Veo películas del Oeste

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LoneRangerOnTV[Este artículo está extraído del capítulo 16 de Out of Step (1962)]

Mi esposa asegura que debe haber un toque de sadismo en mi inconsciente; de otra manera por qué debería estar viendo esas “películas de tiros”, como las llama. Puede que tenga razón, porque cuando piensa en cambiar el dial cuando hay una película del Oeste en pantalla, yo siento la tentación de mutilarla.

Otro psicólogo aficionado es un poco más indulgente en su diagnóstico de mi caso: dice que mi adicción a películas de vaqueros es una evidencia de un retraso mental. Puede que haya algo, ya que cuando reflejo lo sustancial de estos dramas de sangre y trueno me doy cuenta de que no hay nada en ellos salvo entretenimiento. No añaden nada a mi fondo de conocimiento y están singularmente faltos de “mensajes”. Creo que me gusta verlas por esa misma razón: mi mente parece tener una alergia a los problemas que preocupan a la gente socialmente consciente, lo que prueba mi “juvenilismo”, supongo.

Y aún así, como dice el dicho, todo es relativo. Si me gustan las películas del Oeste por mi falta de equitación mental, ¿qué tipo de programas de TV gustan a quienes están mejor equipados? ¿Qué ve la supuesta audiencia madura? Analizándolo, encuentro que tienen debilidad por el discurso político. Nunca pierden la oportunidad de escuchar (y ver la cara) al presidente, un congresista o incluso el alcalde del pueblo. Quienquiera que se califique de “ilustrísimo” ganará su atención y cuando haya dedo su discurso u obiter dictum se deleitarán en analizar su sabiduría oratoria o en discutir su significado oculto. Ya haya expresado su opinión en asuntos exteriores o interiores, ellos tienen sus opiniones de su opinión y luego escuchan la opinión sobre el discurso dada por los comentaristas de las noticias para refrendar su propia opinión.

Encuentro también que lo siguiente en orden de preferencia para estas personas maduras es un debate de problemas sociales y políticos de actualidad, particularmente si los participantes son notables por su erudición. Les encantan los debates.

Ahora, reconozco cierto reconocimiento de este tipo de programa. La urbanidad me ha obligado a veces a sufrir los discursos políticos y la palabrería profesoral. Pero si tengo el control del dial, la clasificación de dichos programas normalmente se reduce a una. Eso es suficiente prueba de mi inadecuación, sin duda. Por otro lado, ¿puede ser que las bobadas de la oratoria política y la falsedad que caracteriza la discusión de los asuntos públicos estén a la par con el sinsentido de las películas del Oeste que adoro? Si es así, entonces el tiempo y atención dedicados a estos programas por gente con pretensiones de intelectualidad refuta estas pretensiones. ¿Puede ser que esta gente, y no yo, sufra de juvenilismo?

En apoyo de mi solicitud de medición de madurez, apunto que mis películas del Oeste no me engañan. Sé que los caballos no pueden correr tan rápido como lo hacen en la pantalla y sospecho que las increíbles carreras se aceleran con algún truco en las cámaras. El barranco en el cuelga la heroína en peligro probablemente no sea más de diez centímetros más alto que ella y el océano al que caería y del que le rescata el héroe es solo un tanque en el estudio. También, incluso si me emociono con el desarrollo de la trama, sé que en exactamente 30 minutos (con tiempo para los anuncios) el chico “bueno” superará al “malo” y la justicia triunfará. ¿Entonces por qué veo películas del Oeste? Porque encuentro la acción entretenida y divertida, lo que prueba mi juvenilidad.

Luego puede que haya otra razón para mi parcialidad por las películas del Oeste. Los personajes son tipos duros, capaces de valerse por sí mismos bajo todo tipo de condiciones adversas y sin pedir ayuda a nadie. Solo los “vagabundos” preguntarán el precio de una bebida y esos personajes se ven con desprecio. Pero los colonos no reclaman el “derecho” a ser apoyados por la sociedad y se las arreglan con sus propios medios. Representan el tipo de personaje que se ha pasado de moda en este país y aún así es el tipo de carácter que todos nos gustaría tener. Las historias son de buenos y malos, sin sobras psicológicas, en las que el delito se ve invariablemente castigado. Los criminales aceptan su castigo como hombres, no alegando nunca “locura temporal” para justificar sus delitos y nunca hay ningún indicio de rareza psicológica en los guiones. Nadie trata de “animar” a su vecino, nadie psicoanaliza a nadie, nadie predica “unidad”. Todos son tenaces, confiados y responsables. Incluso el elemento criminal (ladrones, jugadores y asesinos) actúan con audacia y pagan la pena, cuando se les atrapa, como hombres. El televidente se identifica con el héroe, odia al villano y grita cuando este último recibe un tiro.

Comparen esto con la charlatanería de la pontificación política en pantalla. El político que hay tras el micrófono no está interesado en transmitir conocimientos a su audiencia, solo en crear una “imagen”. Por tanto, tras asegurar eterna antipatía hacia el pecado, procede con medias verdades y miente abiertamente para convencer a su audiencia de su sabiduría y su inquebrantable devoción por el deber. Su propósito es imprimir en quienes le oyen el hecho de que es el hombre indispensable, el gladiador luchando por el interés del “pueblo”, el caballero de brillante armadura que batalla las fuerzas del mal. ¿Cuál es el propósito de su discurso (escrito por un “negro”)? Ganar votos. Si cree que su audiencia consiste principalmente en hombres trabajadores, le dirá cómo lucha por los hombres que trabajan duro y contra los “intereses”. Si está dirigiéndose a los votos de los profesores, destacará lo que éstos quieren oír. Para los granjeros tiene otro tipo de discurso. Y al empresario le calma con promesas de rebajar impuestos. Y así sucesivamente.

La mente del político fue descrita por Maquiavelo hace varios siglos y no ha pasado nada desde entonces que mejore o cambie el panorama. ¿Entonces qué ganamos escuchándole? Ciertamente no sabiduría, ciertamente no verdad, ciertamente no conocimiento, salvo que, en realidad, uno esté interesado en conocer cómo actúa, igual que alguien podría estar interesado en saber cómo hace sus trucos un mago. Tomar un discurso político con cualquier consideración serie es, creo, igual que la creencia de un niño en cuentos de hadas, es decir, una señal de inmadurez.

Escuchar debates es igualmente tonto. Se ve cuando nos fijamos en las condiciones de la actuación. Cuatro hombres y un moderador se dedican a exponer su opinión sobre un asunto que no puede tratarse en menos que un libro de buen tamaño. Tienen 30 minutos para discutir el asunto. Con el tiempo de la publicidad y los comentarios del moderador, cada uno de los intervinientes tiene como mucho cinco minutos para exponer sus ideas. Pero el moderador no puede permitir discursos de cinco minutos: eso aburriría a la audiencia. Así que interrumpe frecuentemente para dar paso a otro interviniente y acaba quedando solo un minuto para cada hombre, varias veces durante la media hora, para hacer comentarios. ¿Qué puede hacer en un minuto? Nada salvo cosas ingeniosas, hacer alguna puntualización para demostrar lo mucho que sabe sobre la materia en discusión o poner a los demás en desventaja No puede haber ninguna continuidad en la discusión, ni desarrollo ordenado del tema, solo una batalla de ingenio. Pero lo que se pretende es dar a la audiencia el beneficio de la sabiduría de los cuatro intervinientes o alimentar el pensamiento sobre un asunto importante. Si el televidente tiene en buena consideración a los intervinientes y continúa la discusión basándose en lo que ha oído, son como niños jugando a las casitas.

Las materias objetos de debate normalmente caen en uno de dos tipos: algo que afecta un país extranjero o una política doméstica. Como la mayoría de los televidentes nunca ha estado en un país extranjero o saben poco acerca de él más allá de lo que lean en el periódico, cualquiera puede ser calificado como experto. Los intervinientes normalmente son corresponsales cuyo conocimiento del país se ha obtenido al residir dos días o dos semanas en él, durante los cuales hablaron con una serie de directores de periódicos locales y cargos públicos y volver con una libreta llena de impresiones obtenidas: esto les hace expertos sobre cualquier cosa, de la economía de la nación a su estado político. Normalmente los corresponsales llevan consigo en su visita ciertos prejuicios del país y buscan la confirmación de estos prejuicios. Eso es lo que obtenemos del debate.

Si se discute un asunto doméstico, probablemente obtendremos una opinión sobre el asunto llena de prejuicios. Si el moderador es un “liberal” (normalmente lo es) tendrá tres intervinientes de su cuerda contra un conservador. La única posibilidad para el conservador es ser rudo, interrumpir a sus adversarios, no admitir nada y negar todo. Si es lo más mínimamente respetuoso con la reglas de una discusión ordenada, se verá abrumado por las cifras y el moderador saldrá ileso con lo que pretendía desde el principio. Podría ser divertido ver esa actuación, por el puro placer de ver un combate de esgrima, pero dar a la discusión cualquier consideración es una tontería: es, en resumen, infantilismo.

Volviendo a mis películas del Oeste, soy completamente consciente del hecho de que solo son tangencialmente históricas y no las veo para aprender nada acerca de la historia real del Oeste. Los hechos acerca del “salvaje y sin ley” se han registrado en muchos libros, completamente documentados y la imagen que presentan es bastante diferente de cualquier cuento estilizado en televisión. Por ejemplo, los forajidos no tenían en realidad un código de honor, como se ve en la tele, sino que eran sucios, corruptos, indecentes, disolutos y nada románticos como nuestros propios delincuentes juveniles. Y, como nuestros delincuentes, eran todos un grupo de cobardes, sin dar nunca una oportunidad al ingenuo: dispararían a un hombre por la espalda y matarían a mujeres si hiciera falta. En la pantalla su comportamiento se excusa a veces por “malas experiencias”, a pesar de que nuestros psicólogos acostumbran a atribuir las mentes alteradas de delincuentes a una educación desafortunada: pero la historia revela que simplemente eran malos, íntimamente malos.

Los hombres de la ley de la época estaban solo un poco por encima de los forajidos (normalmente eran forajidos “reformados” que frecuentemente recaían). El idealismo que los guionistas atribuyen a los hombres de ley es pura ficción. Las películas del Oeste que hablan de sheriffs colaborando con forajidos son históricamente más correctas que las que les retratan como ejemplos de vida noble. Incluso el “tipo decente” del Oeste (incluyendo comerciantes, alcaldes y banqueros) no dejaba de realizar algo de cuatrerismo , apropiación de tierras y estafas “legales”: el mal de algo por nada era entonces tan endémico como ahora. Las bailarinas no eran flexibles bombones recién salidas de la peluquería  que nos presenta la pantalla, sino el burlesco tipo gordo, feo y desagradable de mujeres: putas sencillamente. En resumen, el Oeste real era basto, ordinario y completamente falto de encanto: no era un lugar para criar niños. El hecho de que los niños que crecieron en este entorno hicieran un lugar decente del país desacredita completamente la teoría del condicionamiento del entorno.

Por cierto que los libros de hechos del Oeste subrayan un hecho que los guionistas solo tocan de pasada: que el oeste se limpió (en el sentido de librarse de los forajidos) no por los funcionarios, sino por la empresa privada. Los agentes de la autoridad, como hoy, estaban más interesados en mantener su trabajo que en hacerlo. Se oponía bastante a arriesgar su vida por el bien de la comunidad a cambio de su sueldo. Mucho más eficaz para traer algo de orden en el Oeste fue el hecho de que todo hombre llevaba consigo su gobierno, en su pistolera. Era empresa privada de verdad.

Para proporcionar las armas privadas estaban los agentes de Pinkerton y la policía de ferrocarriles (la empresa privada). Fueron ellos quienes hicieron aquello que el gobierno se suponía que tenía competencia, a saber, la protección de vidas y propiedades. Entonces, igual que ahora, era más probable que quienes tuvieran algo de valor a proteger confiaran el trabajo a un policía profesional que a un policía político. Lo que nos lleva a un pensamiento: ¿no estarían más seguras personas y propiedades de los ciudadanos de Nueva York si se confiara en una fuerza policial privada? ¿Y no se haría el trabajo con menos coste para la ciudadanía?

Dejando aparte esas preguntas, me gusta ver estas películas del Oeste y mi autoestima no sufre por mi disfrute. Me encuentro bastante contento conmigo mismo mientras veo las improbables payasadas de personajes imposibles en la pantalla, mientras hago un crucigrama al mismo tiempo.

P.S. Olvidé mencionar la teoría de un tercer psicólogo preocupado por mi caso. Dijo que mi visionado de películas del Oeste era una evidencia de “escapismo”. Estaba huyendo de algo. Pero no pudo decirme de qué estaba tratando de escapar. Tal vez huyo de la psicología.


Publicado el 18 de febrero de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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