El libro negro

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Al cambiar de siglo, la semana que viene, la Buena noticia es que los 100 años más asesinos de la historia se acaban, una razón importante para levantar una copa de licor a medianoche.

En lo más alto de la lista de los peores carniceros del siglo están los rusos y los chinos, junto con sus varios primos estatistas. Colectivamente, desde el momento del golpe bolchevique de 1917, los jefes comunistas han masacrado a 100 millones de personas.

Meticulosamente, The Black Book of Communism (Harvard University Press, 1999) [El libro negro del comunismo] ofrece un cálculo de los asesinatos en masa “políticamente correctos”, las muertes por fusilamiento, hambrunas producidas por el hombre, gaseamientos, ahorcamientos, campos de concentración: China, 65 millones de muertos; URSS, 20 millones; Vietnam, Corea del Norte y Camboya, 5 millones; África, 1,7 millones; Afganistán, 1,5 millones; Europa del este, 1 millón; Latinoamérica, 150.000 muertos.

Desde el día uno, el extremo centralismo impuesto por los regímenes comunistas fue una empresa altamente mortal. En solo dos meses, los bolcheviques ejecutaron en 1918 más del doble de oponentes políticos que los zares en todo el siglo anterior. Desde el día en que se abrieron paso a tiros hacia el poder, los bolcheviques pusieron su ansia de violencia a plena vista, arrastrando a decenas de miles de sus conciudadanos a pelotones de fusilamiento: prisioneros capturados en la guerra civil, clérigos, nobles, oficiales del ejército, policías, la “intelectualidad burguesa”, campesinos ricos, capitalistas y, por fin, los trabajadores rebeldes y campesinos pobres y cualquier otro que se atreviera a protestar en las calles.

El impulso de purificación de la mente colectivista, la reforma mesiánica de la naturaleza humana, la supresión de la propiedad privada, el beneficio y la libertad y, sobre todo, el ahogamiento del individualismo, requerían que se matara a todos como a perros. Se convirtieron en “enemigos del pueblo” o “insectos dañinos”, como dijo pronto Lenin, inaugurando la animalización del comunismo de sus oponentes.

Esta orgía de sangre era un puro ejercicio de “genocidio de clase”, afirma Stephane Courtois,  el editor extrotskista  editor de “El libro negro” e historiador del Partido Comunista de Francia, un reino de carnicerías políticas de dimensiones planetarias, una masacre pensada para crear una sociedad moral mediante el exterminio de los impuros, mediante el silenciamiento de cualquiera que se interpusiera en el camino de la utopía igualitaria, sin clases ni propiedad.

En su libro Hungry Ghosts, Jasper Becker describe cómo el llamado Gran Salto Delante de Mao mató en China a 30 millones de campesinos:

En un camino embarrado que sale del pueblo, docenas de cadáveres permanecen sin enterrar. Entre los muertos, los supervivientes reptan lentamente sobre sus manos y rodillas en busca de semillas de hierba silvestre para comer. En charcos y acequias, la gente examina el lodo en busca de ranas y tratando de encontrar hierbas. Los muertos se dejan donde murieron porque nadie tiene fuerzas para enterrarlos. Se han comido a los perros hace mucho que pollos y patos fueron confiscados por el Partido Comunista reemplazando a los impuestos del grano. No había pájaros en los árboles y a los propios árboles se les había quitado sus hojas y cortezas. Ya no había ni siquiera los chirridos de ratas y ratones, pues también se habían comido o habían muerto de hambre. Por la noche, los campesinos iban a los campos a cortar la carne de los cadáveres y comérsela.

Bajo los decretos colectivistas de Mao, a los campesinos se las habían quitado todas las posesiones privadas. El Partido Comunista les había prohibido incluso cocinar en casa y se habían prohibido los fuegos privados. “Sus planchas de hierro y woks y sartenes se habían confiscado y fundido para fabricar acero”, explica Becker.

“Solo había un lugar en el pueblo en que se permitía que el humo ascendiera. Era la cocina colectiva. La gente de pueblo hacía cola con sus cuencos para recibir sus raciones de comida”. Las cosechas habían sido confiscadas por el estado, así que la sopa colectiva no era más que una “finas gachas en las que los cocineros habían echado las hojas de boniatos y nabos, tallos de caña de maíz, malas hierbas y cualquier otra cosa que los campesinos pudieran encontrar”. Los primeros en morir fueron los que habían sido calificados como campesinos ricos, a los que se daban las raciones más pequeñas.

Durante la cosecha, los inspectores del estado habían “cacheado a los campesinos cuando dejaban los campos y habían apalizado a todos los que descubrieron tratando de comerse los granos de trigo”. Una mujer entrevistas por Becker cuenta cómo se le había obligado a escupir algunos granos cuando fue descubierta mascándolos mientras trabajaba en un campo. Quienes se atrevían a cuestionar la extravagante forma de Mao de lograr un Gran Salto Adelante (mayores producciones de alimentos matando a los granjeros de más éxito de la nación), eran torturados, enviados a campos de trabajo o ejecutados. Para fortificar su lazo monopolístico sobre todas las facetas de la vida, los colectivistas de China hicieron un delito grave tener cualquier opinión privada. Una economía descentralizada dirigida por alguien distinto de los prebostes del Partido era una idea más intolerable aún que el fracaso, la muerte y la tiranía.

Courtois  denuncia la respuesta “invertebrada” a todo esto por varias generacionesd e intelectuales occidentales, la larga serie de apologistas de Marx, Lenin, Stalin, Mao, Ho, Pol Pot, Che Guevara y Fidel Castro, aquellos en la universidad que contraían una “amnesia voluntaria” y decidían mirar a otra parte en lugar de tratar honradamente los 100 millones de víctimas de la represión, tortura, hambruna, terror y asesinatos del comunismo.

Al final, la tiranía comunista demostró ser insostenible. Acabó desmoronándose, exactamente como predijo Ludwig von Mises que lo haría ya en 1920, para desgracia del establishment académico. Al final, tenía razón. ¡Ganó la libertad!


Publicado el 21 de diciembre de 1999. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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