La verdadera explotación

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Muchos socialistas nos acusan a los liberales de creer que los empresarios son siempre buenas personas. Nos acusan de creer que no están guiados por el interés egoísta de maximizar su ganancia y que no explotan nunca a los trabajadores, que todos los empresarios son visionarios altruistas que simplemente quieren beneficiar a la sociedad. Esta es una acusación sin fundamento. Ni siquiera la pensadora más pro-empresariado del liberalismo clásico, la célebre Ayn Rand, pensaba eso.

A diferencia de la propaganda estatista más básica, el mundo según los liberales no es en blanco y negro. No lo vemos colectivistamente, no caemos en las trampas de una visión clasista del mundo. ¿Son los empresarios siempre buenos? Para nada. Tampoco siempre malos. Algunos empresarios son grandes inmorales carentes de empatía, otros son samaritanos filántropos, y hay mucha escala de gris en el medio. Cada individuo es único, con una vida y una personalidad cargada de matices.

Algo sí es cierto: prácticamente todos los empresarios quieren maximizar sus ganancias. Esto, por supuesto, no es una motivación inmoral. Tampoco es exclusivo de los capitalistas. Un trabajador también quiere ganar más por menos horas y menos intensidad de trabajo, y con esto en mente elige dónde emplearse y demanda lo que espera a cambio, individual o colectivamente. ¿Es el trabajador inmoral por querer maximizar sus ganancias? Claro que no. Hablamos de un interés universal y presente en cada persona. No se puede crear el Hombre Nuevo. Todos tenemos intereses propios que nos guían, incluso cuando nuestro principal interés es ayudar a otros para satisfacción propia.

El problema no es la naturaleza de las intenciones. El problema es el poder con que se cuenta para llevarlas a cabo. Por eso los Estados son instituciones tan peligrosas, porque también se componen de individuos con intereses propios, pero con inmensísimo poder para imponerlos.

Es evidente que entre el político, el burócrata, el empresario y el trabajador asalariado, el más vulnerable sea éste último. También sabemos que la solución más popular en el imaginario colectivo consiste en darle más poder a algunos políticos para que lo usen en defensa de los trabajadores. Esta idea, además de muy común, es excesivamente ingenua. No hay que ser un erudito en Historia para notar que el poder político suele venderse al mejor postor, que abundan las alianzas perversas entre gobiernos demasiado poderosos y corporaciones amigas.

Lo que no entienden los estatistas es que el gran mérito del libre mercado es que fragmenta el poder y lo fuerza a distribuirse mejor, porque la toma de decisiones está altamente descentralizada. ¿Significa que el empresario deja de tener una alta cuota de poder personal? No. Pero se ve reducida – y puede hasta perderla toda- en la competencia con otros. No es que en el libre mercado muchos empresarios no quieran explotar trabajadores, es que no pueden. El gran éxito del mercado, potenciado en la medida en la que es más libre, no es haber desaparecido sentimientos como el egoísmo y la ambición – imposible- sino volverlos inofensivos y hasta beneficiosos a los demás. En contraste, el gran desastre del estatismo es darle poderosas armas a la ambición de algunos para que las usen contra otros.

En ese sentido, los liberales reconocemos y aborrecemos la explotación, pero la diagnosticamos de forma distinta. Cada vez que hablamos de clientelismo corporativista, de pseudo-empresarios que usan al Estado para sostenerse y protegerse de la competencia, hablamos de explotadores. Son explotadores porque aprovechan esos privilegios para ofrecer poco a sus trabajadores, extorsionar a consumidores y parasitar a los contribuyentes. En ese sentido sí vemos algo parecido a una oposición de “clases sociales”, porque esa es la única distinción grupal que nos importa: la que hay entre los privilegiados y los perjudicados por el Estado, el monopolio de la fuerza.

El problema de la izquierda es que ve un mundo de clases sociales perfectamente definibles y que sólo tienen contradicciones entre sí, que nunca cooperan. Pero el mundo no es así, la Historia ha demostrado que no es así y, como dije más arriba, no hay que saber de Historia para entender que los empresarios no son malvados, tiránicos e inhumanos “cerdos capitalistas”. No importa cuánto lo repitan los panfletos y consignas de la izquierda, seguirá sin ser verdad.

Al final del día, los liberales y los socialistas coincidimos en algunas ideas clave: Creemos que un factor importante para decidir qué instituciones tener es mirar cuánto benefician a las minorías vulnerables. Creemos que buena parte de la pobreza y la marginalidad que persiste hoy – o la ausencia de progreso- se debe a que determinados grupos de poder son beneficiados a costa de la vulnerabilidad de otros. A esto no es problemático llamarlo explotación: es el beneficio propio a costa de la coerción de otros.

¿Dónde se diferencian un liberal y un estatista? En que diagnosticamos de maneras muy distintas quiénes son esos actores explotadores, por qué métodos lo consiguen y cómo solucionarlo. Para nosotros los liberales, quienes explotan lo hacen siempre valiéndose del Estado, de forma directa o indirecta. Y creemos que la mejor manera de solucionar esto es reduciendo y fragmentando el poder político, sometiéndolo a una competencia más libre, a la democracia descentralizada del federalismo y a las restricciones del Estado de Derecho. Queremos sacarle funciones que hoy el Estado acapara y devolverlas a la sociedad civil y el mercado, a ese vasto sistema de cooperación privada voluntaria, en el que finalmente no impere la ley del más fuerte sino la protección de los derechos básicos de todos los individuos.

Un estatista, en cambio, considera que la única forma de vencer esos poderes empresariales y “explotadores” es acrecentar el poder del Estado, el cual por alguna razón ve como antagónico de los mismos. Cuando la experiencia le demuestra que no es así, que el poder de coercionar suele ser vendido al mejor postor – económico o político- entonces pasan su vida intentando conseguir que las personas que piensan como ellos (los “buenos”, los “honestos”, los verdaderos “representantes del pueblo”) destronen a la élite gobernante y usen esos poderes extraordinarios sabia, responsable e incorruptiblemente. No entienden la naturaleza humana, la importancia de la descentralización de decisiones, ni los beneficios de la negociación; la única herramienta de cambio social que entienden es el poder. Para ellos, ese poder debe ser acumulado, centralizado y puesto en manos de una élite de héroes que sabrán dirigir a la sociedad hacia el progreso.

Ese infantilismo es central en la hegemonía cultural estatista de hoy. Por supuesto que todos los liberales nos oponemos fervientemente a ella. Nos oponemos porque repudiamos visiones maniqueas del mundo, porque somos grandes escépticos del altruismo de los poderosos, y porque nos importa el bienestar de los más vulnerables en la sociedad.

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