Hillary Clinton no debería ser presidenta.
“¿Acaso crees que Jeb sería mejor?”
Jeb Bush no debería ser presidente.
“¿Qué? Eres un fan de Cruz?”
Ted Cruz no debería ser presidente.
“Ya veo. Quieres que gane Warren.”
Elizabeth Warren no debería ser presidenta.
“¿Rand?”
Rand Paul no debería ser presidente.
“¿No me digas que tienes intención de votar a Joe Biden?”
Aunque quisiera votar, que ciertamente no es el caso, no podría hacerlo. No soy americano.
“Ajá. Ya lo entiendo. Eres canadiense. Así que votarás a Justin Trudeau este otoño.”
Justin Trudeau no debería ser primer ministro.
“¿Qué? ¿Crees que Harper es un buen primer ministro?”
Harper no debería ser primer ministro.
“O sea que estás en un extremo del espectro político. ¿Acaso eres un Verde? ¿Un Comunista? ¿Nuevo Demócrata?… ¿Bloque québécois?!”
No, no, no y no.
“¿Un independiente?”
No en el sentido que tú le das.
“Buf, me rindo.”
Bueno, esa es la primera cosa sensata que has dicho hoy.
La semana pasada cubrimos la falsa dialéctica entre nacionalismo y regionalismo que nos está llevando inexorablemente hacia una pesadilla globalista. Expusimos el globalismo como una extensión del impulso nacionalista para consolidar el poder político y económico en manos de una pequeña élite. Globalismo y nacionalismo operan según los mismos principios y justifican del mismo modo su existencia. Ambas ideologías creen que la sociedad debe ser organizada bajo el amparo de un sistema autoritario centralizado al que los individuos deben sacrificar sus derechos naturales a cambio de los supuestos beneficios del gobierno colectivo. Ambas afirman que su autoridad deriva del “consentimiento de los gobernados” y representa la “voluntad del pueblo”. Ambas se inventan sus propias reglas arbitrarias acerca de cómo establecer dicho “consentimiento” y cómo el pueblo puede barajar los naipes de las cabezas visibles que los “representarán” en esa estructura gubernamental. Ambas se diferencian únicamente en los límites jurisdiccionales de su presunta autoridad.
Para cambiar realmente el sistema debemos cuestionarnos las premisas básicas que nos han llevado por este camino. Y ninguna de estas premisas es más fundamental que la creencia en el gobierno.
Toda nuestra vida nos han enseñado que la sociedad sin gobierno es imposible. Como en el diálogo anterior (o el de la cita de Pierre-Joseph Proudhon en que se basa), muchas personas ni siquiera comprenden que alguien pueda oponerse tanto al candidato A como al B (e incluso a los candidatos de la C a la Z!). “Pero…pero…no es eso…anarquía?” preguntan en voz baja y temblorosa no sea que alguien escuche el pronunciamiento de esa palabra peligrosa.
Ah, sí, anarquismo. Una palabra empapada en sangre y grabada en diabólicas letras rojas en la imaginación del mismo público al que se le ha enseñado que votar a su próximo gobernante es su deber más noble y sagrado. Esta asociación entre anarquía y violencia no es nada nuevo. Ya en 1929 el rechazo automático del público hacia esta palabra era tan fuerte que el filósofo anarquista de origen ruso Alexander Berkman sintió que tenía que responder a él. En su obra de ese año “Es el Anarquismo Violencia?” escribió:
“El anarquismo es el ideal de tal condición; de una sociedad sin fuerza ni coacción, donde todos los hombres son iguales y viven en libertad, paz y armonía”…”La palabra anarquía viene del griego y significa sin fuerza, sin violencia o sin gobierno, ya que el gobierno es la fuente de la violencia, la sujeción y la coacción.”…”Anarquía, por tanto, no significa desorden y caos, como te creías. Todo lo contrario, significa que no hay gobierno, es decir, que hay libertad. El desorden es el fruto de la autoridad y la coacción. La libertad es la madre del orden.”
Esto es el anarquismo según un anarquista: una sociedad sin coacción donde el orden es el resultado natural de la libertad. Una vez más, que orden, paz y armonía requieran la disolución del gobierno es casi incomprensible para aquellos que toda la vida han oído que el gobierno es la fuente de la ley y el orden. Y una vez más es necesario confrontar directamente esa indoctrinación.
La audiencia de mi podcast “El Anarquista Erudito” ya estará familiarizada con esta cita memorable del primer anarquista en describirse a si mismo como tal, Pierre-Joseph Proudhon:
“Ser GOBERNADO es ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, numerado, regulado, inscrito, indoctrinado, sermoneado, controlado, comprobado, estimado, valorado, censurado, mandado por criaturas que no tienen ni el derecho ni la sabiduría ni la virtud para hacerlo. Ser GOBERNADO es ser en cada operación, en cada transacción, anotado, registrado, contado, cobrado, sellado, medido, enumerado, evaluado, licenciado, autorizado, amonestado, impedido, prohibido, reformado, corregido, castigado.”
“Es, bajo pretexto de utilidad pública y en nombre del interés general, ser arrestado, interrogado, esquilmado, explotado, monopolizado, extorsionado, exprimido, estafado, robado. Luego, a la menor resistencia, a la primera palabra de queja, ser reprimido, multado, vilipendiado, acosado, perseguido, abusado, golpeado, desarmado, amordazado, ahogado, encarcelado, juzgado, condenado, fusilado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, menospreciado, ultrajado, deshonrado. Ese es el gobierno; esa es su justicia; esa es su moralidad.”
El sentimiento general de este pasaje será apreciado por muchos de los lectores de esta columna. Sin embargo, la idea de que estos abusos son intrínsecos al propio gobierno y no meros ejemplos de abusos cometidos por gobiernos tiránicos… bueno, esa es una píldora más difícil de tragar.
Pero debe comprenderse que el concepto mismo de gobierno se basa en la injusticia. Como el rey Midas pero a la inversa, todo lo que toca se echa a perder porque el gobierno viene a este mundo inmerso en el pecado original de su fundación y las contradicciones lógicas que a todos nos han enseñado a ignorar y que forman la base de su autojustificación. Como explica Lysander Spooner en su obra clásica “Sin Traición“:
“…Dos hombres no tienen más derecho natural a ejercer cualquier tipo de autoridad sobre uno, que el derecho que tiene el uno a ejercer la misma autoridad sobre los dos. Los derechos naturales de un hombre son suyos frente al mundo entero; y cualquier violación de los mismos es un crimen tanto si es cometido por un hombre como si lo es por millones de ellos; tanto si es cometido por un hombre que se hace llamar ladrón (o cualquier otra palabra que revele su verdadera naturaleza) como si lo es por millones que se hacen llamar gobierno.”
La cuestión, pues, no es si tal o cual gobierno o presidente tratará mejor o peor a sus ciudadanos. La cuestión es si tales ciudadanos le deben ninguna obediencia al gobierno. Después de todo, ¿cómo surgieron estos gobiernos? ¿de dónde procede su autoridad sobre la tierra circunscrita por esas fronteras arbitrariamente definidas? ¿por qué deberían los ciudadanos estar sujetos a sus leyes? La simple verdad, el secreto que nunca debe revelarse no sea que derribe los cimientos de nuestra sociedad, es que ninguna persona o grupo de personas, por numeroso que sea, tiene ninguna autoridad legítima para gobernar a ninguna otra persona.
Esto ha sido demostrado de diversas maneras por diferentes escritores a lo largo de los siglos. En “Sin Traición”, el propio Spooner famosamente destruye los argumentos comunes según los cuales la constitución estadounidense reina suprema sobre los ciudadanos del país. Un pensador contemporáneo que ha expuesto este tema de forma clara y concisa es Larken Rose, autor de “La Superstición Más Peligrosa”. Estas ideas las ha articulado brillantemente en videos como “El Pequeño Punto” y la “Plantación Jones”, así como en ensayos como “Mi Desprogramación” donde escribe:
“Al tratar de conciliar contradicciones en mis creencias políticas, me demostré a mí mismo que el “gobierno” NUNCA puede ser legítimo. Nunca puede tener “autoridad”. Independientemente de cuán supuestamente necesaria sea su existencia y nobles sus propósitos, al final me di cuenta de que es absolutamente imposible que alguien pueda adquirir el derecho a gobernar a otros, incluso de forma limitada o “constitucional”.
Hay varias maneras de demostrar esto y todas ellas son sorprendentemente simples. Por ejemplo, si una persona no puede delegar un derecho que no tiene, entonces es imposible que los “gobernantes” tengan derechos que ninguna otra persona tiene. ¿Dónde y cómo se supone que han adquirido esos derechos superhumanos? Es más, a menos que los seres humanos puedan realmente ALTERAR la moral por simple decreto, entonces toda “legislación” es absurda e ilegítima. Si uno acepta el principio de no agresión, entonces el “gobierno” es lógicamente imposible, ya que un “gobierno” sin derecho a gravar impuestos, a regular o a legislar (todo lo cual se basa en amenazas de agresión) no es “gobierno” en absoluto.”
Esto nos lleva, pues, a una clara y simple misión. No se trata de votar a un mejor gobernante. Ni siquiera se trata de rebelarse contra la forma actual de gobierno para sustituirla por otra. Se trata de llevar a cabo la revolución de conciencia necesaria para que las víctimas de la opresión se den cuenta de que no son súbditos de nadie sino seres humanos libres sin la más mínima obligación de obedecer los dictados de ninguna estructura gubernamental. En palabras de Rose:
“Así que ahora me paso gran parte de mi tiempo tratando de persuadir a la gente para que abandonen el culto del estatismo. No abogo la abolición del ‘gobierno’ más de lo que abogo la abolición de Santa Claus. Sólo intento que la gente se de cuenta de que sus percepciones y acciones están profundamente deformadas y pervertidas por su creencia en algo que NO EXISTE ni ha existido nunca. Es por eso que me refiero a la creencia en el “gobierno” y la “autoridad” como “La Superstición Más Peligrosa”. Si la gente abandonara esta superstición, incluso aunque ello no conllevara ningún aumento en su sabiduría y compasión, el estado de la sociedad mejoraría drásticamente. No pretendo ser capaz de hacer que nadie sea más virtuoso, pero a base de indicarles las contradicciones en sus propias creencias, las mismas contradicciones contra las que yo luché durante años, espero ayudar a algunos de ellos a retomar las riendas de sí mismos para que puedan empezar a pensar y actuar como seres racionales y conscientes, en lugar de como el ganado bien entrenado de amos maliciosos.”
Así que, después de todo, la pesadilla que nos acecha no es el “gobierno” sino la creencia del pueblo en la autoridad de cualquier banda de criminales que lleve en su solapa la etiqueta de “gobierno”. A un hombre que cree que sus pronunciamientos son leyes lo llamamos con buen motivo delirante; a un hombre en los salones de “gobierno” que cree lo mismo lo veneramos como un “legislador”. A un ladrón lo castigamos debidamente por privar a los demás de sus posesiones legítimas; a un ladrón que se proclama miembro del “gobierno” lo alabamos por sus hurtos. A un asesino lo despreciamos justamente por quitarle a otros su derecho a vivir; a un asesino que lleva el uniforme del “gobierno” lo consideramos un héroe por derramar la sangre del enemigo. Desmonta el mito de esta autoridad imaginaria y el estatismo se evapora con él.
Según el estatista, las personas son por naturaleza perversas y mentirosas y por tanto algunas de esas personas deben gobernar sobre las demás para impedirles que se dañen y engañen entre sí. Asimismo, la gente tiende a robar y matar, así que debe concederse a cierta gente autoridad para robar y matar de modo que puedan impedir que otros roben y maten.
La absurdidad de esta posición fue expuesta con gran elocuencia por Edward Abbey:
“El anarquismo se basa en la observación de que, dado que pocos hombres son suficientemente sabios para gobernarse a sí mismos, todavía menos son lo suficientemente sabios para gobernar a otros.”
Lo que nos lleva de vuelta al principio. La idea de que cualquier individuo o grupo pueda tener autoridad legítima sobre cualquier otro individuo o grupo en contra de la voluntad de estos últimos (es decir, la idea de “gobierno”) es una fantasía peligrosa. La idea de votar al candidato B porque la forma en que propone gobernarte parece más tolerable que la del candidato A es una omisión fundamental de la consideración anterior. Incluso en el mejor de los casos, en el que votaras al candidato B y éste ganara las elecciones (aun y suponiendo que el presidente tuviera poder real y no fuera una marioneta comprada por las élites bancarias y empresariales), aun y así seguirías siendo un esclavo. El hecho de que tú voluntariamente te pongas las cadenas alrededor de tu cuello no cambia la naturaleza de la relación.
En palabras de Spooner:
“El principio de que la mayoría tenga derecho a gobernar a la minoría se convierte en la práctica en una lucha constante entre dos facciones para establecer quienes serán los amos y quienes serán los esclavos. Por mucha sangre que se derrame, esta lucha nunca podrá zanjarse mientras existan hombres que se nieguen a ser esclavos.”
En eso consisten en última instancia las (s)elecciones: quienes serán los amos y quienes serán los esclavos. Y es por eso que el poder real del individuo consiste en negarse a ser un esclavo y negarse a aceptar la noción de que votar a unos amos más amables es la respuesta a los abusos que sufre.
Votar al candidato B no es la solución. Nuestro verdadero poder se basa en no colaborar con los dictados de las supuestas autoridades y la mejor elección imaginable es aquella en la que nadie se presenta a votar.
Publicado originalmente el 18 de abril de 2015. Traducido del inglés por Francesc Garcia-Gonzalo. El artículo original se encuentra aquí.