[Este discurso se realizó, por solicitud del congresista Ron Paul, al personal auxiliar republicano y demócrata de la Cámara de Representantes de EE. UU. en Washington, el 8 de diciembre de 2005]
Han pasado décadas desde que los parlamentos han entrado atrevidamente en el nuevo territorio no cartografiado de la dirección social y económica. En su mayor parte, en EE. UU., Europa, Rusia, China y Latinoamérica, los parlamentos están trabajando constantemente en la reforma de los sistemas que crearon en el pasado en lugar de embarcarse en aventuras completamente nuevas.
¿Y en qué están trabajando para reformar? Sectores de gobernanza que no están funcionando como deberían debido a dislocaciones, gasto, violaciones percibidas de justicia o cualquier otra consideración. Solo tenemos que pensar en el embrollo monetario de Medicare y Medicaid, la absoluta estafa de la Seguridad Social, los amenazantes peligros del impuesto mínimo alternativo, el inacabable lío de la gestión de la crisis, entre mil problemas más en cada área de la sociedad sobre la que el gobierno supone alguna responsabilidad.
Lo mismo pasa en Europa Occidental, donde existe el conocimiento extendido de que el bienestar es demasiado grande, los sindicatos ejercitan demasiado poder, las regulaciones a las empresas han obstaculizado el crecimiento de país en país. Los grupos de interés continúan deteniendo el progreso hacia la libertad, pero el progreso se está realizando a nivel ideológico. No se contemplan más grandes pasos hacia el socialismo y debemos estar agradecidos por ello.
Abolir las políticas públicas
El principal debate en nuestros tiempos concierna así a la dirección y ritmo de las reformas hacia la economía de mercado. Esto es todo para bien y aun así me gustaría destacar lo que me sorprende como una gran confusión. Los reformadores aquí y en el extranjero están ampliamente bajo la impresión de que la libertad que buscan para sus sociedades puede imponerse de la misma manera que se impusieron los sistemas socialistas antiguos. La idea es que si el Congreso, el presidente y los tribunales simplemente siguieran el programa, podrían arreglar lo malo del país en un santiamén. Así que solo necesitamos elegir políticos preocupados por la libertad, apoyar un presidente que conozca los méritos de los incentivos del mercado y confirmar a jueces que conozcan todo acerca de la escuela de economía de Chicago.
No puede ser, y predigo que si continuamos por este camino, reemplazaremos una mala forma de planificación central por otra. La genuina libertad no es solo otra forma de dirección del gobierno. Significa la ausencia de dirección del gobierno. Es este tema el que me gustaría desarrollar.
Puedo presentar directamente mi propia perspectiva sobre esto: toda reforma en toda área de la política, la economía y la sociedad debería ser en una dirección: hacia más libertad para los individuos y menos poder para el gobierno. Llegaría a decir que los individuos tendrían que disfrutar de tanta libertad como sea posible y el gobierno tan poco poder como sea posible.
Sí, esta postura me califica como libertario. Pero me temo que esta palabra no tiene el poder explicativo que podría haber tenido alguna vez. Hay en Washington una tendencia a ver el libertarismo como un sabor del refresco de la política pública o solo otro cajón de sastre de propuestas políticas, unas que destacan la libre empresa y las libertades personales frente a la disciplina burocrática.
Esta perspectiva tiene graves defectos y tiene consecuencias peligrosas. Imaginemos que Moisés hubiera buscado el consejo de expertos políticos de Washington cuando buscaba algún medio para liberar al pueblo judío del cautiverio en Egipto.
Podrían haberle dicho que acudir al faraón y decirle “dejad que mi pueblo se vaya” resulta muy imprudente y sin sentido. A los medios de comunicación no le gustaría y estaría pidiendo demasiado y demasiado rápido. Lo que los israelitas necesitan en una posición legal más alta en los tribunales, más incentivos de mercado, más alternativas posibilitadas a través de cupones y subsidios y una mayor voz en la estructura de regulaciones impuestas por el faraón. Además, Sr. Moisés, huir es antipatriota.
Por el contrario, Moisés adoptó una postura de principios y reclamaba libertad inmediata de todo control político: una independencia completa entre el gobierno y las vidas de los israelitas. Ese es mi tipo de libertario. El libertarismo se ve más apropiadamente no como un programa político detallando un mejor método de gobernanza. Es por el contrario la encarnación moderna de una visión radical que queda aparte y por encima de todas las ideologías políticas.
El libertarismo no propone ningún plan para reorganizar el gobierno: reclama que se abandone al plan. No propone que se utilicen incentivos de mercado en la formulación de las políticas públicas: más bien espera una sociedad en la que no hay políticas públicas tal como se entiende usualmente este término.
Verdadero liberalismo
Si esta idea suena radical e incluso absurda hoy, no habría sonado así para los pensadores del siglo XVIII. El distintivo de la teoría de la política de Thomas Jefferson (tomada de John Locke y la tradición liberal inglesa, que a su vez derivaba de la teoría continental de la política que data de finales de la Edad Media en el nacimiento de la propia modernidad) es que la libertad es un derecho natural. Precede a la política y precede al estado. El derecho natural a la libertad no tiene que concederse o ganarse o conferirse. Solo tiene que reconocerse como un hecho. Es algo que existe en ausencia de un esfuerzo sistemático de eliminarla. El papel del estado no es ni conceder derechos ni ofrecerles algún tipo de permiso para existir, sino evitar que se violen.
La tradición liberal del siglo XVIII y siguientes observaba que era el gobierno el que se había dedicado a los esfuerzos más sistemáticos para robar a la gente sus derechos naturales (el derecho a la vida, la libertad y la propiedad) y por eso el estado debe existir solo con el permiso del pueblo y estar estrictamente limitado a realizar solo tareas esenciales. A este programa está este movimiento total y absolutamente comprometido.
La idea de la Revolución Americana no era luchar para que se dieran o impusieran ciertos derechos al pueblo. No era para que se impusiera a la sociedad una forma positiva de libertad. Era puramente negativa en este punto de vista ideológico. Buscaba acabar con la opresión, romper las cadenas, arrojar el yugo, liberar al pueblo. Buscaba un fin a la gobernanza por el estado y un inicio para un gobierno por el pueblo en sus asociaciones privadas.
Para una explicación de cómo funcionaba esto en la práctica, no tenemos que ir más allá de los Artículos de la Confederación, que no tenían disposiciones para un gobierno central importante en absoluto. Normalmente esto se considera su defecto. Deberíamos dar más valor que ese a los revolucionarios. Los Artículos eran la encarnación de una teoría radical que afirmaba que la sociedad no necesita ningún tipo de dirección social. La sociedad se mantiene junta, no por un estado, sino por las acciones cooperativas diarias de sus miembros.
La nación no necesitaba ningún César, ni presidente, ni voluntad única para conseguir las bondades de la libertad. Esas bondades derivan de la propia libertad, que, como escribió el ensayista estadounidense Benjamin Tucker, es la madre, no la hija del orden. Este principio se vio bien ilustrado durante toda la era colonial y en los años anteriores a la Constitución.
Pero no tenemos que mirar muy atrás para ver cómo la libertad es un principio que se autoorganiza. En millones de subdivisiones de propiedad privada en todo el país, las comunidades han conseguido crear orden a partir de una libertad basada en derechos de propiedad y los residentes no lo habrían tenido de otra manera. En sus vidas privadas y como miembros de de comunidades privadas, puede parecer que se han independizado del gobierno. El movimiento hacia comunidades cerradas se a condenado en todo el espectro político, pero evidentemente los consumidores están en desacuerdo con su valoración. El mercado ha proporcionado una forma de seguridad que el gobierno no ha proporcionado.
Otro ejemplo de la capacidad de la gente de organizarse a sí misma mediante el comercio y el intercambio se demuestra en las innovaciones tecnológicas modernas. La web está en buena parte autoorganizada y algunas comunidades de comercio, como eBay se han hecho más grandes y más expansivas de lo que fueron países enteros. Empresas como Microsoft o Sun Microsystems son por sí mismas comunidades de individuos autoorganizados, operando bajo normas y obligaciones que son en buena parte privada.
Las innovaciones que tenemos a nuestra disposición hoy son tan asombrosas que nuestros tiempos se han calificado como revolucionarios y en verdad lo son. ¿Pero en qué sentido ha contribuido el gobierno a ello? Recuerdo hace unos pocos años que Correos sugirió que daría a la gente direcciones de correo electrónico, pero fue flor de un día, ya que la idea se olvidó en medio de las risas desdeñosas que acogieron la idea.
La vida moderna está tan imbuida de estas más pequeñas esferas de autoridad (esferas de autoridad nacidas de la libertad) que se parece en muchos aspectos al periodo colonial en sectores y complejidades. Todas las grandes instituciones de nuestra época, desde las empresas enormes e innovadoras a minoristas como Walmart a enormes organizaciones internacionales de caridad) están organizadas sobre la base del voluntarismo y el intercambio. No fueron creadas por el estado y no están dirigidas por el estado en sus operaciones cotidianas.
Alabanza de la anarquía ordenada
Esto nos da una lección y un modelo a seguir. ¿Por qué no permitir que este modelo exitoso de libertad y orden caracterice toda la sociedad? ¿Por qué no expandir lo que funciona y eliminar lo que no? Basta con que el gobierno se salga del paisaje.
No tengo que deciros que esta no es una visión muy extendida. Casi todos los que viven y trabajan en Washington o en cualquier gran capital de estado en el mundo, creen que hay algún sentido en el que el gobierno mantiene unida a la sociedad, la hace funcionar, inspira grandeza, hace justa y pacífica la sociedad y trae libertad y prosperidad aplicando una serie de políticas.
Esta es una visión que sobrepasa a la propia revolución liberal. Proviene del mundo antiguo de faraones y césares en el que los derechos de una persona estaban definidos y dictados por el estado, que se veía como la expresión orgánica de la voluntad de la comunidad encarnada en su clase dirigente. No había ninguna línea clara que delimitara a las personas respecto de sociedad, estado y religión. Todos se veían como parte de la unidad orgánica del orden civil.
Fue esta visión la que fue rechazada por la visión cristiana de que el estado no es el amo del alma individual, que tiene un valor infinito, ni tiene derecho alguno sobre su conciencia. Mil años después empezamos a ver cómo se expandía este principio. Es esto no es el dueño de la propiedad ni de la vida. Quinientos años después, vimos el nacimiento de la ciencia económica y el descubrimiento de los principios del intercambio y la milagrosa observación de que las leyes económicas funcionan independientemente del gobierno.
Una vez la cultura ideológica empezó a absorber la lección de lo innecesario que es el estado para el funcionamiento de la sociedad (una lección que está claro que tiene que reaprender cada generación) la revolución liberal no pudo contenerse. Los déspotas cayeron, reinó el libre comercio y la sociedad crecía cada vez más rica, pacífica y libre.
Es natural que la gente que trabaja por y dentro del gobierno imagine que sin sus esfuerzos solo se produciría calamidad. Pero esa actitud es hoy ubicua en política. Casi todos los lados del debate político están tratando de usar el gobierno para imponer su visión de cómo debería funcionar la sociedad.
El gobierno no puede restringirse
He recibido esta pregunta: ¿qué enmienda constitucional defendería usted para aplicar el programa keynesiano? ¿Querría una que prohibiera que los impuestos aumentaran por encima de una determinada cantidad o aplique el libre comercio o garantice la libertad de contratación? Mi respuesta es que si tuviera que desear enmiendas, se parecerían mucho a la Declaración de Derechos. Ahora mismo se ignoran grandes porciones de ese documento. ¿Por qué debería creer que a una nueva enmienda le iría mejor?
El problema de las enmiendas es que presuponen un gobierno lo suficientemente grande y poderoso como para aplicarlas y un gobierno que se interese más por el bien común que por su propio bien. Después de todo, una tendencia que hemos visto durante más de 200 años es que toda la Constitución sea interpretada por los tribunales como un mandato para que el gobierno intervenga, no como una restricción en su capacidad para intervenir. ¿Por qué creemos que nuestra enmienda favorita sería tratada de otra manera?
Lo que necesitamos no es que el gobierno haga más cosas, sino cada vez menos, hasta el punto en que pueda prosperar la verdadera libertad. Hablando de la Constitución, las bases sobre las que se aprobó no fueron que crearía las condiciones de libertad, sino más bien que restringiría al gobierno en su infatigable tendencia a apoderarse de las libertades del pueblo. Su beneficio era puramente negativo: restringiría al estado. Lo positivo que haría consistiría enteramente en dejar que la sociedad prospere y crezca y se desarrolle por sí misma.
En resumen, la Constitución no imponía la libertad estadounidense, al contrario de lo que se enseña hoy a los niños. Por el contrario, permitía que la libertad ya existente continuara existiendo y estuviera aún más segura contra violaciones despóticas. Por alguna razón, este punto se ha perdido en la actual generación y, como consecuencia, todos estamos aprendiendo lecciones equivocadas de nuestra fundación y otras historias.
Si llegamos a creer que la Constitución nos dio la libertad, quedamos muy confundidos por el papel de EE. UU. en la historia del mundo. Demasiada gente ve a EE. UU. como poseedor del equivalente político al toque de Midas. Puede entrar en cualquier país con sus tropas y traerles la prosperidad estadounidense.
Lo que raramente se considera como una opción hoy en día es la vieja visión jeffersoniana de no imponer la libertad sino simplemente permitir que haya libertad y que se desarrolle desde el interior de la propia sociedad,
Respecto de los países extranjeros, el historial que tiene EE. UU. en la llamada “construcción de naciones” es demoledor. Una vez tras otra, EE. UU. entra en un país con sus tropas, elige a sus líderes, establece sus propias agencias intrusivas, promueve estructuras que el pueblo considerar tiránicas y luego se sorprende cuando el pueblo se queja por ello.
Por cierto, soy lo suficientemente viejo como para recordar un tiempo en el que los republicanos no llamaban traidores a los críticos de la construcción de naciones. Les llamaban patriotas. Si la memoria no me engaña, eso era hace unos 10 años.
Por muy terrorífico que pueda sonar, sí parece que el gobierno de EE. UU. y la cultura policía estadounidense están escondiendo su miedo a la libertad en nombre de imponerla. Pues, en realidad, la mayoría de los sectores políticos en EE. UU. tienen un profundo temor a las consecuencias de dejar simplemente las cosas en paz (laissez faire, en la vieja expresión francesa).
La izquierda nos dice que bajo una genuina libertad, niños, viejos y pobres sufrirían abuso, olvido, discriminación y privaciones. La derecha nos dice que el pueblo se revolcaría en el abismo de la inmoralidad, mientras los enemigos extranjeros nos invaden. Los economistas dicen que sería inevitable un colapso financiero, los ecologistas no advierten de una nueva época de fuego y hielo insoportables, mientras que los expertos de políticas públicas de todo tipo exponen visiones de fallos del mercado de toda forma y tamaño.
Continuamos hablando de libertad en nuestros discursos. Todo presidente y legislador alaba la idea y jurar lealtad a esta en declaraciones públicas. ¿Pero cuántos creen hoy que este postulado esencial de la vieja revolución liberal de que la sociedad puede arreglárselas sin diseño y dirección centralizados? Muy pocos. Por el contrario, la gente cree en la burocracia, la banca centralizada, la guerra y las sanciones, las regulaciones y órdenes, las limitaciones y mandatos, la gestión de crisis y todos y cada uno de los medios para financiar todo a través de impuestos y deuda e imprenta.
El mito de la libertad de Iraq
Nos conformamos creyéndonos que nuestros mecanismos de planificación centralizada no están imponiendo socialismo sino la propia libertad, con Iraq como ejemplo más evidente y reducción al absurdo, todo en uno. Aquí tenemos un país que invadió EE. UU. para derrocar a su gobierno y reemplazarlo por una ley marcial administrada por tanques en las calles y bombarderos en el cielo, una completa economía controlada, con controles de precios de la gasolina y líderes políticos elegidos a dedo y ¿cómo lo llamamos? Lo llamamos libertad.
Y aun así, hace 15 años, cuando Saddam invadió Kuwait, echó a sus líderes, ocupó el país y trató de imponer un nuevo gobierno, el presidente de EE. UU. lo llamó una agresión que no podía tolerarse. Nos llevó a la guerra para enviar un mensaje de que la soberanía de los estados debe considerarse inviolable. Parece que todos entendieron el mensaje, salvo EE. UU.
Iraq no es el único país. Las tropas de EE. UU. están esparcidas por todo el mundo, con la misión de dar las condiciones para la libertad. Los anuncios para contratas militares destacan el mismo tema, yuxtaponiendo himnos a la libertad con imágenes de tanques, vistas de ciudades desde bombarderos y soldados con máscaras de gas puestas. Luego nos preguntamos por qué tanta gente en el mundo atranca la puerta cuando oye que el gobierno de EE. UU. va a traerle las maravillas de la libertad democrática a sus umbrales.
Hemos desarrollado una extraña sensación de que la libertad es una condición que pueda imponer el gobierno, una de las muchas opciones políticas que podemos seguir como expertos en políticas públicas. Pero no es la libertad real del tipo descrito antes, el tipo del que Jefferson afirmaba que tenía que poseer toda la gente en cualquier lugar en que sus derechos no se vean violados. Más bien es la libertad que se ajusta a un modelo concreto que puede imponerse desde arriba, ya sea por el gobierno de EE. UU. internamente o las tropas de EE. UU. internacionalmente.
La libertad no puede imponerse
No es solo en la guerra donde hemos llegado a creer este mito de la libertad impuesta. La izquierda imagina que, restringiendo la libertad de asociación de los mercados laborales, está protegiendo la libertad de los marginados para conseguir empleo. Pero esa supuesta libertad se compra a costa de otra gente. El empresario ya no tiene el derecho a contratar y despedir. Como consecuencia, la libertad de contrato se convierte en unilateral. El empleado es libre para contratarse con el empresario y de despedirse cuando le venga bien, pero el empresario no es libre para contratar bajo sus condiciones ni de despedir cuando le parezca conveniente.
Lo mismo pasa para un enorme rango de actividades esenciales para nuestras vidas civiles. En la educación, se dice que el estado debe imponer la escolarización de todos los niños, o sino los padres y comunidades las olvidarán. Solo el estado puede asegurarse de que ningún niño se queda atrás. La única pregunta son los medios: usaremos los sindicatos y burocracias preferidos por la izquierda o los incentivos de mercado y cheques preferidos por la derecha. No quiero entrar en un debate sobre qué medios son mejores, sino solo dirigir la atención a la realidad de que ambas son formas de planificación que comprometen la libertad de las familias para dirigir sus propios asuntos.
El error catastrófico de la izquierda ha sido infravalorar el poder de los mercados libres para generar prosperidad para las masas del pueblo. Pero igual de peligroso es el error de la derecha de que los mercados constituyen un sistema de dirección social, como si Washington tuviera una serie de palancas, una de las cuales tiene el cartel de “basada en el mercado”. Si un bando quiere construir burocracias más grandes y mejores, al otro más bien le gustaría gravar y gastar en contratar servicios públicos o poner en nómina a la empresa privada como forma de refrenar el poder del mercado para el bien común.
La primera visión niega el poder de la propia libertad, pero la segunda es igual de peligrosa porque ve a la libertad en términos puramente instrumentales, como si fuera algo a dirigir en favor de lo que el establishment político vea que constituye el interés nacional.
Esta formulación implica la concesión de que corresponde al estado (sus directores e intelectuales cercanos) decidir cómo, cuándo y dónde se ha de permitir libertad. Además implica que el propósito de la libertad, la propiedad privada y el mercado es la dirección superior de la sociedad, es decir, permitir que el régimen actual funcione más eficientemente.
Murray Rothbard había advertido ya en la década de 1950 que los economistas, incluso los favorables a los mercados, se habían convertido en “expertos en eficiencia para el estado”. Explicarían cómo nuestros planificadores centrales pueden emplear incentivos de mercado para hacer que funcionen mejor los planes de Washington. Esta visión es ahora común entre toda la gente que sigue a la Escuela de Chicago de economía. Imaginan que los jueces poseen la sabiduría y poder para reordenar derechos de una forma que se ajuste perfectamente a su visión de la eficiencia económica.
Esta visión también aparece en otras propuestas de la derecha sobre cuentas privadas de Seguridad Social, cheques escolares, permisos negociables de contaminación y otras formas de medidas medio basadas en el mercado. No rompen las cadenas para quitarse el yugo. Forjan el acero con distintos materiales y reajustan el yugo para hacerlo más llevadero.
Hay muchos ejemplos de esta terrible concesión operando hoy. En círculos políticos, la gente usa la palabra privatización para indicar no la eliminación del gobierno en una aspecto concreto de la vida social y económica, sino simplemente la contratación de prioridades estatistas a empresas privadas con conexiones políticas.
De hecho, el estado contratador se ha convertido en una de las amenazas más peligrosas que afrontamos. Una gran parte de la guerra de Iraq fue asumida por grupos privados trabajando para agencias públicas. Los republicanos han acariciado la idea de contratar grandes partes del estado de bienestar poniendo en la nómina pública a instituciones de caridad antes independientes.
Después del deplorable rendimiento de la FEMA tras el huracán Katrina, muchos políticos sugirieron que Wal-Mart desempeñara un papel mayor en la gestión de crisis. La suposición aquí es que no está pasando nada importante salvo que el gobierno bendiga de alguna manera el esfuerzo a través de un programa de gasto que vaya directamente un grupo particular de interés.
El peor error que pueden cometer los defensores de la libre empresa es vender nuestras ideas como un método mejor para lograr los fines del estado. En muchos países en todo el mundo, la idea del capitalismo está desacreditada no porque se haya intentado y haya fracasado, sino debido a que se ha impuesto un modelo falso de capitalismo desde arriba. Esto es verdad en grandes partes de Europa Oriental y Rusia y también en Latinoamérica. No es que el socialismo se vea como una alternativa, pero hay una búsqueda de muchas partes del mundo de alguna mítica tercera vía.
No hace falta mucho para que el gobierno distorsione completamente el mercado: un control de precios a cualquier nivel, una subvención a un perdedor económico a costa de un ganador económico, una limitación o restricción o favor especial. Todas estas aproximaciones pueden crear enormes problemas que acaban desacreditando la reforma en el futuro.
El gobierno siempre crece
Otro alegato contra la reforma parcial o la libertad impuesta fue señalado por Ludwig von Mises: “Hay una tendencia propia de todo poder estatal a no reconocer ninguna restricción en su funcionamiento y a extender la esfera de su dominio tanto como sea posible. Controlar todo, no dejar ningún espacio a que ocurra nada por sí mismo sin la interferencia de las autoridades, este es el objetivo que busca secretamente todo gobernante”.
El problema que identificaba es cómo limitar al estado una vez se encuentra envuelto en todo. Una vez se permite que el estado gestione un aspecto de un sector empresarial, se crean las condiciones que acabará llevándole a gestionar todo el sector. Debido a la tendencia del gobierno a expandirse, es mejor no permitir nunca que tenga ningún interés por controlar la vida económica y cultural.
Aeropuertos y aerolíneas son un buen ejemplo. Temiendo la incapacidad del sector privado de proporcionar seguridad aérea (bajo la extravagante suposición de que las aerolíneas y sus pasajeros tienen menos razones que el gobierno para preocuparse acerca de si mueren volando), el gobierno gestionó durante mucho tiempo cómo inspeccionan las aerolíneas a los pasajeros y gestionan los intentos de secuestro.
El sistema estuvo lleno de fracasos. Luego se produjo el fracaso definitivo: el 11-S. Pero en lugar de renunciar al sistema de seguridad administrado burocráticamente de las aerolíneas, el Congreso y el presidente crearon otra burocracia que se especializó en confiscar tijeras, arrancar a bebés de los brazos de sus madres o ralentizar en todos los aspectos los check-ins aéreos.
Las presiones de las nuevas regulaciones han cartelizado aún más el sector y han hecho aún más remota una genuina competencia de mercado. ¿Y cuando llegue la próxima catástrofe? Podemos mirar al futuro y ver lo que hace poco pensábamos que era impensable: la nacionalización de las aerolíneas.
Una objeción a mi tesis es que las medidas a imponer una forma de libertad al menos nos llevan en la dirección correcta. Es verdad que incluso un sistema parcialmente libre es mejor que uno totalmente socialista. Y aun así, las victorias parciales son inestables. Fácilmente recaen en el total estatismo, como ilustra el caso de la aerolínea. Con las escuelas y pensiones y atención sanitaria de EE. UU., estos planes de privatización podrían en realidad hacer al sistema actual menos libre al insistir en nuevos gastos para cubrir nuevos costes para proporcionar cheques y cuentas privadas.
Abdicad, por favor
¿Qué es lo correcto que defiendan los expertos y analistas políticos de Washington? Lo único que hace bien el gobierno: nada en absoluto. El papel adecuado del gobierno es alejarse de la sociedad, la cultura, la economía y el escenario mundial de la política internacional. Dejad que todo se gestione por sí mismo. El resultado no será un mundo perfecto. Pero será un mundo no empeorado por la intervención del estado.
Los mercados libres no se refieren solo a generar beneficios, productividad y eficiencia. No se refieren solo a estimular la innovación y la competencia. Se refieren al derecho de las personas a tomar decisiones y realizar contratos autónomos, a seguir vidas que cumplan sus sueños, aunque estos sueños no sean aprobados por los jefes de sus gobiernos.
Así que no nos engañemos pensando que podemos tener ambas cosas, de forma que libertad y despotismo vivan pacíficamente juntos, la primera impuesta por el segundo. Hacer una transición del estatismo a la libertad significa una completa revolución en la vida económica y política, de una en la que gobiernan el estado y sus intereses a un sistema en el que el poder del estado no desempeña ningún papel.
La libertad no es una opción de política pública y no es un plan. Es el fin de la misma política. Es el momento de que demos ese siguiente paso y reclamemos precisamente eso. Si creemos en lo que creía Jefferson, y creo que es así, es el momento de hablar menos como directores de burocracias y más como Moisés.
Publicado originalmente el 16 de diciembre de 2005. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.