Crimen organizado – Capítulo 43 – 45

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Este artículo fue extraído del libro Crimen Organizado, escrito por Thomas DiLorenzo y traducido por Juan José Gamón Robres. Descarga el libro aquí.

SECCIÓN 6.- VERDADES Y MENTIRAS DE LOS MERCADOS

CAPÍTULO 43.- La verdad sobre los “magnates ladrones”

La época de finales del siglo XIX es con frecuencia identificada como la de los “magnates ladrones”. Para los libros de Historia el pan nuestro de cada día es vincular esa calificación peyorativa a figuras como John D. Rockefeller, Cornelius Vanderbilt y a empresarios de los ferrocarriles del siglo XIX como Grenville Dodge, Leland Stanford, Henry Villard, James J. Hill y otros. Para la mayoría de los historiadores que escriben sobre este período, esos empresarios se enriquecieron robando con indisimulado descaro a sus clientes. Una vez más, contemplamos la imagen de capitalistas codiciosos y explotadores, pero en muchos casos es una realidad distorsionada.

Siendo algo muy común que se hable de los “magnates ladrones”, la mayoría de quienes utilizan ese término están confundidos respecto del papel del capitalismo en la economía norteamericana y olvidan hacer una importante distinción, la distinción entre lo que podría llamarse empresario de mercado y empresario político. Un puro empresario de mercado, o capitalista, tiene éxito financiero vendiendo un producto mejor y/o más barato en un mercado libre sin recibir subsidios directos o indirectos del gobierno. La clave de su éxito como capitalista es su habilidad para satisfacer al consumidor, ya que en una sociedad capitalista, en definitiva el blanco de toda la actividad económica es el consumidor. En contraste, un empresario político tiene éxito principalmente influenciando al gobierno para que conceda subsidios a su empresa o industria o para que apruebe una legislación o regulación que perjudique a sus competidores.

La economía norteamericana siempre ha tenido una mezcla de empresarios de mercado y de empresarios políticos, de hombres y mujeres que se han hecho a si mismos y de confabuladores y manipuladores políticos.

A veces personas que gracias a su habilidad empresarial en algún momento de su vida han conocido el éxito y han triunfado en el mercado, se convierten en empresarios políticos en otros momentos de sus vidas. Ser un empresario hábil a la hora de servir al mercado es el sello del capitalismo, mientras que la empresarialidad política no lo es. Equivale a utilizar los poderes coactivos del Estado para saquear a tus clientes y competidores. Es una forma de “mercantilismo”, el mismísimo sistema de gobierno que Adam Smith criticó en su famoso libro de 1776, “An enquiry into de Nature and Causes of the Wealth of Nations” (“Un Estudio acerca de la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones“).

Poner raíles, no que los raíles te pasen por encima

La mayor parte de historiadores económicos asumieron que los ferrocarriles transcontinentales nunca se habrían construido sin subsidios del Estado. El libre mercado habría fallado a la hora de facilitar el capital adecuado o eso asegura la teoría. La prueba de esta teoría es que las vías férreas de Union Pacific y de Central Pacific, que fueron terminadas en los años posteriores a la guerra de los Estados, recibieron subsidios del gobierno federal por cada milla construida en la forma de préstamos a bajo interés y enormes préstamos para la compra de terrenos. Pero no tiene que haber aquí una relación de causa a efecto: no se necesitaron subsidios para que las líneas férreas transcontinentales se construyeran. Lo sabemos porque al igual que a principios del siglo XIX se financiaron privadamente tantísimas carreteras y canales, un empresario de mercado llamado James J. Hill construyó su propia línea férrea transcontinental financiándola privadamente, la Great Northern. Hill presumió de que construyó la Great Northern sin ninguna ayuda del gobierno, ni siquiera el derecho de paso sobre terreno público. Pagó en efectivo por los derechos de paso de su ferrocarril, incluso para cruzar tierras de los indios.

Hill se opuso con firmeza a que el gobierno hiciese favores a sus competidores. En la biografía que sobre él escribió Albro Martin titulada “James J. Hill and the Opening of the Northwest” (“James J. Hill y La Apertura de la Línea Férrea del Noroeste“) se recoge una de sus citas según la cual “El gobierno no debe facilitar capital a esas compañías, además de sus enormes subsidios en tierras, para permitirles competir con empresas que no han recibido ayuda del Tesoro Público”.

James J. Hill no era ningún “magnate” o aristócrata. A los 14 años murió su padre y  tuvo que dejar la escuela para trabajar en una tienda de alimentación por cuatro dólares al mes para ayudar a mantener a su madre viuda y a sus hermanos. De joven adulto trabajó en granjas, en el transporte marítimo, en vapores, comerciando con pieles y en el ferrocarril. Aprendió a hacer negocios en esos ambientes, ahorró dinero y se convirtió finalmente en inversor y gestor de sus propias empresas.

Hill comenzó en la industria del ferrocarril cuando, con varios socios, compró un ferrocarril de Minnesota que había sido arruinado por la subsidiada Northern Pacific (NP). La NP fue un premio por el mecenazgo dispensado por el ‘bankster[1]Jay Cooke, quien en la guerra entre los Estados había sido uno de los más importantes financieros del gobierno de los Estados Unidos Pero Cooke y sus asociados de la NP construyeron su ferrocarril temerariamente; los subsidios del gobierno y los préstamos de tierra les fueron otorgados en función de las millas de vía férrea construida, de modo que Cooke y sus secuaces tenían incentivos financieros para construir lo más deprisa posible, lo que favoreció el trabajo negligente. En consecuencia, en 1873 la NP estaba en bancarrota. Según el historiador Michael Malone, autor de “James J. Hill and the Opening of the Northwest“, el pueblo de Minnesota y de los Dakotas, donde se estaba construyendo el ferrocarril, consideraron a Cooke y a sus socios “en el mejor de los casos, como unos dejados, y como ladrones, en el peor de ellos”.

Le llevó cinco años a Hill y a sus socios completar la compra del ferrocarril (el Saint Paul, Minneapolis y Manitoba), que formaría el núcleo de una línea de ferrocarril que él mismo construiría finalmente y que llegaría hasta el océano pacífico. Despreciaba a Cooke y a la NP por sus turbias prácticas comerciales y por su corrupción y demostró rápidamente ser un genio de la construcción de ferrocarriles. Bajo la dirección de Hill, los trabajadores empezaron a colocar raíles el doble de deprisa a como lo habían hecho los equipos de la NP, e incluso a esa velocidad construyó lo que todo el mundo consideró que era en la época la mejor línea. Era muy meticuloso a la hora de reducir costes y trasladó esas reducciones a sus clientes bajo la forma de tarifas más bajas. Hill comprendió que los granjeros, los mineros, los intereses de los madereros y otros clientes de su línea o tendrían éxito o fracasarían con él. Su lema era: “Hemos de prosperar con vosotros o hemos de ser pobres con vosotros”.

Con esta filosofía, Hill alentó la diversificación en los cultivos entre los granjeros situados en su ruta, les educó respecto de los peligros económicos de depender de una sola cosecha. Facilitó gratuitamente grano para sembrar y hasta ganado a los granjeros que habían sufrido a causa de la sequía y la depresión. Transportó a inmigrantes a las grandes praderas por tan solo diez dólares si prometían establecerse como granjeros cerca de su ferrocarril, y donó tierra a las ciudades para que construyeran parques, escuelas e iglesias.

Las tarifas de Hill cayeron de forma sostenida, año tras año, y cuando los granjeros empezaron a quejarse de la falta de silos para guardar el grano cerca de su ferrocarril, dio instrucciones a la dirección de la compañía para que construyesen grandes instalaciones para el almacenamiento de grano. Se negó a participar en conspiraciones para fijar precios con los dueños de otros ferrocarriles, y disfrutó “recortando tarifas y desbaratando pactos por el estilo”, escribió Burton Folsmon en “Entrepreneurs versus the State” (“Emprendedores frente al Estado“).

Folsom describe de la siguiente manera la insistencia de Hill por la excelencia:

Hill tenía la obsesión de encontrar rutas más cortas, con pendientes menos pronunciadas y menos curvas. En 1889, Hill conquistó las Montañas Rocosas encontrando el legendario paso Marias Pass. Lewis y Clark ya en 1805, habían descrito un paso que cruzaba las Rocosas; pero más tarde, nadie parecía saber si había o no existido realmente o donde estaría en caso de que existiera de verdad. Hill deseaba tanto encontrar la mejor pendiente que contrató a un hombre para que recorriese durante meses Montana occidental en pos de ese paso legendario. De hecho lo encontró y el eufórico Hill acortó su ruta en casi cien millas. Gracias a esa hazaña, el historiador Michael Maole escribió que la Great Northern era “la línea de ferrocarril mejor construida y la más rentable de cuantas hay de importancia en el mundo”.

En marcado contraste, los ferrocarriles transcontinentales construidos con subsidios del gobierno eran un carnaval de corrupción e ineficiencia. Por cada milla de raíles, el gobierno dio a la Union Pacific (UP) y a la Central Pacific (CP), que él mismo había creado, préstamos de tierra así como préstamos subsidiados con intereses por debajo de los intereses de mercado de 16.000 dólares por milla de raíl colocado sobre terreno llano, 32.000 dólares si era sobre terreno con colinas y pendientes y 48.000 dólares en terreno de montaña. La consecuencia es que UP y CP construyeron rutas con muchas curvas con el fin de embolsarse más y más subsidios. Según Burton Folsom, enfatizaron la rapidez, no la profesionalidad y siempre utilizaron los materiales de construcción más baratos. Eran tan corruptos e ineficientes, escribió Folsom, que construyeron vías sobre un espesor de varios pies de hielo y nieve y “naturalmente, la vía tenía que volverse a construir en primavera”.

En vez de emplear su tiempo en esforzarse por encontrar formas de recortar costes, acortar rutas y favorecer la prosperidad a lo largo de sus líneas, los ejecutivos de la UP y la CP se mostraban más inclinados a invitar a los políticos y burócratas a disfrutar comiendo y bebiendo en grandiosos almuerzos gastronómicos que se celebraban en los mismos vagones del tren y a los que muchas veces seguía una cacería de bisontes desde el propio tren.

Muchos miembros del Congreso pedían líneas de ferrocarril específicas para sus distritos electorales  como condición para votar a favor de los subsidios, lo que dio lugar a que la UP y la CP acabaran teniendo unos mapas de rutas que asemejaban a un bol de espagueti. Es más, como las reglamentaciones siempre acompañan a los subsidios del gobierno a las empresas, los gestores de la UP y la CP no podían tomar ninguna decisión importante sin la directa interferencia del Congreso de los Estados Unidos. El resultado fue una absoluta ineficiencia económica, la corrupción y la bancarrota.

Hill siguió recortando sus tarifas durante décadas y sobresalió a la hora de ofrecer descuentos por volumen de carga transportada a sus más importantes clientes. Los menos eficientes ferrocarriles subsidiados por el gobierno le odiaban por ello, ya que las bajadas de precios de Hill evidenciaban su ineficiencia e incompetencia. El gobierno tuvo su revancha ante los recortes de precios de Hill con la Ley del comercio interestatal (Interstate Commerce Act), que prohibió la “discriminación de precios” como los descuentos por volumen de carga transportada, a la que siguió la ley Hepburn de 1906 que explícitamente declaró ilegal aplicar tarifas distintas a distintos clientes. En otras palabras, prohibieron recortar precios, forzando a todo el mundo a repercutir unas mismas tarifas más caras. Como Hill y sus clientes eran los mayores beneficiarios de las bajadas de precios de la Great Northern, fueron quienes más perdieron con esas leyes.

No hubo “robo alguno” en el mercado libre de finales del siglo XIX y principios del XX en el negocio de los ferrocarriles. Los verdaderos ladrones fueron los gestores de las compañías de ferrocarriles subsidiadas por el gobierno y sus patrocinadores políticos en el Congreso y en el ejecutivo.

 


[1] Bankster se forma por la conjunción de las palabras Banker, es decir, banquero, y Gangster.

 

CAPÍTULO 44.- La verdad acerca de la Ley Sherman anti-monopolio

En Economía existe un viejo mito según el cual a finales del siglo XIX, un período de varias décadas de deflación, los monopolios se multiplicaron en la industria norteamericana. Como escribió el estudioso del Derecho Richard Posner en su libro “Antitrust Economics” (“Economía anti-monopolio“), al parecer hubo una “cartelización generalizada“. Según la interpretación predominante (que no es la de la Escuela Austriaca de Economía), esta multiplicación de los monopolios, como todas las formas de monopolio, supuestamente condujo a una reducción de la producción y a subsiguientes subidas de precios. Se dice que el libre mercado provocó una proliferación de monopolios cuyas víctimas fueron los consumidores.

El corolario a esta mitología es que, para salvaguardar el interés público, el gobierno federal intervino y en una acción poco menos que heroica salvó a los consumidores de los rapaces monopolistas aprobando la ley Sherman anti-monopolio de 1890. Por tanto, se dice que la legislación anti-monopolio fue una legislación de “interés público” contra los monopolios que resultan ser una forma de “fallo del mercado”. Toda esa narrativa es una completa falsedad.

En un artículo publicado en el ejemplar de junio de 1984 de la International Review of Law and Economics este autor demostró que la industria norteamerciana durante las últimas décadas del siglo XIX era de hecho extremadamente competitiva y que el auténtico objetivo de la ley Sherman anti-monopolio fue el de reprimir la competencia en lugar de protegerla.

En los últimos años de la década posterior a 1880 el Senador John Sherman (hermano del General William Tecumseh Sherman) y sus colegas del Congreso empezaron a acusar a varias industrias de “restringir el comercio” y cobrar precios monopolísticos por sus productos. En efecto, el lenguaje de la ley Sherman anti-monopolio declara ilegales las “conspiraciones para restringir el comercio”. Las denuncias se hicieron durante el 51º Congreso y figuran en el registro de actividades de la Cámara dedicado al mismo. Entre las industrias denunciadas se incluía a la de la sal, el zinc, la del acero, la del carbón bituminoso, de fabricación de raíles de acero, la del azúcar, la del plomo, la de los licores, a los cordoneros, la de fabricación de tuercas y tornillos de acero, la de los lavanderos, la del aceite de castor, la del aceite de semillas de algodón, la del cuero, la del aceite de linaza y la de cerillas.

Todas esas industrias fueron acusadas de conspirar para “restringir el comercio” o reducir los niveles de producción para hacer subir los precios durante la década anterior a la ley Sherman anti-monopolio de 1890. Gracias a fuentes de información como Historical Statistic of the United States (“Estadísticas Históricas de los Estados Unidos“) uno puede concluir con certeza que esas acusaciones fueron puras tonterías. La década anterior a la ley Sherman forma parte de lo que los historiadores económicos denominan la “segunda revolución industrial” de América. Como tal, el Producto Interior Bruto (PIB) creció un 24 % desde 1880 a 1890. La economía de los Estados Unidos había aumentado de un cuarto al final de la década, lo que difícilmente constituye un signo de restricción generalizada de la producción y del comercio.

En contraste, las industrias acusadas de prácticas monopolísticas respecto de las que hay disponible datos reales de producción (ajustados a la inflación) crecieron un 175 % durante esa década. En otras palabras, las industrias acusadas por Sherman, y otros, de “restringir el comercio” lo incrementaron más de siete veces más deprisa que el resto de la economía, la cual estaba también creciendo muy vigorosamente. No hubo en esas industrias ninguna “restricción del comercio”, ni por conspiraciones ni de cualquier otro tipo. Entre las industrias ridículamente acusadas de restringir el comercio que más rápidamente se expandieron estaban la del acero (158 %), la del carbón (153 %), la de los raíles de acero (142 %) y la del petróleo (79 %). Esas mismas tendencias siguieron durante la década posterior a la aprobación de la ley Sherman durante la cual las industrias “monopolísticas” siguieron creciendo más rápidamente que el resto de la economía.

En términos de precios, debe destacarse que la década previa a la promulgación de la ley Sherman fue un período de deflación de precios en el que el índice de precios al consumo cayó un 7 % de 1880 a 1890. Los precios en las industrias supuestamente “monopolísticas” cayeron aún más deprisa. Por ejemplo, el precio de los raíles de acero cayó un 53 %; el precio del azúcar refinado bajó de 9 centavos por libra en 1880 a 7 centavos en 1890 y a 4,5 centavos en 1900. El precio del plomo bajó un 12 % de 1880 a 1890; y el precio del zinc cayó un 20 % durante ese período.

En suma, la evidencia histórica muestra que según la propia definición que el gobierno hace del monopolio -restricción del comercio y aumento de precios- no hubo un problema de monopolio en América en la década que precedió a la publicación de la ley Sherman anti-monopolio. El auténtico problema para los consumidores fue el intervencionismo del gobierno, espoleado por grupos de interés integrados por competidores amargados y fracasados que amenazaron con interferir en la extraordinaria expansión de la producción, en la creación de nuevos productos y en las políticas de reducción de precios de las firmas más dinámicas que había en la industria americana de la época. Ése fue el verdadero propósito de la ley Sherman anti-monopolio.

El verdadero propósito de la ley Sherman

Una función de la ley Sherman fue distraer y alejar la atención del público de una fuente más segura de monopolios, el propio gobierno, en particular la política de elevadas tarifas proteccionistas de larga tradición en el Partido Republicano. La tarifa promedio en 1857 -en vísperas del inicio del período de hegemonía del Partido Republicano que duraría más de 50 años- era del 15 % según señala Frank Taussig en su “Tariff History of the United States” (“Historia de los Aranceles (o Tarifas) de los Estados Unidos“). A mediados del mandato del presidente Lincoln, el porcentaje de la tarifa media se aproximaba al 50 %, y, aunque con algunas subidas y bajadas, se mantuvo en esos elevados niveles proteccionistas hasta que en 1913 se adoptó el impuesto sobre la renta federal. La ley anti-monopolio de Sherman no contenía ninguna mención sobre cómo las tarifas proteccionistas restringían el comercio a pesar de que ya desde la publicación de “La Riqueza de las Naciones” de Adam Smith en 1776 los aspectos relativos a la disminución del comercio inherentes a las tarifas proteccionistas eran comúnmente conocidos en el mundo económico .

Durante los debates que tuvieron lugar en el Congreso sobre la ley Sherman, el mismo Sherman se lamentaba de que los “acuerdos” para expandir la producción y reducir precios que había en las industrias mencionadas anteriormente “subvertía el sistema de tarifas” que había sido diseñado para “proteger … a las industrias norteamericanas”. Piénsenlo bien. Lo único que podía “subvertir” el sistema de tarifas proteccionistas eran los menores precios ya que el único y real propósito de las tarifas era proteger a los consumidores de las bajadas de precios. De lo que “protegían” las tarifas a la industria Americana es de la competencia. Por consiguiente, la ley Sherman siempre fue inherentemente una ley contra la competencia.

Lo que es aún más indignante que las palabras de Sherman es el hecho de que apenas tres meses después de que el Congreso aprobara la ley Sherman, Sherman patrocinó una legislación que los periodistas bautizaron “Campaign Contributor’s Tariff Bill” (o sea la “Ley de Tarifas de contribuyentes a las campañas“). Esa ley fue la ley de Tarifas Mc Kinley que aumentó la tasa promedio de las tarifas del 38 al 49,50 %. El 1 de octubre de 1890 el New York Times publicó en su editorial que: “la Ley de Tarifas de Contribuyentes a las Campañas se remitirá ahora la firma del Presidente … y los fabricantes favorecidos, muchos de los cuales propusieron y fijaron los tipos de las tarifas que afectan a sus productos, empezarán a disfrutar de esta legislación”.

Esto llevó a que el New York Times, que inicialmente había apoyado la ley Sherman, cambiara de posición. En el mismo editorial el Times escribió que “La llamada ley anti-monopolio o anti-trust fue aprobada para engañar a la gente y dar paso a la aprobación de esta … ley sobre tarifas. Se diseñó para que los órganos del partido pudieran decir a quienes se opusieran a la extorsión mediante tarifas y confabulaciones proteccionistas: ¿Deteneos! hemos actuado contra los monopolios. El Partido Republicano es enemigo de esos manejos”.

En otras palabras, la ley Sherman fue políticamente una hoja de higuera diseñada para engañar al público con el fin de que creyese que el Partido Republicano, que se fundó como el partido del Proteccionismo, de la banca centralizada y de las subvenciones estatales a las empresas, había de alguna manera cambiado su fundamental razón de existir y era ahora una organización liberal de defensa de los consumidores. Todo esto era por supuesto una gran mentira, como el New York Times explicó en la época.

 

CAPÍTULO 45.- El Mito del Monopolio “Natural”

Una de las cosas que se enseña a todos los estudiantes universitarios que eligen un curso de Principios de Economía es que las utilidades o infraestructuras públicas (para el suministro de electricidad, agua, gas natural, etc …) han sido monopolios regulados por el gobierno desde principios del siglo XX porque el gobierno tuvo que intervenir para salvar a los norteamericanos de los males del libre mercado o de los monopolios “naturales”. La narrativa es la siguiente: en industrias con costes fijos altos (como los precisos para construir una central de generación de electricidad) el coste de dar servicio a cada cliente disminuye muchísimo una vez la central está terminada y en servicio. Esto se llama ‘economías de escala’. Desde principios del siglo pasado se ha venido diciendo que esto es una verdad que es aplicable a todas las infraestructuras públicas.

El supuesto problema es que una gran empresa podría conseguir costes (y precios) tan bajos que podría expulsar a todas las demás competidoras de su mercado y con ello convertirse en un monopolio “natural”. En cuyo momento, cargaría precios monopolísticos. El corolario de esta teoría de los “fallos del mercado” es que el gobierno intervino y creó intencionadamente “monopolios autorizados” previa licencia y que seguidamente fijó sus precios en interés del público, lo que presuntamente equivale a un nivel no monopolístico.

No hay ninguna prueba que permita concluir que esa historia es cierta. Nunca hubo una evolución en el libre mercado hacia un “monopolio natural”. Todos los monopolios del sector de las utilidades públicas fueron creados por el gobierno, en beneficio del propio gobierno y de los aliados y beneficiarios de subsidios y ayudas que el Estado tiene en el sector eléctrico, en el del suministro de agua potable, en el del gas natural y en otras industrias.

El economista Harold Demsetz en su libro “Efficiency, Competition and Public Policy” incluye una cita de Burton Gehling que es como sigue:

En el año 1887 se constituyeron seis compañías para el suministro de electricidad en la ciudad de Nueva York. En Chicago, antes de 1907 había cuarenta y cinco empresas legalmente autorizadas para suministrar luz eléctrica. Antes de 1895, en Duluth, Minnesota, había cinco compañías eléctricas y Scranton, Pennsylvania, tenía cuatro en 1906 … Durante la última parte del siglo XIX, que hubiese competencia en la industria del suministro de gas era lo habitual en este país. Antes de 1884, seis compañías operaban en competencia en la ciudad de Nueva York… la competencia era común y especialmente persistente en la industria de la telefonía … Baltimore, Chicago, Cleveland, Columbus, Detroit, Kansas City, Minneapolis, Philadelphia, Pittsburgh y San Louis, entre otras ciudades más grandes, tenían por lo menos dos companías telefónicas en 1905.

 

La verdadera historia (a diferencia de la fábula que se cuenta en los manuales de introducción a la Economía) sobre cómo surgieron los monopolios en el sector de las utilidades públicas se explicaba en un libro de 1936 del economista George T. Brown titulado “The Gas Light Company of Baltimore“. Estudia el caso de la creación de un monopolio en las utilidades públicas en Baltimore, Maryland, pero sus lecciones son aplicables a todas las ciudades de América.

La historia de la Gas Light Company of Baltimore es la que sigue: desde su fundación en 1816 tuvo que luchar continuamente con nuevos competidores. Su respuesta fue competir en el mercado pero también influir sobre las autoridades estatales y locales para que denegasen a las compañías competidoras la autorización para operar. Puede que hubiera economías de escala en la industria pero no impidieron que hubiera una fuerte competencia.

Brown cita un editorial de 1851 publicado por el Baltimore Sun en el que se decía que “la competencia es la vida de los negocios” palabras con las que el diario daba la bienvenida a varios nuevos competidores en los negocios del suministro eléctrico y de gas. En 1880 había en Baltimore tres empresas eléctricas y de gas compitiendo ferozmente unas con otras. Sí que intentaron fusionarse y operar como monopolista en 1888, pero un cuarto competidor frustró sus planes cuando “Thomas Alva Edison presentó la luz eléctrica que amenazó la existencia de todas las compañías de gas., escribe Brown. A partir de entonces hubo competencia entre las compañías eléctricas y las de gas.

Cuando aparecieron monopolios fue solo debido a la intervención del gobierno. Por ejemplo, en 1890 se presentó ante la legislatura de Maryland una proposición de ley que “exigía de la Consolidated Gas Company el pago anual a la ciudad de 10.000 dólares al año y un 3 % de todos los dividendos declarados a cambio del privilegio de disfrutar de un monopolio durante 25 años”. En otras palabras, la creación de un monopolio en los servicios públicos era un arreglo entre los políticos y las empresas para participar en el botín generado por un monopolio a expensas de los desventurados contribuyentes y consumidores. Algunos manuales de Economía se refieren eufemísticamente a esta trama como una forma de “imposición indirecta”.

Los consumidores sufren porque tienen que pagar precios de monopolio y padecen unos servicios deficientes que son proverbiales en toda empresa pública o monopolística. Se echa la culpa a los “codiciosos empresarios” a quienes no les importa cargar con ella siempre que los políticos que hacen esas acusaciones mantengan sus monopolios. George T. Brown concluyó en su libro que “el desarrollo normativo del Estado de Maryland sobre utilidades o servicios públicos ejemplifica lo ocurrido en otros Estados”.

Otro economista que se mostraba escéptico respecto de la historia de los “monopolios naturales” fue Horace M. Gray, un ayudante del Decano de la Universidad de Illinois que publicó un artículo titulado “The Passing of The Public Utility Concept” (“La Configuración del Concepto de Utilidad Pública“) en el Journal of Land and Public Utility Economics (“Diario o Revista de Economía del Suelo y de las infraestructuras o Utilidades públicas“) en 1940. “Durante el siglo XIX”, observó Gray, algunos creían que en muchos sectores “el interés público sería mejor servido concediendo privilegios especiales a personas particulares y a sociedades”. Por supuesto fueron esas personas y sociedades privadas quienes extendieron el absurdo cuento de que sus especiales privilegios iban realmente dirigidos a satisfacer el “interés público” y no solamente sus propios intereses particulares.

 

Los partidarios de esta disparatada idea llamada “interés público” defendieron las patentes, los subsidios directos, los aranceles proteccionistas, las cesiones de terreno a los ferrocarriles y la concesión de monopolios en el ámbito de los “servicios públicos”. A finales del siglo XIX y principios del XX, por todos los Estados Unidos se autorizaron cientos de monopolios para compartir el botín obtenido al estilo del de Maryland. De ahí en adelante, escribió Gray, “el estatuto de servicio público iba a convertirse en el paraíso donde se refugiarían todos los aspirantes a monopolista que considerasen demasiado difícil, costoso o precario ganar y mantener un monopolio exclusivamente mediante acciones privadas”.

Resulta divertida la observación que hizo Gray de que en los Estados Unidos virtualmente todos y cada uno de los aspirantes a monopolista, cualquiera que fuese el sector de actividad económica al que pertenecieran, reclamase para sí la condición de “servicio público” y que el Estado le reconociera acto seguido el estatuto correspondiente. Esto incluía a la radio, los intermediarios inmobiliarios, los productores de leche, las aerolíneas, el carbón, el petróleo y las industrias agroalimentarias, por nombrar solo unas pocas. De hecho, “Todo el experimento de la ley de recuperación nacional (National Recovery Act) de 1933 puede contemplarse como un esfuerzo de las grandes empresas por asegurarse la sanción legal respecto de sus prácticas monopolísticas”. Aquí Gray estaba refiriéndose al hecho de que dicha ley fue un intento de elevar los precios creando cárteles respaldados por el gobierno en todos los sectores industriales, con miles de codificaciones de precios mínimos aprobados e impuestos por el Gobierno.

El papel de la mayor parte de los economistas (que podríamos denominar “convencionales”) en todo este esquema fue el de elaborar lo que Gray llamó una “racionalización confusa” de las “siniestras fuerzas del privilegio particular y del  monopolio”. Es esta “confusa racionalización” la que aún hoy se enseña en todos los manuales de introducción a la Economía.

No todas las ciudades americanas participaron en la trama de participar en el botín del monopolio característico de los monopolios “regulados” de servicios públicos y no todos los economistas los defendieron. En su libro “Direct Utility Competition: The Natural Monopoly Mith” (“Competición directa en las Utilidades Públicas: El Mito del Monopolio Natural“), el economista de la Universidad de Illinois Walter J. Primeaux describió cómo, durante décadas, sí que existió una competencia directa en el sector eléctrico. Apoyándose en cientos de páginas de análisis estadístico, Primeaux concluyó que en aquellas ciudades en las que los competidores estuvieron en condiciones de igualdad (en oposición a aquellos otros sistemas de reparto del mercado en los que una compañía servía a la mitad de la ciudad y otra compañía a la otra mitad), la competencia fue vigorosa, los costes y los precios fueron más bajos y no hubo un “exceso de capacidad” mayor que en ciudades en las que el servicio se prestaba en régimen de monopolio. Concluyó que la teoría del monopolio natural carece por completo de fundamento: hubo competencia durante décadas; las “guerras” de precios no amenazaban la supervivencia de las empresas; había un mejor servicio al cliente y precios más bajos; y los mismísimos consumidores preferían la competencia al monopolio, mientras que los ejecutivos de las empresas de servicio público generalmente opinaban lo contrario ¡ Qué sorpresa !

El economista Thomas Hazlett llegó a similares conclusiones basándose en sus investigaciones sobre la industria de la televisión por cable. En un artículo aparecido en 1990 en el Journal of Law and Economics (“Revista de Derecho y Economía”) Hazzlet documenta cómo unas tres docenas de ciudades permitieron la competencia directa en el sector del cable a pesar del hecho de que la televisión por cable en aquellos tiempos se definía como un “monopolio natural”. En aquellas ciudades en las que se permitió la competencia, los precios fueron de media un 23 por ciento más bajos, se ofrecieron más canales y el servicio al cliente fue superior a las ciudades en las que había monopolios.

La teoría del monopolio natural es una ficción económica. Horace M. Gray acertó cuando escribió que “mediante un tranquilizador proceso de racionalización, los hombres son capaces de oponerse a los monopolios en general pero aprobar cierto tipo de monopolios … [Y] como esos monopolios eran “naturales” y la naturaleza es benéfica, se infirió de ello que eran “buenos monopolios” y que “por consiguiente estaba justificado que el gobierno estableciera ‘buenos’ monopolios”.

 


[1] Sweatshop significa fábrica donde se explota a los trabajadores. Literalmente se forma por la conjunción de la palabra sudor (sweat) y tienda (shop). De ahí la alusión al sudor en el trabajo que hace después el autor. Podría traducirse como taller clandestino o taller esclavista pero en puridad no serían ni lo uno ni lo otro ya que ni se esconden ni emplean a esclavos (N. del T.).


Traducido del inglés por Juan José Gamón Robres – mailto: juanjogamon@yahoo.es.