloyd George llegó a la conclusión de que el Tratado de Versalles había sido un tremendo error y que no era poco responsable de la crisis económica en la que ahora se encontraban tanto Gran Bretaña como  las naciones europeas continentales”. Richard M. Watt, The Kings Depart: The Tragedy of Versailles and the German Revolution (Nueva York: Simon and Schuster, 1968), p. 513.

[22] Denman, Missed Chances, pp. 42, 45; Marks, The Illusion of Peace, p. 14.

[23] Tansill, “The United States and the Road to War in Europe”, pp. 94-95; Denman, Missed Chances, pp. 51-52.

[24] Ebray, La paix malpropre, pp. 341-343.

[25] Denman, Missed Chances, p. 53.

[26] Blanke, Orphans of Versailles, pp. 132, 136-137.

[27] Davidson, The Making of Adolf Hitler (el mejor tratado sobre el papel del Tratdo de Versalles en ayudar al auge del nazismo), p. 289 y Cobban, The Nation State, p. 89.

[28] La idea de que una garantía anglo-estadounidense para Francia contra la “agresión” alemana habría valido para congelar la constelación de fuerzas de 1919 ad infinitum era una fantasía. Ya en 1922, la Alemania de Weimar llegó a una reaproximación a la Rusia soviética, en Rapallo.

[29] The Papers of Woodrow Wilson, November 20, 1916-January 23, 1917, Arthur S. Link, ed. (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1982), vol. 40, p. 536.


Publicado el 9 de noviembre de 2012. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.