La razón constituye presupuesto irreductible que, por tanto, no puede ser analizado o cuestionado por sí mismo.
—Ludwig von Mises[1]
Nadie puede desobedecer la razón sin renunciar al derecho de ser considerado una criatura racional.
—Jonathan Swift[2]
I. Introducción
En la argumentación justificativa, dos o más personas buscan justificar o excusar una creencia o acción para determinar si es una creencia que uno debe aceptar (o rechazar) o si es una acción que uno debe acometer (o abandonar), o si las circunstancias del caso presentan suficientes razones (por ejemplo, necesidad, coacción, compulsión, coerción, manipulación) para justificarle a una persona el creer o hacer algo que sea contrario a lo correcto. Filósofos, científicos y juristas, regularmente y de manera pública, participan en tales argumentaciones. De hecho, la mayoría de las personas hacen lo mismo al menos de manera ocasional, aunque en privado, en casa, en el trabajo, en clubes y bares.
Hace veinte años, Hans-Hermann Hoppe presentó[3] el argumento de que ninguna argumentación justificativa puede invalidar los principios del capitalismo libertario[4], esto debido a que tales principios están supuestos de antemano en cada diálogo en los cuales su validez es cuestionada. Es más, “Ninguna otra ética puede ser justificada, pues justificar algo haciendo uso de la argumentación implica precisamente presuponer la validez de la ética de la teoría natural de la propiedad.”[5]
En este artículo me enfocaré en el argumento desde la argumentación[6] en sí mismo más que en sus implicaciones en política económica. Mi propósito es el de clarificar la relevancia de la argumentación, o la ética del diálogo, para la teorización libertaria. Además intentaré refutar algunas de las frecuentes críticas a la teoría de Hoppe,[7] algunas de las cuales han revivido recientemente gracias a Robert Murphy y Gene Callahan,[8] pero que hasta ahora solo se deben a un serio malentendido del argumento desde la argumentación.
II. El argumento desde la argumentación
La clave para entender el argumento desde la argumentación es, primero, que cuando a las personas se les dice o se les pide (o no) creer, decir, o hacer algo, estas personas suelen y de hecho están autorizadas a cuestionar por qué deben (o no) creer, decir o hacer ese algo; y segundo, que el intercambio de argumentos es una argumentación justificadora solo si todos los participantes reconocen ciertos hechos y cumplen ciertas normas—normas que nadie puede argumentar como inválidas porque la adherencia a esas normas es una condición necesaria para participar en la argumentación. En resumen, la argumentación no puede ocurrir en un vacío normativo:
Cualquier aseveración […] es y debe ser planteada y decidida sobre el transcurso de una argumentación. Y debido a que esto no puede ser disputado, […] que esta ha sido acertadamente llamada “el a priori de la comunicación y la argumentación.” Ahora, un debate nunca consiste en el libre flotar de proposiciones[9] que claman ser ciertas. Más bien, la argumentación es siempre una actividad. […] Entonces se deduce que valiosas normas intersubjetivas deben existir—precisamente aquellas que convierten alguna acción en argumentación—las cuales tengan un estatus cognitivo especial en tanto sean precondiciones prácticas de objetividad y verdad. De ahí […] normas deben ser efectivamente asumidas por ser justificables como válidas. Es simplemente imposible argumentar lo contrario, pues la capacidad de argumentar supone de antemano la validez de estas normas que subyacen a cualquier tipo de argumentación.[10]
Por ejemplo: uno no puede elaborar seriamente el argumento de que uno no debe argumentar, o que uno no puede tomar las argumentaciones seriamente, sin destruir el punto de realizar tal argumento.[11] Una contradicción dialéctica emerge cuando alguien dice: Tú debes tomar seriamente el argumento que dice que no debes tomar los argumentos en serio. Quien seriamente realiza un argumento se somete a sí mismo y al menos a los miembros de su audiencia a la norma de que deben tomar sus argumentos seriamente y no debe descartar las preguntas o contraargumentos del otro sin dar razones relevantes y pertinentes para hacerlo. Así, cuando se asevera que uno no debe tomar la argumentación seriamente y esta aseveración es presentada no como una broma sino como una proposición seria para la argumentación, entonces la norma opuesta, “Uno debe tomar las argumentaciones seriamente,” es en cualquier caso simultáneamente supuesta y presupuesta como válida y vinculante, y es, además, argumentativamente o dialécticamente irrefutable.
El punto de comprometer a otro en una argumentación es para hacerle entender las razones o los argumentos para creer, decir, o hacer algo, de tal forma que esa persona llegue a la conclusión de que creer, decir, o hacer tal cosa está justificado al estar de acuerdo con la razón. No tendría ningún sentido hacerle entender a otra persona por qué no debe pedir razones, o por qué no debe responder la petición de razones. ¿Cómo se puede argumentar: “Éstas son las razones convincentes por las cuales no pueden haber razones convincentes”?
Existen ocasiones, desde luego, cuando uno no debería pedir o dar razones, por ejemplo en una emergencia o cuando existan otras consideraciones prudenciales para no intentar entablar una argumentación con otro individuo. Sin embargo, el principio normativo de que uno debe actuar en concordancia con la razón permanece intacto: Uno está autorizado para cuestionar si la emergencia u otras consideraciones prudenciales, pensándolo bien, justifican o excusan la acción. Es necesario también distinguir entre “discutir sobre principios” y “discutir sobre casos particulares (en los cuales los principios son introducidos como argumentos)”—sobre, digamos, si mentir en una argumentación genuina está mal, y si un hombre en particular bajo circunstancias particulares, hizo un mal a otra persona específica mintiendo. En el segundo caso, uno podría por ejemplo querer indagar si el otro (digamos, un agente de la Gestapo) tenía un derecho justificable a saber dónde se ocultaba el hijo mayor (sospechoso de ser un luchador de la resistencia) del individuo en cuestión.[13]
En nuestra presente cultura académica, dominada por el empirismo y viciada por el positivismo y el cientifismo, prescripciones tales como “Se racional,” “Obedece los dictámenes de la razón,” o “sométete a la ley de la razón” probablemente suenan arcaicos. Sin embargo, son argumentativamente válidas, y de manera innegable tal que, no existen razones convincentes que puedan ser dadas para no considerarlas de tal forma. Aun las personas que no quieren ser racionales u odian que se les recuerden tales prescripciones, no pueden encontrar tales razones. Lo más que pueden hacer es rehusarse a participar en argumentaciones y restringirse a sí mismos a otra variedad de “retórica de ventas[14],” apelando en los otros, en vez de a su razón, a sus miedos, esperanzas, avaricia y vanidades.
III. Contradicciones y verdades dialécticas
El argumento de Hoppe plantea la pregunta, ¿Cuáles normas subyacen a la praxis de la argumentación y son por lo tanto lógicamente innegables por cualquiera que alegue tomar la argumentación en serio? No obstante, es indiscutible el hecho de que existen declaraciones descriptivas y normativas, verdades dialécticas, que son en cualquier caso argumentativamente innegables, y otras declaraciones descriptivas y normativas, contradicciones dialécticas, que son en cualquier caso argumentativamente insostenibles—Aun si ellas no son tautologías analíticas, o declaraciones empíricas o matemáticamente verdaderas o falsas. Desde luego, no toda conclusión argumentativa justificada es una verdad dialéctica; solo las conclusiones argumentativas justificadas que dependan solo de argumentos referentes a la naturaleza y condición de la existencia de argumentación califican como verdades dialécticas.
Yo no me contradigo dialécticamente cuando intento convencer a mi esposa de que nuestro pez dorado no es un ser racional, pero lo hago cuando me propongo convencerla a través de argumentos racionales que ella no es capaz de entender o contrariar racionalmente.[15] Preguntando y respondiendo preguntas, y recibiendo respuestas a mis preguntas, yo no puedo sin contradicción mantener que yo soy, o mi oponente en una discusión es, una persona incapaz de responder. Así, en cualquier diálogo, los participantes deben aceptar como una verdad dialéctica, que todos y cada uno de ellos son “animal rationis capax,”[16] un ser capaz de razonar—Una persona (como escribiré de aquí en adelante), Además, deben aceptar como verdad dialéctica que ellos son capaces de comunicarse y discutir entre sí y que cada uno de ellos es una persona separada, capaz de hablar por sí misma y, a menos que suficientes razones específicas sean citadas, autorizadas para hacerlo. El punto de tener un diálogo se perdería si uno de los interlocutores no fuera más que un portavoz del otro con el cual se supone que está debatiendo. No existiría un diálogo genuino si los participantes fueran actores leyendo las líneas de un guion escrito por alguien más. La mera idea de diálogo presupone una irreducible pluralidad de personas naturales.[17] De este modo, en nuestra argumentación, ni tu ni yo podemos negar que el otro es una persona independiente, separada. Además, los participantes no pueden sino reconocer que ellos constituyen una “comunidad” de personas libres (separadas, independientes) del mismo tipo racional. Libertad entre iguales es la presuposición de la argumentación, y no puede ser negada en una argumentación.[18]
Es una verdad dialéctica que, en el contexto de la argumentación, la lógica y los hechos deben ser tomados en serio. Cualquier intento argumentativo de negar, refutar o derrotar esa norma implicaría apelar a tomar la lógica y los hechos de manera seria. Cualquiera que considere el intento exitoso tendría que admitir que la lógica de los argumentos o los hechos que invoca son irrelevantes para su conclusión. Similarmente, es dialécticamente verdadero que uno debe estar dispuesto a responder a las demandas de razones o argumentos justificativos, y aceptar el criticismo racional de todo lo que uno hace o dice.
Es una verdad dialéctica que silenciar a un oponente amordazándolo a la fuerza, o intimidar al mismo amenazándolo con infligirle daño (a él o a cualquier otra persona), no es una maniobra permisible en una argumentación. “Quemaré tu casa si te atreves a llevarme la contraria” o “Velaré por que tus hijos jamás consigan un trabajo decente en esta ciudad” es un movimiento ilegítimo en una argumentación, no menos fuera de orden que “te cortaré la lengua.” Tales tácticas destruirían las condiciones bajo las cuales la argumentación puede servir su propósito. Más generalmente, es dialécticamente verdadero que uno debe respetar la integridad física de sus oponentes en una argumentación, no solo sus cuerpos sino también su propiedad (todo lo que poseen, esto es, de lo que poseen un control justificable, o lo que tengan justificado para volver a poseer o traer de vuelta bajo su control[19]). Esto es, desde luego, solo otra forma de establecer la respetabilidad de la condición de “libertad entre iguales” que mencioné anteriormente.
Es también una verdad dialéctica que sobornar a un oponente, digamos, prometiéndole dinero o una posición lucrativa o prestigiosa en cambio de que el mismo no realice ciertas preguntas o solo dando respuestas deseadas, no es una jugada permisible en una argumentación. Tal maniobra viciaría la argumentación. Crea dudas sobre los motivos del oponente para realizar esas preguntas o responderlas, como si no fuera claro si él estuviera participando en una argumentación o si simplemente está en búsqueda de una recompensa.
Evidentemente, “Personas, esto es, seres capaces de razonar, deben ser racionales” es una verdad dialéctica y “Nuestra razón debe ser esclava de nuestras pasiones” es una contradicción dialéctica.
Lo anterior son ejemplos de verdades dialécticas, o de contradicciones dialécticas, algunas de ellas “descriptivas,” otras “prescriptivas” o “normativas.” Juntas con otras, algunas de las cuales se mencionan posteriormente, constituyen lo que denomino la ley de la razón.
IV. Normas racionalmente justificadas
Claramente, participar en una argumentación implica un compromiso de atenerse a un número de normas, debido a que cualquier violación o desviación de esas normas perjudica y posiblemente destruye la argumentación en sí misma. Estas normas entran en escena cada vez que las preguntas sobre cuán justificables son las acciones de cualquier tipo (no solo los movimientos dentro de una argumentación) son planteadas y sometidas a argumentación. Cualquier acción, desde sostener una u otra creencia, hasta producir efectos de gran escala en el mundo físico, pueden ser cuestionadas con respecto a cuan justificables son. Si una acción no puede ser argumentativamente justificada es entonces injustificable; si puede ser justificada argumentativamente, entonces es justificable.
Es una contradicción dialéctica sostener que una conclusión argumentativamente justificada está justificada solo en el contexto de la argumentación misma[20]—por ejemplo, atacar a otra persona en el transcurso de una argumentación es injustificado, pero el ataque posterior que él realice es justificado aun cuando él no haya hecho algo que justifique infligir dolor o daño, similarmente, debido a que sobornar a una persona en el curso de una argumentación es injustificado, es también injustificado afuera del contexto de la argumentación.[21]
Una argumentación que establezca conclusivamente que es justificado aseverar una proposición particular, o la validez de un principio normativo, se mantiene conclusiva luego de que el intercambio de argumentos haya cesado. Claro, alguien que no haya escuchado los argumentos puede reservar su juicio hasta que tenga la posibilidad de evaluarlos por sí mismo—pero eso también es una implicación de la ética de la argumentación. Sin embargo, un rechazo contundente a aceptar la conclusión de una argumentación, sin la compañía de razones que pretenda justificar el rechazo, no puede comprometer a nadie sino al que refuta y no puede ser considerado una justificación por sí mismo. Un escéptico flojo puede responder a cada argumento con un “no estoy convencido”; pero no hay punto en participar en una argumentación con un escéptico flojo.
Además, las verdades dialécticas vinculan no solo a los participantes reales de un diálogo en proceso, sino a todas las personas humanas. La argumentación justificativa apela a la razón, no a preferencias subjetivas o caprichos personales.
Es fácil no permitirle a otra persona la oportunidad de presentar sus argumentos, preguntas y respuestas, y de este modo evitar una argumentación con ella. Sin embargo, tal negación no es una prueba racional conclusiva de que esta no sea capaz de razonar. La negación de A de hablarle a B no prueba que B esté fuera del plano argumentativo. Tratar a una persona como si esta no fuera tal no es justificable por la mera razón de que uno le haya negado la oportunidad de demostrarse a sí misma capaz de razonar.
Es dialécticamente verdadero que, al lidiar con iguales (otros seres humanos), uno debe presumir que estos son personas, al menos hasta que haya suficientes pruebas de que no lo sean. La presunción contraria, que las otras personas no son capaces de razonar de ningún modo, es una contradicción dialéctica, pues equivale a un rechazo apriorístico a tomar sus argumentos seriamente—equivale a rechazar hasta el reconocer a sus argumentos como lo que son: argumentos. La presunción de racionalidad está implícita en la práctica de la argumentación misma.
Obviamente, la presunción de racionalidad es anulable en casos particulares. Puede haber ocasiones en las cuales alguien temporalmente “haya perdido la cabeza” o definitivamente “se vuelva loco.” Por otra parte, cada ser humano pasa por una etapa temprano en la vida en la cual sus facultades racionales y su conocimiento del mundo le son aún insuficientes para permitirle participar en argumentaciones. Sin embargo, se acostumbra no hacer responsables a los niños pequeños por sus acciones, y es habitual hacer a los adultos responsables por sus acciones, a menos que el caso particular revele suficiente razón para pensar de otra forma. Pocas personas están inclinadas a cuestionar si esta es una tradición racionalmente justificable—y con buena razón, diría yo.
Si un hombre demuestra ser un animal rationis capax al participar junto a otros en una argumentación, entonces él es una persona y debe ser considerada y tratada como tal por las otras personas. Mis preguntas y respuestas no transforman de manera mágica a una masa irracional, en un ser responsable y capaz de usar la razón, el cual volverá a convertirse en una masa irracional tan pronto como le dé la espalda—ni soy yo transformado por las preguntas y respuestas de los demás.[22] No hay más evidencia para la proposición contraria que la que hay para decir que las cosas solo existen cuando tenemos una sensación inmediata de ellas. Además, asumir lo contrario haría de todas las argumentaciones acerca de cualquier otra cosa aparte de la argumentación actual un sinsentido—y eso haría a la argumentación actual un sin sentido.
Si existen normas que son innegablemente válidas para las personas capaces de debatir y participar en una argumentación, entonces ellas son válidas para todas las personas capaces de argumentar, incluso cuando no estén participando de una argumentación. Tales normas no son, digamos, como las reglas del ajedrez que vinculan a los jugadores solo cuando juegan el juego. No existe un a priori del ajedrez que se corresponda al a priori de la argumentación.
La ética de la argumentación no afirma “que cuando dos personas están participando en un debate ellas han aceptado implícitamente ciertas normas.”[23] Aceptar tal afirmación es arrancar el argumento de la argumentación y reinterpretarlo como un argumento sobre un juego definido por reglas que los participantes han aceptado. Si ese fuera el caso, entonces obviamente solo los participantes de una argumentación estarían sujetos a tales reglas y solo durante la duración del juego de argumentación. Sin embargo, el punto del a priori y el de la Ética de la Argumentación es que con el fin de participar en una argumentación las personas deben aceptar las normas que están implícitas en la naturaleza de la argumentación. Si un intercambio de preguntas y respuestas es o no una argumentación no depende un acuerdo, implícito o explícito, o de un set arbitrario de reglas, sino de la conformidad con las normas que deben ser adheridas si el intercambio es de hecho una argumentación. A diferencia de las reglas del ajedrez, las cuales definen por estipulación qué es el juego de ajedrez, las “reglas” de la argumentación son descubiertas en la naturaleza de la misma. Similarmente, El hecho de que A pruebe a B no es materia de convención sino de lógica: “Aunque B no sea consecuencia lógica de A, es sin embargo el caso de que A prueba a B debido a que hemos acordado que una prueba está constituida por reglas que son diferentes de las reglas de la lógica” no es más que una forma indirecta de decir que “A no prueba B.”
Para resumir: es una verdad dialéctica que uno debe respetar a su oponente en una argumentación como una persona libre e independiente a quien uno no se le debe siquiera intentar manipular o intimidar con cualquier otra cosa que no sea con la fuerza de los argumentos. Además, uno no puede argumentar con consistencia dialéctica que formas argumentativamente injustificables de lidiar con otras personas prevalecen fuera del contexto de la argumentación—Aquellos otros podrían ser los oponentes de uno en una futura argumentación. Es por eso que no puede haber justificación para recurrir a tales formas de trato con tal otro. En resumen: Las personas deben respetar a sus comunes como personas libres e independientes.
Sea o no este el principio del libertarismo o del capitalismo libertario, es en cualquier caso la base racionalmente demostrable de la ética clásica de la Ley Natural, el marco normativo—la ley de la razón—dentro de las cuales las personas naturales (seres humanos, siempre y cuando sean capaces de razonar) deben resolver sus diferencias, desacuerdos y conflictos. Dentro de este esquema, una jurisprudencia de la libertad puede proponer y críticamente considerar formas en las cuales las personas deben, o pueden, interactuar en diversos tipos de situaciones sin violar los requerimientos normativos implicados en su naturaleza como seres capaces de razón.
V. Importancia para la Historia y la Filosofía de la Ley
Un hombre acusado de haber cometido un crimen no prueba su inocencia probando que no ha cometido ningún crimen durante el tiempo que ha permanecido en la corte (donde su caso está siendo deliberado). El objetivo de la argumentación en la corte es el de determinar si una acción particular anterior suya, antes de ser arrastrado a la corte, era justificable o injustificable, excusable o inexcusable.
Si un hombre prueba su inocencia con respecto al crimen al cual se le ha acusado, un juez se contradeciría dialécticamente si dijera, “Felicitaciones, pero voy a ahorcarlo de todos modos. Después de todo, el hecho de que usted haya probado su inocencia no significa que alguien deba[24] tomarla en cuenta, especialmente luego de que el juicio se ha acabado.” Un agente, oficial, o magistrado en el servicio del gobierno, podría decir tal cosa sin hacer una contradicción dialéctica, pero solo si no pretende hacer justicia. Un oficial condena a un hombre a la horca, habiendo escuchado solo los argumentos y testigos del fiscal y habiendo negado al acusado el derecho a defenderse a sí mismo. No hay una pizca de contradicción dialéctica mientras el oficial se mantenga en campo de la fuerza bruta o de la astuta manipulación, demostrando con palabras o acciones que él no intenta justificar sus acciones. Sin embargo, estaría contradiciéndose dialécticamente si llegara a decir que ha hecho justicia y que ha hablado con la verdad así como lo requiere la Ética de la Argumentación. Estaría también en contradicción dialéctica si intentara justificar su negativa a justificar sus acciones evidentemente injustas.
Quizás el mayor mérito de la civilización Occidental ha sido que, por un tiempo notablemente largo, ha aceptado la primacía normativa de la razón en los asuntos públicos como principio fundacional de la justicia. Este era el paradigma de la Ley Natural, la cual, en las palabras de Santo Tomás de Aquino, equivale a reconocer “La participación de la criatura racional en la ley eterna.”[25] Pocos pensaron en argumentar en contra del principio de que los conflictos, las disputas y los desacuerdos no deberían solucionarse de otro modo que mediante acciones racionalmente justificadas de acuerdo con los principios racionalmente validados. La fuerza, la intimidación y la manipulación pueden excusadas cuando estas sean usadas como ultima remedio para ayudar a establecer o restablecer la justicia, pero nunca cuando sean usadas por alguien de manera autónoma para salirse con la suya.
De este modo, era aceptado que existe una “corte de la razón” y que los hombres deben (de hecho, están obligados) tener y organizar tribunales de justicia con el objetivo de ayudar a asegurar que la razón prevalezca.[26] La idea de que una corte de justicia es una isla de la razón, donde los argumentos serán apreciados por sus méritos, y donde los intentos de intimidación, engaño y similares, serían señalados y erradicados, se convirtió en la ideología central de Occidente. Dentro de las cortes la ética del diálogo o de la argumentación debería reinar supremamente, sin importar cómo le vaya en el turbulento mundo del transcurrir diario. Además, los hallazgos de tal corte, con respecto a cuán justificables son algunas acciones particulares, debería prevalecer sobre las respuestas emocionales o calculadas de aquellos que atestiguan o escuchan de ellos—al menos en la medida en que las conclusiones del tribunal sean justificables.
Solo la razón puede justificar—y esa razón no está manifiesta en el monólogo de los argumentos de un lado, sino en un diálogo, donde los argumentos y contraargumentos pueden ser evaluados en una confrontación abierta. Así, queda por sentado que una corte debe escuchar a todas las partes involucradas en una disputa y darles la oportunidad para justificar o al menos excusar sus acciones (“Audi et alteram partem”); que los jueces deben arribar a la verdad del asunto (en sus veredictos, eso es vera dicta o verdad-dicha) solo en la base de los “méritos del caso” tal y como surgen por cuenta de testigos confiables y los argumentos presentados en cortes por las partes del conflicto; y que esos veredictos deberían tener autoridad normativa siempre y cuando no sean demostrados falsos (es decir, no eran vera dicta después de todo). Cualquiera sea el grado de inequidad social, política o económica en una sociedad, el respeto por el proceso de obtención de justicia y el compromiso a defender sus hallazgos, son consideradas las claves de la libertad y la justicia. La sala de audiencias debe proveer las condiciones que hagan posible una argumentación justa (“igualdad ante la ley” y, permitiendo a las partes llamar a asesores y defensores, incluso algún grado de igualdad de inteligencia y habilidades argumentativas).
Era una gran idea, pero por supuesto los poderosos, los gobernantes y sus clientes, en ocasiones intervinieron en los procedimientos de las cortes y se burlaron de la independencia de los tribunales, sustituyéndolos por comités oficiales cuya principal función era (y es) el hacer que a la voz de sus amos se le haga caso. Los jueces fueron reemplazados por “magistrados.” Los juristas, cuya principal preocupación era el conocimiento y la aplicación de los principios de la justicia, fueron sustituidos por los legisladores, cuya principal ocupación es conocer y aplicar los deseos de sus amos tal y como lo revelan en sus códigos y edictos legales.[27]
Sin embargo, aún en estos tiempos de positivismo legal desenfrenado, los ideales de justicia aún moldean la manera en la cual esos comités y magistraturas se presentan a sí mismos frente al público y frente a sus amos. A diferencia de los burócratas y los diplomáticos, los magistrados haciéndose pasar por jueces no reclaman la autoridad por cuenta de la leal sumisión a sus amos, sino por cuenta de su “independencia” de ellos. Apegarse de labios afuera a la ética del diálogo y argumentación es de vital importancia para mantener no solo su posición en la sociedad, sino también su estatus como poseedores de una ciencia de cosas necesarias. Mientras el positivismo reine en el currículum de las facultades de derecho, diciéndole a sus estudiantes que solo “la ley” importa y que esa “ley” no es más que un set de reglas legales, edictos y decisiones promulgadas por las autoridades que otras reglas de mismo set designan como “legales,” las facultades nunca se cansan de inculcar en sus estudiantes el sentido de que las implicaciones del positivismo no aplican a los magistrados ni a los defensores que ellos están siendo entrenados a convertirse. Como los científicos, ellos deberían estar conscientes de que se supone que respondan a un llamado que trasciende la lealtad a cualquier régimen político o social. Como científicos, ellos deberían sentirse autorizados para exigir inmunidad ante interferencias arbitrarias, ciertamente no como un derecho humano general sino como un privilegio profesional. Y como los científicos en la era de la Gran Ciencia Politizada, ellos no deben tener reparos sobre el servir y asistir a los poderes que existentes siempre y cuando luego mantengan su pretensión de “independencia.”
Aunque de una forma cada vez más demacrada y pervertida, la Ética de la Argumentación todavía tiene un poder sobre la imaginación como el baluarte de la convivencia civilizada, no importa cuán oscura sea la distinción entre un científico y un experto del gobierno, o entre un juez y un magistrado, tales distinciones se han vuelto parte del discurso público. Sin embargo, su fuerza se debilita cuando el punto de la argumentación en el tribunal ya no es revelar cuáles acciones son justificables o no, sino simplemente determinar cuál de las partes cumplió con algún conjunto de reglas políticas arbitrariamente impuestas. Entonces la argumentación da lugar a un concurso en el cual una “mente legal” trata de burlar a su oponente en un juego que convierte principalmente sobre las habilidades de uno para combinar las clasificaciones de hechos, reglas legales, otros datos como precedentes, y nociones actualmente de moda, en un “caso fuerte”. Similarmente, la ética de la argumentación y el diálogo pierde su fuerza en el trato de los científicos sí convencer a las autoridades de la relevancia social o política de su investigación se convierte en una prioridad.
El argumento desde la argumentación no es un mero artefacto académico sin ninguna importancia práctica. Subyace a la tradición occidental de la filosofía de la ley y su cosecha impresionante de los principios sustantivos de justicia procesal, los cuales inspiran respeto incluso después de más de un siglo de “desacreditación” sistemática por parte de cientificistas positivistas y otros para quienes la razón del hombre no cuenta para nada, pero su voz (“voto”) cuenta para todo.[28]
VI. Argumentar o no argumentar
Con unas pocas desafortunadas excepciones, los seres humanos son seres capaces de razón. Desafortunadamente, muchas personas prefieren no asumir la condición de un “animal rationale” aceptando o al menos haciendo algún esfuerzo para vivir dentro de la ley de la razón; muchos son oportunistas, que solo apelan a las leyes de la razón, si acaso, cuando les conviene. Para ellos, “¿Qué gano con eso? es una pregunta mucho más apremiante que “¿Qué es lo correcto?” Consecuentemente, prefieren vivir la vida en base a la prudencia más que en la sabiduría (prudencia controlada por la razón), así como harían en sus interacciones con animales y otros fenómenos naturales. Sin embargo, pocas personas pueden resistir el impulso de distinguir entre el bien y el mal, y el de reclamar una justificación para sus juicios en cuestión de lo que es correcto o no. No obstante, muchos quieren la recompensa de la justificación sin el arduo trabajo de la argumentación y son propensos a conformarse con prejuicios más que con juicios bien argumentados: “Muchas personas preferirían morirse antes que pensar; en realidad eso es lo que hacen.”[29] Esa no es una refutación a la ley de la razón sino un indicativo de la imperfección del hombre a la luz de su facultad más distintiva: la razón.
Considere la declaración de Jonathan Swift que he elegido como lema para esta publicación: “[N]adie puede desobedecer la razón sin renunciar al derecho de ser considerado una criatura racional.”[30] Expresa una verdad dialéctica, “la razón debe ser obedecida” (pues no se puede de manera consistente argumentar lo contrario). También afirma una consecuencia argumentativamente justificada de desobedecer la razón: uno abandona el derecho a ser llamado “ser racional” (pues uno no puede argumentar consistentemente que uno es un ser racional y rechazar la obligación de cumplir con los dictámenes de la razón). Recordemos que Swift definió al ser humano como un “animal rationis capax”—no como un ser que siempre y en todo lugar, como si fuera automáticamente, a tono con la razón; sino como alguien para quien es un asunto de elección el aceptar o no ser racional: vivir o hacer el esfuerzo de vivir, aceptando el juzgar y ser juzgado, de acuerdo a los dictámenes de la razón.[31]
Obviamente, es físicamente posible para un ser humano el de rechazar colocarse bajo la autoridad de la razón. Sin embargo, no puede argumentar sin entrar en una contradicción dialéctica, que los dictámenes de la razón no aplican en él sino solo en los demás. Lo mismo se mantiene para el hombre que quiera reclamar sus derechos de acuerdo a la ética de la argumentación pero se rehúse a reconocer las obligaciones que la misma impone. Esa es también una posición argumentativamente insostenible. Los hombres que nieguen a vincularse por la ética del diálogo o la argumentación no pueden tener éxito en el justificar esa postura argumentativamente. Tales personas eligen actuar, e interactuar con otros, fuera del “reino de la razón.” Colocándose a ellos mismos fuera de la ley de la razón, el contexto donde las apelaciones a la razón y la justicia pueden ser hechas de manera significativa, ellos eligen ser forajidos. No solo renuncian al derecho a ser llamados seres racionales, ellos también liberan a todos los demás de la racional, y argumentativamente válida obligación de tratarlos como personas de acuerdo a lo que dicta la razón
El punto es que el activar o no la capacidades racionales es un asunto de elección. Podemos elegir entrar en el comercio civilizado con los demás aceptando el a priori de la argumentación y todo lo que conlleva, o podemos rehusarnos a hacerlo y jugar al juego Hobbesiano de la jungla.[32] Algunos elegirán la segunda opción, de este modo renunciando a sus derechos bajo la ley de la razón y justificando a otros a que los traten como “cosas salvajes” (las cuales uno puede intentar manipular pero con las cuales no tiene sentido discutir)—y si ellos hacen “lesiones contrarias al derecho,” justificando a otros a que los llamen “enemigos.”[33] No existe contradicción alguna en sus elecciones mientras que ellos no pretendan ser capaces de argumentar que colocándose a ellos mismos fuera de la ley de la razón es “lo adecuado.” De hecho, algunas personas tienen un éxito notorio al colocarse afuera (o “encima”) de la ley de la razón. Sin embargo, ellos, sus partidarios, clientes y apologistas, no podrán justificar su postura en un argumento racional. Ellos puede que no les importe eso mientras se salgan con la suya, pero esa es su decisión; no es un argumento con ninguna fuerza racional. Su elección de volverse forajidos de ninguna manera invalida las leyes de la razón.
VII. Los forajidos y la presunción de inocencia
Hoppe no tenía una razón urgente para discutir el concepto de forajido en el contexto de su comparación entre el socialismo y el capitalismo. Sin embargo, el concepto es esencial para una correcta apreciación de la Ética Argumentativa. No entendiendo esto, críticos como Murphy y Callahan asumen 1) que la teoría de Hoppe implica que los criminales son dueños de sí mismo, quienes no pueden ser castigados por sus crímenes debido a que tal castigo viola su autopropiedad;[34] y 2) que, si la teoría negara que tales criminales son propietarios de sí mismos, no puede entonces reclamar la autopropiedad de nadie: “si el argumento de Hoppe no prueba que los criminales son dueños de sí mismos, entonces no puede probar que los no-criminales lo son tampoco, debido a que no hay nada en el argumento concerniente al comportamiento criminal.”[35]
En contra de la perspectiva de Murphy y Callahan, debemos señalar que el argumento desde la argumentación claramente distingue a las personas que permanecen dentro de las leyes de la razón y las personas que evitan o evaden tales leyes. Entre los primeros, la autopropiedad es argumentativamente innegable; entre los últimos la cuestión de la propiedad (a diferencia del control efectivo), menos aún la autopropiedad (a diferencia del autocontrol efectivo), ni siquiera se plantea.[36]
Por supuesto, personas racionales pueden tener justificado el usar la violencia en contra de un bruto o un criminal, esto es, alguien quien por naturaleza o voluntad propia se encuentra fuera de las leyes de la razón, incapaz o reacio a someterse a la prueba de la argumentación justificativa. La Ética de la Argumentación restringe la gama de acciones legales que un ser racional puede tomar con respecto a otros seres racionales, quienes como él aceptan que las acciones deberían ser justificables; no impone restricciones sobre lo que un ser racional puede hacerle a una roca que amenaza aplastar su casa, un oso que amenaza despedazarlo, un criminal que intenta robarle. Una cosa que está fuera del reino de la razón, o un hombre que se hace forajido, digamos, huyendo de la justicia o negándose a restituir a quienes ilegalmente él ha hecho mal, no está (o ya no está) en la misma posición de quien se somete a las leyes de la razón o la del ladrón arrepentido que reconoce que sus acciones fueron injustificables y hace una oferta genuina para restituir totalmente a su víctima. Murphy y Callahan simplemente asumen que golpear la cabeza de un forajido, un bruto o un ladrón impenitente, es una violación al derecho de propiedad tan argumentativamente justificable como el golpear la cabeza de un inocente o un criminal arrepentido. Ellos se equivocan.
Mi argumento aquí se refiere a la teoría del crimen y castigo implícita en la ética de la argumentación, una teoría que es familiar para los libertarios.[37] A grandes rasgos[38] es la siguiente, C (un causante de daño), intencional o no, voluntaria o involuntariamente, ha causado un daño ilegal a otro, V (su víctima), Entonces hay una obligación argumentativamente justificada de C para deshacer, o compensar por, todo el daño que le haya causado a V sufrimiento. Esta obligación corresponde con el derecho de V a no sufrir daños ilegales de otra persona. Si C fácilmente demuestra su voluntad y capacidad de hacer una restitución completa a V, entonces los dos deben confiar en la negociación, mediación, arbitraje o adjudicación para determinar cómo y cuándo se completa la restitución. Tan pronto como una restitución completa es hecha, el caso está resuelto, y V no tiene el derecho a demandar o extraer más de C. En particular, V no tiene el derecho a “castigar” a un T arrepentido. Sin embargo, si T se rehúsa a honrar su obligación de restituir lo acordado, por ejemplo intentando evadir el ser llevado ante la justicia, entonces se convierte en un criminal.[39] Consecuentemente, V tiene el derecho a imponer sus reclamos en contra de un C impenitente,[40] quien ya no es más un simple “causante de daño”, sino un criminal.
Así, tenemos la presunción de inocencia, esto es, el principio de que ninguna persona debe ser tratada o castigada como un criminal a menos que voluntariamente se coloque afuera de las leyes de la razón. Se presume que todo “animal rationis capax” acepta la ley de la razón hasta que demuestra lo contrario.[41] No obstante, quien se sitúa a sí mismo fuera de la ley, no solo abandona su derecho a ser una persona racional, sino también cualquier otro derecho que invoque a esa ley, incluyendo a los reclamos de propiedad o autopropiedad. Como se verá más claro en la siguiente sección, nada de esto implica o siquiera sugiere que los derechos de propiedad no puedan ser justificados dentro de la ley de la razón.
VIII. La autopropiedad vista a través de los lentes de los positivistas
La Ética de la Argumentación no encaja en el moderno paradigma académico de la ciencia empírica y sus sirvientes metodologías positivistas y cientificistas. Por lo tanto no es una sorpresa que muchos de los críticos académicos de la Ética de la Argumentación no tengan un uso para la misma. Proposiciones normativas tales como “Siendo capaces de razonar, las personas humanas deben ser racionales” simplemente no pasan el examen crítico de los positivistas y nunca deberían por lo tanto ser usadas en el “razonamiento científico.” A los positivistas no les importa justificar argumentativamente su rechazo a tales proposiciones: “verdad dialéctica” y “contradicción dialéctica” no están en su repertorio metodológico o epistemológico. Ellos no, desde luego, niegan que ellos son capaces de razonar, y ellos no niegan que en sus discursos académicos deben mostrar respeto por la verdad y la lógica; deben estar dispuestos a producir razones o justificaciones, y dispuestos a aceptar criticismo racional sobre todo lo que hacen o dicen; deben de respetarse entre sí como personas libres e independiente a quienes no deben ni siquiera intentar manipular o intimidar con otra cosa que no sea con la fuerza de sus argumentos; y efectivamente deben respetar el abanico completo de derechos libertarios mientras los mismos sean relevantes en su transcurrir académico.[42] Sin embargo, es poco probable que ellos consideren esas normas racionalmente justificadas o incluso justificables; están mucho más cercanos a considerarlas como nada más que “convenciones” o “reglas de juego,” como las reglas del ajedrez. En la perspectiva del positivismo, tales reglas no están fundamentadas en una apreciación racional de la esencia o la forma final de la ciencia; más bien, resultan ser las reglas efectivamente seguidas por las personas a quienes convencionalmente se les llama científicos, y finalmente toleradas por la opinión pública y las autoridades (los poderes que sean)
Consecuentemente, las normas implícitas en la Ética de la Argumentación pueden entrar en el discurso de los positivistas solo como “meras convenciones” o quizás disfrazadas de declaraciones empíricas. Así, podríamos esperar dos tipos de ataques de los positivistas sobre cualquier presentación de la Ética de la Argumentación como la de Hoppe: 1) la argumentación es un juego convencional y como tal sus reglas tienen fuerza vinculante solo para quienes juegan y solo durante la duración del juego; 2) la Ética de la Argumentación implica generalizaciones empíricas las cuales pueden ser demostradas como falsas por los contraejemplos adecuados. Murphy y Callahan, de hecho, intentan ambos tipos de ataques, aunque a ellos ciertamente no les gustaría ser etiquetados como positivistas. Ellos sintetizan su crítica de la siguiente manera:
La primera oración dice que Hoppe solo ha demostrado la fugaz propiedad del cuerpo de uno, concretamente, la propiedad durante el tiempo de la argumentación, e incluso solo una propiedad parcial, concretamente, la propiedad de aquellas partes del cuerpo que uno efectivamente necesita para participar en una argumentación. La segunda oración establece que Hoppe no demuestra la propiedad sino solamente el uso efectivo de tales partes del cuerpo de uno.
Así como ya hemos visto,[44] la crítica de la “propiedad fugaz” falla. Lo que un argumento justificador justifica (sea o no que es una demanda de propiedad) es justificado no solo mientras la argumentación está en progreso y no solo para aquellos que de hecho participan en ella sino por todo el tiempo y para todos los actuales y potenciales argumentadores—para todas las personas. Esto es también verdad para la validez de la norma “Seres capaces de razonar deben respetarse entre sí como libres, independiente y separadas personas,” lo cual implica que ellos deberían abstenerse de usar la fuerza u otro medio no racional entre sí a menos que exista una justificación para recurrir a tales medios. Como Hoppe lo señala:
“Nadie tiene el derecho a agredir de manera no solicitada en contra del cuerpo de cualquier otra persona y así delimitar o restringir el control de nadie sobre su propio cuerpo.” Esta regla está implícita en el concepto de justificación como justificación argumentativa… Dado que, según el principio de no-agresión una persona puede hacer con su cuerpo lo que quiera, siempre y cuando esta no agreda el cuerpo de otra persona. Esa persona también podría hacer uso de otros medios escasos, al igual que se hace uso de su propio cuerpo, apropiándose de esas otras cosas que aún no han sido apropiadas por otra personas, sino que se encuentran en un estado natural, sin dueño.[45]
Claramente, de esto no puede concluirse que todos los seres humanos son per se auto-propietarios. Además, no existe razón para suponer que el argumento intenta demostrar tal cosa. ¿Por qué entonces tantos críticos parecen asumir que ese argumento intenta probar precisamente eso, y por lo tanto falla debido a que no lo hace?
En el mejor de los casos, Hoppe ha probado que sería contradictorio argumentar que alguien no posee de manera legal su propia boca, oídos… y cualquier otra parte del cuerpo esencial para participar en un debate. Pero eso claramente no incluiría, digamos, las piernas de una persona.[46]
Es dialécticamente cierto que los participantes en una argumentación deben tener control físico de algunas de las partes del mundo y en particular de sus propios cuerpos. Esto no significa, sin embargo, que los participantes en una argumentación deban tener o incluso se deba presuponer que tengan propiedad sobre esas partes del mundo o sus cuerpos. La propiedad, a diferencia de la posesión o el control efectivo, no es una mera relación física. “Propiedad” significa control justificable, eso es, control argumentativamente justificable; por lo tanto la propiedad solo puede ser determinada como el resultado de una argumentación sobre la justificación de una persona a tener posesión o control de una u otra forma de acción.
Sin embargo Murphy y Callahan consideran “una objeción más fundamental” el que “uno no es necesariamente el legítimo propietario de una parte de propiedad incluso si su control es necesario en un debate sobre su propiedad.”[47] Esa proposición es simplemente verdadera pero la cuestión es si es una objeción relevante al argumento de Hoppe. Supongamos que soy acusado de un crimen en la China. Para cumplir con unos mínimos requerimientos de justicia el tribunal chino concede que yo debería ser asistido por un traductor competente. Yo necesito uno para ser capaz de participar en la argumentación llevada a cabo en la corte. Sin embargo, tal necesidad por un traductor no prueba que el eventualmente me asignen sea de mi propiedad. ¿Hoppe dijo o sugirió algo que contradijera esto? No puedo conseguir por ninguna parte dónde él se compromete a tal absurdo y Murphy y Callahan no me dirigen a uno. En vez de eso, intentan hacer sonar a Hoppe como si fuera un Georgista.[48] La insinuación es inútil. El hecho de que yo necesito una habitación en un tribunal chino para ser capaz de intentar justificar mis acciones no me hace el propietario de un pequeño pedazo de China. Los chinos no se contradicen a sí mismos al concederme tal habitación en el tribunal sin concederme derechos de propiedad en suelo chino. Murphy y Callahan sugieren que si los chinos no se contradicen a sí mismos entonces también uno quien “concede” a otro el uso de su cuerpo o algunas partes de él durante la duración de una discusión no se está contradiciendo a sí mismo si le niega a la otra persona la propiedad sobre su cuerpo. Lo cierto es: negar que una persona no es dueña de sí misma no es per se una contradicción dialéctica. Pero eso no significa que su reclamo a ser auto-propietario—esto es, su reclamo a que solo él tiene justificada y de hecho justificable posesión y control de su cuerpo—no puede ser justificado.
Murphy y Callahan también aseveran[49] que un teísta puede estar equivocado al decir que Dios es dueño de todos nosotros, pero insisten en que por ello él no está en contradicción consigo mismo. Por lo tanto, o al menos eso dicen, la tesis de la autopropiedad no carece de una alternativa coherentemente lógica y por lo tanto no puede ser necesariamente verdadera. No son capaces de ver que una contradicción dialéctica no es una contradictio in terminis pero una contradicción entre lo que es dicho y el hecho de decirlo. En este caso en particular, ellos tampoco ven la diferencia entre argumentar acerca de Dios y argumentar con Dios. La cuestión de la propiedad de Dios tendría que ser decidida en una argumentación con Dios,[50] no con cualquier autoproclamado representante suyo, quien de cualquier forma tendría un arduo trabajo a la hora de probar sus credenciales—tanto que sería en sí mismo dudoso que llegara a discutir sobre la propiedad de Dios. Lo mismo aplica a las discusiones en las que se argumente sobre la Sociedad o el Pueblo teniendo propiedad definitiva de nuestros cuerpos u otras cosas.
El concepto de propiedad tiene sentido en el contexto de la argumentación (las ciencias morales), no en el contexto de la descripción de la interacción entre fuerzas físicas (las ciencias del comportamiento). A menos que yo esté preparado para argumentativamente justificar mis acciones y para aceptar los argumentos justificativos realizados por, o en representación de otros—en resumen, a menos que yo acepte vivir bajo la ley de la razón, yo no puedo sin contradicción dialéctica reclamar la propiedad de nada, incluyendo la propiedad de mí mismo. Ningún animal salvaje, sin importar cuan fuerte y astuto, hace reclamos de propiedad; un hombre al que no le importa lo que dicte la razón no puede consistentemente reclamar que su control sobre, o su uso de algunas partes del universo deba ser respetado debido a que es argumentativamente justificado.
En muchos casos, por supuesto, la posesión o control efectivo es injustificado, incluso injustificable. El argumento desde la argumentación no niega eso. Pero tampoco niega que existan casos en los que la posesión o control efectivo sean justificados o justificables. Recordemos una vez más la definición de Swift del hombre como un “animal rationis capax,” obligado por la norma argumentativamente innegable de que debe ser racional. Swift concluye: “Nadie puede desobedecer la razón sin renunciar al derecho de ser considerado una criatura racional.” Podemos ahora añadir: “renunciar al derecho de ser considerado una criatura racional significa renunciar al derecho de ser poseedor de sí mismo, o de hecho ser poseedor de cualquier cosa.” Quien se coloque a sí mismo fuera de las leyes de la razón, golpeándose la nariz contra la argumentación justificadora, no puede consistentemente decir que es dueño de lo que posee o controla. En contraste, una persona que viva dentro de los límites de la razón no tendrá problemas en justificar la posesión de cualquiera de las partes de su cuerpo, o de hecho de cualquier cosa que él haya adquirido sin comportarse de manera injusta con otra persona. Después de todo, uno no puede presumir que otra persona no sea dueña de su cuerpo sin contradecirse dialécticamente. Una persona debe ser considerada como dueña de sí misma a menos y hasta que razones específicas sean citadas para mantener que el control de su cuerpo no es justificado. Sería una contradicción dialéctica el negar esto: no tiene sentido participar en una argumentación que crea que las personas no tienen derecho a usar su cuerpo para expresarse a sí mismas o para expresar su opinión.
Para apreciar la innegable justificación de la presunción de autopropiedad, solo basta con salir de la atmósfera rarificada del discurso académico, donde la autopropiedad solo es una palabra o un concepto que flota libremente. Sentémonos, tu y yo, y mirándonos el uno al otro discutamos sobre quién puede presumir de poseer (controlar justificadamente) a quien: Yo a mí y tú a tu (auto-propiedad); Yo a ti y tú a mí; yo a ambos de nosotros; tú a ambos de nosotros; tú y yo a ambos; o ninguno de nosotros a los dos.[51] Lo más probable es que tú y yo ya estemos en perfecta condición para una argumentación de ese tipo, si no hay un evento previo que haya causado a uno de nosotros se endeude o se subordine a el otro, digamos, como deudor a acreedor o criminal a víctima. Pronto se vuelve obvio que la presunción de auto-propiedad es el único principio argumentativamente robusto en la lista,[52] el único que es parte integrante de las presuposiciones factuales y éticas de la argumentación.
Desde luego, desde la perspectiva del positivismo esta explicación es en vano: para los positivistas, la justificación no añade nada y la propiedad se reduce a mera posesión efectiva, o bien la posesión real o la posesión reconocida y protegida por los poderes fácticos; las nociones éticas deben ser eliminadas del “razonamiento científico,” si no pueden ser simplemente ignoradas entonces reinterpretándolas como meros conceptos empíricos.[53]
Sin tener en cuenta las explícitas denuncias de Hoppe,[54] incluso Murphy y Callahan prefieren interpretar las declaraciones dialécticas de Hoppe sobre la propiedad (control justificable) como empíricas declaraciones sobre las precondiciones físicas de la habilidad de hablar (control efectivo) y así atacarle por medio de contraejemplos empíricos. De ahí, su referencia al hecho de que una persona sin piernas puede argumentar con otras[55] y su conclusión que, debido a que las piernas no son necesarias para el propósito de la comunicación, el argumento de Hoppe no podía tomar en cuenta el hecho de que una persona es dueña de sus propias piernas. De ahí también, su preferencia por los “esclavos.” Estos no disfrutaban de derechos libertarios, aun así eran capaces de argumentar. Es por eso—o así Murphy y Callahan afirman—que los derechos libertarios no son necesarios para la capacidad de argumentar, y que el argumento de Hoppe no puede ser tomado en cuenta para la defender la autopropiedad. Sin embargo, debido a que las declaraciones empíricas generales en contra de las que éstas van dirigidas no forman parte de la teoría de Hoppe, los contraejemplos al final no lo afectan.
El argumento de Hoppe no es que el “Esto es mío” venga del “Yo necesito esto para ser capaz de participar en una argumentación” porque sería contradictorio decir, “Sin duda, tú lo necesitas, pero yo niego que eso sea tuyo.” El argumento es que cuando A y B entran en una argumentación ambos lo hacen bajo las presunciones dialécticamente válidas de racionalidad, inocencia y autopropiedad—presunciones que se sostendrán hasta que haya prueba de que deben ser retiradas. Ni A ni B pueden negar que ellos estén dialogando con otra persona, uno quien es una persona y otra persona—en las palabras de la fórmula consagrada por el tiempo, una “persona separada, libre e igual.” Ninguno de ellos puede justificablemente reclamar como suyas las posesiones justificables de cualquier otro participante (su cuerpo o cualquier parte del mismo, o cualquier otro incorpóreo medio de acción), o, por supuesto, la ley de la razón en sí misma. Sin embargo, el hecho de que un forajido (uno que se coloque fuera de la ley de la razón) necesite de su lengua o sus manos para escribir declaraciones eso no significa que él sea dueño (diferenciado del posee o tiene control físico sobre) de esas partes corporales. Uno no puede al mismo tiempo repudiar la ley de la razón, que es lo que el criminal hace, e invocarla para probar control justificable, esto es, posesión.
Murphy y Callahan entonces aseveran que, incluso si se dejan de lado sus observaciones sobre la fugaz y parcial autopropiedad,
sigue siendo el caso de que Hoppe solo ha probado la autopropiedad para los individuos en el debate… Por ejemplo, mientras Aristóteles solo argumentara con otros griegos sobre la inferioridad de los bárbaros y su estatus natural como esclavos, éste no caería en una contradicción performativa.[56]
Eso no es verdad: la declaración general de Aristóteles es que los bárbaros tienen suficiente uso de razón como para obedecer órdenes y complacer a sus amos griegos pero no suficiente como para calificar como totalmente humanos[57], no es defendible en una argumentación. Si Aristóteles hubiera intentado justificar su punto de vista a un bárbaro moderadamente articulado, la contradicción habría sido obvia. Él podía solo intentar evitar la humillación de ser capturado en una contradicción dialéctica negándose a justificar su posturas a los así llamados bárbaros, negándose a darles una audiencia. Sin embargo, el intento habría sido en vano. Pues tal negación en sí misma es una contravención a la ética del diálogo y argumentación. Ejemplifica no solo un error intelectual sino una postura moralmente viciosa. Cualquier persona, griega o no, podía haber dejado eso en claro.
No existe manera en la cual Aristóteles—¡El filósofo!—pudiera haber argumentado que su rechazo a dejar a que los “bárbaros” hablaran por sí mismos fuera argumentativamente justificado. Rehusarse a argumentar no es una forma de producir un argumento. No puede haber una justificación argumentativa para la actitud de Aristóteles de rehusarse a colocar sus declaraciones a la única prueba relevante: involucrar a un no-griego en una argumentación. Después de todo, Aristóteles no estaba meramente señalando lo obvio, a saber que la oración “Los griegos son racionales en una forma que los no-griegos no lo son” no es una contradictio in terminis. Sin embargo, Murphy y Callahan aseveran (sin argumento) que el rechazo de Aristóteles a hablar con los bárbaros es tan justificado o tan injustificado como nuestra negación a intentar justificar nuestras miradas a un oso polar o a un caballo en un zoológico.
[E]l Hoppeano podría responder que los caballos no son tan racionales como los humanos, y por eso no necesitan ser consultados. Pero Aristóteles solo argumenta lo mismo sobre los bárbaros: ellos no son tan racionales como los griegos.[58]¿Qué clase de argumento es ese? ¿Solo necesito declarar que soy la única persona racional en el mundo para justificar la aseveración de que nadie más es capaz de argumentar? Deberíamos descubrir pronto que los osos polares y los caballos no son criaturas con las cuales sea sabio, seguro o sin duda posible razonar. ¿Están Murphy y Callahan sugiriendo que eso es exactamente lo que habría Aristóteles descubierto si hubiera tenido una discusión cara a cara con un bárbaro, cualquier bárbaro; y que él entonces tenía justificado el rehusarse a darle a cualquier bárbaro una oportunidad para demostrar que estaba equivocado?
La afirmación de Murphy y Callahan, que negarse a escuchar a otra persona es tan racionalmente justificable como no darle a los animales un foro en el cual se expongan sus puntos de vista sobre los zoológicos y los derechos de los animales, es irrisoria. Es precisamente dentro del contexto de la argumentación que no podemos pasar por alto la diferencia entre otra persona y otro animal sin hacer el ridículo. En defensa de Murphy y Callahan uno podría señalar que los académicos, incluidos la mayoría de los economistas y científicos sociales, tienden a solo considerar teorías científicas acerca de los seres humanos donde estos no sean tratados como oponentes potenciales en una argumentación sino solo como materia de “investigación empírica”[59] Yo pensaría que esa es una falla fundamental en gran parte de la ciencia económica y social contemporánea.[60] En una indagación relacionada a los fundamentos de la ética está totalmente fuera de lugar.
Murphy y Callahan entonces citan a David Friedman quien argumenta que Hoppe debía estar equivocado cuando asevera que la autopropiedad es un prerrequisito para el debate debido al sinnúmero de esclavos que han participado en argumentaciones satisfactorias.[61] Sin embargo, Hoppe no hizo el empírico y absurdo reclamo de que una persona es incapaz de argumentar meramente debido a los poderes que legalmente lo clasifican en un esclavo, o que ser legalmente reconocido “propietario” de su propio cuerpo es una condición necesaria para ser capaz de participar en una argumentación. Su argumento era que tales clasificaciones legales y las acciones que sancionan o legitiman no pueden ser justificadas en una argumentación con los esclavos, o de hecho, en cualquier argumentación que tome las presuposiciones de la argumentación seriamente.[62]
Consideremos, por otra parte, un amo que disfruta el debatir sobre la justificación de la esclavitud con sus esclavos después de la cena y luego los envía de nuevo a sus jaulas sin importar el resultado de la discusión. Consideremos, por otra parte, un amo que libera a sus esclavos luego de ser expuesto al argumento de que la esclavitud no es justificable. ¿Cuál de los dos toma la argumentación en serio? ¿Cuál de los dos actúa como un ser racional más que un mero “animal rationis capax”? El primer amo obviamente considera la argumentación no más que un juego de salón; él se rehúsa a justificar argumentativamente sus acciones fuera de ese juego para que sean conformes con principios justificados. El demuestra con sus acciones que no toma la argumentación en serio cuando esta no se ajusta a sus propósitos. ¿Por qué habrían sus oponentes en la discusión, sus “esclavos,” tomar la argumentación en cuestión de manera seria? ¿Por qué alguien habría de hacerlo? Hoppe responde: Nadie debería tomar esa argumentación en serio pues no es una argumentación genuina. Apegándonos al positivismo declarado de Friedman, el cual les dice que deben conseguir una diferencia empírica entre las acciones de una argumentación genuina y aquellas que se burlan de la argumentación, Murphy y Callahan saltan a la conclusión de que han refutado a Hoppe. Ellos están equivocados: para refutar el argumento Hoppeano desde la argumentación ellos deberían demostrar que el primer amo y sus “esclavos” podían con consistencia dialéctica participar en una seria argumentación, aceptando los principios dialécticos que tal argumentación les confiere. Murphy y Callahan ni siquiera intentan hacer tal argumento.
Recordemos que Aristóteles defendía la esclavitud con el argumento de que no era una principalmente una institución convencional sino una natural (y justificable) condición de las “gentes inferiores.” Su defensa falló, como hemos visto, debido a que contrario a los requerimientos de la Ética de la Argumentación, él se había rehusado a someter su razonamiento a la única prueba que podría decisivamente refutarlo. El escándalo de la esclavitud no es el hecho de que los esclavos no eran, y mucho menos podrían ser, dueños de sí mismos, sino el hecho de que la mayoría de las personas poseídas como esclavos eran dueñas de sí mismas, injustamente privadas de su libertad. En otras palabras, el escándalo de la esclavitud tenía poco que ver con las personas esclavizadas y tenía mucho que ver con las personas manteniéndolas injustificablemente como esclavos.
IX. La falacia del cientificismo
Las convenciones de los escritos académicos tienden a prevalecer sobre otros requisitos de la Ética de la Argumentación, aun cuando la adherencia a esas convenciones lleva a falacias cientificistas.[63] La convención básica es la distinción sujeto-objeto, en particular a la noción de que los sujetos (los investigadores) y los objetos de su investigación son entidades cualitativamente diferentes. Esa noción es apropiada cuando el sujeto es un ser humano y el objeto algo no humano, una forma no personal de vida o materia. Sin embargo, es inapropiado cuando ambos, los sujetos y los objetos, son personas humanas.[64] Existe una diferencia entre teorizar acerca del mundo humano como si fuera un reino separado de cosas con las cuales no podemos mantener ningún tipo de intercambio intelectual o discursivo, y teorizar desde dentro del mundo humano acerca de la condición humana.
La falacia cientificista aparece cuando los académicos pretenden estudiar el mundo humano “desde afuera” como si ellos (seres racionales) no fueran parte de él, como si los objetos de su estudio (animales humanos o, quizás, meras cajas negras) fueran tan diferentes de ellos como lo son los caracoles o los cristales. Por otro lado, los académicos reconocen que en sus propias disputas, cuando tienen que enfrentarse el uno al otro, ellos deben cumplir escrupulosamente con los requerimientos de la ética del diálogo si quieren ser aceptados como miembros en pleno derecho de sus comunidades académicas. Así, en las comunicaciones y los intercambios argumentativos dentro de la mal llamada comunidad académica, ellos aceptan totalmente que la argumentación es entre una persona y otra, entre un Tú y un Yo, y también que el éxito o la fuerza de la argumentación no depende de quién es el Yo y quien es el Tú. Por otra parte, las personas fuera de la comunidad académica no deben ser consideradas ni siquiera un potencial Tú o Yo; a ellas se les asigna el estatus impersonal de Eso y no deben ser consideradas personas racionales del mismo tipo que los académicos que teorizan acerca de ellos. Consecuentemente, no tiene sentido que entre ellos esos animales humanos o cajas negras sean vinculados a la razón y de esa manera tengan derecho a ser tratados de acuerdo a la Ética de la Argumentación en la forma en la que los académicos son tratados. Como corolario, las declaraciones sobre la “gente ordinaria” no deben ser aplicadas a los académicos.[65]
La insistencia del cientificismo y el positivismo en una dicotomía radical entre el sujeto y el objeto, entre “nosotros” y “ellos” impide que los dos lados de la dicotomía estén unidos por cualquier a priori de argumentación. De hecho, el cientificismo requiere que la racionalidad de la persona ordinaria sea metódicamente despreciada: sus argumentos deben ser reinterpretados como instancias de mero comportamiento para calificar como legítima data científica. En una línea similar, las nociones éticas que definen a la comunidad académica deben ser vaciadas de su contenido ético primario antes de poder ser aplicadas a los objetos humanos de investigación. Como Anthony de Jasay memorablemente lo expone con respecto a la justicia, a menos que justicia sea definida como algo más que justicia,[66] no tiene cabida en la investigación “científica” de la academia contemporánea concerniente al mundo humano. La “Justicia” no es más que un valor subjetivo o un estándar nominal impuesto por el observador científico que responde, digamos, a esta o aquella máxima o a esta o aquella condición calculable de equilibrio en el pool de materia humana. El libertarismo, así mismo, debe reducirse a una mera creencia de que los humanos ordinarios tienen más o menos los mismos derechos relativos entre sí tal y como los académicos los tienen en su comunidad académica. Sin embargo, cualquier justificación de esa creencia sobre la ética de los seres fuera de la comunidad académica de científicos, debe ser un tipo de justificación distinta a la ética de la comunidad académica. De hecho, la dicotomía sujeto-objeto implica que las capacidades racionales y argumentativas no pueden tener el mismo tipo de implicaciones éticas para las “personas ordinarias” que para los intelectuales. Consecuentemente, el compromiso de un académico al libertarismo como principio válido para todas las personas humanas tiene el mismo tipo de relación contingente con la Ética de la Argumentación que con cualquier opinión o teoría que pueda tener sobre los derechos de los animales.
Si la separación de la humanidad en dos distintas especies—“nosotros, los argumentadores que conforman la comunidad académica, y ellos, las cajas negras que nosotros definimos como unidades relevantes de comportamiento”—es convertida en un axioma del estudio científico del mundo humano, la relevancia de “nuestros” principios éticos para los hombres ordinarios debe ser contingente, arbitraria o ilusoria como lo son los hoyos negros a los mosquitos. Hoppe explícitamente rechaza aceptar tal axioma.[67] Él ciertamente no apela al consenso prevaleciente en, o las meras convenciones de, cualquier comunidad particular de humanos, sin importar como se etiquete a sí misma. El apela por la capacidad de todas las personas humanas a reconocer al otro como persona, al menos cuando se involucran en hacer preguntas y dar respuestas, y argumentar sobre las razones para sus preguntas y respuestas.
En el positivismo cientificista las críticas de la Ética de la Argumentación pueden bien conseguir todos los argumentos que necesitan para creer que un académico no se contradice a sí mismo formalmente cuando dice que los humanos u otros animales (o no) tienen uno u otro derecho. Por cierto que esto sea, no toma en cuenta una argumentación justificativa o cualquier forma de positivismo cientificista—a menos, por supuesto, que fuera verdad que los académicos pertenecieran a una especie diferente a la que pertenecen los hombres y mujeres.
La perniciosa influencia del positivismo cientificista emerge más claramente en el contexto de la educación. ¿Qué le pasa a la educación cuando el a priori y la Ética de la Argumentación dejan de vincular a los profesores y sus pupilos en una sola comunidad de personas racionales? El entusiasmo con el que muchos académicos apoyan, digamos, el aforismo de Hume de que la razón es y debe ser la esclava de las pasiones,[68] como si esta fuera una visión profunda dentro de la verdad de la naturaleza humana, plantea la pregunta de qué tipo de educación puede ser construida sobre la base del principio positivista tal y como es aplicado a los asuntos humanos. En el nivel individual, se traduce en un “Tu razón es y debe ser la esclava de tus pasiones; no cuestiones tus deseos, solo la eficacia y la eficiencia de los medios para satisfacerlos”[69]; en el nivel institucional, se traduce en un, digamos, “Escuelas y universidades, la búsqueda de conocimiento científico en sí mismo, es esclava de la política—o si no es de la política entonces es de la opinión pública.” Cualquiera sea el caso, pareciera que nos quedáramos sin algún principio de educación, ¿Cuál es el propósito de una educación si no es el de enseñarnos a aprender y discernir entre el bien y el mal?
Hume nunca nos lleva más allá de la pregunta de cómo obtener lo que queremos de la forma más eficiente, sin importar lo que queramos. Para dar solo un ejemplo: el incremento del desempleo entre ciertas clases de personas puede ser una consecuencia casi inevitable de imponer un salario mínimo. Algunas personas (aquellas que ven sus oportunidades de conseguir trabajo disminuidas, o que sus costos laborales se vean incrementados por tal medida) dirán que esa es una razón para no imponer un salario mínimo; otros (empleadores temiendo la competencia desde regiones con menores salarios, miembros de sindicatos buscando restringir la entrada al mercado laboral, políticos buscando una base de clientes de personas dependientes de la redistribución política y aquellos esperando convertirse en clientes de tales esquemas distributivos) dirán que existe una razón para imponer un salario mínimo.[70] La razón de Hume, habiendo establecido la relación entre una legislación de salario mínimo y el desempleo, se aparta hasta que el balance de poder entre las pasiones se incline hacia alguna meta particular y luego se enlista a sí mismo al servicio del ganador. la “educación” basada en la razón de Hume, enseña el servir a la pasión u opinión dominante—en dos palabras, enseña conformismo.[71] Cuestiones sobre lo que está bien o mal, qué es lo justo o lo injusto, y sobre las presunciones de racionalidad, inocencia y autopropiedad, yacen fuera de su alcance.[72] En el mejor de los casos, tales cuestiones son admitidas solo luego de que han sido reducidas a cuestiones de conformidad con las reglas meramente convencionales ya existentes. Claro, no hay razón para suponer que lo que yace fuera del alcance de la “razón” de Hume es irrelevante y no puede ser sujeta a argumentación justificadora. Los efectos de adoptar el principio de Hume en la “educación” son fácilmente observables en la proliferación de expertos en teorías sociales y económicas que, mientras claman ser científicas, son en verdad ejemplos de sofisticadas palabrerías de vendedor, prometiendo la mayor de las felicidades a quienes las adopten.
X. ¿Pero esto justifica el libertarismo?
Mientras trabajaba en mi Ética del Diálogo, algunas personas empezaron a llamarme libertario debido a la considerable superposición entre las conclusiones a las que llegué (en particular a que el Estado es injustificable) y las posiciones defendidas en los escritos de Murray Rothbard y otros quienes para ese tiempo habían hecho del “libertarismo” una marca distintiva dentro de la filosofía política de EEUU. Al menos en la medida de esa superposición, la ética del diálogo o de la argumentación justifica el libertarismo rothbardiano. Ya que he recibido la etiqueta de “libertario” debido a mi trabajo en esa ética, supongo que podría decir que mi libertarismo es idéntico a esa ética. Enraizada en la filosofía de la ley más que en cualquier teoría económica en particular, es la filosofía de las personas que aceptan que la ética de la justificación argumentativa es el esquema adecuado para descubrir las innegables normas racionales para la interacción humana, así como las soluciones justificables para desacuerdos particulares y conflictos. Abogar por tal marco es ciertamente mucho menos espectacular que prometer una solución ya confeccionada para cada problema concebible. Sin embargo, es todo lo que la filosofía libertaria puede ofrecer si es sincera con el concepto de libertad para todas las personas bajo la ley de la razón y las (en casos particulares anulables) presunciones de racionalidad, inocencia y autopropiedad.[73]
Con eso en mente, es justo decir que solo los derechos libertarios pueden ser argumentativamente justificados, porque solo los derechos libertarios definen un contexto en el cual las condiciones necesarias para la argumentación justificativa pueden ser respetadas universalmente.
Una última salvedad: los argumentos del a priori de la argumentación y la ética no implican, y no intentan hacerlo, suplantar el estudio de la ley natural del mundo humano (es decir, las condiciones naturales que marcan la diferencia entre el orden y el desorden en el mundo humano). Ellos lo complementan probando cómo podemos racional y argumentativamente justificar ciertas acciones o declaraciones si somos conscientes del hecho de que nosotros, todos nosotros, estamos en ese mundo. La relativa novedad de la palabra “libertarismo” no debería cegarnos al hecho de que la complementariedad de la ley natural ha sido conocida y apreciada desde hace ya mucho tiempo. Ni la naturaleza radical del libertarismo debería cegarnos al hecho de que es radical solo porque exige la justificación interpersonal entre personas libres e iguales en rincones donde el argumento desde la autoridad, sea Dios, la sociedad, la ciencia, la utilidad, o cualquier otra abstracción conveniente, solía reinar de forma indiscutida.
[1] Ludwig von Mises, Human Action, 3rd edición revisada, Henry Regnery, Chicago, 1966 (de aquí en adelante abreviado HA), p. 91. [2] Jonathan Swift, Gulliver’s Travels, parte IV, capítulo 10. [3] Hans-Hermann Hoppe, A Theory of Socialism and Capitalism, Kluwer Academic Publishers, Boston, Dordrecht, London, 1989 (de aquí en adelante abreviado S&C), en particular el capítulo 7. Ver también el simposio sobre la Ética de la Argumentación de Hoppe en Liberty, Noviembre 1988, especialmente las respuestas de Hoppe a sus críticos. [4] Hoppe explícitamente menciona el principio de no agresión (S&C, p.133), los implícitos principios de auto-propiedad, propiedad privada, y el de apropiación original a través de acciones no-agresivas (134–36). [5] S&C, p.144 (La “Teoría natural de la propiedad” es explicada en S&C, capítulo 2). [6] Mi interés en la Ética de la Argumentación (o “la ética del diálogo” como yo le llamo) data de mediados de la década de 1970, cuando empecé a trabajar en mi libro Het fundamenteel rechtsbeginsel, Kluwer-Rechtswetenschappen, Amberes, 1983 (de aquí en adelante abreviado FRB), especialmente el capítulo 3. Ver también mi “Economics and the limits of value-free science”, Reason Papers, XI, Spring 1986, 17–33, el cual se refiere a la ética del diálogo. [7] Hoppe cita a Habermas, Apel y otros como fuentes de inspiración para su teoría de argumentación y discute algunos similares (S&C, capítulo 7, especially footnotes 4-7.) Ver también Stephan Kinsella, “New Rationalist Directions in Libertarian Rights Theory”, Journal of Libertarian Studies (Hereafter JLS), 1996, XII, 2, 313–26. [8] Robert Murphy and Gene Callahan, “Hans-Hermann Hoppe’s Argumentation Ethic: A Critique”, JLS, XX, 2, 2006, 53–64; de aquí en adelante citado como M&C. La publicación es apenas diferente del texto que publican los autores en septiembre de 2002 en Anti-State.com. Stephan Kinsella dió una respuesta inmediata y pertinente en el mismo sitio web.
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[9] Nota añadida (FvD)—Contraria a la sugerencia en M&C, p.55 nota 2, Hoppe no dice que la verdad de una proposición depende del hecho de que alguien haga tal proposición; lo que dice es que una afirmación entra dentro de una argumentación solo cuando uno de los participantes la propone para su consideración. [10] S&C, p.130. [11] Argumentos de este tipo han existido por un buen tiempo; para una primera versión,
of this type have been around for a long time; for an early version, “Uno debe filosofar,” ver Aristotle’s Invitation to Philosophy (Protrepticos Philosophias, e.g. tal y como aparece traducida al inglés por by J. Barnes & G. Lawrence in J. Barnes (ed.), The Complete Works of Aristotle, vol. 2, pp. 2404–16).
[12] Otro término es ‘contradicción performativa.’ Sin embargo, cubre un rango de acciones que no tienen nada que ver con la argumentación. De este modo, cuando yo digo “En éste momento estoy silvando” entonces no estoy haciendo lo que digo estar haciendo (de hecho, no puedo hablar y silvar al mismo tiempo). No obstante, puedo escribir y silvar al mismo tiempo. Por lo tanto, la comunicación “En este momento estoy silvando” no es necesariamente falsa. Uso el término “dialéctica” en FRB de acuerdo a su primer significado en el diccionario (el cual hace referencia al arte o práctica de llegar a la verdad a través del intercambio de argumentos lógicos), debido a su relación formal y semántica al “diálogo” (y a su evocación a la dialéctica de Plato) [13] Tal y como aclara el contexto, Hoppe estaba argumentando (en S&C) sobre principios, no sobre casos particulares. Es verdad, sin embargo, que él no llama la atención sobre las diferencias entre establecer argumentativamente principios y usar principios en una argumentación concerniente a casos concretos. [14] La charla de ventas libertaria no es más que charla de ventas. Si existen razones para creer que el libertarismo es una (o la) filosofía válida para la coexistencia humana, entonces existe una razón para intentar “venderla”; sino entonces no. Omitir al escéptico cognitivo (“¿Es eso verdad?”) para venderle directamente al escéptico motivacional (“¿Qué hay para mí en eso?) es abandonar la filosofía libertaria por segura derrota en el mercado político, donde los escépticos motivacionales rápidamente aprenden a aceptar las ofertas de “almuerzos gratis” mientras duran, incluso o especialmente si saben que esas ofertas no durarán. (Sobre los escépticos cognitivos y motivacionales, leer Charles King, “Moral Theory and the foundations of Social Order,” en Tïbor R. Machan, ed., The Libertarian Reader, Rowman y Littlefield, 1982.) Similarmente, enseñar a los niños y jóvenes adultos de que ellos no deberían preguntar “¿Es eso verdad?” sino solo “Qué gano con eso? es abandonar su educación en favor de prepararlos para el reclutamiento de demagogias. [15] Haría el ridículo si intentara convencer a nuestro pez dorado de que el es (o no) un ser racional. Ninguna argumentación se llevaría a cabo; no existiría contradicción dialéctica. [16] Jonathan Swift definió al hombre como un “animal rationis capax” (un animal capaz de razonar) en una carta al Papa (29 de Septiembre, 1725), refiriéndose a sus “Viajes de Gulliver”. en este texto adoptaré la definición de Swift en preferencia a la definición más común, que es “animal rationale” (un animal racional). La diferencia entre estas dos definiciones es importante en la medida que, para el tiempo de Swift, la razón había llegado a significar la perfección de la razón. Podría decirse que, la noción medieval previa de “animal rationale” no era más exigente que la noción de Swift de “animal rationis capax.” Ver la nota 31 de este texto. [17] Solo personas naturales (seres humanos individuales capaces de razón) tienen la facultad de representarse a sí mismos en un discurso; todas las otras cosas (incluyendo a los seres humanos incapaces de razonar, otros animales, y las personas supernaturales y artificiales como las organizaciones) deben ser representadas en un diálogo o una argumentación por una o más personas naturales [18] Para el argumento de que la “libertad entre iguales” define la condición de orden (esto es, la ley) del mundo humano, ver FRB, y mi “The Lawful and the Legal,” Journal des économistes et des études humaines, 1995, VI, 4, p.555–77. [19] No es que las personas llegan a una argumentación como mentes incorpóreas y que al final de la misma se van con un surtido de órganos corporales y otras cosas valiosas—premios ganados en el juego de la argumentación. Los derechos de propiedad pueden ser justificados en una argumentación; ellos no son creados en una—no más que los cuerpos y mentes que flotan libremente solo para unirse al final y formar juntos una persona real como resultado de una argumentación. [20] A un buen número de críticos de Hoppe le gusta argumentar que la Ética de la Argumentación solo vincula a quienes toman parte en una argumentación y solo durante la argumentación misma. (Ver los primeros simposios Liberty, antes citado en la nota 3, así como la crítica de Murphy y Callahan, citada en la nota 9.) Si estas críticas estuvieran en lo cierto, no solo habrían “anotado” en contra de Hoppe, ellos estarían deconstruyendo todo el edificio de la razón, la ley y la justicia sin el cual la civilización occidental nunca habría superado el nivel del barbarismo. (Ver la sección V de éste texto) [21] Un soborno, estrictamente hablando, es algo ofrecido o dado a una persona para hacerla hacer algo que bajo una obligación justificable no haría. Ofrecer al vendedor de una casa más dinero que otro candidato-comprador no es soborno; ofrecerle al agente del vendedor más dinero que su comisión regular en cambio de no decirle a su representado sobre competidores con ofertas más elevadas es soborno y no es justificable. Obviamente, si el representado espera o instruye a su agente a hacer algo que no es justificable, sobornar al agente para que no lo haga es justificable—por ejemplo, sobornar a un agente de la mafia (o de cualquier otra organización rapaz) para que le mienta a su jefe sobre los ingresos de uno. [22] Unos pocos materialistas radicales podrían negar la durabilidad de cualquier identidad personal (excepto la de ellos mismos) y de esa manera la posibilidad de argumentación entre masas de materia humana, incluso la posibilidad de que (de nuevo, excluyéndose a sí mismos) que el mismo hombre que comienza una oración pueda terminarla, pero son lo suficientemente prudentes como para no actuar basados en su “filosofía” para ver cómo les iría en un tribunal de justicia. [23] M&C, p.54. [24] Una prueba de inocencia implica que el hombre debe ser absuelto, liberado y dejado en paz; no implica que nadie tenga el motivo o el interés de hacerlo. Esa es la razón por la cual aquellos que quieren cortar cada debe (apelar a la razón) de los asuntos del hombre y sustituirlos por las apelaciones a las satisfacción de necesidades, utilidad, interés propio o “felicidad” son en última instancia, los arquitectos de la injusticia. [25] Tomás de Aquino, Summa Theologica, IaIIae, Q.91, art.2, conclusión. [26] “Existe un tribunal de la razón” no implica que tal corte de hecho exista en un lugar donde uno pueda ir y sentarse en una banca de madera. Frente a la moda de ignorar o despreciar la metafísica, debemos recordar que (la ley de) ser no se reduce a (la ley de) existencia. Lógicamente, la existencia es una contingencia pero el ser no. [27] Para una explicación etimológica de la distinción entre juristas (“ius”) y legista (“lex”), ver “The Lawful and The Legal” citado en la nota 18. [28] Sobre la distinción entre discurso (logos, Latin ratio) y voz (phonè), ver Aristotle, Politics, I, 2, 1253a9–15. [29] Bertrand Russell, tal y como es citado en Anthony Flew, Thinking about Thinking, Fontana/Collins, Glasgow, 1975. [30] Jonathan Swift, Gulliver’s Travels, Parte IV, capítulo 10. (Parte IV es su “romance por la razón”: A voyage to the country of the Houyhnhnms.) [31] Basándonos en la definición de Swift, la decisión fundamental del ser humano es “Ser racional ser irracional,” y la norma básica correspondiente “Sé racional.” (La distinción entre racionales e irracionales solo aplica a los seres capaces de razón.) En base a la definición más común del hombre como “animal rationale” (un animal racional), la alternativa fundamental es “o ser razonable o ser no razonable” y la norma básica es “Sé razonable.” (La distinción entre razonable e irrazonable aplica solo a seres racionales.) Por supuesto, algunos seres humanos pueden no ser capaces de razonar debido a algún defecto genético, un accidente o una enfermedad. Para los propósitos de ésta discusión, no debemos considerarlos más: ellos no son potenciales oponentes en una argumentación. Aunque alguien pudiera hacerse cargo y representarlos en una argumentación, por ejemplo en un tribunal, ellos no son capaces de representarse a sí mismos (o de hecho elegir sus representantes). [32] Hobbes, Leviathan (1651), especialmente la Parte I, capítulo XIII. [33] Demócrito: “Hay que matar a toda costa a los seres que hacen daño injustamente” [B258] “De la misma manera que ya ha quedado escrita respecto de las alimañas y los reptiles enemigos me parece que hay que obrar respecto de los hombres” [B259a] (Fragmentos tal y como aparecen traducidos por Eric A. Havelock en, The Liberal Temper in Greek Politics, Jonathan Cape, London, 1957, p.128). [34] M&C, p.58: “Hoppe ha mostrado que golpear la cabeza de alguien es una forma ilógica de argumentación. El no ha mostrado que el hecho de que uno haya alguna vez argumentado demuestre que uno no pueda nunca golpear a nadie en la cabeza ni ha demostrado que uno no puede válidamente argumentar que sería algo bueno el golpear a tal en la cabeza.” Ellos entonces aseguran “Nosotros no podemos convencerte de nada apaleandote, pero podríamos con cierta lógica intentar convencerte que nosotros deberíamos tener el derecho a golpearte”(M&C, p.58) Es verdad, ellos podrían intentar convencerme de que ellos deberían tener el derecho a castigarme por mis crímenes, si yo hubiera cometido alguno. Existe una buena probabilidad de que tengan éxito. Pero ¿Cómo en la tierra ellos esperan convencerme por medio de argumentos lógicos de que ellos deberían tener el derecho a apalearme, sin importar lo que yo haya hecho o vaya a hacer? Si la aseveración (descalificada) “Tenemos el derecho a golpearte” fuera justificada, entonces golpear a una persona sería una acción justificable también en una argumentación. [35] M&C, p.64. [36] Ver abajo, sección VIII. [37] Randy Barnett, “Restitución: Un nuevo paradigma de la justicia criminal.” en Randy Barnett & John Hagel, eds., Assessing the Criminal, Restitution, Retribution, and the Legal Process, Ballinger Books, Cambridge, Mass., 1977. [38] FRB, 224–231. [39] Un crimen (crimen) es un acto que no discrimina entre el bien o el mal. [40] C invade la propiedad de V y así se ubica bajo la jurisdicción de éste último: o reconoce su transgresión y acepta comportarse como V lo solicite mientras se mantiene sobre la propiedad de V, o se rehúsa y consecuentemente se mantiene bajo la jurisdicción de V, de esa forma abandonando cualquier derecho de autopropiedad. [41] Esta presunción de racionalidad está justificada al ser innegable en cualquier argumentación. La presunción contraria, que una persona rechaza las leyes de la razón hasta que pruebe lo contrario, a fortiori que una persona rechaza las leyes de la razón incluso si ocasionalmente las acepta y actúa racionalmente, define la perspectiva Hobbesiana del hombre (la cual puede ajustarse a algunas personas pero que no puede presumirse que sirva a todas) [42] E.g., usando o amenazando con usar la fuerza o la violencia de uno o la del estado en contra de un oponente o su propiedad; gravando impuestos o regulando la investigación del oponente de uno; adulterando fraudulentamente o manufacturando evidencia; falsificando, robando o destruyendo el material de investigación de un oponente; etcétera—Esas son jugadas ilegales en cualquier discusión académica, científica o filosófica. Lo esencial, las normas internas y los valores del discurso científico y filosófico son los mismos de los de la Ética de la Argumentación, y tales discursos presuponen un respeto por todo el set de derechos libertarios por parte de quienes busquen participar en ellos. (ver “Economics and the limits of value-free science,” citado en la nota 6.) El cuadro se vuelve mucho más complicado con el surgimiento de la Gran Ciencia burocrática y la concomitante reducción de muchos científicos a empleados trabajando para agendas creadas por sus superiores en la organización, departamento, o corporación que los emplea—cf., por ejemplo, la transformación de la universidad de una “comunidad de académicos” a una organización jerárquica de empleados. [43] M&C, p.64. [44] Ver la sección IV de este texto. [45] S&C, 133–34. [46] M&C, p.56. [47] M&C, p.60. [48] M&C, p.61. [49] M&C, p.60–61. [50] Asumiendo que Murphy y Callahan se refieren a un teísta en la tradición Judeo-Cristiana: ¿Dios reclamaría la posesión justificable o control de una criatura que él coloca en su jardín después de descubrir que ésta es capaz de razonar y posee libre albedrío?, ¿Bíblicamente hablando, qué vienen a significar los pactos si se nos pide que los consideremos como pactos entre un dueño y su propiedad? [51] Un académico podría argumentar que los humanos no son personas individuales sino que son meramente un contingente agregado de células; o que solo son abstracciones (“Yo hombre, tu mujer”; “Yo filósofo, tu economista”). Tal suposición ciertamente sacaría a la autopropiedad de una posición argumentativamente defendible… así como cualquier otra posible distribución de propiedad. De hecho, haría del concepto de argumentación un sinsentido, y con él el concepto de la Ética de la Argumentación. Los académicos pueden, y de hecho en ocasiones lo hacen, descartar la evidencia de que objetos de su investigación son argumentadores como ellos (ver arriba, sección IX) pero no de manera frecuente intentan justificar esa elección. [52] Rothbard apreciaba esto, lo cual no es sorprendente, pues él había hecho uso de este mecanismo de catalogación de las alternativas lógicas al principio de autopropiedad y había encontrado en cada una de ellas deficientes (aunque no dándose cuenta de su demostrable insostenibilidad en una argumentación, ver Murray N. Rothbard, The Ethics of Liberty, Humanities Press, Atlantic Highlands, N.J., 1982, p.45f). [53] E.g., “deseable” significa “deseado”; “debería” significa “es preferido,” etcétera. [54] S&C, p.137; M&C, p.62. [55] Personas sin piernas pueden comunicarse y argumentar; igual pueden las personas ciegas, personas unidas o usando un dispositivo que reemplaza sus corazones o pulmones, o que corrige su severa incapacidad para escuchar. Sin embargo, una distinción debe ser realizada entre preguntarle a una persona si puede justificar la posesión de su cuerpo natural o cualquiera de sus partes, y preguntarle si puede justificar la posesión de un artilugio o dispositivo artificial. “Dónde y cómo obtuviste esa prótesis auditiva?” tiene algún sentido ¿Dónde y cómo conseguiste tu estómago” no. La razón no es que el estómago no pueda ser adquirido de una manera ilegal o injustificable—dado el estado de la tecnología médica moderna es probable que se pueda—pero que existe una respuesta decisiva que, de ser cierta, detiene cualquier solicitud de una justificación: “Yo nací con él; ha sido parte de mi desde que estoy sobre la tierra”. [56] M&C, p.58.
[57] Aristóteles, Politics, I, 5, especialmente en 1254 b21–23. [58] M&C, p.59. [59] Sin embargo, como los “praxeologístas austríacos” que Murphy y Callahan claman ser, deberían tener en cuenta la declaración de Mises, “La materia real que es el sujeto de estudio de la praxeología, la acción humana, proviene de la misma fuente que el razonamiento humano.” HA, p.39. No solo los estudiantes de, sino también las personas estudiadas por la praxeología son agentes racionales. De hecho, esa es la idea básica de la praxeología. [60] Ese era el punto de “Economics and The Limits of Value-Free Science” citado en la nota 6. [61] M&C, p.62. La referencia es a D. Friedman “The Trouble with Hoppe,” Liberty, 1988. Note la ambigüedad de la palabra “satisfactoria” aquí. ¿Cuántos esclavos han satisfactoriamente argumentado su vía hacia la libertad? [62] Obviamente, tal y como ha sido notado anteriormente, pueden existir casos en los cuales el uso de la fuerza para privar a otro de su libertad es justificada, por ejemplo para hacerle pagar por sus crímenes, o para detenerlo de completar un crimen en proceso. Existe una diferencia entre un criminal y un hombre que está en un delirio: el último es temporalmente incapaz de ejercitar el auto-control. Privarlo temporalmente de su libertad de movimiento (el es ex hypothesi temporalmente incapaz de actuar) no es una materia de justicia sino de prudencia e incluso amabilidad. Uno podría tener justificado el usar fuerza sin invitación sobre tales personas. Sin embargo, esos no son los casos paradigmáticos del tipo de esclavitud al cual Friedman o Murphy y Callahan se refieren. [63] F.A. Hayek, The Counter-Revolution of Science: Studies on the Abuse of Reason, LibertyPress, Indianapolis, 1976 (1952) es la discusión seminal del cientificismo en inglés. [64] Como Mises lo expone con característico aplomo: “En grave error inciden quienes pretenden abordar las ciencias de la acción humana mediante sistemática epistemología del tipo que se utiliza en las ciencias naturales.” (HA, p.39) [65] Recuerdo un incidente involucrando a George Stigler en una conferencia en España en los 80´s. Escuchando de que yo había escrito un libro sobre la razón y la ley natural, Stigler comenzó a ridiculizar la razón, yendo al punto de decir que hay tanta razón en las payasadas de un mono como en cualquier acto humano. A ese punto le pregunté si estaba intentándome decir algo sobre la manera en la que él escribía sus libros; me dió una mirada en blanco y salió de la habitación. [66] Anthony de Jasay, “Justice as Something Else,” capítulo 9 en su Justice and Its Surroundings, Liberty Fund, Indianapolis, 2002, 127–41. [67] Cf. S&C, p.128, Donde Hoppe llama al emotivismo y al empirismo en general “contraproducentes.” El empirismo y el emotivismo reflejan el requerimiento positivista y cientificista de que las acciones humanas y sus declaraciones normativas sean interpretadas como meros datos de comportamiento antes de que la “ciencia” pueda lidiar con ellos. Para ver más de la crítica de Hoppe al empirismo, ver S&C, capítulo 6. [68] David Hume, A Treatise of Human Nature, II, parte 3, sección 3. Hume intenta explicar esta “de alguna manera extraordinaria opinión” (en sus palabras) como una mera tautología en los términos de su propio sistema (que define a la razón como inerte y por eso capaz solo de “servir” y “obedecer” las pasiones pronunciandose sobre la existencia de objetos o la suficiencia de los medios para obtener un objeto). Sin embargo, era una “opinión extraordinaria,” no solo una tautología analítica, pues el aforismo de Hume se convirtió más o menos explícitamente en la premisa de tantas discusiones académicas en las ciencias del hombre. [69] Ibidum, “Cuando la pasión ni se halla fundada en falsos supuestos ni escoge medios insuficientes para su fin, el entendimiento no puede ni justificarla ni condenarla. No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero al arañazo de mi dedo.” [70] El ejemplo saca a relucir la vacuidad de, por ejemplo, el comentario de Mises, “Si un economista dice que un salario mínimo es una mala política, lo que él quiere decir es que sus efectos son contrarios a los propósitos de quienes recomiendan su aplicación”(HA, p.883). Además, no resuelve nada el sustituir el “propósito públicamente anunciado” por el “propósito” en esa oración: mentir acerca de los propósitos personales puede ser (y a menudo lo es) un medio efectivo para conseguirlos. [71] “Lo aprendido en el colegio fácilmente se olvida; muy difícil, en cambio, resulta al individuo resistir la continua presión del medio ambiente” (HA, p.878). Desde luego, escuelas y universidades se han comprometido a la doctrina de que “la razón es y debe ser la esclava de las pasiones”, ni siquiera pensar en ir en contra de la opinión dominante. [72] A este respecto, Hume consolida la victoria en mucha de la filosofía anglosajona de Hobbes (y la teología del poder: Dios todopoderoso) sobre [Santo Tomás de] Aquino (y la teología del juicio: Dios como juez infalible). En otro aspecto, el criticismo de Hume hacia la religión ayudó a debilitar la ética de la responsabilidad y la rendición de cuentas de la iglesia, insistiendo en la práctica regular de la oración y la confesión, llevadas a cabo en cada parroquia y en cada aspecto de la vida diaria. Esa práctica sostuvo el hábito de pensar en términos de lo que está bien y lo que está mal, más que recompensas o castigos más o menos inmediatos; sin duda, se basa en la convicción de que las últimas consecuencias de las acciones podría ser determinada solo al final del tiempo, mucho más allá de la expectativa de vida de cualquier persona y de la extensión del poder predictivo de cualquier generación—en resumen, pudiendo no ser determinada del todo por la inteligencia humana. Lo menos que podemos decir de este aspecto de la “sociología de la religión” es que a la ética de la responsabilidad y la rendición de cuentas no le ha ido bien desde que la educación se convirtió en una empresa política o estatal y la perfección del poder (eficacia, eficiencia) desplazó a la perfección del juicio como su raison d’être. [73] Soy un lector reacio a los artículos en los cuales “la” posición libertaria sobre, digamos, mentir, hacer falsas acusaciones, chantajear, incitar a la violencia, o el copyright e infracción de marcas son enunciados de forma legalista en términos de reglas generales absolutas: o “todo el mundo tiene derecho a mentir” o “mentir es en cualquier caso una ofensa castigable” (Ver mi “Against Libertarian Legalism”, JLS, XVII, 3, 2003, 63–89, y “Natural Law and the Jurisprudence of Freedom”, JLS, XVIII, 2, 2004, 31–54.). Desde mi perspectiva, la figura clave para una teoría de la ley libertaria es el juez, no el legislador. De acuerdo con la Ética de la Argumentación, mentir está mal y no existe un “derecho a mentir” argumentativamente justificable, pero eso no significa que cada mentira sea una violación criminal a los derechos de alguien más. Si una mentira particular es excusable o no, o si es inconsecuente o no (causa de daño ilegal), depende de los particulares del caso. Conflictos causados por personas mintiendo a o acerca de otros deben ser resueltos por la vía de la argumentación justificadora, escuchando a las partes del conflicto y tomando en cuenta las circunstancias de sus actos.
Traducido del inglés por José Gaterol. El artículo original se encuentra aquí.