Joan Kennedy Taylor

0

[Este artículo está transcrito del podcast Libertarian Tradition]

 

Joan Kennedy Taylor se implicó por primera vez en movimiento libertario a principios de la década de 1960, cuando era alumna del Nathaniel Branden Institute en Nueva York. Como estudiante del objetivismo, adoptó las opiniones políticas de Ayn Rand: el principio de la no agresión, los derechos naturales, el libre mercado y un estado tan mínimo que no tendría poder de fijar impuestos y tendría que generar sus ingresos cargando tarifas por sus servicios o quizá con una lotería nacional. Teylor tenía poco más de 30 años cuando adoptó estas opiniones políticas; antes de eso, parece haber sido bastante apolítica. No mostró señales claras de un interés serio por el individualismo antes de esa edad (lo explicaré con detalle más adelante). Pero antes de acabar la década de 1950 parece que nunca mostró ningún interés en asuntos o principios concretamente políticos.

Joan Kennedy Taylor nació hace 84 años el pasado mes, el 21 de diciembre de 1926 en Manhattan. Su padre era el eminente compositor y periodista musical Deems Taylor. Su madre, Mary Kennedy, aunque nunca fue tan famosa como su padre, era también conocida del público: fue protagonista en teatros de Broadway, escribió obras de teatro y, en años posteriores, escribió también poesía y libros infantiles.

Tanto Taylor como Kennedy eran miembros extraoficiales del famoso grupo de la Tabla Redonda del Algonquin. Ambos aparecen (por supuesto, en pequeños papeles secundarios) en la película de 1994 La Sra. Parker y el círculo vicioso, que merece la pena ver una vez o dos por quien esté interesado en Dorothy Parker, la Tabla Redonda del Algonquin o la década de 1920 en general.

Taylor y Kennedy se divorciaron en 1933, cuando su hija Joan tenía seis años; en los siguientes nueve años, Joan fue a ocho escuelas distintas en tres países diferentes. Como explicaba en una entrevista 60 años después, su madre “viajaba mucho. Creía en soluciones geográficas a los problemas. Siempre estaba buscando el lugar perfecto”.

Mary Kennedy y su hija volvieron a Estados Unidos a finales de la década de 1930, después de pasar en el extranjero la mayor parte de la década. Pero Mary no había encontrado todavía el lugar perfecto, así que reanudó pronto sus viajes por todo el mundo, ahora dejando atrás a su hija, primero en St. Timothy’s, un internado episcopaliano para niñas en el campo de Maryland cerca de Baltimore, luego en el Barnard College en Manhattan. Ambas instituciones eran caras y exclusivas.

Por supuesto, Barnard es una de las Siete Hermanas, el grupo de universidades fundadas en el siglo XIX para proporcionar el equivalente a una educación de la Ivy League para mujeres con talento que no podían ingresar en las universidades de esta debido a su sexo: Barnard, Bryn Mawr, Mount Holyoke, Radcliffe, Smith, Vassar y Wellesley. Cada una de las Siete Hermanas originales estaba muy ligada con una de las universidades de la Ivy League: Radcliffe con Harvard, por ejemplo, y Barnard con Columbia.

Mary podía pagar esas instituciones tan caras a su hija porque su acuerdo de divorcio le concedía la mitad de la renta bruta de su exmarido, libre de impuestos, así como una vivienda gratuita en Connecticut. Y como el padre de Joan prosperó durante la Depresión y los años de la guerra como figura de la radio (estaba, según su biógrafo, “entre las voces más oídas y reconocibles de su tiempo”) su exesposa y su hija también prosperaron. Joan, por su parte, no solo aprovechaba la educación elitista que se le ofrecía, por decirlo así, en bandeja de plata, también se habituó a ser una ávida lectora, algo que siguió siendo toda su vida.

En algún momento de la década de 1940 leyó y se quedó muy impresionada por una novela apasionadamente individualista llamada El manantial, de una aún desconocida inmigrante rusa que se hacía llamar Ayn Rand. También en la década de 1940.mientras estudiaba en Barnard, conoció y se enamoró de un licenciado en psicología por Columbia llamado Donald Cook. Cook presentó a Joan a su amigo íntimo Allen Ginsberg, y a través de Ginsberg conoció a sus amigos Gregory Corso, William S. Burroughs y Jack Kerouac, el núcleo de lo que posteriormente se llamaría la “generación beat”.

Se encontró fuertemente atraída por el jazz que gustaba a los amigos beat de Donald, oyendo en lo que este género predominantemente afroamericano lo que el escritor beat John Clellon Holmes llamaría más tarde “la música de la libertad interior, de la improvisación, del individuo creativo en lugar del grupo interpretativo”.

También se vio atraída por la ficción intensamente individualista de los escritores beat, con su énfasis en la sensibilidad individual, el punto de vista individual. Se interesó durante esos mismos años por la auto-actualización, la auto-realización, el tipo de cosas que unas pocas décadas después se conocerían como elementos del “movimiento del potencial humano”.

En los años 40 y 50, a Joan (y a mucha otra gente) le parecía que los pensadores que tenían más que ofrecer a personas que buscaban descubrir o actualizar el potencial previamente no explotado eran el ruso G.I. Gurdjieff y su discípulo principal, P.D. Ouspenski.

Pocos años después, cuando ideas muy similares fueron planteadas por psicólogos estadounidenses como Carl Rogers y Abraham Maslow bajo el nombre de “psicología humanística”, llegarían a una audiencia mucho más amplia que la que habían podido atraer nunca Gurdjieff u Ouspensky. Pero Joan Kennedy Taylor era una conversa temprana al individualismo en psicología y tenía que arreglárselas con lo que había disponibles en el momento de su conversión.

El manantial, jazz, escritura beat, las primera vagas emociones del movimiento del potencial humano… Como dije antes, todo esto denota una inclinación general en dirección al individualismo, pero realmente no tiene ninguna implicación específicamente política. Después de todo, es posible ser un individualista sin tener ninguna opinión política. Los beats eran mayoritariamente apolíticos, igual que Gurdjieff y Ouspensky y sus alumnos. Y lo mismo pasaba con Joan.

Pero todo esto cambió en 1957, cuando tenía 30 años. Había estado actuando (en teatro, en radio, en televisión) desde que se graduó en el instituto doce años antes. Como la mayoría de los actores de cualquier tiempo, también había tenido otros empleos. Vendió joyas, hizo esto, eso y aquello. En ese momento en estaba trabajando como ayudante de publicidad en la empresa editora de Alfred A. Knopf. Ese verano, a través de una socia que trabajaba en publicidad en Random House, cayó en su poder una copia previa de la nueva novela de Ayn rand, que llevaba el título algo misterioso de La rebelión de Atlas.

“La leí en el fin de semana del día del trabajo de 1957”, decía Joan al entrevistador Duncan Scott en 2004, “y estaba absolutamente pasmada. Había leído antes El manantial, pero estaba realmente impresionada por esta, tanto que le escribió una carta como seguidora”.

Resultó que la carta de Joan fue la segunda que recibió Rand de un lector sobre La rebelión de Atlas. Y, como dijo Joan a Duncan Scott, Rand

Estaba impresionada con mi carta y habló con su persona de publicidad en Random House, preguntándole si me conocía (y era así), así que lo próximo que supe es que recibó una llamada de Jean Ennis, la persona de publicidad en Random House, diciéndome: “Ayn Rand recibió tu carta, le gustó y quiere comer contigo”.

Comieron. Hablaron durante horas. Luego, según contó Joan, Rand “dijo que quería que conociera a sus ‘hijos’, Nathaniel y Barbara Branden, y fijamos una fecha en la que iría a su casa y los conocería”.

Barbara Branden en ese momento dedicaba 40 horas semanales como coordinadora editorial en St. Martin’s Press y enseñaba filosofía en la Universidad de Log Island en su tiempo libre. Nathaniel Branden, recordaba Joan, “trabajaba como psicólogo (…) y estaba planeando (o esperando) dar un curso sobre filosofía de Ayn Rand. (…) Le recuerdo (…) preguntándome si me interesaría recibirlo y dije que sí”.

La primera lección en el curso completo de Nathaniel: “Principios básicos del objetivismo”, se realizó, según Barbara Branden “en enero de 1958, pocos meses después de la publicación de La rebelión de Atlas (…) en una pequeña habitación de hotel”. Joan estaba allí, junto con unas dos docenas de otros lectores de rebelión de Atlas  y habían vistos los pequeños anuncios en periódicos de Nueva York promocionando una serie de lecciones sobre la ideas de Rand.

Y mientras crecía el movimiento objetivista en los siguientes diez años (y crecía a pasos agigantados), Joan estaba allí. Era amiga personal de Ayn Rand y estaba invitada frecuentemente a su casa. Su vida social se centró cada vez más en torno al Nathaniel Branden Institute y el movimiento objetivista. Cuando se casó con su segundo esposo, David Dawson, el fin de semana del día de acción de gracias de 1958, Ayn Rand y su marido, Frank O’Connor, estaban entre los doce asistentes invitados.

Fue seis años después, durante la campaña para la presidencia de Barry Goldwater de 1964, dijo Joan al entrevistador Duncan Scott, cuando

Mi marido, David Dawson, y yo éramos dos de los veinticinco estudiantes del objetivismo que fuimos a la sede republicana y nos registramos como republicanos y pedimos formar una Club Joven Republicano. Lo hicimos. Formamos el Metropolitan Young Republican Club, que fue un frente objetivista a favor de Goldwater. Todos estudiábamos objetivismo.

En unos pocos meses, el Metropolitan Young Republican Club fundó un boletín (se llamaba Persuasion) y se nombró editora a Joan Kennedy Taylor. En unos pocos meses más, se había acabado la campaña y ya no había necesidad de un boletín cuya razón principal para existir parecía ser la promoción del esfuerzo del senador Goldwater para ser elegido presidente. Pero Joan había disfrutado de su breve cargo como editora de una revista política y quería continuar con él. Y en ese momento, Ayn Rand acudió al rescate.

Rand ya había hecho saber a Joan que admiraba su trabajo en Persuasion. Tal y como Joan describía su conversación a Duncan Scott muchos años después, “Me dijo: ‘Eres una buena editora. (…) Puedo decirlo porque [un editor de una pequeña publicación como Persuasion] podría tener solo uno, o tal vez dos, buenos escritores, pero todos tus escritores son buenos y eso significa que el editor es bueno”.

Pero Tand hizo más que alabar a Joan. También le hizo una sugerencia. Si Joan quería mantener en marcha Persuasion, le dijo rand, “Sácala del Young Republican Club (cómprala o algo así). Crea una empresa, para que pueda apoyarte en The Objectivist. Porque no quiero apoyar nada que sea concretamente de un partido político”.

Era una oportunidad. Joan la vio y la aprovechó. Creo una empresa independiente, Persuasion, Inc., y compró la revista al Metropolitan Young Republican Club.

El apoyo de Rand, el único que dio nunca a una revista política, apareció en el número de diciembre de 1965 de The Objectivist Newsletter bajo el título “Una recomendación”. Empezaba con una advertencia. “No se puede recomendar un periódico o revista sobre cuyo futuro contenido no se tiene control, excepto condicional o provisionalmente”.

Describía Persuasion como “un modesto título periódico  que he leído durante casi un año y encontrado excelente en este campo concreto”. Persuasion, escribía, no era “una publicación filosófica o teórica, sino específicamente política”, que llevaba a cabo “un notable trabajo educativo en ligar los actuales acontecimientos políticos a principios más amplios, incluyendo acontecimientos concretos, en un marco racional de referencia y manteniendo un alto grado de coherencia”. La revista sería “de particular interés y valor”, pensaba Rand, “para todos los que ansían luchar al nivel de la política práctica, pero tropiezan constantemente por la falta de material adecuado”.

El apoyo puso de moda a la nueva e independiente Persuasion. Como decía Joan a Duncan Scott 40 años después: “conseguimos mil suscripciones aproximadamente por el apoyo de Ayn”.

En esa misma serie de conversaciones en las que Rand aconsejaba a Joan que sacara a su revista del Metropolitan Young Republican Club e hiciera de ella una publicación independiente, Joan le pidió a su mentor consejo sobre cómo debía presentar públicamente Persuasion. Como dijo a un par de entrevistadores en años posteriores, los miembros del personal editorial de Persuasion “eran todos estudiosos de su filosofía (…) pero [Persuasion] trataba enteramente de política”. Así que planteó directamente la pregunta a Ayn Rand: “¿Cómo llamo a nuestra opinión?”, preguntó. “Sin duda no es republicana. Por otro lado, no puedo decir que sea objetivista: no tenemos opinión en arte, epistemología, metafísica, lo que sea, solo en política”.

La respuesta de Rand fue directa y lo mismo su consejo. “Fue entonces cuando me explicó”, escribía Joan décadas más tarde, “que el nombre de su filosofía política, considerada en sí misma, era el libertarismo y me sugirió que Persuasion debería calificarse a sí misma como una publicación libertaria. Y eso hicimos”.

Cuando se desplomó el movimiento objetivista tras la separación de Rand y Branden cuatro años después. Joan cerró Persuasion. Sentía que no tenía alternativa. Si no cedía a las demandas de Rand de que denunciara a Nathaniel y Barbara Branden, sería ella misma denunciada, junto con Persuasion, en las páginas de la revista de Rand, The Objectivist. Así que cerró Persuasion, no sin remordimientos, y se fue.

Se trasladó a su residencia de verano en Stockbridge, Massachusetts, y se ocupó de otras cosas. A Joan le interesaban muchas otras cosas. Y se ocupó de ellas durante la mayor parte de los siguientes diez años, hasta que un día a principio de 1977 recibió una llamada telefónica de un joven extremadamente interesante, un tal Roy A. Childs Jr., de 28 años, que le habló de la editorial de una publicación llamada Libertarian Review, con el encargo de convertirla en una revista mensual de asuntos, acontecimientos es idea, una especie de National Review o The Nation o The New Republic, pero mensual (en lugar de semanal o quincenal) y desde una perspectiva libertaria.

Childs había visto al apoyo de Rand a Persuasion cuando aún estaba en el instituto, había pedido un ejemplar de prueba y luego se había suscrito. Para la nueva revista que estaba lanzando, esperaba tener un personal editorial y una serie de editores asociados que representaran tanto los elementos rothbardianos como randianos del movimiento libertario. ¿Le gustaría a Joan escribir en la revista? ¿Le interesaría convertirse en editora asociada?

En ese momento, Libertarian Review se publicaba en oficinas en Nueva York, pero se mudó a San Francisco en principio de 1978 y para entonces Childs estaba trabajando duramente para convencer a sus jefes, Charles Koch y Ed Crane, para que hicieran a Joan miembro a tiempo completo del personal de la revista. Como dijo ella misma 15 años después:

Yo era una persona que había trabajado en el movimiento contra el servicio militar y que había realizado algunos escritos políticos, pero no había publicado nada en esta área durante nueve años. Vivía al oeste de Massachusetts en una casa de pueblo, llevando una vida familiar. A Roy no le importaba. Roy decidió que debía ser una persona política. (…) Y me asignó artículos para escribir. (…) Me hizo editora asociada de Libertarian Review. Nos visitamos mutuamente en Nueva York y vino a Massachusetts a visitarnos a mí y a mi marido. Y estuvimos juntos bastante tiempo. Me formó. Me hizo leer libros. Cabildeó para que entrara en la nómina de Libertarian Review y me consiguió un empleo [allí], que acepté.

Y así fue como Joan Kennedy Taylor completó la transición del individualismo al libertarismo que había empezado en la década de 1960 bajo la tutela de Ayn Rand. Ahora en sus cincuenta estaba por fin lista para iniciar el periodo más importante y productivo de su carrera: el periodo que le establecería como una importante figura intelectual en el movimiento libertario.

Cuando Roy Childs telefoneó a Joan Kennedy Taylor para hacerle conocer que finalmente había conseguido la aprobación de su plan de añadirla al personal de Libertarian Review a tiempo completo, estaba encantada. Ya había discutido la idea con David Dawson, el hombre con el que llevaba casada en las últimas dos décadas y habían decidido mudarse a San francisco si el plan de Roy se llevaba a cabo y realmente hacía una oferta. Habían dedicado buena parte del verano anterior en la Ciudad de la Bahía a asegurarse de que vivirían cómodamente tan lejos de Nueva York y el experimento había sido un éxito. Empezaron los preparativos para dejar su hogar en Stockbridge, Massachusetts, y conducir hacia el oeste.

Por fin, a mediados de abril de 1979, todo estaba listo. Su coche estaba totalmente revisado para el viaje. Tenían previsto salir en tres días. Se les esperaba en San Francisco al final del mes. Joan iba a empezar a trabajar el 1 de mayo. Y entonces, el 15 de abril, el día del impuesto de la renta, David repentinamente caía muerto de un infarto con 52 años.

Después de recuperarse de la conmoción, Joan pensó qué hacer. Podía quedarse en Stockbridge y vivir de los magros ingresos que podía percibir como escritora freelance y correctora de pruebas, resolviendo lo mejor posible la dificultad de moverse, especialmente en invierno (pues Joan no había aprendido a conducir un coche). Podía volver a Nueva York y ganarse la vida como ayudante de abogado. Podía incluso aceptar el consejo del abogado Paul Morofsky y volver a la universidad: podía licenciarse en derecho. Había estado trabajando con Morofsky como ayudante durante un año y medio, yendo y viniendo de Stockbridge en el autobús y quedándose algunas noches cada semana en Manhattan. Pensaba que podía tener un futuro brillante en el ejercicio legal. Ya había mostrado un fuerte interés por el derecho constitucional.

Por otro lado, podía seguir ese incipiente interés por el derecho constitucional fuera del ejercicio legal, como periodista, escribiendo sobre casos del Tribunal Supremo y asuntos relacionados en las páginas de Libertarian Review. Podía ir a San Francisco después de todo y tratar de construir una nueva vida desde cero en un nuevo lugar. Y después de un poco de reflexión, fue esta última opción la que decidió tomar.

Llegó a San Francisco un día de mayo de 1979, con poco más que su ropa a la espalda y el contenido de unas pocas maletas. Como decía ella misma casi 15 años después:

Cuando llegué [a San Francisco, Roy] decidió que debería ocupar el despacho con él y me presentó a todo un nuevo grupo de gente. Él supuso la diferencia entre ser una viuda desconsolada tratando de recoger los trozos de su vida y ser la escritora que Roy pensaba que era muy afortunado de tener en la revista. Me dio un nuevo círculo de amigos, una nueva vida y creó realmente una familia para mí entre el personal de Libertarian Review.

Durante el siguiente año y medio, Joan también estableció lazos con el Instituto Cato, entonces en su segundo año de funcionamiento en un complejo de oficinas en San Francisco a media manzana de la calle que alojaba a Libertarian Review. Estos lazos con el Cato durarían el resto de su vida profesional. Empezó aceptando un puesto como comentarista bisemanal en Byline, el programa diario de radio del Cato, que se emitía de lunes a viernes en más de 150 estaciones de radio de costa a costa a lo largo de la década de 1980. Entretanto, se estaba implicando cada vez más con el Partido Libertario.

Se había unido al partido en 1976 en Massachusetts y dentro del primer año había impresionado a sus compañeros de partido con la profundidad de su conocimiento, su facilidad verbal y sus dotes para la diplomacia (su habilidad para moderar diferencias, encontrar una base común y trabajar con la gente por objetivos mutuos a pesar de serias desavenencias).

Sin que sorprendiera a nadie, fue elegida por sus compañeros de partido de Massachusetts para ser la única mujer de los 20 miembros del Comité de Programa en la convención nacional del Partido Libertario de 1977 en San Francisco. Dos años después, en 1979, pocos meses después de llegar a San Francisco para trabajar en Libertarian Review, trabajó como presidenta del Comité de Programa en la Convención Nacional Presidencial del Partido Libertario en Los Ángeles, la convención que nombró el ticket de Ed Clark y David Koch para representar al partido en las elecciones presidenciales de 1980 frente a John Anderson, Jimmy Carter y, por supuesto, el ganador, Ronald Reagan.

El propósito de Joan al implicarse con el Partido Libertario fue en primer lugar convencer a la rama del partido en el estado para que apoyara la Enmienda de Igualdad de Derechos de Massachusetts que declaraba que:

Todos nacen iguales y tienen ciertos derechos naturales, esenciales e inalienables, entre los cuales pueden reconocerse el derecho a disfrutar y defender sus vidas y libertades, el de adquirir, poseer y proteger su propiedad y finalmente el de buscar y obtener su seguridad y felicidad.

Además estipulaba que “la igualdad ante la ley no deberá negarse o verse disminuida debido al sexo, la raza, el color, la religión o el origen nacional”. El propósito de Joan al implicarse con el partido nacional era convencer a sus miembros para que apoyaran la propuesta de Enmienda de Igualdad de Derechos para la Constitución de EEUU.

Esa postura no era fácil de vender a los libertarios en la década de 1970, aunque este hecho nunca dejó de desconcertar a Joan. Le parecía que cualquier individualista era por definición también un feminista. ¿No son individuos las mujeres, igual que los hombres? A Joan le parecía que cualquier libertario era por definición también un feminista. ¿No poseen las mujeres sus propios cuerpos, igual que los hombres? ¿No tienen derecho a los mismos derechos que los hombres?

¿Qué tipo de “libertario” dudaría a la hora de enmendar la Constitución de EEUU para reconocer iguales derechos a las mujeres, cuando estos derechos habían sido sistemáticamente reducidos y denegados de formas grandes y pequeñas, tanto por el gobierno federal como por gobiernos estatales y locales desde la fundación de Estados Unidos?

Los libertarios en la década de 1970 no tendían a ver así al feminismo. Tendían a ver al feminismo con recelo. ¿No eran feministas esas mujeres irritadas, estridentes y que quemaban sostenes, que querían que se obligara a los contribuyentes a pagarles sus guarderías? ¿No eran feministas esas mujeres que odiaban a los hombres y les acusaban de todo lo malo en las vidas de las mujeres? Bueno, sí, por supuesto, había feministas entonces que se correspondían bastante bien con esa descripción. ¿Pero era eso todo lo que era el feminismo?

Joan pensaba que no. Había pensado que no desde principios de la década de 1960, cuando leyó el entonces reciente libro de Betty Friedan, Mística de la feminidad. Estuvo de acuerdo con Edith Efron, que reseñó el libro de Friedan para la Objectivist Newsletter de Ayn Rand (el número de julio de 1963) y lo calificó “un libro brillante, informativo y culturalmente explosivo”, que “debería leer toda mujer (y todo hombre) en Estados Unidos”.

Si la mayoría de los libertarios (y sin duda la mayoría de las mujeres libertarias) en la década de 1970 pensaban en el feminismo como un movimiento que buscaba del gobierno ayudas financieras especiales y otros privilegios para las mujeres, Joan creía que esta situación se producía, fundamentalmente, por ignorancia histórica. Tal vez fuera de Murray Rothbard, a quien conocía y con quien había trabajado durante su periodo en San Francisco, de quien aprendió la importancia de revisar la historia oficial de vez en cuando, de forma que no se olvidara lo que realmente sucedió en el pasado.

En todo caso, el hecho es que su siguiente gran proyecto libertario después terminar su trabajo en Libertarian Review (y la principal razón por la que los libertarios actuales deberían considerar a Joan Kennedy Taylor un personaje de interés permanente) fue la historia revisionista del movimiento feminista, publicada en 1992 bajo el título Reclaiming the Mainstream: Individualist Feminism Rediscovered.

El trabajo de Joan en Libertarian Review acabó bastante pronto, tal y como fueron las cosas. Después de tres años en San Francisco, la revista se mudó por última vez, a Washington DC. Un año después dejó de publicarse. Joan se trasladó al Manhattan Institute (sí, ese Manhattan Institute, el Manhattan Institute, el uniforme think tank neocón sediento de sangre en Nueva York, el último lugar en que cualquier libertario por debajo de los 40 años esperaría encontrar algo o alguien libertario). Pero el hecho es que hace 30 años, bajo la presidencia de Bill Hammett, un antiguo estudiante de objetivismo que había caído bajo la influencia de Friedrich Hayek mientras realizaba su trabajo de fin de carrera en la Universidad de Chicago a principios de la década de 1960, el Manhattan Institute era esencialmente libertario en su orientación ideológica.

Cuando Joan abandonó el Manhattan Institute, se trasladó a la Foundation for Economic Education, donde trabajó como editora de The Freeman, la revista original del movimiento libertario estadounidense, una revista que tenía unos 35 años cuando Joan estaba trabajando en ella en la década de 1980 y está ahora aproximándose a su 60 aniversario. Y, en su tiempo libre, trabajaba en su historia revisionista del feminismo.

Joan situaba los orígenes del movimiento feminista estadounidense en el movimiento abolicionista del siglo XIX. En la década de 1830, al ir ganando importancia el movimiento y atraer cada vez más atención en toda la nación, también empezó a atraer cada vez más partidarios, la mayoría hombres, pero muchas mujeres.

“Fue en esta causa”, escribía Joan, “en la que las mujeres se hicieron activas políticamente en Estados Unidos”. Sin embargo, había un problema. Las mujeres en los Estados Unidos de la década de 1830 “tenían algunos derechos legales, pero (…) no tenían los derechos políticos de los hombres. No podían votar, ejercer cargos públicos o ser jurados”. De hecho, “solo tenían abierta una vía política, y la descubrieron: el derecho de petición de la Primera Enmienda”.

El proceso de petición fue una importante herramienta de los abolicionistas desde el principio. Joan apuntaba que

cuando el expresidente John Quincy Adams fue elegido para la Cámara de Representantes por Massachusetts y dio su primer discurso a la Cámara en diciembre de 1831, presentó peticiones de un grupo de cuáqueros, pidiendo la abolición de la esclavitud y el comercio de esclavos en el Distrito de Columbia. Iba a convertirse en un tema importante para él como congresista.

Los cuáqueros no vieron atendida su solicitud, no hace falta decirlo. “Esta primera petición”, escribía Joan, “fue enviada rutinariamente al Comité permanente del Congreso en el Distrito de Columbia, que no actuó sobre ella. Pero cada vez más peticiones empezaron a llegar al Congreso”. En un par de años, “en diciembre de 1833, se formó una Sociedad Americana contra la Esclavitud. (…) Promovía el envío de peticiones al Congreso”.

Como consecuencia, escribía Joan,

A finales de 1835 estaban entrando peticiones, no solo de cuáqueros y otros abolicionistas, sino de ciudadanos normales en casi todos los distritos norteños y occidentales. En mayo de 1836, la Cámara de Representantes aprobó una resolución mordaza para eliminar las peticiones resolviendo que las que se refirieran al tema de la esclavitud deberían ignorarse y que no se realizaría ninguna acción sobre ellas: no se imprimirían ni pasarían al comité.

Adams luchó contra esto, pero la norma mordaza permaneció en práctica durante más de seis años, “hasta el 3 de diciembre de 1842”. Sin embargo, a lo largo de ese periodo, los peticionarios no perdieron la esperanza. Tampoco dejaron de trabajar. Gracias a sus incansables esfuerzos, escribía Joan,

Cada vez se recogían y firmaban más peticiones, aunque fueran rechazadas y no leídas. En la sesión del Congreso que empezó en diciembre de 1837, se enviaron más de 200.000 peticiones al Congreso, firmadas por millones de ciudadanos, en un momento en que la población del Norte era de solo 10 millones. Las peticiones continuaron y la mayoría de los voluntarios recogiendo y firmando estas peticiones eran mujeres.

Y esas mujeres difícilmente podían dejar de advertir el trato que recibían demasiado a menudo por sus aparentemente bastante desagradecidos colegas masculinos en el movimiento abolicionista. “En 1840”, informaba Joan,

dos trabajadoras antiesclavistas, Elizabeth Cady Stanton y Lucretia Mott, fueron a Londres como delegadas a una Convención Mundial Antiesclavitud. Se horrorizaron al descubrir que a ellas y a las demás delegadas femeninas no se les permitía sentarse en la reunión con los delegados masculinos, sino que se les requería que escucharan las intervenciones en asientos en la galería. El líder de los abolicionistas estadounidenses, William Lloyd Garrison, estaba tan indignado con su trato que rechazó ocupar su asiento como delegado y se sentó con las mujeres.

Y no eran solo los hombres en el movimiento abolicionista cuyo comportamiento había empezado a perturbar estas mujeres implicadas políticamente. Las leyes que habían hecho los hombres (incluso aquí en Estados Unidos, la nación fundada sobre la proposición de que “todos los hombres son creados iguales” trataban realmente muy mal a las mujeres. No fue casualidad, creía Joan, que no fuera hasta que “la mujeres se agruparon por primera vez para manifestarse para acabar contra la esclavitud” que, por primera vez, “fueran conscientes de cuántas leyes las esclavizaban”. Cuanto más pensaban en ello, después de aquello, más absurdo empezaba a parecer. “¿Cómo podría creerse que los esclavos deban tener derechos civiles y seguir creyendo en negar esos derechos a las mujeres que defendían su causa?”, preguntaba enfáticamente Joan.

Indudablemente estas mujeres supuestamente libres no eran menos inteligentes, ni menos dignas, ni menos humanas que estos desafortunados miembros de otra raza esclavizados en  nuestras orillas. Pero, como los esclavos, las mujeres casadas estadounidenses en 1848, no podía poseer propiedades, no podían firmar contratos, no podían votar, no podían controlar sus propias ganancias, podían ser físicamente golpeadas y podían tener que volver por fuerza a sus hogares si huían.

Así que las mujeres abolicionistas trasladaron su atención a lo que posteriormente se llamarían preocupaciones “feministas”. Dos de ellas, Stanton y Mott, organizaron lo que Joan calificaba como la “primera convención de derechos de la mujer” en 1848. Stanton y Mott la calificaron como “una convención para discutir la condición social, civil y religiosa y los derechos de las mujeres”. Fue un éxito atronador, atrayendo a unos trescientos asistentes y convirtiéndose en la primera de una serie de dichas conferencias realizadas en los siguientes doce años en otras partes del país.

Joan centraba su atención más detenidamente, no en las conferencias y alianzas y campañas electorales que realizaron estas primeras feministas, sino más bien en las ideas que las motivaban. “La tesis de este libro”, escribía a poco de empezar Reclaiming the Mainstream,

es que lo que hoy llamamos “feminismo” empezó a principios del siglo XIX como un movimiento individualista y, además, que es este individualismo el que ha sido la característica definitoria de la corriente principal de ese movimiento desde entonces. Esto no significa que haya predominado siempre el individualismo. Desde los primeros días del movimiento, ha habido dentro de él dos tendencias filosóficas de pensamiento: individualismo y colectivismo y cada vez una u otra tendencia ha sido la dominante. Cuando predominan las colectivistas, las individualistas se hacen menos activas y vuelven a cultivar sus jardines.

En opinión de Joan, si el movimiento feminista contemporáneo se estaba ganando una mala reputación entre los libertarios al elogiar los supuestos beneficios de los programas federales que privilegiarían a ciertas mujeres a costa de todos las demás, esto simplemente demostraba que los colectivistas en el movimiento feminista estaban temporalmente en ascenso.

En lugar de cultivar sus jardines, las feministas individualistas (feministas libertarias) deberían recuperar el movimiento de manos de estas colectivistas. Deberían reclamar ser la corriente principal.

A Joan Kennedy Taylor se le diagnosticó cáncer de vesícula a principios de 2002 y se le dio menos de un año de vida. Casi cuatro años después, a finales de 2005, murió de los efectos del cáncer y un fallo renal asociado, poco antes de su 79º cumpleaños. Poco antes, el cáncer le privó de fuerzas para escribir,  así que tuvo que terminar sus muchos años de servicio como cargo en la Asociación de Feministas Libertarias, consiguió completar un libro más, desarrollando una solución libertaria al problema del acoso sexual en el trabajo. En el momento de su muerte, como pionera en la definición y promoción del feminismo individualista o libertario, Joan había conseguido un puesto de honor en la tradición libertaria.


Publicado originalmente el 14 de enero de 2014. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email