La función social de la desigualdad económica

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El mercado no intervenido crea desigualdad económica. Los defensores del mercado libre tienden a reconocer este hecho como un defecto desafortunado en un sistema por lo demás loable. Sin embargo, F.A. Hayek, en un capítulo de Los fundamentos de la libertad, argumentaba que la desigualdad es esencial para el progreso de una sociedad. Hayek explicaba cómo, comprando lujos inimaginables para el hombre medio, los ricos llevan a cabo inadvertidamente un servicio público vital. De hecho, tan fundamental es la desigualdad para el progreso económico que las sociedades igualitarias, concluía Hayek, no tendrían otra alternativa que reintroducir deliberadamente el mismo sistema de clases que habrían tratado de eludir, si quieren lograr un desarrollo económico bien dirigido.

Líderes y seguidores

Nunca existen recursos materiales suficientes para instituir todas las innovaciones técnicamente viables a la vez: la ideas fantásticas siempre exceden relativamente a nuestros medios físicos. Por tanto, hay necesidad de elegir entre vías: no toda idea nueva puede tener éxito en revolucionar las vidas de los consumidores. ¿Pero quién decide qué innovaciones van a tener éxito? Los ricos.

Aquellos nuevos bienes que demuestren ser suficientemente populares en el mercado se extenderán en los escalones superiores de la sociedad: con el tiempo, se asociarán fuertemente con las mejores cosas de la vida. Aunque, por supuesto, sean deseables por sí mismos, no puede negarse que su atractivo se refuerza por esta asociación. Los ricos son maniquíes sobre los que se visten seductoramente estos nuevos modos de vida. Y al observar esta exhibición “cosas mejores”, los pobres empiezan a ver algo concreto a lo que podrían aspirar personalmente: se imaginan esos mismos bienes en sus propios hogares.

Las decisiones de consumo de los ricos tienen el efecto de dar al futuro una forma concreta y alcanzable. El futuro ya no es un concepto abstracto: es algo tangible que uno espera para sí mismo o sus hijos disfrutarlo en el futuro.

Es verdad que los ricos solo pretenden comprar lujos para sí mismos; no pretenden, cuando prueban nuevas tecnologías, informar la propia dirección del progreso social. Aun así, encuentran a los pobres atentos a sus huellas, siguiéndoles los pasos.

Con suerte, el papel desempeñado por los ricos está claro: son ellos los que indican al mercado qué tecnologías nuevas y caras podrían tener éxito; es su gasto el hálito vital que buscan los pioneros. Sus decisiones son escrutadas por los que tienen detrás y, como un contagio, se extiende en deseo por su estilo de vida, impulsando un frenesí de más desarrollos e innovaciones con menores costes que acaban culminando en su provisión para todos. Al final, las decisiones de consumo de los ricos abren la vía a los que están detrás, esculpen el horizonte al que está destinado la sociedad.

¿Por qué es bueno esto?

Este artículo empezaba con la afirmación de que, cuando los ricos gastan con prodigalidad, llevan a cabo (aunque inadvertidamente) un servicio público vital. Es verdad que sigue sin quedar claro cómo podría alguien defender exactamente esta afirmación. ¿Por qué deberíamos estar a favor del estado de cosas explicado antes, por el cual las decisiones de consumo de los ricos guían nuestro progreso? Hace falta imaginar un escenario opuesto, caracterizado por un perfecto igualitarismo, antes de que podamos apreciar la importante función que atiende la desigualdad en la sociedad (es decir, los ricos).

El departamento de investigación y desarrollo

Está claro que una sociedad igualitaria, existiendo por definición sin disparidades de riqueza, no podría proporcionar ningún mercado para tecnologías caras y novedosas. Por tanto, en esa sociedad ningún consumidor criaría retoños tecnológicos. Sin un mercado del lujo en el que vender, los innovadores encontrarían menos incentivos para innovar: no ganarían un euro hasta que la economía se hubiese desarrollado hasta una etapa en la que fuera viable una provisión general del nuevo producto. Esta espera podría en algunos casos exceder las vidas de los innovadores. ¿Pero no podría el estado cubrir este hueco?

Imaginemos un departamento de I+D, creado para solventar este problema. Proporciona un foro de innovación financiado por el Estado. Es este departamento de I+D, en ausencia de una clase de ricos, el que tiene la tarea de proporcionar recompensas a los innovadores. Los innovadores ya no tienen que esperar a ser recompensados por su brillantez. De esta manera, el papel de los ricos se ha omitido completamente: los bienes nunca serán la reserva de ningunos pocos privilegiados. El Estado mantiene en su empleo un grupo de innovadores, cuyos productos se entregarán a los laboratorios una vez sea posible su provisión general.

Aquí está el problema: ¿quién decidiría qué innovaciones se instituirían primero, segundo y tercero, es decir, qué idea deberían recibir la mayoría del tiempo de los innovadores? En sociedades desiguales, esto lo determinan los ricos. Las decisiones de consumo de los ricos proporcionan información respecto de la importancia de nuevos lujos caros. Y como reflejo, está claro que están mejor dotados para hacer esos juicios. Los ricos viven en un estado desarrollado: su actual estilo de vida anticipa el del futuro. Por tanto los ricos son los más capaces de predecir lo que querrá el hombre medio del futuro y por tanto son también los ricos los que pueden dirigir mejor a los innovadores modernos, quienes, debido al largo plazo de su trabajo, se dedican a anticipar hoy las escalas de preferencias del futuro.

Como ejemplo extremo (y posiblemente de mal gusto) de lo anterior, imaginemos un niño pobre de Zambia al que se le pide que elija regalos de Navidad para otro niño estadounidense de clase media en un catálogo de 2014. El zambiano bien podría entender que una copia de The Crew para la PS4 daría al estadounidense una aventura virtual fantástica; que los Water Dancing Speakers iluminarían su habitación mientras escuchara música y que un robot con control remoto le divertiría ya que “baila, habla y lanza discos”. Sin embargo no estaría bien preparado para juzgar la clasificación de los bienes en el catálogo en la escala de valores del niño estadounidense. El zambiano vive en un estado material mucho menos desarrollado y por tanto le resulta difícil pensar más allá de esas cosas más básicas a las que aspira actualmente.

La gente en una sociedad igualitaria igualmente tendría que luchar por pensar más allá de sus aspiraciones actuales, más modestas. En una sociedad desigual existe una clase de ricos por delante del resto, con una visión de lo que se avecina; los deseos que derivan de sus vidas de lujo son una guía para aquellos al frente del progreso material. Sin esa clase de gente, los innovadores no tendrían muchas indicaciones respecto de la probable ordenación de las escalas futuras de preferencias y como consecuencia  proveerían mucho menos eficazmente a generaciones futuras.

Como se mencionaba en la introducción, la sociedad igualitaria solo podría eludir este problema destruyéndose a sí misma. Se vería obligada a crear sector de sociedad que vivirían en estados más desarrollados, de forma que los innovadores empleados por el departamento de I+D tendrían la posibilidad de escrutar grupos concretos con los que poder consultar y por cuyas escalas de preferencia podrían guiarse. Hayek señalaba que esta “situación diferiría por tanto de la de una sociedad libre solo por el hecho de que las desigualdades serían el resultado de un designio y que la selección de individuos o grupos concretos se realizaría por autoridad en lugar de por el proceso impersonal del mercado y los accidentes del nacimiento y la oportunidad”.

Conclusión

En una sociedad desigual, incluso cuando nuevos productos innovadores están en su infancia y son costosos de fabricar, es posible someterlos a una prueba de mercado. Los resultados de estas pruebas pueden usarse para dirigir a innovadores y emprendedores: abandonarán sus esfuerzos por seguir desarrollando esos bienes que demostraron ser impopulares entre los ricos, centrando sin embargo sus recursos en el refinado de aquellos bienes que se hayan demostrado populares. El gasto pródigo de los ricos es por tanto una señal para los innovadores, sirviendo de guía de cómo podrían centrar mejor sus esfuerzos (recordad que las preferencias de los ricos actúan como representantes de las del futuro hombre medio). Cuando no hay una clase de gente rica, como en las sociedades igualitarias, ya no hay nadie que canalice las preferencias del mañana. Los innovadores en este caso se tambalean sin guía. No encontrarán ninguna indicación de la popularidad de sus productos con hombres futuros y por tanto es mucho más probable que se encuentren dedicados a esfuerzos inútiles, en perjuicio de ellos mismos y de la sociedad.

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