La falacia del colectivismo

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[Este artículo está extraído del capítulo 8 de La acción humana]

 

Según las doctrinas del universalismo, el realismo conceptual, el holismo, el colectivismo y algunos representantes de la psicología de la Gestalt, la sociedad es un ente que lleva su propia vida, independiente y separada de las vidas de las diversas personas, actuando en su propio provecho y buscando sus propios fines, que son distintos de los que buscan los individuos. Así que, por supuesto, puede aparecer un antagonismo entre los objetivos de la sociedad y los de sus miembros. Para salvaguardar el florecimiento y el mayor desarrollo de la sociedad se hace necesario domeñar el egoísmo de los individuos y obligarles a sacrificar sus planes egoístas en beneficio de la sociedad.

En este punto todas estas doctrinas holísticas están obligadas a abandonar los métodos seculares de la ciencia humana y el razonamiento lógico y pasar a profesiones teológicas o metafísicas de fe. Deben asumir que la Providencia, a través de sus profetas, apóstoles y líderes carismáticos, obliga a los hombres que son constitucionalmente malvados, es decir, propensos a perseguir sus propios fines, a seguir los caminos de la rectitud que Dios o el Weltgeist o la historia quieren que recorran.

Esta es la filosofía que ha caracterizado desde tiempo inmemorial las religiones de las tribus primitivas. Ha sido un elemento de todas las enseñanzas religiosas. El hombre está obligado a cumplir con la ley dictada por un poder sobrehumano y a obedecer a las autoridades a las que este poder ha confiado la aplicación de dicha ley. El orden creado por esta ley, la sociedad humana, es consecuentemente obra de la deidad y no del hombre. Si el Señor no hubiera interferido y no hubiera dado orientación a una humanidad errante, la sociedad no habría llegado a existir.

Es verdad que la cooperación social es una bendición para el hombre; es verdad que el hombre solo puede salir de la barbarie y la angustia moral y material de su estado primitivo dentro del marco de la sociedad. Sin embargo, si se le dejara solo nunca podría encontrar el camino para su propia salvación. Pues el ajuste a los requisitos de la cooperación social y la subordinación a los preceptos de la ley moral ponen fuertes restricciones sobre él. Desde el punto de vista de su desdichado intelecto, consideraría el abandono de alguna ventaja como un mal y una privación. No reconocería las ventajas incomparablemente mayores, aunque posteriores, que procuraría la renuncia a los placeres presentes y visibles. Si no hubiera sido por revelación sobrenatural, nunca habría aprendido lo que el destino quiere que haga por su propio bien y el de sus descendientes.

La teoría científica desarrollada por la filosofía social del racionalismo y el liberalismo del siglo XVIII y por la economía moderna no recurre a ninguna interferencia milagrosa de poderes sobrehumanos. Todo paso de un individuo que sustituya la acción aislada por acción concertada, genera una mejora inmediata y reconocible en sus condiciones. Las ventajas derivadas de la cooperación pacífica y la división del trabajo son universales. Benefician inmediatamente a todas las generaciones y no solo a los descendientes posteriores. Lo que el individuo debe sacrificar por el bien de la sociedad se ve ampliamente compensado por mayores ventajas. Su sacrificio es solo aparente y temporal: renuncia a una ganancia menor para conseguir posteriormente una mayor. Ningún ser racional puede dejar de ver este hecho evidente. Cuando se intensifica la cooperación social ampliando el campo en el que hay división del trabajo o cuando la protección legal y la salvaguarda de la paz se fortalecen, el incentivo es el deseo de todos los afectados de mejorar sus propias condiciones. Al luchar por sus propios intereses (correctamente entendidos), la persona trabaja por una intensificación de la cooperación social y las interrelaciones pacíficas. La sociedad es una creación de la acción humana, es decir, la necesidad humana de eliminar la incomodidad tanto como sea posible. Para explicar su creación y su evolución no hace falta recurrir a una doctrina, ciertamente ofensiva para una mentalidad verdaderamente religiosa, según la cual la creación original fue tan defectuosa que resulta necesaria una reiterada intervención sobrehumana para impedir su fracaso.

El papel histórico de la teoría de la división del trabajo desarrollado por la economía política británica de Hume a Ricardo consistió en la demolición completa de todas las doctrinas metafísicas con respecto al origen y funcionamiento de la cooperación social. Consumó la emancipación espiritual, ética e intelectual de la humanidad, inaugurada por la filosofía del epicureísmo. Sustituyo la ética heterónoma e intuicionista de los tiempos antiguos por una moralidad racional autónoma. La ley y la legalidad, el código moral y las instituciones sociales ya no se reverencian como decretos ininteligibles del Cielo. Son de origen humano y la única vara de medir que debe aplicarse a ellos es la de la eficacia con respecto al bienestar humano.

El economista utilitarista no dice: Fiat justitia, pereat mundus. Dice: Fiat justitia, ne pereat mundus. No pide a un hombre que renuncie a su bienestar en beneficio de la sociedad. Le aconseja reconocer cuáles son sus intereses correctamente entendidos. A sus ojos, la magnificencia de Dios no se manifiesta en una interferencia ocupada de los diversos asuntos de príncipes y políticos, sino en dotar a sus criaturas de razón y de deseo de búsqueda de la felicidad.[1]

El problema esencial de todas las variedades de filosofía social universalista, colectivista y holística es por qué señas reconozco la ley verdadera, el auténtico apóstol de la palabra de Dios y la autoridad legítima. Pues muchos afirman que la providencia los ha enviado y cada uno de estos profetas predica otro evangelio. Para el fiel creyente no puede haber ninguna duda: confía totalmente en que ha adoptado la única doctrina verdadera. Pero es precisamente la firmeza de dichas creencias la que hace irreconciliables los antagonismos. Cada parte está dispuesta para hacer que prevalezcan sus ideas. Pero como la argumentación lógica no puede decidir entre diversos credos disidentes, no queda medio para la resolución de dichas disputas que no sea el conflicto armado. Las doctrinas sociales no racionalistas, no utilitaristas y no liberales deben engendrar guerras y guerras civiles hasta que uno de los adversarios sea aniquilado o sometido. La historia de las grandes religiones del mundo es un historial de batallas y guerras, igual que la historia de las actuales falsas religiones, socialismo, estatolatría y nacionalismo.

La intolerancia y la propaganda por el verdugo o la espada del soldado son propias de cualquier sistema de ética heterónoma. Las leyes de Dios o el Destino reclaman validez universal y, para las autoridades que declaran legítimas, todos los hombres deben obediencia por derecho. Mientras el prestigio de los códigos heterónomos de moralidad y su corolario filosófico, el realismo conceptual, se mantuvieran intactos, no podría haber ninguna cuestión de tolerancia ni de paz duradera. Cuando cesaba la lucha, era solo para conseguir más fuerza para seguir batallando.

La idea de tolerancia  con respecto a las opiniones disidentes de otra gente solo pudo asentarse cuando las doctrinas liberales rompieron el hechizo del universalismo. A la luz de la filosofía utilitarista, sociedad y estado ya no aparecen como instituciones para el mantenimiento de un orden mundial que por consideraciones ocultas a la mente humana agradan a la deidad, aunque dañen manifiestamente los intereses seculares de muchos o incluso a la inmensa mayoría de los que viven hoy. Sociedad y estado son, por el contrario, los medios principales para todos para alcanzar los fines que buscan por propia iniciativa. Son creados por esfuerzo humano y su mantenimiento y organización más apropiada son tareas no esencialmente distintas de todas las demás preocupaciones de la acción humana.

Los defensores de una moral heterónoma y de la doctrina colectivista no pueden esperar demostrar por raciocinio lo correcto de su variedad concreta de principios éticos y la superioridad y legitimidad exclusiva de su ideal social concreto. Se ven obligados a pedir a la gente que acepte crédulamente su sistema ideológico y a someterse a la autoridad que consideran la correcta; tratan de silenciar a los disidentes o de someterlos a golpes.

Por supuesto, siempre habrá individuos y grupos cuyo intelecto sea tan estrecho que no puedan entender los beneficios que les proporciona la cooperación social. Hay otros cuyo fortaleza moral y voluntad son tan débiles que no pueden resistir la tentación de aprovechar una ventaja efímera con acciones que perjudican el buen funcionamiento del sistema social. Porque el ajuste de la persona a los requisitos de la cooperación social requiere sacrificios. Es verdad que son sacrificios solo temporales y aparentes, ya que se ven más que compensados por las ventajas incomparablemente mayores que proporciona vivir en sociedad.

Sin embargo, en el momento, en el mismo acto de renunciar a un placer esperado, son dolorosos, y no todos se dan cuenta de los beneficios posteriores y actúan de acuerdo con ello. El anarquismo cree que la educación podría hacer que todos comprendieran lo que su propio interés les insta a hacer; correctamente educados, cumplirían siempre por sí mismos las reglas de conducta indispensables para la conservación de la sociedad. Los anarquistas afirman que un orden social en el que nadie disfrute de privilegios a costa de sus conciudadanos existiría sin ningún tipo de coacción ni coerción para impedir acciones perjudiciales para la sociedad. Esa sociedad ideal podría arreglárselas sin estado ni gobierno, es decir, sin fuerzas de policía, el aparato social de coacción y coerción.

Los anarquistas olvidan el hecho innegable de que alguna gente es o demasiado estrecha de mente o demasiado débil como para ajustarse espontáneamente a las condiciones de la vida social. Incluso si admitimos que todo adulto cuerdo está dotado con la facultad de percibir la bondad de la cooperación social y de actuar de acuerdo con ello, sigue existiendo el problema de los niños, los viejos y los locos. Podemos estar de acuerdo en que quien actúe antisocialmente debería considerarse mentalmente enfermo y necesitar atención. Pero mientras no estén todos curados, y mientras haya niños y viejos, debe disponerse algo para que no pongan en peligro a la sociedad. Una sociedad anarquista estaría a merced de cualquier persona. La sociedad no puede existir si la mayoría no está dispuesta a impedir, por aplicación o amenaza de acción violenta, que las minorías destruyan el orden social. Este poder se otorga al estado o gobierno.

El estado o gobierno es el aparato social de coacción y coerción. Tiene el monopolio de la acción violenta. Ninguna persona es libre para usar la violencia o la amenaza de violencia si el gobierno no le ha otorgado este derecho. El estado es esencialmente una institución para la conservación de relaciones pacíficas interhumanas. Sin embargo, para la conservación de la paz debe estar dispuesto a aplastar las arremetidas de quienes quiebren la paz.

La doctrina social liberal, basada en las enseñanzas de la ética y la economía utilitaristas, ve el problema de la relación entre el gobierno y los gobernados desde un ángulo distinto del universalismo y el colectivismo. El liberalismo aprecia que los gobernantes, que son siempre una minoría, no pueden permanecer de forma duradera en el cargo si no están apoyados por el consentimiento de la mayoría de los gobernados. Sea cual sea el sistema de gobierno, los cimientos sobre los que se construye y descansa son siempre la opinión de los gobernados de que obedecer y ser leal a este gobierno sirve mejor a sus propios intereses que la insurrección y el establecimiento de otro régimen. La mayoría tiene el poder para ocuparse de un gobierno impopular y usa este poder siempre que se convence de que lo requiere su propio bienestar.

La guerra civil y la revolución son los medios por los que las mayorías descontentas derrocan gobernantes y métodos de gobierno que no les valen. Por el bien de la paz social, el liberalismo busca un gobierno democrático. Por tanto la democracia no es una institución revolucionaria. Por el contrario, es el medio apropiado para impedir revoluciones y guerras civiles. Proporciona un método para el ajuste pacífico del gobierno a la voluntad de la mayoría. Cuando los hombres en el cargo y sus políticas ya no agraden a la mayoría de la nación serán eliminados (en las siguientes elecciones) y reemplazados por otros hombres que defiendan otras políticas.

El principio del gobierno mayoritario o por el pueblo recomendado por el liberalismo no busca la supremacía del mediocre, del humilde o de los bárbaros nacionales. Los liberales también creen que una nación debería estar gobernada por los mejor dotados para esta tarea. Pero creen que la capacidad de un hombre para gobernar se demuestra mejor convenciendo a sus conciudadanos que usando fuerza contra ellos. Por supuesto, no hay garantías de que los votantes pongan en el cargo al candidato más competente. Pero ningún otro sistema podría ofrecer esa garantía. Si la mayoría de la nación acepta principios insensatos y prefiere buscadores de cargos indignos de crédito, no hay otro remedio que tratar de hacerle cambiar de opinión exponiendo principios más razonables y recomendando mejores hombres. Una minoría nunca conseguirá un éxito duradero por otros medios.

El universalismo y el colectivismo no pueden aceptar esta solución democrática del problema del gobierno. En su opinión, el individuo, al cumplir con el código ético no atiende directamente sus preocupaciones terrenales, sino que, por el contrario, renuncia a lograr sus propios fines en beneficio de los designios de la deidad o del colectivo en su conjunto. Además, la razón sola no es capaz de concebir la supremacía de los valores absolutos y la validez incondicional de la ley sagrada y de interpretar correctamente los cánones y mandamientos. Por tanto, a sus ojos, es una tarea inútil tratar de convencer a la mayoría mediante persuasión y llevarla a la virtud mediante advertencias amigables. Los bendecidos por la inspiración divina, a quienes su carisma les ha llevado a la iluminación, tienen la tarea de propagar el evangelio a los dóciles y de recurrir a la violencia contra los incurables. El líder carismático es el vicario de la deidad, el ordenador del todo colectivo, la herramienta de la historia. Es infalible y siempre tiene razón. Sus órdenes son la norma suprema.

El universalismo y el colectivismo son necesariamente sistemas de gobierno teocrático. La característica común de todas sus variedades es que postulan la existencia de un ente sobrehumano, al que los individuos están obligados a obedecer. Lo que las diferencia entre sí es solo la apelación que hacen a dicho ente y el contenido de las leyes que proclaman en su nombre. El gobierno dictatorial de una minoría no puede encontrar ninguna legitimación que no sea apelar a un supuesto mandato obtenido por una autoridad suprema sobrehumana. No importa si el autócrata basa sus afirmaciones en los derechos divinos de reyes ungidos o en la misión histórica de la vanguardia del proletariado o si al ser supremo se le llama Geist (Hegel) o Humanite (Auguste Comte). Los términos sociedad y estado usados por los defensores contemporáneos del socialismo, la planificación y el control social de todas las actividades de los individuos, significan una deidad. Los sacerdotes de esta nueva religión adscriben a su ídolo todos aquellos atributos que los teólogos reconocen a Dios: omnipotencia, omnisciencia, bondad infinita y demás.

Si se supone que existe por encima y más allá de las acciones de los individuos una entidad imperecedera que busca sus propios fines, distinta de la de los hombres mortales, una que ya haya construido el concepto de ser sobrehumano, entonces no se puede evitar la cuestión de qué fines tienen preferencia cuando se produce un antagonismo, los del estado o la sociedad o los del individuo. La respuesta a esta pregunta está siempre implícita en el mismo concepto de estado o sociedad concebido por el colectivismo y el universalismo. Si se postula le existencia de un ente que, por definición, es más alto, más noble y mejor que el individuo, no puede caber ninguna duda de que los objetivos de este ser eminente deben imponerse a los de los miserables individuos. (Es verdad que algunos amantes de las paradojas, como Max Stirner,[2] disfrutaban dando la vuelta al asunto y por eso afirmaban la primacía del individuo). Si la sociedad o el estado es un ente dotado de volición e intención y todas las demás cualidades atribuidas a ella o él por la doctrina colectivista, entonces sencillamente no tiene sentido poner los objetivos triviales del individuo mezquino frente a sus nobles ideas.

El carácter casi teológico de todas las doctrinas colectivistas se manifiesta en sus conflictos mutuos. Una doctrina colectivista no afirma la superioridad del colectivo en abstracto: siempre proclama la eminencia de un ídolo colectivista concreto y, o bien niega la existencia de otros ídolos similares, o bien los relegaba a una posición subordinada y dependiente con respecto a su propio ídolo. Los adoradores del estado proclaman la excelencia de un estado concreto, es decir, el suyo; los nacionalistas, la excelencia de su propia nación. Si los disidentes desafían su programa concreto anunciando la superioridad de otro ídolo colectivista, solo recurren a una objeción, que resulta ser declarar una y otra vez: tenemos razón porque una voz interna nos dice que tenemos razón y vosotros os equivocáis. Los conflictos entre credos y sectas colectivistas antagónicos no puede resolverse por raciocinio: debe resolverse por las armas. Las alternativas al principio liberal y democrático del gobierno de la mayoría son los principios militaristas del conflicto armado y la opresión dictatorial.

Todas las variedades de credos colectivistas están unidas en su implacable hostilidad a las instituciones políticas fundamentales del sistema liberal: gobierno de la mayoría, tolerancia con las opiniones disidentes, libertad de pensamiento, opinión y prensa, igualdad de todos los hombres ante la ley. Esta colaboración de credos colectivistas en sus intentos de destruir la libertad ha generado la creencia errónea de que el tema de los antagonismos actuales de hoy en día es individualismo frente a colectivismo. De hecho es una lucha entre individualismo por un lado y multitud de sectas colectivistas por el otro, cuyo odio y hostilidad mutuos no son menos feroces que su abominación del sistema liberal.

No es una secta marxista uniforme la que ataca al capitalismo, sino una serie de grupos marxistas. Estos grupos (por ejemplo, estalinistas, trotskistas, mencheviques, seguidores de la Segunda Internacional y otros) luchan entre sí con la máxima brutalidad e inhumanidad. Y ahí están también muchas otras sectas no marxistas que aplican los mismos métodos atroces en sus luchas mutuas. Una sustitución del liberalismo por el colectivismo generaría una eterna lucha sangrienta.

La terminología habitual representa estas cosas de forma completamente errónea. La filosofía comúnmente llamada individualismo es una filosofía de cooperación social y de progresiva intensificación del nexo social. Por otro lado, la aplicación de las ideas básicas del colectivismo no puede generar sino desintegración social y perpetuación del conflicto armado. Es verdad que toda variedad de colectivismo promete una paz eterna, que comenzaría el día de su propia victoria decisiva y la eliminación y exterminio final de todas las demás ideologías y sus defensores.

Sin embargo, la puesta en marcha de estos planes está condicionada a una transformación radical de la humanidad. Los hombres deben dividirse en dos clases: el dictador omnipotente divinizado por un lado y las masas que deben someter su voluntad y razón para convertirse en meras piezas de ajedrez en los planes del dictador. Las masas deben deshumanizarse para hacer a un hombre un amo de carácter divino. Pensar y actuar, las principales características del hombre como tal, se convertirían en privilegio de solo un hombre. No hay necesidad de apuntar que esas ideas son irrealizables. Los imperios milenarios de los dictadores están condenados al fracaso: nunca han durado más de unos pocos años. Acabamos de ser testigos de la caída de varios de estos órdenes “milenarios”. A los que quedan no les irá mucho mejor.

El renacimiento moderno de la idea del colectivismo, la principal causa de todos los males y desastres de nuestro tiempo, ha tenido tanto éxito que ha llevado al olvido las ideas esenciales de la filosofía social liberal. Hoy incluso muchos de los que están a favor de las instituciones democráticas ignoran estas ideas. Lo argumentos que aportan para la justificación de la libertad y la democracia están llenos de errores colectivistas; sus doctrinas son más una distorsión que un apoyo al verdadero liberalismo. A sus ojos, la mayoría simplemente tiene siempre la razón porque tiene poder para aplastar cualquier oposición; el gobierno de la mayoría es el gobierno dictatorial del partido más numeroso y la mayoría gobernante no está obligada a restringirse en el ejercicio de su poder y en su dirección de los asuntos políticos. Tan pronto como una facción ha conseguido ganarse el apoyo de la mayoría de los ciudadanos y por tanto conseguido el control de la maquinaria pública, es libre para negar a la minoría todos esos derechos democráticos por medio de los cuales ella misma ha llevado a cabo su propia lucha por la supremacía.

Este pseudoliberalismo, por supuesto, es la misma antítesis de la doctrina liberal. Los liberales no mantienen que las mayorías sean sagradas e infalibles, no afirman que el mero hecho de que una política esté defendida por muchos sea una prueba de su valor para el bien común. No recomiendan la dictadura de la mayoría ni la opresión violenta de las minorías disidentes. El liberalismo apunta a una constitución política que garantice el funcionamiento fluido de la cooperación social y la progresiva intensificación de las relaciones sociales mutuas. Su principal objetivo es evitar los conflictos violentos, las guerras y revoluciones que deben desintegrar la colaboración social de los hombres y devolver a la gente a las condiciones primitivas de barbarie en las que todas las tribus y cuerpos políticos luchan eternamente entre sí. Como la división del trabajo requiere paz sin perturbaciones, el liberalismo busca el establecimiento de un sistema de gobierno que es probable que conserve la paz, es decir, la democracia.

Praxeología y liberalismo

El liberalismo, en su sentido del siglo XIX, es una doctrina política. No es una teoría, sino una aplicación de las teorías desarrolladas por la praxeología y especialmente por la economía para problemas concretos de acción humana dentro de la sociedad.

Como doctrina política, el liberalismo no es neutral con respecto a los valores y fines últimos que busca la acción. Supone que todos los hombres, o al menos la mayoría de ellos, tratan de alcanzar ciertos objetivos. Les da información acerca de los medios apropiados para la realización de sus planes. Los defensores de las doctrinas liberales son completamente conscientes del hecho de que sus enseñanzas solo son válidas para gente que esté comprometida con esto principios valorativos.

Mientras que la praxeología, y por tanto también la economía, utiliza los términos felicidad y eliminación de la incomodidad en un sentido puramente formal, el liberalismo les atribuye un significado concreto. Presupone que la gente prefiere la vida a la muerte, la salud a la enfermedad, la alimentación al hambre, la abundancia a la pobreza. Enseña al hombre cómo actuar de acuerdo con estas valoraciones.

Es habitual calificar estas preocupaciones como materialistas y acusar al liberalismo de un supuesto burdo materialismo y de un olvido de los objetivos “más altos” y “más nobles” de la humanidad. El hombre no solo vive de pan, dicen los críticos, y desprecian la base mezquina y despreciable de la filosofía utilitarista. Sin embargo, estas apasionadas diatribas se equivocan porque distorsionan enormemente las enseñanzas del liberalismo.

Primero: los liberales no afirman que los hombres tengan que buscar los objetivos antes mencionados. Lo que mantienen es que la inmensa mayoría prefiere una vida de salud y abundancia a la miseria, el hambre y la muerte. La realidad de esta declaración no puede discutirse. Se prueba por el hecho de que todas las doctrinas antiliberales (las ideas teocráticas de los diversos partidos religiosos, estatistas, nacionalistas y socialistas) adoptan la misma actitud con respecto a estos asuntos. Todas prometen a sus seguidores una vida de abundancia. Nunca se han atrevido a decir a la gente que el cumplimiento de su programa empeorará su bienestar material. Insisten, por el contrario, en que mientras el cumplimiento de los planes de sus partidos rivales generaría indigencia para la mayoría, ellos quieren proporcionar abundancia a sus seguidores. Los partidos cristianos no se apresuran menos a la hora de prometer a las masas un nivel de vida superior a los nacionalistas y los socialistas. Las iglesias actuales a menudo hablan más de aumentar los niveles salariales y las rentas agrícolas que de los dogmas de la doctrina cristiana.

Segundo: Los liberales no desdeñan las aspiraciones intelectuales y espirituales del hombre. Todo lo contrario. Están impulsados por un ardor apasionado por la perfección intelectual y moral, por la sabiduría y la excelencia estética. Pero su opinión sobre estas cosas altas y nobles está lejos de las burdas representaciones de sus adversarios. No comparten la opinión ingenua de que cualquier sistema de organización social pueda conseguir directamente estimular el pensamiento filosófico o científico, producir obras maestras de arte y literatura y hacer más ilustradas las masas. Saben que todo lo que puede lograr la sociedad en estos campos es proporcionar un entorno que no ponga obstáculos insuperables en el camino del genio y deje al hombre común lo suficientemente libre de preocupaciones materiales como para interesarse en cosas que no sean simplemente ganarse el pan. En su opinión, el principal medio social para hacer al hombre más humano es luchar contra la pobreza. Sabiduría y ciencia y artes prosperan mejor en un mundo de riqueza que entre pueblos necesitados.

Es una distorsión de los hechos acusar a la época del liberalismo de un supuesto materialismo. El siglo XIX no fue solo un siglo de mejoras sin precedentes en los métodos técnicos de producción y en el bienestar material de las masas. Hizo mucho más que extender la esperanza media de vida humana. Sus logros científicos y artísticos son imperecederos. Fue una época de músicos, escritores, poetas, pintores y escultores inmortales; revolucionó la filosofía, economía, matemáticas, física, química y biología. Y, por primera vez en la historia, hizo accesibles para el hombre común las grandes obras y las grandes ideas.

Liberalismo y religión

El liberalismo se basa en una teoría puramente racional y científica de la cooperación social. Las políticas que recomienda son la aplicación de un sistema de conocimiento que no se refiere en modo alguno a sentimientos, credos intuitivos para los cuales no pueden darse pruebas lógicamente suficientes, experiencias místicas, ni conciencia personal de fenómenos sobrehumanos. En este sentido, pueden atribuírsele los calificativos a menudo mal entendidos y erróneamente interpretados de ateo y agnóstico. Sin embargo sería un grave error concluir que las ciencias de la acción humana y la política deducida de sus enseñanzas, el liberalismo, son antiteístas y hostiles a la religión. Se oponen radicalmente a todos los sistemas de teocracia. Pero son completamente neutrales con respecto a las creencias religiosas que no pretendan interferir con la dirección e los asuntos sociales, políticos y económicos.

La teocracia es un sistema social que se basa en una afirmación de un derecho sobrehumano para su legitimación. La ley fundamental de un régimen teocrático es una idea no abierta al examen por la razón ni a la demostración por métodos lógicos. Su patrón definitivo es la intuición, que da a la mente una certidumbre subjetiva acerca de cosas que no pueden concebirse por la razón y el raciocinio. Si esta intuición se refiere a uno de los sistemas tradicionales de enseñanza respecto de la existencia de un creador divino y gobernante del universo, la llamamos creencia religiosa. Si se refiere a otro sistema, la llamamos creencia metafísica.

Así, un sistema de gobierno teocrático no tiene que fundarse en una de las grandes religiones históricas del mundo. Puede ser el resultado de ideas metafísicas que rechacen todas las iglesias y denominaciones tradicionales y se enorgullezcan en destacar su carácter antideísta y antimetafísico. En nuestro tiempo, los partidos teocráticos más poderosos se oponen al cristianismo y a todas las demás religiones que evolucionaron del monoteísmo judío. Lo que los caracteriza como teocráticos es su ansia de organizar los asuntos mundanos de la humanidad de acuerdo con los contenidos de un complejo de ideas cuya validez no puede demostrarse por razonamiento. Pretenden que sus líderes están bendecidos por un conocimiento inaccesible al resto de la humanidad y contrario a las ideas mantenidas por aquellos a los que se les niega el carisma. A los líderes carismáticos un poder místico superior les ha confiado la tarea de gestionar los asuntos de una humanidad equivocada. Solo ellos están iluminados; todos los demás o están ciegos y sordos o son malévolos.

Es un hecho que muchas variedades de las grandes religiones históricas se vieron afectadas por tendencias teocráticas. Sus apóstoles se inspiraron en un ansia de poder y una opresión y aniquilación de todos los grupos disidentes. Sin embargo, no debemos confundir las dos cosas, religión y teocracia.

William James llama religiosos a “los sentimientos, actos y experiencias de los hombres individuales en su soledad, en la medida en que entienden que están en relación con lo que consideran divino”.[3] Enumera las siguientes creencias como características de la vida religiosa: que el mundo visible es parte de un universo más espiritual del que toma su principal importancia; que la unión o relación armoniosa con ese universo superior es nuestro verdadero fin; que la oración o comunicación interior con este espíritu (ya sea ese espíritu “Dios” o “la ley”) es un proceso en el que realmente se realiza la obra y la energía espiritual fluye hacia el interior y produce efectos, psicológicos o materiales, dentro del mundo de los fenómenos. La religión, continúa diciendo James, también incluye las siguientes características espirituales: un exterior que se añade como un regalo para la vida y toma la forma o de encantamiento lírico o de apelación a la sinceridad y el heroísmo y además una garantía de seguridad y un estado de paz y, en relación con otros, una preponderancia del afecto amoroso.[4]

Esta caracterización de la experiencia y sentimientos religiosos de la humanidad no hace ninguna referencia a la disposición de la cooperación social. La religión, tal y como la ve James, es una relación puramente personal e individual entre el hombre y una realidad divina sagrada, misteriosa e imponente. Impone al hombre un cierto modo de conducta individual. Pero no afirma nada con respecto a los problemas de la organización social. San Francisco de Asís, el mayor genio religioso de Occidente, no se preocupaba por la política ni la economía. Quería enseñar a sus discípulos cómo vivir piadosamente; no desarrolló un plan para la organización de la producción y no pedía a sus seguidores recurrir a la violencia contra los disidentes. No es responsable de la interpretación de sus enseñanzas por la orden que fundó.

El liberalismo no pone obstáculos en el camino a quien ansíe ajustar su conducta personal y sus asuntos privados de acuerdo con el modo en que él individualmente o su iglesia o denominación interpreten las enseñanzas de los Evangelios. Pero se opone radicalmente a todos los intentos de silenciar la discusión racional de problemas de bienestar social apelando a la intuición o revelación religiosa. No ordena a nadie el divorcio o la práctica del control de natalidad. Pero lucha contra quienes quieran impedir que otros discutan libremente los pros y contras de estos asuntos.

En la opinión liberal, el objetivo de la ley moral es impulsar a las personas a ajustar su conducta a los requisitos de la vida en sociedad, a abstenerse de todo acto perjudicial para la conservación de la cooperación social y la mejora de las relaciones interhumanas. Los liberales agradecen el apoyo que las enseñanzas religiosas puedan dar a aquellos preceptos morales que ellos mismos aprueban, pero se oponen a todas aquellas normas que lleven a producir desintegración social, vengan de donde vengan.

Es una distorsión de los hechos decir, como hacen muchos defensores de la teocracia religiosa, que el liberalismo lucha contra la religión. Donde existe el principio de la interferencia de la iglesia con los asuntos seculares, las diversas iglesias, denominaciones y sectas luchan entre sí. Al separar iglesia y estado, el liberalismo establece la paz entre las diversas facciones religiosas y da a cada una la oportunidad de predicar su evangelio sin que se les moleste.

El liberalismo es racionalista. Mantiene que es posible convencer a la inmensa mayoría de que la cooperación pacífica dentro del marco de la sociedad sirve mejor a los intereses correctamente entendidos que las batallas mutuas y la desintegración social. Tiene una completa confianza en la razón humana. Puede ser que este optimismo sea infundado y que los liberales se equivoquen. Pero en ese caso no queda ninguna esperanza para el futuro de la humanidad.

 

 

Ludwig von Mises es reconocido como el líder de la Escuela Austriaca de pensamiento económico, prodigioso autor de teorías económicas y un escritor prolífico. Los escritos y lecciones de Mises abarcan teoría económica, historia, epistemología, gobierno y filosofía política. Sus contribuciones a la teoría económica incluyen importantes aclaraciones a la teoría cuantitativa del dinero, la teoría del ciclo económico, la integración de la teoría monetaria con la teoría económica general y la demostración de que el socialismo debe fracasar porque no puede resolver el problema del cálculo económico. Mises fue el primer estudioso en reconocer que la economía es parte de una ciencia superior sobre la acción humana, ciencia a la que llamó “praxeología”.

 


[1] Muchos economistas, entre ellos Adam Smith y Bastiat, creían en Dios. Por tanto admiraban en los hechos que habían descubierto la atención providencial del “gran director de la naturaleza”. Las críticas ateas les culpan por esta actitud. Sin embargo, estos críticos no se dan cuenta de que burlarse de las referencias a la “mano invisible” no invalida las enseñanzas esenciales de la filosofía social racionalista y utilitarista. Debe entenderse que la alternativa es esta: O bien la asociación es un proceso humano porque sirve de la mejor manera a los objetivos de las personas afectadas y los propios individuos tienen capacidad para entender las ventajas que obtienen de su ajuste a la vida en cooperación social; o bien un ser superior ordena a hombres reticentes la subordinación a la ley y las autoridades sociales. Tiene poca importancia si se llama a este ser superior Dios, Weltgeist, Destino, Historia, Odín o Fuerzas Materiales Productivas y el título que se asigne a sus apóstoles, los dictadores.

[2] Cf. Max Stirner (Johan Kaspar Schmidt). The Ego and His Own, trad. Por S.T. Byington (Nueva York, 1907).

[3] W. James, The Varieties of Religious Experience (35ª edición, Nueva York, 1925), p. 31.

[4] Ibíd., pp. 485–486.


Publicado originalmente el 5 de mayo de 2007. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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