Gasto público en “innovación”: El verdadero coste es más alto de lo que se cree

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tech3La catedrática de la Universidad de Sussex, Mariana Mazzucato, está consiguiendo titulares con su libro de 2013, The Entrepreneurial State, que argumenta que es el gobierno, y no el sector privado, el que dirige en definitiva la innovación tecnológica. En una serie de casos de estudio de tecnología informática, farmacia, biotecnología y otros sectores, argumenta que laboratorios y agencias públicas son los principales responsables del descubrimiento y desarrollo fundamentales y de alto riesgo que hacen posibles dichas tecnologías, con los empresarios con ánimo de lucro saltando solo después, después de que se ha llevado a cabo el trabajo difícil.

Es un argumento muy viejo, hábilmente resucitado en los escritos de Mazzucato (y en una popular presentación TED). ¿Recordáis el comentario “no construiste eso” del presidente Obama a los empresarios durante su campaña presidencial de 2012? “Alguien invirtió en carreteras y puentes. Si tienes un negocio, no construiste eso. Otro hizo que ocurriera. Internet no se inventó sola. La investigación pública creo Internet para que todas las empresas pudieran ganar dinero de Internet”.

La visión de que los actores privados son miopes y que solo el gobierno puede permitirse (o está dispuesto) a hacer la inversiones pacientes de alto riesgo a largo plazo en investigación y desarrollo necesarias para el progreso tecnológico está en todos los libros de texto de economía básica. Incluso economistas que son generalmente favorables a los mercados libres y el gobierno limitado dirían que sí, que el mercado es bueno para producir zapatos o camiones o computadoras portátiles, pero no puede proporcionar investigación básica: es un “bien público” que solo puede proporcionar el gobierno. El New York Times opinaba recientemente:

Las innovaciones fundamentales como la energía nuclear, la computadora y el avión moderno fueron todas impulsadas por un gobierno estadounidense ansioso por derrotar a las potencias del Eje o, más tarde, ganar la Guerra Fría. Internet fue diseñada inicialmente para ayudar a este país a resistir un intercambio nuclear y Silicon Valley tuvo sus orígenes en los contratos militares, no en las start-ups de los medios sociales empresariales actuales. El lanzamiento soviético del satélite Sputnik estimuló el interés estadounidense por la ciencia y la tecnología, en beneficio de un posterior crecimiento económico.

Hay varios problemas con este tipo de argumento. Primero, confunde innovación tecnológica (que impresiona a los ingenieros) con innovación económica (valiosa para los consumidores). Segundo, confunde beneficio bruto y neto: por supuesto, cuando el gobierno hace X, tenemos más X, ¿pero es eso más valioso que la Y que pudimos tener en otro caso? (Frédéric Bastiat, llame a su oficina). Tercero, confunde tratamiento y efectos de selección del gasto público: el gobierno normalmente financia proyectos científicos que se hubieran llevado a cabo de todas maneras, de forma tal que un beneficio principal del gasto público en ciencia o tecnología es aumentar los salarios de los trabajadores en ciencia y tecnología. Cuarto, como han apuntado escritores como Terence Kealey, si se miran con cuidado los detalles de los tipos de programas alabados por el Times, se descubre que son manifiestamente ineficientes, ineficaces y potencialmente dañinos.  (Kealey ofrece aquí una potente crítica de las opiniones concretas de Mazzucato).

¿La guerra dirige la innovación?

Es útil ilustrar estos puntos considerando el argumento concreto de que la guerra es una fuente importante, e incluso necesaria, de progreso científico, porque las tecnologías desarrolladas por el estado para librar guerras tienen a menudo usos civiles importantes. La innovación en un beneficio colateral de la guerra, dicen los defensores de esta.

Lo libros de texto de ciencias sociales también suponen que la guerra estimula la innovación y señalan que la fabricación a gran escala de penicilina, por ejemplo, y el desarrollo del nailon y los aerosoles se produjeron durante la Primera Guerra Mundial. Pero eso no es nada comparado con los muchos beneficios de la Segunda Guerra Mundial, se nos dice, que nos trajo beneficios que van de la energía atómica a los motores a reacción y los primeros dispositivos informáticos del mundo, que se desarrollaron para romper los código “enigma” nazis. Además, innovaciones clave en la práctica de la gestión aparecieron en la Segunda Guerra Mundial, se nos recuerda, incluyendo de técnicas de gestión usadas para mejorar logística, adquisiciones e investigación de operaciones.

La Segunda Guerra Mundial cambió también la naturaleza de la investigación científica. Después de la guerra, laboratorio a gran escala financiados federalmente y dedicados a las aplicaciones prácticas para la nueva investigación reemplazaron a los pequeños laboratorios académicos que habían existido antes de la guerra. Naturalmente, estos nuevos laboratorios se dirigieron a producir las nuevas tecnologías que quería el gobierno federal y los científicos acudieron a estos trabajos y nuevas instalaciones bien financiadas.

Es verdad que muchas (aunque no todas) estas tecnologías se desarrollaron (normalmente no se inventaron, sino mejoraron) por parte de científicos del gobierno trabajando en proyectos militares. Sin embargo permanece la pregunta de si este modelo de innovación beneficia o no a la sociedad en su conjunto. ¿Es este un “lado bueno” de la guerra?

“Crowding Out” y política delos grupos de interés

La respuesta es no, por múltiples razones. Primero, si miramos cuidadosamente cada uno de estos casos, descubrimos que el gobierno fue normalmente ineficiente, eligió malas tecnologías que hicieron un efecto de “crowding out” de otras financiadas privadamente y llevó la inercia de la investigación en direcciones que probablemente el sector privado nunca habría respaldado.

Pero hay un problema teórico más básico con la afirmación de que la investigación militar no da nuevas grandes tecnologías que no tendríamos en caso contrario.

Es indudablemente cierto que los gobiernos gastan dinero en construir o hacer cosas que de otra forma no se habrían construido o hecho. Pero esto no es necesariamente algo bueno.

Tomemos por ejemplo las pirámides de Egipto. Si no hubiera habido faraones al frente de un enorme presupuesto, con la capacidad de movilizar enormes cantidades de recursos (incluida la mano de obra) no habría pirámides. ¿Pero fueron las pirámides buenas sin ambages para el pueblo de Egipto? No lo fueron, por supuesto, y las pirámides fueron simplemente monumentos para el poder del faraón y la religión estatal. Hasta hoy, los gobiernos se construyen monumentos a sí mismos constantemente, ya sean estatuas enormes o bombas atómicas. Es verdad que sin el gobierno federal podríamos no tener el Lincoln Memorial. ¿Es eso un argumento a favor del gobierno?

Pirámides y estatuas son casos del estado produciendo un bien que probablemente no se habría producido en forma alguna por el sector privado, pero incluso en casos en que el gobierno desarrolla bienes y tecnologías privados, los efectos distorsionadores sobre el resultado final de la investigación y desarrollo pueden ser importantes.

Podemos ver estas distorsiones en los efectos de la obra de Vannevar Bush, el iniciador del Proyecto Manhattan. Bush era el presidente del Comité de investigación de la Defensa Nacional (NDRC, por sus siglas en inglés) y posterior director de la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico (OSRD, por sus siglas en inglés), en la Segunda Guerra Mundial.

Bush quería un sucesor en tiempo de paz de la OSRD e impulsó la creación de la National Science Foundation, que se creó en 1950. La NSF fue polémica (una propuesta fue vetada por Truman en 1947), debido a la falta de control. Un personaje clave fue el senador Harley Kilgore, de Virginia Occidental, que se opuso inicialmente al plan de Bush de distribuir el dinero entre universidades (prefería que el gobierno poseyera los laboratorios) pero posteriormente aceptó el modelo de Bush. Como lo describe Kealey, el objetivo de Kilgore no era generar nuevo conocimiento. Más bien,

Kilgore quería crear una reserva de personal formado científicamente que pudiera movilizarse para fines estratégicos. (…) Por tanto, la National Science Foundation fue creada en 1950, en el mismo año (y por las mismas razones) que el Consejo de Seguridad Nacional.[1]

Unos pocos investigadores han reconocido los efectos potencialmente dañinos de esta aproximación. Lo más conocido es la “tesis de la distorsión” del historiador Paul Forman, que sostiene que las preocupaciones de seguridad de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría distorsionaron el camino de las ciencias físicas.

Aplicada a la tecnología, está la tesis del “crowding out”, asociada sobre todo a Seymour Melman, que mantiene que, durante la Guerra Fría, la I+D comercial se vio desplazada por la I+D financiada por el gobierno. Resumida por el distinguido historiador de la tecnología David Hounshell,

Investigación, desarrollo y fabricación para un solo cliente (el estado de seguridad nacional o el ejército) llevó a las empresas y a sectores enteros a una especie de atracción fatal, que acabó socavando su capacidad de competir en la economía global en la que los consumidores tenían deseos muy distintos de los de los militares; las “derivaciones” de los proyectos militares en la economía civil sencillamente nos compensaban los inconvenientes de depender de los contratos militares.

De nuevo la falacia de la ventana rota

Vemos de nuevo la relevancia de la falacia de la ventana rota de Frédéric Bastiat. Esto es, las instituciones de investigación y desarrollo creadas y sostenidas por el gobierno son como la hoja de vidrio en la ventana rota. Vemos que se repara, pero no podemos ver lo que se habría producido con esos mismos recursos si el cristal no se hubiese roto.

Igualmente, vemos lo que producen los científicos del gobierno produciendo I+D para el estado, pero no vemos cosas que hubiéramos tenido si el mercado hubiera podido funcionar en ausencia de un gigantesco gobierno militarista.

No cabe duda de que el gasto militar tuvo un efecto importante sobre la innovación tecnológica. ¿Pero fue bueno? El gasto militar distorsiona los trabajos de científicos e ingenieros y los redirige a proyectos concretos, que no necesariamente generan beneficios a los consumidores.

La I+D financiada militarmente, como todos los proyectos financiados públicamente, no tiene que pasar ningún tipo de test del mercado, así que no hay manera de saber si es realmente beneficiosa para los consumidores. No podemos confiar en los juicios de los científicos e investigadores públicos para decir cuáles son las “mejores” tecnologías. ¿Recordáis el Betamax? Los expertos nos dijeron que la tecnología Betamax era superior a las cintas VHS desde un punto de vista ingenieril. Aun así, al final, VHS resultó ser económicamente superior en el sentido en que los consumidores acabaron eligiendo VHS por encima de Beta. Betamax suspendió el examen del mercado a pesar de su tecnología supuestamente superior.

Hoy, cuando vemos empresas privadas como Google, Apple y Facebook y nos maravillamos con sus innovaciones, deberíamos recordar que estas compañías están constantemente sometidas a los exámenes del mercado y que los bienes y servicios que innovan deben ser aceptados por los consumidores para ser rentables. Cuando tienen éxito, sabemos que están creando valor para la sociedad porque los consumidores han elegido sus productos y servicios por encima de otros.

El éxito, para investigadores e ingenieros financiados públicamente, por el contrario, significa ganar concesiones y contratos y conseguir más dinero del contribuyente, que tiene poco que decir en lo que se consigue.

La realidad es mucho más complicada que los mitos repetidos por quienes afirman que muchas de las tecnologías e innovaciones que ahora valoramos se produjeron únicamente por el gobierno. Sin embargo la realidad histórica no disminuye la facilidad con la que Obama y otros partidarios del gasto público pueden señalar innovaciones como Internet y las autopistas interestatales y decir “no construiste eso”. Solo podemos especular sobre lo que podía haberse producido si se hubiera permitido funcionar  al mercado. Igualmente, aún podemos ver hoy las pirámides y maravillarnos por la innovación que supuso su construcción, pero, por desgracia, hace mucho que se olvidaron la riqueza y el trabajo robados a los egipcios normales para construirlas.

[1] Economic Laws of Scientific Research, p. 154.


Publicado originalmente el 15 de junio de 2015. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.