Para qué vota el estadounidense

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[Este ensayo apareció originalmente en el número de febrero de 1933 de American MercuryEstá recogido en el libro Snoring as a Fine Art, and Twelve Other Essays]

I

Mi primer y único voto presidencial lo di hace muchísimos años. Fue dictado por el puro instinto. Recuerdo bien las circunstancias. Como a todos los jóvenes bien educados, me habían dicho que votar era una obligación de todo ciudadano (no se daban razones). Estaba dispuesto a obedecer con toda mi buena fe y, por tanto, cuando llegó el momento, me dirigí a la votación.

¿Pero qué iba a votar? ¿Alguna diferencia? No había ninguna. No cabía una hoja de papel de fumar entre las posturas oficiales de los dos partidos. ¿Un candidato? Bueno, ¿quiénes eran? Ambos me parecían  dos tipo oportunistas mediocres que vendería sus almas inmortales, si las tuvieran, por un turno en el lugar y poder, y añadirían al Señor  por un buen resultado. De repente, lo ridículo del asunto me hizo estremecer: toda la campaña no se basaba en ninguna razón política en absoluto, sino en una razón astronómica. Votábamos simplemente porque, desde la última vez que se votó, la tierra había dado 1461 vueltas alrededor del sol o un número similar, y por ninguna otra razón en absoluto. Mientras me acercaba a las urnas, mi malestar por este sinsentido crecía más y más y cuando llegué escribí deliberadamente que votaba por Jefferson Davis, de Mississippi.

No fue un voto ignorante, pues era plenamente consciente de que Jeff estaba muerto. Tampoco era un acto de mera frivolidad, muy al contrario. Descubrí después que Mark Twain o Artemus Ward, no recuerdo cuál, había hecho una vez algo parecido, bajo la justificación de que “si no podemos tener un estadista vivo, tengamos por todos los medios un cadáver de primera clase”.

Hay mucho que decir de esa idea y me enorgullece suscribirla, pero no era mi idea en aquel entonces. Mi voto es un voto de seria protesta contra lo que consideraba un absurdo impúdico y degradante y al día de hoy estoy más que dispuesto a mantener que el instinto que lo inspiró fue sensato e ilustrado. También estoy dispuesto a demostrar la cusa para creer que este instinto realmente controla a la mayoría de nuestro electorado, sea consciente o no, y a demostrar la causa para creer que está plenamente justificado que se deje controlar.

Los visitantes ingleses, especialmente los políticos, normalmente se sorprenden por lo que califican como falta de interés de los estadounidenses por la política. Les parece que no tenemos ningún sentido de preocupación personal con respecto a los asuntos nacionales, es decir, la mayoría de nosotros, excluidos lo que se están jugando algo, como un plan arancelario o algo en la búsqueda de un empleo, subvención o trapicheo. La última que recuerdo hablando de esto fue Miss Margaret Bondfield, que fue miembro del último gabinete laborista. Utilizó nuestra prensa dominical para hacernos una buena lección de institutriz sobre el tema y no se puede negar que presentó un acta de acusación.

Tal y como lo ven estos visitante ingleses, el interés estadounidense por la política (siempre que no tengan un interés personal) difiere del inglés en ser ocasional, no continuo. Es un interés deportivo, como el interés por una carrera de caballos. Cuando pasa el día de las elecciones, lo olvida, se aplica a su trabajo y abandona contento a Washington a la merced de esos cabilderos, ladrones, esquiroles, editores, políticos y forajidos que normalmente se abren paso allí, buscando lo que puedan devorar.

Los visitantes extranjeros también dicen que el interés estadounidense difiere del inglés en estar más preocupado por los hombres que por los temas. Atribuyen esto al hecho de que los asuntos oficiales de nuestras campañas nacionales son tan triviales que en realidad no son temas en absoluto y que por tanto la división actual entre nuestros partidos no es importante. En otras palabras, no tenemos nada que un inglés entienda como una oposición política efectiva. Por tanto, cualquier interés público que pueda haber en unas elecciones debe centrarse en la personalidad de los candidatos.

Repito que no cabe ninguna duda de que esto es un acta de acusación. Requiere una buena porción de empuje para incitar al estadounidense soberano nacido libre a que ejerza su prerrogativa real en el día electoral. Se gasta una inmensa cantidad de dinero y energía para conseguir que se vote, pero el resultado nunca es impresionante. Si aparece y vota un 40% del electorado, es un buen botín y un 50% es grande. Si las elecciones locales no coincidieran con la nacionales, el voto nacional sería incluso menor que el que es.

No dedicaré espacio a fortificar el acta de acusación de Miss Bondfield explicando los asuntos oficiales de la última campaña o la anchura de la división entre los dos partidos. Nada de todo esto me impresionó particularmente, pero eso no tiene importancia. No creo que hubiera hecho mucha mayor impresión en el francés o inglés medio, pero tampoco hay que considerar eso. Sin embargo, no cabe duda de que la personalidad de los candidatos, o de un candidato, resulta algo muy importante. En realidad, aunque no oficialmente, es el asunto principal. Una gran proporción del voto se ejerce con completa desconsideración de cualquier cuestión, salvo el puro sentimiento personal, favorable o desfavorable, hacia Mr. Hoover.

Respecto a la falta de interés tras las elecciones que ahora, una vez más, desconcierta a los observadores extranjeros, no veo nada misterioso en ello. Todos los que tienen un interés personal están, por supuesto, muy ocupados: buscadores de empleo, banqueros, cerveceros, granjeros, ferroviarios, cualquiera que tenga que ganar o perder algo. Aparte de estos, ahora que se ha acabado el acontecimiento deportivo, la generalidad del electorado ha recuperado su actitud habitual de profunda desafección. En la medida en que sigue algo de los asuntos nacionales, los ve como un espectador y no como un participante. Espera a “ver lo que hacen” y hace conjeturas más o menos ociosas, conformadas principalmente por los periodistas, sobre lo que pasará. Pero, como es habitual, hay poca o ninguna preocupación por “sus” hechos o faltas.

II

¿Qué decir de esta actitud? ¿No demuestra que el estadounidenses es políticamente ignorante, vago, irresponsable y no tiene un gobierno mejor que el que merece? Yo digo que no. Todo eso puede ser verdad (de hecho, creo que es verdad), pero su actitud hacia la política nacional no lo demuestra. Además, si es ignorante e indigno, es justo señalar que sus instituciones políticas no le dan ningún incentivo para serlo menos. Además, si estuviera siempre tan informado y siempre tan interesado y vivaz, sus instituciones no le dan ningún medio adecuado para hacer efectiva su voluntad. La “eficacia estadounidense”, tal y como se expresa en las instituciones políticas estadounidenses, significa indudablemente la forma más pobre, lenta, desesperante e incompetente de conseguir algo.

En los muchos y largos años que han pasado desde que emití mi único voto presidencial, he visto una enorme cantidad de acusaciones y vituperios lanzados al cogote del estadounidense soberano por su actitud de desapego. Puedo hablar de esto con cierto grado de conocimiento personal, porque se han lanzado contra mí, al ser ese estadounidense soberano (uno de ellos) y al ser esa mi actitud. He esperado durante mucho tiempo a que alguna persona más capaz salga y la defienda, pero nadie lo ha hecho y por tanto asumo yo su defensa. Al hacerlo puedo decir que por una vez en mi vida, quizá la única, tengo la agradable conciencia de que estoy hablando en nombre de muchos millones de mis cosoberanos.

Se nos acusa de indolencia, trivialidad, descuido, falta de patriotismo. Si los asuntos públicos están siempre mal, es culpa nuestra. Si no expresamos nuestra voluntad en las urnas y no luchamos entre elecciones para que se lleven a cabo, ¿qué podemos esperar, salvo un reino de corrupción, opresión y burocracia? No hace mucho, nuestro buen viejo amigo, Mr. Wickersham, se lamentó tanto de nuestros defectos que propuso un plan de voto obligatorio, bajo multa, como decía él, de penalización o prisión, ¡una buena y sólida doctrina paternalista! Cada cierto tiempo, alguien publica un artículo de revista pidiéndonos más interés por la política. Recuerdo que el nuevo gobernador de Nueva York, Mr. Lehman, publicó uno últimamente que era muy bueno y chocante. Y todo tipo de clubes y sociedades están en pie para educar al apático electorado y ponerlo en marcha.

Si el resto de nuestros soberanos delincuentes siente lo que yo, puedo decir que no nos ofenden especialmente estos esfuerzos. Más bien nos inclinamos por ser bastante sumisos bajo el odio que se nos profesa. La idea de Mr. Wickersham quizá sea sin embargo otra cosa: podemos pensar que sería un poco como agrupar a los deudos. Pero en general, estamos dispuestos a ser pacientes y razonables, pues no somos tan ignorantes y estúpidos como parecemos y realmente nos gustaría, tanto como a cualquiera, hacer que las cosas funcionen ordenada y felizmente. Todo lo que pedimos es que nuestros monitores deberían ser también un poco pacientes y razonables y nos escucharan lo suficiente mientras hacemos una exposición muy sencilla de circunstancias atenuantes.

Veamos las últimas elecciones. Millones de votantes sacaron el equivalente a cuatro años de bilis de sus cuerpos el día de las elecciones y estuvieron más animados y alegres la siguiente mañana de lo que habían estado durante meses. Todo esto fue bueno, sin duda, pero el beneficio parece más bien estar en el ámbito de la patología que en el de la política. Una gran mayoría registró su opinión de que Mr. Hoover no era un servidor público satisfactorio y todo esto estuvo también muy bien. Pero si eso era lo que sentíamos hacia Mr. Hoover, ¿por qué tuvimos que aguantarle durante cuatro años antes de deshacernos de él?

El francés o el inglés pueden acabar con un servidor público insatisfactorio en cualquier momento. No tienen que esperar cuatro años: pueden hacerlo  en cuatro horas. Tienen maquinaria política para hacerlo y nosotros no; si las tuviésemos, Mr. Hoover probablemente habría estado fuera del cargo  al menos hace dos años y medio. Lo que digo es que de los pueblos que no tienen maquinaria para hacer efectiva inmediatamente su voluntad política no puede esperarse razonablemente que se tomen mucho interés en un simple registro esperanzado de lo que quieren.

La “voluntad del pueblo” rechazó el gobierno republicano el pasado noviembre, con un énfasis casi sin precedentes. ¿Por qué tenemos que esperar cuatro meses antes de que pueda realizarse realmente? En Inglaterra, se actuaría de inmediato, casi en cuatro minutos. Cuando un gobierno inglés o francés recibe un voto de desconfianza, se va de inmediato y entra el partido o combinación que le ha echado. Todos recordamos las series de gobiernos franceses hace un par de años que cayeron uno tras otro como fichas de dominó, casi antes de que los miembros se sentaran en sus puestos. Uno de nuestros juntaletras periodísticos dijo en su momento que el primer ministro estaba en una puerta giratoria. Se contaba, aunque no sé cuánta verdad había, que una conferencia internacional tuvo que posponerse hasta que los franceses encontraron un primer ministro que pudiera mantener su cargo el suficiente tiempo como para ir de París a Londres y volver antes de ser despedido.

En las últimas elecciones votamos contra Mr. Hoover (está bastante claro), pero ¿para qué votamos? Muchos, presumiblemente, votaron por la cerveza; está bien, no vemos nada malo en eso. Por el contrario, supongamos que toda la ingente mayoría votó por la cerveza. Pero todo lo que consiguió fue una vaga promesa de cerveza en algún futuro incierto. Los ingleses tienen mecanismos públicos por los que si votan por la cerveza la obtienen de inmediato y sin tener que seguir más mociones. Si el pueblo dice cerveza, pasan la palabra a la Cámara de los Comunes y cuando la Cámara dice cerveza, hay cerveza y se acabó.

Si, por algún truco de los políticos, solo conseguimos mala cerveza, o cerveza a un precio prohibitivo, o ninguna cerveza en absoluto, no podemos hacer nada, salvo esperar al final de otro “mandato fijo”. Supongamos que Mr. Roosevelt y su banda consideran que les beneficia política o personalmente no darnos un arancel menor o cualquier otra cosa para la que hayamos votado de buena fe (y esto ha ocurrido a menudo, por ejemplo, la gran traición del arancel en 1894 y la traición bélica bajo Wilson, que consiguió su segundo mandato porque “nos mantuvo fuera de la guerra”), ¿qué podemos hacer en los próximos cuatros años? Nada. ¿Y qué tipo de usurpaciones, indignidades y pillerías del ejecutivo  muestra nuestra historia que se nos pueden practicar impunemente entretanto?

El mandato fijo significa sencillamente que el nuestro no es un gobierno representativo en absoluto, sino un gobierno delegado. El voto que establece nuestro presidente, nuestro Congreso, nuestros cargos estatales y locales, es simplemente una carta blanca, o más bien algo de la naturaleza de una patente de corso. ¿Cómo puede esperarse que un ciudadano inteligente preste interés a la dirección de la política bajo estas condiciones?

Incluso si nuestros cargos electos nos apoyaran lealmente, no podemos conseguir lo que votamos, si no lo toleran nueve hombres viejos, irresponsables, inaccesibles, nombrados de por vida y sobre cuyo nombramiento el pueblo no tiene nada que decir. El ciudadano inteligente lo sabe, sabe que incluso con el presidente y el Congreso unánimemente de su lado, su soberanía actual equivale exactamente a nada. El Tribunal Supremo es el verdadero poder soberano, la autoridad legislativa final, que no interpreta la ley sino que la crea. ¿Cómo pueden estar interesados entonces los ciudadanos? Los que dice la Cámara de Comunes británica se hace, incluso si afecta al rey en su trono y se hace de inmediato; el británico lo sabe y siente y actúa de acuerdo con ello.

Además, no solo el ciudadano estadounidense no puede hacer nada entre elecciones para hacer efectiva su voluntad o para castigar a los que la frustran, sino que su partido no puede hacer nada. Lo que más mantiene vivo el interés del inglés por la política entre elecciones es el poder de la oposición, y el poder de la oposición reside en el hecho de que puede cambiarse el gobierno en cualquier momento en que tenga una mayoría en la Cámara. “La leal oposición de Su Majestad” se sienta en la Cámara como un ratón junto a una ratonera, esperando a que el gobierno cometa un error sobre algún tema, pequeño o grande, que cree el suficiente sentimiento como para aprobar un voto de censura y así cae el gobierno. Nadie puede decir cuándo puede ocurrir esto y la constante vigilancia de la oposición tiende a hacer que el gobierno actúe devotamente.

Este tipo de mecanismos hace posible y practicable cualquier cambio en el momento en que lo quiera el pueblo. Si el gobierno está bastante seguro de que el pueblo no quiere el cambio, siempre puede “acudir al país”, es decir, hacer una votación sobre ese asunto. El asunto es probable que sea bastante real y por eso el votante británico adquiere la costumbre de considerar la política como algo relativo a asuntos, no a hombres.

III

Repito, ¿cómo puede esperarse que el votante estadounidense tenga algún interés por lo que hace el ejecutivo entre elecciones, cuando todo el poder ejecutivo es irresponsable e inalcanzable por ningún medio, excepto la investigación del Congreso, que requiere dinamita para empezar y es un asunto de meses perdidos en todo tipo de tonterías inútiles y fastidiosas?

El presidente elige su gabinete donde quiere y son completamente inaccesibles; no pueden verse ni se les puede hablar si no quieren, no digamos hacerles responsables. El primer ministro británico debe elegir a su gabinete de entre la Cámara y mantienen sus escaños en la Cámara y pueden responder ante cualquier miembro. Una vez que estuve en Londres, un miembro se levantó en una sesión de preguntas, sacó un sobre de su bolsillo y dijo: “Sr. Portavoz, quiero preguntar al jefe general de Correos”, que estaba sentado a quince pies delante de él, “por qué no envió esta carta a tiempo”. La carta pertenecía a algún elector que se la había enviado a su representante y le hizo plantear la pregunta. El jefe general de Correos pidió algún tiempo para enterarse del asunto y en unos pocos días dio su contestación y se explicó adecuadamente. Tenía que hacer eso o habría perdido su trabajo.

Ese es el equivalente británico a una investigación del Congreso, ya sea con respecto a un asunto pequeño como una carta retrasada o a uno grande como un contrato militar especulativo. Es directo, simple, empresarial. Ahí tenéis el mecanismo de un gobierno realmente representativo y responsable. El ciudadano que tiene ese tipo de mecanismo a su disposición puede permitirse interesarse por la política, porque sabe que puede conseguir acción y conseguirla de inmediato.

Es incluso concebible que el gobierno pudiera haber caído por el caso aparentemente menor de la carta retrasada. Ha ocurrido algo así y podría ocurrir de nuevo. Supongamos que el gobierno tiene solo una pequeña mayoría y no es muy popular; supongamos que la oposición ha conseguido unos pocos votos desafectos que creen que pueden cambiar la balanza; supongamos que el jefe general de Correos es evasivo y no responde directamente. El líder de la oposición hace un discurso encendido, preguntando al Sr. Portavoz a dónde cree por Dios que está llegando el imperio cuando un gobierno venal y chapucero no permite que los súbditos leales de Su Majestad consigan su correo. Alguien en la bancada del gobierno, quizá el primer ministro, replica como mejor puede, luego una moción de censura y cae el gobierno.

Una vez me dijeron en Londres que el gobierno evitó por un pelo su destrucción en lo que a nosotros nos parecería el caso curioso de un joven detenida por la policía por prostitución. Esta dijo a la policía que era la hija del párroco de cierta iglesia en el campo, que se había perdido en Piccadilly y había parado a un extraño para encontrar su camino. La policía le detuvo toda la noche. Al día siguiente resultó que era esa hija de un párroco y que su historia era verdadera.

En la sesión de preguntas de esa tarde, los miembros de su distrito estaban de pie con fuego en su mirada, preguntando al secretario de interior que significaba disponer de la hija de su párroco y el gobierno estaba en un aprieto, sabiendo que todos los periódicos del reino estarían sedientos de sangre a la mañana siguiente. Tal y como me contaron, el gobierno lo arregló hábilmente en dos horas, con una disculpa y una indemnización monetaria y así salvó su cuello.

Dejo aparte el Colegio Electoral, esa notable institución que cada cierto tiempo nos da un presidente minoritario, como Harrison. ¿Por qué debería cualquiera que votara en esas elecciones, cuando Cleveland consiguió los votos y Harrison consiguió la presidencia, tomarse nunca más la molestia de votar, al menos hasta que el se derogue el Colegio Electoral y el presidente se elija por voto directo? No veo ninguna razón por la que deba hacerlo.

Finalmente. ¿cómo podemos interesarnos por la política cuando nuestra Constitución hace imposible la existencia de un asunto nacional? La disposición que obliga a nuestros representantes a residir en los distritos convierte automáticamente cada asunto en un asunto local. Al menos hemos aprendido que el general Hancock dijo la verdad (que tanto desconcertó al país en su momento) cuando dijo que el arancel es un asunto local. Pero lo mismo pasa con todos los asuntos; por ejemplo, la ley seca es notoriamente un asunto local. ¿Qué se puede pensar realmente del estado de la política cuando la Constitución prohíbe al legislativo no tener más que una visión provinciana de cada cuestión política?

Se critica a menudo a Estados Unidos por no tener una política exterior constante. Pero esta disposición de la Constitución hace imposible tener ninguna política exterior en absoluto. Los miembros del comité de relaciones exteriores del Senado y la Cámara deben vivir en sus distritos y cada uno debe ante todo reflejar los intereses y sentimientos que prevalezcan en su distrito o perder su empleo. Simplemente no podemos permitirnos tener una visión nacional de ninguna relación extranjera, aunque estuviésemos dispuestos y fuéramos capaces de hacerlo. Solo podemos tener una visión nacional en la medida en que no sea incompatible con el interés local.[1] Por tanto, todo cambio en el personal de estos comités lleva al frente nuevos intereses locales y nuestra política es sencillamente una serie de improvisaciones.

En Inglaterra, por otro lado, un representante que se enemiste con su electorado sobre un asunto de política pública puede trasladarse a cualquier otro distrito en el reino donde piense que el sentimiento local le apoyará. Puede ser un completo extraño que nunca haya puesto un pie en su vida en el distrito, pero eso no importa. Si tuviéramos ese mecanismo, por ejemplo un congresista de Rhode Island partidario de la Ley Seca podría mudarse a otro distrito seguro en Maine o Kansas. Un pacifista devoto de la Sociedad de Naciones que viva en un distrito fabricante de armas de Pennsylvania, podría presentarse en algún distrito del Medio Oeste, donde la opinión es la contraria. Evidentemente, este mecanismo tiende a preservar la dignidad, la integridad, el amor propio, todo. Si lo tuviéramos no habríamos tenido la desgracia del odioso espectáculo del legislador bebedor votando a favor de la Ley Seca, ni el más odioso espectáculo de apuntarse al carro.

IV

Sin embargo, podría decir Mr. Wickersham, todo acaba volviendo al pueblo. Si nuestras instituciones parecen expresamente pensadas (como sabe que fueron pensadas cualquiera que conozca su historia) para paralizar nuestra actividad y sofocar nuestro interés, ¿por qué las tolera la gente? ¿Por qué no reclamamos una reforma? ¿Por qué no unirnos, organizarnos, iniciar “campañas de educación· y todas esas cosas de la forma ortodoxa estadounidense y promover toda una nueva serie de mecanismos políticos?

Esto es factible. Suena bien y está bien “en principio”, como dicen los diplomáticos, pero en realidad es impracticable. Hemos visto estas campañas antes y sabemos lo que les pasa cuando encuentran lo que Ernest Renan llama tan bien la bassesse de l’homme intéressé. Supongamos que el Hombre Olvidado, que es aproximadamente el 80% de nuestra población, pidiera a Mr. Roosevelt y su horda de voraces demócratas que hicieran una pausa en su camino al abrevadero suficientemente larga como para convocar una convención constitucional con el objetivo de las reformas que he sugerido. ¿Lo harían? En toda la historia de nuestras instituciones republicanas no hay un solo caso que avale la sospecha de que lo harían. Pero supongamos que lo hacen.  Entonces esa misma historia nos permite prever exactamente qué tipo de convención tendríamos. Podemos ver mentalmente toda la conformación: estaría compuesto por la misma gente que tiene todo el interés en mantener nuestra maquinaria política tal y como está.

No, no hay nada en las campañas- Los ingleses pueden tener lo que el duque de Wellington llamaba “una revolución siguiendo la ley” siempre que creen que la ocasión lo merece. Tienen el mecanismo para hacerlo y nosotros no. Solo nos queda el recurso a la violencia, que no cabe duda de que es nuestro privilegio, pero no hay que considerarla porque no confiamos en ella. Probablemente nuestros descendientes tendrán que hacer algo así, pero no para nosotros en este momento. Hemos aprendido algo de nuestras propias revoluciones y también de las de otras tierras: el resultado sería demasiado incierto.

Así que resulta que nuestro instinto práctico acerca de la política es sensato. Todo lo que puede hacer el Hombre Olvidado es lo que normalmente le vemos hacer. Puede contemplar nuestra política nacional como suministradora de un acontecimiento deportivo recurrente, una especie de extravagancia, en la que los actores le parecen charlatanes más o menos inteligentes y su relación con ellos, la de un espectador que solo se conmueve un poco. Puede desistir y normalmente lo hace cuando aparece algo más atractivo: es como decir que, como norma, no es completamente ocioso. Puede usarlo como una ocasión para mostrar resentimiento; de hecho, los retornos parecen por lo general demostrar que es el uso más serio que hace de ella. Esperar de él más que esto no me parece razonable, diga lo que diga Mr. Wickersham y, se espere más o no de él, parece que es todo lo que hará.

 


[1] Los que se sientan inclinados a dudar de esto pueden observar la desgraciada historia de la disputa con Canadá sobre las zonas de pesca en la primera administración de Cleveland. Hay abundancia de ejemplos, pero con este basta.


Publicado originalmente el 5 de enero de 2009. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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