De empresarios y de lobistas

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Las personas se relacionan entre sí para alcanzar una situación más cómoda y satisfactoria. Buscando los medios que les permitan concretar su aspiración a una mejor posición material, intercambian. Cuando el intercambio es voluntario, las partes entregan un bien que valoran menos por uno que valoran más. Todos los participantes de este proceso resultan beneficiados de acuerdo a su sistema individual y subjetivo de valoración, de lo contrario el intercambio no se produciría. Al conjunto de las relaciones de intercambio hechas por las personas de común acuerdo lo conocemos como mercado.

En el mercado libre, quien desee ganar dinero debe ofrecer a los consumidores el bien que les interese, de la calidad que requieran y al precio que estén dispuestos a pagar. Es decir, satisfacer su demanda y crear valor para la comunidad. Si el empresario es capaz de cumplir exitosamente con esta función, entonces acierta y se enriquece. Si no, pierde y quiebra, liberando los recursos para que sean utilizados por empresarios más eficientes. Este sistema de pérdidas y de ganancias permite conocer el grado de éxito en la utilización de los recursos disponibles para beneficiar a los consumidores. Por lo general, las ganancias del empresario son proporcionales a la satisfacción de los consumidores. El empresario se debe a sus clientes.

Los lobistas, en cambio, se valen de sus conexiones con el poder político para enriquecerse. No buscan servir a la comunidad para enriquecerse, sino contentar a los políticos para que los beneficien a través de favores o prebendas. Sus prácticas consisten en utilizar el aparato coercitivo del Estado para intervenir en la economía e imponerse en el mercado, haciéndose con la riqueza de los consumidores. Pueden ser comerciantes o sindicalistas, siempre son grupos de interés. No crean valor para la sociedad ni les interesa satisfacer a los consumidores. Nada, salvo el modo de lograrlo y el mayor daño que provocan, los diferencia de unos vulgares ladrones. Pero tienen estilo, sí, y astucia: consiguen que el Estado (el «exitoso monopolio de la violencia física» de Weber) haga por ellos el trabajo sucio.

Cuando el Estado implementa una política o una norma en el mercado, comúnmente –siendo o no consciente- privilegia a grupos de interés en desmedro de la sociedad. Estos privilegios pueden adoptar la forma de mercados excesivamente regulados y, por ello, poco competitivos. Los estándares y exigencias impuestos son muchos y muy asfixiantes para casi cualquiera, menos para los grandes capitales. Las leyes laborales aumentan los costos (afectando sobretodo a las pequeñas y medianas empresas) y constituyen una barrera para quienes buscan empleo (especialmente para los que recién ingresan al mercado laboral o a los menos capacitados). Al impedir a los supermercados la venta de medicamentos disminuye la competencia y aumentan los precios, privilegiando a las cadenas farmacéuticas. Esto es lo que ocurre cuando el Estado se inmiscuye en el mercado, disminuyendo la competencia, generando distorsiones y privilegiando a los grandes grupos de lobby.

Las leyes contra el lobby no necesariamente lo detienen, sino que pueden ser hasta contraproducentes. Porque presumiblemente llevarán a los lobistas a ocultar aun más sus hábitos, velándolos pero no cambiándolos ni abandonándolos. De hecho, es natural que sean infructuosas, considerando que el único incentivo para su cumplimiento es la buena voluntad de los funcionarios del Estado. El mismo que hoy, al igual que lo ha hecho históricamente, acepta, permite e indirectamente promueve estas prácticas.

La manera de evitarlas no pasa por promulgar leyes que nada lograrán. No, la solución es otra: reducir al mínimo las posibilidades de actuación del Estado sobre la economía.  Más que un interventor o planificador, que sea un fiscalizador. Así, ya no podrá ser utilizado por lobistas ineptos e inescrupulosos, contribuyendo a una convivencia pacífica en la sociedad y a un mayor progreso y desarrollo.

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