La dieta aprobada por tu gobierno te puede matar

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¿Hay una mayor tragedia imaginable que que, en nuestro intento consciente de construir nuestro futuro de acuerdo con altos ideales, debamos en realidad producir involuntariamente exactamente lo contrario de aquello por lo que hemos estado luchando?  – F.A. Hayek

La mayoría “sabemos” que comer demasiada grasa saturada (que incluye carne roja, productos lácteos y huevos) aumenta los niveles de nuestro colesterol y nos pone en riesgo de enfermedades coronarias. Ya que estamos en ello, deberíamos recortar también la sal. Estas lecciones se refuerzan en nuestras clases sobre salud y en lo que los medios de comunicación nos han estado contando durante décadas. Después de todo, este es el consenso reflejado en las “Dietary Guidelines for Americans”, publicadas  por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA, por sus siglas en Inglés) y respaldadas por una sólida ciencia objetiva de los National Institutes of Health (NIH). Como reafirmación añadida, la Food and Drug Administration (FDA)  usará su autoridad regulatoria para acabar con las grasas trans, el peor villano de todos.

A pesar de la aparición de un frente aparentemente unido en la guerra contra la obesidad, una aguda disidencia sobre la política sensata de nutrición está bullendo silenciosamente por debajo de la superficie. Puede ser una señal de los tiempos que oposiciones a lo fundamental hayan pasado al frente y se estén haciendo cada vez más aceptadas. Un creciente número de científicos están expresando un escepticismo público hacia las indicaciones oficiales del gobierno federal respecto de las dietas bajas en sal. Ya en febrero de este año, el panel más importante de nutrición del gobierno eliminó su advertencia de casi cuarenta años sobre restringir la ingesta de colesterol y concluyó a regañadientes que “las evidencias disponibles no muestran ninguna relación apreciable entre el consumo de colesterol en la dieta y el colesterol” en la sangre.

Se destruye en consenso sobre salud

En uno de los artículos de opinión más compartidos del Wall Street Journal de 2014, la periodista de investigación Nina Teicholz  lanzó el guante sobre las instrucciones ortodoxas de dieta sobre las grasas:

“La grasa saturada no causa enfermedades cardiacas”, o eso concluía un gran estudio publicado en marzo en la revista Annals of Internal Medicine. ¿Cómo puede ser? La misma piedra angular del consejo dietista durante generaciones ha sido que las grasas saturadas en la mantequilla, el queso y las carnes rojas deberían evitarse porque atascan nuestras arterias. Para muchos estadounidenses preocupados por la dieta, es simplemente su segunda naturaleza preferir el pollo al solomillo, el aceite de colza a la mantequilla.

Sin embargo, las conclusiones del nuevo estudio no deberían sorprender a nadie familiarizado con la ciencia nutricional moderna. El hecho es que nunca ha habido evidencias sólidas de la idea de que esas grasas causen enfermedades. Solo creemos que es así porque la política de nutrición se desvió en el último medio siglo por una mezcla de ambición personal, mala ciencia, política y partidismo.

Teicholz desarrolla su tesis en su revelador libro superventas The Big Fat Surprise: Why Butter, Meat and Cheese Belong in a Healthy Diet. Con más de 100 páginas de notas al pie y una extensa bibliografía, está claro que Teicholz ha hecho sus deberes. En su investigación de nueve años, revisó extensamente la literatura científica y entrevistó a muchos de los personajes clave en el gobierno, el sector privado y los grupos de defensa que desempeñaron papeles fundamentales a la hora de redactar la política nutricional oficial. Aunque mucha gente podría estar tentada de acusar a “los perversos intereses de las grandes alimentarias”, Teicholz  acaba descubriendo que la “fuente de nuestro erróneo consejo dietista (…) parece provenir de expertos en algunas de nuestras instituciones de mayor confianza buscando lo que creían que era el bien público”.

El auge del experto público

Los estadounidenses con conciencia cívica están generalmente familiarizados con la famosa advertencia de Dwight D. Eisenhower en su discurso de despedida de “guardarse contra la adquisición de influencia injustificada (…) por parte del complejo industrial-militar”. Pero hay otro pasaje que merece una atención igual, si no mayor. Con el telón de fondo de la Guerra Fría, numerosos intelectuales fueron reclutados para convertirse en parte del Leviatán, silenciando su papel apropiado como críticos del poder:

Hoy, el inventor solitario, trabajando en su taller, se ha visto eclipsado por fuerzas de trabajo de científicos en laboratorios y campos de pruebas. De la misma manera, la universidad libre, históricamente el manantial de ideas libres y descubrimiento científico, ha experimentado una revolución en la realización de la investigación. Parcialmente debido a los enormes costes afectados, un contrato público se convierte prácticamente en un sustitutivo de la curiosidad intelectual. (…) La perspectiva de dominación de los intelectuales de la nación por empleo federal, asignación de proyectos y el poder dinero siempre está presente y ha de considerarse algo grave.

Aun así, con respecto a mantener la investigación y los descubrimientos científicos, cosa que deberíamos hacer, debemos también estar alerta ante el peligro igual y opuesto de que la propia política pública pueda convertirse en cautiva de una élite científico-tecnológica.

No hay mejor ejemplo de “política pública (…) [convirtiéndose] en cautiva de una élite científico-tecnológica” que lo que ocurrió con la investigación en nutrición y las políticas sanitarias. Paradójicamente, la historia de cómo  la grasa saturada se demonizó empezó en los años de Einsehower. Después de que el presidente Eisenhower sufriera un ataque cardiaco, los políticos de Washington se alarmaron por la enfermedad que estaba repentinamente atacando a la élite gobernantes. Después de ponerse en modo crisis “¡Hagan algo!”, no tardaron en caer bajo el influjo de expertos que ofrecían respuestas sencillas. Una de esas personas fue el Dr. Ancel B. Keys, el originador de la hipótesis de que las grasas saturadas causan enfermedades cardiacas. Keys iba a ejercitar quizá la mayor influencia en la “historia de la nutrición” a través de su dominio profesional y personal.

Los oponentes a la hipótesis de la enfermedad cardiaca por grasas saturadas incluían a los científicos ilustres George V. Mann y E.H. “Pete” Ahrens, que expresaron muchas críticas legítimas. Pero al final, no fueron rival para los cambios sin precedentes impuestos por Keys y su secuaz Jeremiah Stamler. A través de sus esfuerzos, estos dos hombres y sus defensores borraron las líneas entre investigación objetiva y defensa política. No se tardó mucho en hacer que los investigadores nutricionistas más escépticos fueran intimidados para someterlos, relegados al margen o ahogados, ya que el zeitgeist acabó cambiando a favor de la hipótesis y las soluciones preferidas de Keys.

Dogma es una palabra que normalmente se asocia con religiones fundamentalistas. Pero, por desgracia, ni siquiera los científicos que están supuestamente educados para pensar crítica e independientemente son inmunes la pensamiento grupal, las tentaciones ofrecidas por el prestigio político y los límites de lo que es “aceptable” dictados por la financiación. A pesar de los defectos de diversos estudios que aparecieron para probar un sólido respaldo científico, la hipótesis de la enfermedad cardiaca por grasas saturadas se convirtió en dogma cuando fue formalmente institucionalizada dentro de las burocracias de la salud pública del gobierno del EEUU. Esto pasó gracias a la incansable defensa de Keys  y las relaciones íntima que este estableció con la American Heart Association (AHA). La influencia de la AHA sobre la política nutricionista no puede despreciarse. De hecho, la “AHA y los NIH eran fuerza paralelas y entrelazadas desde el principio”. Con las dos grandes organizaciones responsables de establecer el programa y distribuir millones en fondos de investigación cardiovascular, fue cada vez más difícil “invertir el rumbo y tener otras ideas”, incluso aunque la hipótesis de la enfermedad cardiaca por grasas saturadas continuara decepcionando porque “se había convertido en un asunto de credibilidad institucional”.

El Congreso y las “grandes alimentarias”

Para empeorar las cosas, el Congreso se vio directamente implicado durante la década de 1970 en la cuestión de lo que tendría que comer el pueblo estadounidense. Teicholz explica cómo la cultura de Washington permitió que las malas ideas arraigaran y se mantuvieran atrincheradas (como puede atestiguar cualquier que haya trabajado allí):

Con sus gigantescas burocracias y obediente cadenas de mando, Washington exactamente lo opuesto al tipo de lugar en el que el escepticismo (tan esencial para la buena ciencia) pueda sobrevivir. Cuando el Congreso adoptó la hipótesis de la dieta del corazón, la idea ganó ascendiente como un dogma omnipresente e irrefutable y, a partir de entonces, no había prácticamente vuelta atrás.

Fabricantes y cabilderos de las grandes alimentarias acudieron a Washington y crearon la Nutrition Foundation para canalizar millones en investigación y así fueron “capaces de influir en la opinión científica al irse formando esta”. No es sorprendente que “la promoción de comidas basadas en carbohidratos, como cereales, panes, galletitas y aperitivos fuera exactamente el tipo de dieta aconsejada que favorecían las grandes empresas alimentarias”. Estas comidas acabaron recibiendo encendidos apoyos de la élite nutricionista oficial pública. A pesar de lo que algunos podrían esperar, los intentos de cabildeo de los intereses cárnicos y lácteos palidecían en comparación. Carbohidratos y grasa polinsaturadas (aceites vegetales) fueron abrumadoramente favorecidos frente a las grasas saturadas. El consumo de carne roja se vio crecientemente demonizado al supuestamente destacar nuevos estudios consecuencias perjudiciales para la salud. Los movimientos ecologistas de izquierdas también ganaron fuerza en este tiempo. En nombre de las “sostenibilidad”, estas campañas y sus defensores reclamaban la reducción, si no la completa eliminación, de la carne de la dieta.

Los datos no dicen lo que el Congreso cree que dicen

A  lo largo del libro, Teicholz revisa la literatura científica examinando críticamente los datos en bruto, no sumarios o resúmenes ejecutivos (las únicas secciones que la mayoría de políticos e investigadores por igual leen alguna vez) y apunta repetidamente diversos defectos metodológicos y limitaciones. En particular, se preocupa de destacar que los estudios epidemiológicos solo pueden mostrar una relación entre dos elementos, pero “no podrían establecer ninguna relación casual”. Solo pruebas clínicas cuidadosamente controladas podrían establecer la causa. Sorprendentemente, casi todos los primeros estudios que se citaron para apoyar la hipótesis de Keys eran epidemiológicos. El famoso Estudio de los Siete Países, dirigido por el propio Keys, era un estudio epidemiológico que parecía demostrar una fuerte correlación entre consumo de grasa saturada  y muertes por enfermedades coronarias en poblaciones internacionales. Teicholz apunta muchas variables confundidas, como el hecho de que Keys examinara la región mediterránea tras la Segunda Guerra Mundial. Durante este periodo, la gente esta empobrecida y seguía dietas anormales. Además, Teicholz  revela que Keys realizó algunas de sus encuestas durante vigilia (¡sin carne para los fieles!) junto con algunos escandalosos ejemplos de escogida de datos para que se ajusten a su explicación favorita. Otros estudios importantes sufrían todos de los mismos defectos. El Framingham Heart Study anunciaba originalmente que un alto colesterol total era un predictor fiable de una enfermedad coronaria, pero un estudio de seguimiento treinta años después ponía en cuestión esos resultados. ¡El Estudio del Servicio Civil Israelí decía que adorar a Dios rebajaba el riesgo de tener un ataque al corazón! Incluso con sus debilidades, estos estudios se citaban repetidamente y la idea de que la grasa saturada lleva a enfermedades coronarias continuó prosperando en el conocimiento convencional.

Al haber estudiado antropología, me encantó que Teicholz destacara flagrantes “paradojas” extrayendo varios ejemplos de poblaciones indígenas que comían casi solo carne y grasa animal, como los inuit y los masai y aun así prácticamente no tenían registrados casos de enfermedades coronarias, obesidad o cualquier de las enfermedades crónica de la civilización occidental (esto es, antes de que añadieran azúcar y carbohidratos refinados a su dieta). En sus análisis de las pruebas clínicas que se suponía que establecerían causa y efecto, señalaba una perturbadora advertencia que aparecía repetidamente, pero se ocultaba a menudo: seguir dietas bajas en grasas saturadas no extendía la esperanza de vida general. Hablando de pruebas clínicas, merece la pena mencionar la Women’s Health Initiative (WHI), que abarcó 49.000 mujeres en 1993 y trataba de validar los beneficios de una dieta baja en grasas de una vez para siempre. He aquí los decepcionantes resultados finales, resumidos por Teicholz:

Después de una década de comer más frutas, verduras y cereales integrales al tiempo que se reducía la carne y la grasa, estas mujeres no solo no consiguieron perder peso, sino que no se vio ninguna reducción significativa ni de enfermedad coronaria ni de cáncer de ningún tipo. WHI fue la prueba más grande y larga nunca realizada sobre la dieta baja en grasas y los resultados indicaron que la dieta sencillamente había fracasado.

Al irse acercando Teicholz al estado actual de cosas, cita la obra del premiado periodista científico Gary Taubes y a unos pocos valientes investigadores heterodoxos, incluyendo a Stephen D. Finney y Jeff S. Volek, que desafiaron el tabú contra la carne roja y la grasa. Gracias a artículos de perfil alto en Science y el New York Times, así como un libro completo, Good Calories, Bad Calories, Taubes fue más responsable que nadie de reabrir el debate de que los carbohidratos, no la grasa, son los originadores de la obesidad y otras enfermedades crónicas. Incluso aunque más gente hoy es consciente de los efectos perjudiciales de consumir altas cantidades de carbohidratos y azúcares refinados, el daño permanente se ha hecho gracias a la predisposición permanente hacia la hipótesis de la enfermedad coronaria debida a la grasa saturada. Los políticos oficiales adoptaron esta opinión, los grupos defensores añadieron combustible al fuego y restaurantes y cafeterías alteraron sus menús. Millones de estadounidenses cambiar sus patrones alimenticios y evitaron carne, queso, leche, crema y mantequilla. Al final, los resultados no son agradables:

Medido solo por muerte y enfermedad, y sin incluir los millones de vidas perjudicadas por el exceso de peso y la obesidad, es muy posible que el curso del consejo nutricional de los últimos sesenta años se haya cobrado un peaje sin paralelos en la historia humana. Ahora resulta que desde 1961, toda la población estadounidense ha estado, en realidad, sometida a un experimento masivo y los resultados ha sido claramente un fracaso. Todo indicador fiable de buena salud se ve empeorado por una dieta baja en grasa. (…) A pesar de los más de dos mil millones de dólares de dinero público gastados en tratar de demostrar que rebajar la grasa saturada impediría ataques al corazón, la hipótesis de la dieta del corazón no se ha sostenido.

Al final del libro, parece muy claro que casi todo lo que nos dijo el Tío Sam acerca de los “peligros” de la grasa saturada es completamente erróneo. Dicho esto, es el momento de derribar la pirámide guía de la alimentación del USDA. Dejemos que la exposición de  Teicholz sirva como advertencia cuando a los cruzados políticos y sus aliados burocráticos se les permita forzar soluciones de arriba abajo sobre todos sin que sean nunca responsables de sus errores, por muy groseros que sean.


Publicado originalmente el 22 de mayo de 2015. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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