Libertad y legislación

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[Capítulo 5, La libertad y la ley]

El estado de derecho, en el sentido clásico de la expresión, no puede mantenerse sin conseguir realmente la certidumbre de la ley, concebida como la posibilidad de planificación a largo plazo de los individuos con respecto a su comportamiento en su vida privada y negocios. Además, no podemos basar el estado de derecho en la legislación, salvo que podamos recurrir a disposiciones tan drásticas y casi absurdas como las ideadas por los atenienses en los tiempos de los nomotetai.

Típico de nuestro tiempo es la tendencia a aumentar los poderes que los cargos oficiales de los países de Occidente han adquirido y siguen adquiriendo cada día sobre sus conciudadanos, a pesar del hecho de que estos poderes normalmente se supone que están limitados por la legislación.[1] Un autor contemporáneo, E. N. Gladden, resume esta situación como un dilema, que formula en el título de su libro: Burocracia o servicio civil. Los burócratas entran en escena tan pronto como los servidores civiles parecer quedar por encima de la ley del lugar independientemente de la naturaleza de dicha ley. Hay casos en los que los cargos oficiales sustituyen deliberadamente las disposiciones de la ley por su propia voluntad, en la creencia de que están mejorando dicha ley y logrando de una forma no establecida en ella, los mismos fines que creen que la ley pretendía alcanzar. A menudo no hay duda de la buena voluntad y la sinceridad de los cargos en estos casos.

Permitidme citar un ejemplo tomado de ciertas prácticas burocráticas en mi propio país en este momento. Tenemos regulaciones legales con respecto al tráfico de vehículos. Estas disponen una serie de sanciones por infracciones cometidas por los conductores de los vehículos. Estas sanciones normalmente son multas, aunque en casos excepcionales, los que incumplan las normas pueden ser juzgados y encarcelados. Además, en ciertos casos especialmente dispuestos por otras regulaciones legales, los infractores podrían verse privados de sus permisos de conducir si, por ejemplo, sus infracciones contra las regulaciones de tráfico causan daños personales o graves a otros o si conducen bebidos.

Como el tráfico de vehículos de motor de todo tipo está aumentando constantemente en mi país, los accidentes se están haciendo cada vez más frecuentes. Las autoridades están convencidas de que la mayor disciplina impuesta sobre los conductores por las fuerzas policiales es el mejor medio, aunque no una panacea, para reducir el número de accidentes de tráfico sobre el territorio que controlan. Miembros del ejecutivo, como el ministro del interior y otros cargos oficiales dependientes de su dirección, los prefectos, los agentes de la policía nacional en todo el país, los agentes de policía local en los pueblos y los que les siguen, tratan de aplicar esta teoría al tratar las infracciones contra las regulaciones de tráfico.

Pero algunos a menudo hacen todavía más. Parecen estar convencidos de que la ley del lugar a este respecto (es decir, las regulaciones legales relativas a las sanciones a imponer por los jueces sobre los infractores y el procedimiento a seguir para ese fin) es demasiado suave y demasiado lenta para atender con éxito las nuevas exigencias de las condiciones modernas del tráfico. Algunos cargos públicos en mi país tratan de “mejorar” el procedimiento existente a seguir de acuerdo con la ley del lugar a este respecto.

Uno de los cargos me explicaba todo esto cuando yo trataba de intervenir en nombre de algunos de mis clientes contra lo que consideraba una práctica ilegal por parte de las autoridades. Un hombre había sido denunciado por la policía por haber adelantado a un vehículo incumpliendo las regulaciones del tráfico. Inmediata e inesperadamente fue desprovisto de su permiso de conducir por el prefecto. Como consecuencia, ya no podía conducir su camión, lo que significaba que estaba en la práctica sin trabajo hasta que las autoridades consintieran devolverle su permiso.

De acuerdo con nuestras regulaciones escritas, el prefecto puede privar a un infractor de su permiso de conducir en ciertos casos, pero adelantar a otro vehículo vulnerando las normas de tráfico y sin causar ningún daño no es uno de ellos. Cuando presenté este hecho a la atención del cargo afectado, estuvo de acuerdo conmigo en que quizá, de acuerdo con una interpretación correcta de las normas presentes, mi cliente no había cometido realmente una infracción punible como para privarle de su permiso. También me explicó educadamente que, en varios otros casos, quizá el setenta por ciento de ellos, a los infractores se les había privado de sus permisos de conducir por las autoridades sin haber cometido realmente una infracción que mereciera ese castigo de acuerdo con la ley.

“Pero verá”, dijo, “si no hacemos esto, la gente de este país (a veces los cargos parecen considerarse nativos de otros países) no tendría el cuidado suficiente, pues no les preocupan sanciones de unos pocos miles de liras como las que impone nuestra ley. Por el contrario, si les privas de su licencia por un tiempo, los infractores sientes más profundamente la pérdida y serán mucho más cuidadosos en el futuro”.

También dijo, de una forma bastante filosófica, que pensaba que la injusticia cometida a un número comparativamente pequeño de ciudadanos podría justificarse por el resultado general obtenible, de acuerdo con la opinión de las autoridades, de mejorar el movimiento del tráfico rodado en interés público.

Un ejemplo aún más sorprendente a este respecto me lo relató un colega. Había ido a protestar contra la emisión de una orden de encarcelamiento de un fiscal de distrito contra un conductor que había atropellado y matado a alguien en la calle. De acuerdo con nuestra ley, el homicidio accidental puede ser castigado con sentencia de prisión. Por otro lado, los fiscales de distrito están autorizados a emitir órdenes de encarcelamiento antes del juicio solo en casos especiales prescritos por las normas de nuestros procedimiento penal siempre que se considere que la prisión pueda ser recomendable en esas circunstancias.

Debería ser evidente que el encarcelamiento antes del juicio no es un castigo, sino una medida de seguridad pensada para impedir, por ejemplo, la posibilidad de que un hombre que haya sido acusado de cometer un delito escape antes de ser juzgado o incluso de que pueda cometer entretanto otros delitos. Como esto evidentemente no era así en el caso el hombre antes mencionado, mi colega preguntó al fiscal de distrito por qué había emitido una orden de encarcelamiento bajo esas circunstancias.

La respuesta del fiscal de distrito fue que, a la vista del creciente número de víctimas de vehículos a motor, era legítimo y apropiado por su parte tratar de impedir que los infractores causaran más daño, poniéndoles en prisión. Además, los jueces ordinarios normalmente no eran muy severos contra gente acusada de homicidios involuntarios, por lo que una pequeña muestra de prisión antes del juicio sería una experiencia saludable para los infractores en todo caso. El cargo correspondiente admitía que estaba comportándose así para “mejorar” la ley y se sentía perfectamente justificado para emplear medios como el encarcelamiento para lograr el fin deseado de reducir las víctimas de tráfico, aunque no estuviera adecuadamente prescrito por la ley para ese fin.

Es un caso típico de la actitud de los cargos oficiales sustituyen la ley por sí mismos estirando la ley para aplicar reglas propias bajo el pretexto de que esta sería insuficiente si se aplicara más escrupulosamente y se aplicara para alcanzar sus fines en una circunstancia concreta. Por cierto, que esto es también un caso de comportamiento ilegal, es decir de comportamiento por parte de cargos públicos oficiales contraviniendo la ley, y no ha de confundirse con el comportamiento arbitrario, como el que se ha acabado permitiendo a los cargos públicos británicos actualmente a la vista de la falta de una serie definida de normas administrativas.

Como buen ejemplo de comportamiento arbitrario por parte de la administración británica, se podría probablemente citar el famoso y bastante complicado caso de Crichel Down, que generó tantas fuertes protestas en Inglaterra hace algunos años. Cargos oficiales del estado que habían requisado legalmente propiedades privadas durante la guerra para usarlas como campo de bombardeo, trataron de disponer de la misma propiedad después de la guerra para fines completamente distintos, como realizar experimentos agrícolas y cosas así.

En casos de este tipo, la existencia de regulaciones seguras, en el sentido de normas escritas con las palabras precisas, pueden ser muy útiles, si no siempre para impedir que los cargos públicos violen la ley, sí al menos para hacerles responsables por su comportamiento ante tribunales ordinarios o administrativos como el conseil d’etat francés.

Pero para avanzar sobre lo importante de mi argumento: La libertad individual en todos los países de Occidente se ha reducido gradualmente en los últimos cien años, no solo, o principalmente, debido a las intrusiones y usurpaciones por parte de los cargos públicos contra la ley, sino también debido al hecho de que la ley, es decir, la ley formal, autorizó a estos a comportarse de formas que, según la ley anterior, habrían sido juzgadas como usurpaciones de poder e intrusiones sobre la libertad individual de los ciudadanos.[2]

Esto queda demostrado patentemente, por ejemplo, por la historia del llamado derecho administrativo inglés, que puede resumirse en una sucesión de delegaciones estatutarias de los poderes legislativo y judicial en lo cargos públicos ejecutivos. El destino de la libertad individual en Occidente depende principalmente de este proceso “administrativo”. Pero no debemos olvidar que el propio proceso, sin considerar casos de evidente usurpación (que probablemente no sean tan importantes o numerosos como podemos imaginar), lo ha hecho posible la legislación.

Estoy bastante de acuerdo con algunos intelectuales contemporáneos, como el profesor Hayek, que sospechan de los cargos oficiales ejecutivos, pero creo que la gente que alaba la libertad individual tendría que sospechar aún más de los legisladores, ya que es precisamente mediante legislación como se han logrado y se siguen logrando el aumento en los poderes  (incluidos los “poderes extensos”) de los cargos públicos. También los jueces pueden haber contribuido, al menos de forma negativa, a este resultado en tiempos recientes.

Nos dice un intelectual tan eminente como Sir Carleton Kemp Allen que los tribunales de la judicatura en Inglaterra podrían haber entrado en conflicto con el ejecutivo, como estuvieron dispuestos a hacer en otras épocas, para afirmar e incluso extender su autoridad en relación con una concepción alterada de la relación entre el individuo y el estado. Sin embargo, en años recientes, de acuerdo con Sir Carleton, han hecho “exactamente lo contrario”, ya que cada vez más han “tendido a quitar sus manos de lo ‘puramente administrativo’ y a evitar cualquier interferencia con la política del ejecutivo”.

Por otro lado, un magistrado tan distinguido como Sir Alfred Denning, uno de los actuales Lores del Tribunal de Apelación de Su Majestad en Inglaterra, en su libro The Changing Law, publicado por primera vez en 1953, nos relata convincentemente varias acciones por parte de los tribunales británicos dirigidas a mantener el estado de derecho manteniendo bajo el poder judicial ordinario el control de los departamentos del gobierno (particularmente después de la Ley de Pleitos de la Corona de 1947) o entidades tan extrañas como las industrias nacionalizadas, los tribunales departamentales (contra uno de los cuales el Tribunal del Banco del Rey emitió una orden de certiorari en el famoso caso Northumberland en 1951), los tribunales privados (como los creados por las normas de organizaciones como los sindicatos obreros) y otras. Es difícil decidir si Sir Carleton tiene razón en acusar a los tribunales ordinarios de indiferencia ante los nuevos poderes del ejecutivo o si Sir Alfred Denning tiene razón en señalar su actividad en el mismo sentido.

Muchísimos poderes han sido conferidos a cargos públicos del estado en Inglaterra, así como en otros países, a través de la aprobación de leyes por parte del poder legislativo. Bastaría con revisar simplemente, por ejemplo, la historia de la delegación de poderes en Inglaterra en años recientes para estar bastante convencidos de esto.

Hoy una de las creencias políticas más profundamente arraigadas de nuestra época sigue siendo que como la legislación la aprueban los parlamentos y como los parlamentos son elegidos por el pueblo, el pueblo es el origen del proceso legislativo y que la voluntad del pueblo, o al menos de aquella parte del pueblo identificable con el electorado, prevalecerá en último término sobre todos los asuntos que determine el gobierno, como podría haber dicho Dicey.

No sé hasta qué punto esta doctrina tiene alguna validez si la sometemos a críticas como las sugeridas por mis compatriotas Mosca y Pareto al principio de este siglo en sus famosas teorías de la importancia de las minorías dirigentes o, como diría Pareto, de las élites, y aun frecuentemente citadas por sociólogos y científicos políticos en Estados Unidos. Independientemente de cualquier conclusión a la que podamos llegar acerca de estas teorías, el “pueblo” o el “electorado” es un concepto que no es fácilmente reducible o incluso compatible con el de la persona individual como ciudadano particular actuando de acuerdo con su propia voluntad y por tanto “libre” de limitaciones en el sentido que hemos aceptado aquí.

Libertad y democracia han sido ideales concomitantes para los países de Occidente desde los tiempos de los antiguos griegos. Pero diversos pensadores del pasado, como De Tocqueville y Lord Acton, han señalado que la libertad individual y la democracia pueden convertirse en incompatibles cuando las mayorías son intolerantes o las minorías son rebeldes y, en general, cuando hay dentro de una sociedad política lo que Lawrence Lowell  habría llamado “irreconciliables”. Rousseau era consciente de esto cuando apuntaba que todos los sistemas mayoritarios deben basarse en la unanimidad, al menos con respecto a la aceptación de la regla de la mayoría, si hay que decir que reflejan la “voluntad popular”. Si esta unanimidad no es simplemente una facción de filósofos políticos, sino que también tiene un significado real en la vida política, debemos admitir que cuando una decisión tomada por una mayoría no es aceptada libremente, sino solo sufrida por una minoría, de la misma forma en que los individuos pueden sufrir actos coactivos para evitar lo peor por parte de otra gente como ladrones o chantajistas, la libertad individual, en el sentido de ausencia de limitaciones ejercitadas por otra gente, no es compatible con la democracia, concebida como el poder hegemónico de los números.

Si consideramos que ningún proceso legislativo tiene lugar en una sociedad democrática sin depender del poder de los números, debemos concluir que este proceso probablemente sea incompatible con la libertad individual en muchos casos.

Los estudios recientes en la llamada ciencia de la política y la naturaleza de las decisiones de grupo han tendido a confirmar este punto de una forma bastante convincente.[3]

Los intento realizados por algunos investigadores en tiempos recientes de comparar formas tan distintas de comportamiento como las de un comprados o un vendedor en el mercado y las de, por ejemplo, un votante en unas elecciones políticas, con el objeto de descubrir algún factor común entre ellos me parecen bastante estimulantes, no solo debido a las cuestiones metodológicas implicadas relativas a la economía y la ciencia política, respectivamente, sino también debido al hecho de que la cuestión de si hay alguna diferencia entre la postura económica y la política (o legal) respectivamente, de los individuos dentro de la misma sociedad ha sido uno de los principales puntos de disputa entre liberales y socialistas durante los últimos cien o ciento veinte años.

La disputa puede interesarnos en más de un aspecto, ya que estamos tratando de evidenciar un concepto de libertad como ausencia de limitación ejercitada por otra gente, incluyendo las autoridades, lo que implica libertad en los negocios, así como en cualquier otra esfera de la vida privada. Las doctrinas socialistas han sostenido que bajo un sistema legal y político que conceda iguales derechos a todos, no se producirá ninguna ventaja en iguales derechos para aquella gente a la que le faltan los medios suficientes como para beneficiarse de muchos de ellos. Las doctrinas liberales, por el contrario, han mantenido que todos los intentos de “integrar” “libertad” política con “libertad de deseos” por parte de “los que no tienen”, como sugieren o imponen los socialistas, llevan a tales contradicciones dentro del sistema que no se puede conceder “libertad” a todos, concebida esta como ausencia de deseo, sin producir la supresión de la libertad política y legal, concebida como la ausencia de limitación ejercitada por otra gente.

Pero las doctrinas liberales añaden algo más. Sostienen también que no puedo lograrse ninguna “libertad de deseos” por decreto o por la dirección del proceso económico por parte de las autoridades, cosa que sí se lograría sobre la base de un mercado libre.

Entonces lo que puede considerarse como una suposición común tantod e socialistas como de liberales es que existe una diferencia entre la libertad legal y política del individuo, concebida como ausencia de limitación, por un lado, y la libertad “económica” o “natural” del individuo, por otro, si tenemos que aceptar la palabra “libertad” también en el sentido de “ausencia de deseo”. Esta diferencia se aprecia desde punto de vista opuestos por liberales y socialistas, pero en último término ambos reconocen que la “libertad” puede tener significados distintos, si no también incompatibles, para personas que pertenecen a la misma sociedad.

No cabe duda de que introducir la “libertad de deseos” en un sistema político o legal implica una alteración necesaria del concepto de “libertad”, entendido como libertad ante limitaciones garantizada por ese sistema. Esto ocurre, como apuntan los liberales, debido a ciertas disposiciones especiales de las leyes y decretos de inspiración socialista que son incompatibles con la libertad en los negocios. Pero sobre todo, resulta también que como el mismo intento de introducir la “libertad de deseos” ha de llevarse a cabo (como admiten todos los socialistas, al menos en la medida en que quieran tratar sociedades históricas preexistentes y no limiten sus intentos de promover sociedades de voluntarios en alguna parte del mundo) primero mediante legislación y por tanto mediante decisiones sobre la base de la norma de la mayoría, independientemente de si los legislativos son electivos, como son actualmente casi todos los sistemas políticos, o son la expresión directa del pueblo, como lo eran en la antigua Roma o en las antiguas ciudades griegas y como son actualmente los landsgemeinde suizos.

Ningún sistema de libre comercio puede realmente funcionar si no está enraizado en un sistema político y legal que ayude a los ciudadanos a combatir las interferencias en sus negocios por parte de otra gente, incluyendo las autoridades. Pero una característica propia de los sistemas librecambistas parece ser también que son compatibles, y probablemente solo compatibles, con sistemas legales y políticos tales que recurren poco o nada a la legislación, al menos en lo que respecta a la vida y los negocios privados. Por el contrario, los sistemas socialistas no pueden seguir existiendo sin la ayuda de la legislación. Ninguna evidencia histórica, que yo conozca, apoya la suposición de que la “libertad de deseos” socialista para todos los individuos sea compatible con instituciones como el sistema de derecho común o el sistema romano, en el que el proceso de creación de leyes lo realizan directamente todos y cada uno de los ciudadanos, con ayuda solo ocasional de jueces y expertos como los juristas romanos y sin recurrir, en general, a la legislación.

Solo los llamados “utópicos”, que trataban de promover colonias especiales de voluntarios para crear sociedades socialistas, imaginaron que podrían arreglárselas sin legislación. Pero en realidad también lograron hacerlo solo por periodos cortos de tiempo, hasta que sus asociaciones voluntarias se convertían en amalgamas caóticas de antiguos voluntarios, exvoluntarios y recién llegados con creencias especiales en cualquier forma de socialismo.

Socialismo y legislación parecen estar inevitablemente relacionados si hay que mantener vivas las sociedades socialistas. Esta es probablemente la razón principal para el creciente peso que se está dando en los sistemas de derecho común como el inglés y el estadounidense, no solo en leyes y decretos, sino también en la misma idea de que un sistema legal es, después de todo, un sistema legislativo y que la “certidumbre” es la certidumbre a corto plazo de la ley escrita.

La razón por la que socialismo y legislación están inevitablemente relacionados es que, mientras que un mercado libre implica un ajuste espontáneo de la demanda y la oferta sobre la base de escalas de preferencia de individuos, este ajuste no puede tener lugar si la demanda no es suficiente para unirse a la oferta sobre la misma base, es decir, si las escalas de preferencia de los que entran en el mercado no son realmente complementarias. Esto puede ocurrir, por ejemplo, en todos los casos en que los compradores piensen que los precios solicitados por los vendedores son demasiado altos o cuando los vendedores piensen que los precios ofrecidos por los compradores  son demasiado bajos. Los vendedores no están en situación de satisfacer a los compradores o los compradores no están en situación de satisfacer a los vendedores, salvo que vendedores o compradores respectivamente tengan algunos medios a su disposición para obligar a sus contrapartes en el mercado a atender sus demandas.

Según los socialistas, a los pobres la gente rica del “priva” de lo que necesitan. Esta forma de hablar es simplemente un abuso del lenguaje, ya que no está demostrado que “los que tienen”  y “los que no tienen” tuvieran o tengan derecho a la posesión común de todo. Es verdad que la evidencia histórica apoya el punto de vista socialista en algunos casos como invasiones o conquistas, y en general en casos de robo, piratería, chantaje, etcétera. Pero estos nunca se produjeron en un mercado libre, es decir, en un sistema que permita a los compradores y vendedores individuales combatir las limitaciones ejercitadas por otros.

También hemos visto, a este respecto, que muy pocos economistas toman en consideración esas actividades “malproductivas”, ya que generalmente se consideran completamente fuera del mercado y por tanto indignas de investigación económica. Si nadie puede estar limitado, sin la posibilidad de defenderse, de pagar bienes y servicios más de lo que pagaría por ellos sin limitación, las actividades malproductivas no podrían tener lugar, ya que en esos casos ninguna oferta correspondiente de bienes y servicios sería atendida por la demanda y no se obtendría ningún ajuste entre compradores y vendedores.

La legislación puede lograr lo que no podría hacer nunca un ajuste espontáneo. Se puede obligar a la demanda a atender la oferta o a la oferta a a atender la demanda, de acuerdo con ciertas regulaciones aprobadas por cuerpos legislativos, decidiendo posiblemente, como ocurre actualmente, basándose en dispositivos procedimentales como la norma de la mayoría.

El hecho acerca de la legislación que es percibido inmediatamente por los teóricos no menos que por la gente común es que las regulaciones se aplican a todos, incluyendo los que nunca participaron en el proceso de crearlas y que nunca hayan tenido noticia de ellas. Este hecho distingue una ley de una decisión tomada por un juez en un caso que se le presente por las partes. La sentencia puede aplicarse, pero no se aplica automáticamente, es decir, sin la colaboración de las partes afectadas o al menos una de ellas. En todo caso, no es aplicable directamente a otros personas que no sean parte en la disputa o no estuvieron representadas por las partes del caso.

Así que los teóricos normalmente relación legislación con aplicación, mientras que esta conexión no se destaca ni en todo caso es verificable en menor grado, en sentencias de tribunales de judicatura. Muy poca gente, por el contrario, ha apuntado el hecho de que la aplicación está relacionada con la legislación, no solo como resultado del proceso legislativo, sino también dentro del mismo proceso. Los que tienen una participación en ese proceso también están sometidos, a su vez, a la aplicación de normas procedimentales y este mismo hecho da un carácter coactivo a toda la actividad de legislación llevada a cabo por un grupo de personas de acuerdo con un procedimiento establecido previamente. Lo mismo resulta verdad para las actividades de los electorados, cuya tarea puede definirse como la de llegar a una decisión grupal acerca de las personas electas de acuerdo con normas procedimentales que se han establecido previamente para todos los que participan en la formación de la propia decisión.

La existencia de un procedimiento coactivo en el proceso de toma de decisiones siempre que el pueblo ha de decidir, no como personas individuales, sino como miembros de grupos, es precisamente lo que hace posible distinguir entre el proceso de toma de decisiones por parte de los individuos y el mismo proceso por parte de los grupos.

La diferencia ha sido ignorada por quienes, como el economista inglés Duncan Black, han tratado de desarrollar una teoría de las decisiones de grupo que incluyera tanto las decisiones económicas de los individuos en el mercado como las decisiones de grupo en el escenario político. Según el profesor Black, que acaba de publicar un nuevo libro sobre este asunto, no hay diferencia sustancial entre estos dos tipos de decisiones. Compradores y vendedores en el mercado pueden compararse, si se toman en conjunto, con los miembros de un comité cuyas decisiones son el resultado de las interrelaciones de los escalas de preferencias de acuerdo con la ley de la oferta y la demanda. Por otro lado, los individuos en la escena política, al menos en aquellos países en los que las decisiones políticas las toman grupos, pueden considerarse como miembros de comités, independientemente de las funciones específicas de cada comité. El electorado podría considerarse uno de estos “comités”, no menos que una asamblea legislativa o un consejo de ministros.

En todos estos casos, según el profesor Black, las escalas de preferencia de todos los miembros del comité se enfrentan a las escalas de preferencias de todos los demás miembros del comité. La única diferencia (aunque menor, según el profesor Black) es que mientras que en el mercado las preferencias se enfrentan entre sí de acuerdo con la ley de la oferta y la demanda, en las preferencias políticas, la selección de unas en lugar de otras tiene lugar de acuerdo con un procedimiento definido. Si conocemos este procedimiento, mantiene el profesor Black, y más aún si sabemos qué preferencias políticas van a enfrentarse, estamos en disposición de calcular por adelantado qué preferencias surgirán en la decisión del grupo, igual que estamos en disposición de calcular por adelantado, siempre que conozcamos las preferencias en juego en el mercado, cuáles de entre ellas surgirán de acuerdo con la ley de la oferta y la demanda.

Como asume el profesor Black, se podría hablar de una tendencia hacia un equilibrio de escalas de preferencia en el escenario político de la misma forma en que se habla de un equilibrio hacia el que tienden las escales de preferencias en el mercado. En resumen, tendríamos que considerar, de acuerdo con Black, tanto la economía como la ciencia política como dos ramas distintas de la misma ciencia, ya que tienen la tarea común de calcular qué preferencias parecerán en un mercado o en la escena política, a partir de una serie de escalas conocidas de preferencia y una ley concreta que rija su enfrentamiento.

No quiero negar que haya algo correcto en esta conclusión. Pero lo que quiero apuntar es que al poner al mismo nivel decisiones políticas y económicas y considerarlas comparables, ignoramos deliberadamente las diferencias que existen entre la ley de la oferta y la demanda en el mercado y cualquier ley procedimental que gobierno el proceso de enfrentamiento entre preferencias políticas (y la consiguiente aparición de las preferencia a ser aceptadas por el grupo en su decisión), como, por ejemplo, la regla de la mayoría.

La ley de la oferta y la demanda es solo una descripción de la forma en que tiene lugar un ajuste espontáneo, dadas determinadas circunstancias, entre varias escalas de preferencia. Una ley procedimental es completamente distinta, a pesar del hecho de que también se le llama “ley” en todos los idiomas europeos, igual que el idioma griego (al menos desde el siglo IV antes de Cristo) usaba la misma palabra, nomos, refiriéndose tanto a la ley natural como a una ley hecha por los hombres, como un estatuto. Por supuesto, podríamos decir que la ley de la oferta y la demanda es también una ley “procedimental”, pero de nuevo estaríamos confundiendo, bajo las mismas palabras, dos significados muy distintos.

La principal diferencia entre decisiones individuales en el mercado y contribuciones individuales a las decisiones de los grupos en la escena política es que en el mercado, al menos en virtud de la divisibilidad de los bienes y servicios disponibles en él, el individuo no solo puede prever exactamente cuál será el resultado de su decisión (por ejemplo, qué tipo y cantidad de pollo comprará con una cierta cantidad de dinero), sino que también puede poner en una relación definida cada dólar que gaste con las cosas correspondientes que pueda adquirir.

Las decisiones de grupo, por el contrario, son de la variedad todo o nada: si estás en el bando perdedor, pierdes tu voto. No hay otra alternativa, igual que no habría ninguna si fuera al mercado y no encontraras bienes ni servicios no siquiera partes de ellos que puedan comprarse con el dinero que tienes a tu disposición.

Como apuntaba agudamente un distinguido economista estadounidense, el profesor James Buchanan, con respecto a esto:

Las alternativas a la decisión del mercado normalmente entran en conflicto solo en el sentido de que está funcionando la ley de los retornos decrecientes. (…) Si una persona desea más de un material o servicio concreto, el mercado normalmente solo requiere que toma menos de otro material o servicio.[4]

Por el contrario, “las alternativas de la decisión de voto son más exclusivas, es decir, la selección de una impide la elección de otra”.

Las decisiones de grupo, en lo que respecta a las personas pertenecientes al grupo, tienden a ser “mutuamente excluyentes por la misma naturaleza de la alternativa”. Este es el resultado no solo de la pobreza de los esquemas normalmente adoptados y adoptables para la distribución de la fortaleza del voto, sino también del hecho (como señala Buchanan) de que muchas alternativas a las que llamamos normalmente “políticas” no permiten aquellas “combinaciones” o “soluciones compuestas” que hacen tan flexibles las decisiones del mercado en comparación con las decisiones políticas.

Una consecuencia importante, ya expuesta por von Mises, es que en el mercado el voto del dólar nunca se ve rechazado: “Al individuo nunca se le pone en situación de ser un miembro de una minoría disidente”, al menos en lo que se refiere a las alternativas existentes o potenciales del mercado. Por expresarlo de otra manera, hay una posible coacción en el voto que no se produce en el mercado.

El votante elige solo entre alternativas potenciales: puede perder su voto y verse obligado a aceptar un resultado contrario a su preferencia expresada, mientras que un tipo similar de coacción nunca está presente en el mercado, al menos bajo la suposición de la divisibilidad de la producción. La escena política, que hemos concebido al menos provisionalmente como el lugar de los procesos de voto, es comparable con un mercado en el que se requiere al individuo gastar toda su renta en un solo producto o todo su trabajo y recursos para producir un producto o servicio.

En otras palabras, el votante está limitado por algunos procedimientos coactivos en la utilización de sus capacidades para la acción. Por supuesto, podemos aprobar o desaprobar esta coacción y podemos ocasionalmente discriminar entre distintas hipótesis para aprobarlo o desaprobarlo. Pero lo que importa es que el proceso de voto implica una forma de coacción y que las decisiones políticas se alcanzan mediante un procedimiento que implica coacción. La votante que pierde toma inicialmente una decisión, pero acaba aceptando otra que había rechazado previamente: su proceso de toma de decisiones se ha eliminado. Esta es indudablemente la principal, aunque no la única, diferencia entre decisiones individuales en el mercado y decisiones de grupo que tienen lugar en la escena política.

El individuo en el mercado puede predecir, con certidumbre absoluta, los resultados directos o inmediatos de su decisión. “La acción de elegir”, dice Buchanan,

y las consecuencias de elegir siguen una correspondencia unívoca. Por el contrario, el votante, incluso su fuera completamente omnisciente en su previsión de las consecuencias de cada decisión colectiva posible, nunca puede predecir con certidumbre cuál de las alternativas presentadas será la elegida.

Esta incertidumbre de tipo knightiano (es decir, la imposibilidad de asignar ninguna cifra a la probabilidad de un evento) debe influir en algún grado en el comportamiento del votante y no hay teoría aceptable del comportamiento de quien toma decisiones en condiciones de incertidumbre.

Además, las condiciones bajo las cuales se producen las decisiones del grupo parecen hacer difícil emplear la noción de equilibrio de la misma forma en que es empleada en economía. En economía, el equilibrio se define como igualdad de oferta y demanda, una igualdad entendible cuando el individuo que elige puede articular sus decisiones como para hacer que cada dólar vote con éxito. ¿Pero qué tipo de igualdad puede existir, por ejemplo, entre oferta y demanda para leyes y órdenes mediante decisiones de grupo cuando la persona pide pan y se le da una piedra? Por supuesto, si los miembros de los grupos son libres de clasificarse en mayorías cambiantes y pueden tomar parte en revisiones de decisiones anteriores, esta posibilidad puede concebirse como una especie de solución para la falta de equilibrio en las decisiones de grupo, porque da a cada individuo del grupo, al menos en principio, la posibilidad de que la decisión de grupo coincida en un momento u otro con su elección personal. Pero esto no es “equilibrio”.

La libertad de formar parte de mayorías cambiantes es una característica típica de la democracia entendida tradicionalmente en los países occidentales y, por cierto, esta es la razón por la que muchos autores creen que pueden describir la “democracia política” como similar a la “democracia económica” (el sistema de mercado). De hecho, la democracia parece ser, como hemos visto, solo un sustitutivo de la democracia económica, aunque probablemente sea su mejor sustitutivo en muchos casos.

Así que llegamos a la conclusión de que la legislación, siendo siempre (al menos en los sistemas contemporáneos) un producto de las decisiones de grupo, debe implicar inevitablemente no solo un cierto grado de coacción de aquellos que tengan que obedecer las normas legislativas, sino también un grado correspondiente de coacción a quienes participen directamente en el proceso de hacer las propias normas. Este inconveniente no puede evitarlo ningún sistema político en el que tengan lugar decisiones de grupo, incluyendo la democracia, aunque la democracia, al menos como se concibe todavía en Occidente, da a cada miembro del cuerpo legislativo una posibilidad de formar antes o después parte de las mayorías ganadoras y evitar así la coacción haciendo que las normas coincidan con su elección personal.

Sin embargo, la coacción no es la única característica de la legislación en comparación con otros procesos de creación de derecho, como el del derecho romano o el derecho común. Hemos visto que la incertidumbre resulta ser otra característica de la legislación, no solo por parte de los que tienen que obedecer las regulaciones legisladas, sino también por los miembros del propio cuerpo legislativo, ya que votan sin conocer los resultados de su voto hasta que se haya llevado a cabo la decisión de grupo.

Ahora bien, el hecho de que no puedan evitarse coacción e incertidumbre por parte de los miembros de propios cuerpos legislativos lleva a la conclusión de que ni siquiera los sistemas políticos basados en la democracia directa permiten a las personas escapar de la coacción e incertidumbre en el sentido que hemos descrito.

Ninguna democracia directa podría resolver el problema de evitar tanto coacción como incertidumbre, ya que el problema no está en sí relacionado con la participación directa o indirecta en el proceso de creación del derecho mediante legislación resultante de decisiones de grupo.

Esto nos advierte además de la inutilidad comparativa de todos los intentos de conseguir más libertad o más certidumbre para las personas en un país en lo que respecta a la ley del territorio dejándoles participar tan frecuente y directamente como sea posible en el proceso de creación del derecho mediante legislación por sufragio universal adulto, representación proporcional, referéndum, iniciativa, retirada de representantes o incluso por otras organizaciones o instituciones que expresen la llamada “opinión pública” de tantas personas como sea posible y hagan a la gente más eficaz en influir en el comportamiento político de los gobernantes.

Por otro lado, las democracias representativas son mucho menos eficientes que las democracias directas a la hora de obtener la participación real de las personas en el proceso de creación del derecho mediante legislación. Hay muchos sentidos en los que puede concebirse la representación y algunos indudablemente sí dan a la gente la impresión de que están participando en una forma seria, aunque indirecta, en el proceso de administrar los asuntos del país a través del aparato ejecutivo.

Por desgracia, lo que está ocurriendo actualmente en todos los países de Occidente en la actualidad es algo que no nos da ninguna base real para la satisfacción si realizamos un análisis frío de los hechos.


Publicado originalmente el 19 de marzo de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

[1] En lo que respecta a Gran Bretaña, cf. el muy apropiado análisis del profesor  G. W. Keeton, The Passing of Parliament (Londres: E. Benn, 1952). Con respecto a Estados Unidos, ver Burnham, Congress and the American Tradition (Chicago: Regenery, 1959), especialmente  “The Rise of the Fourth Branch”, p. 157, y Lowell B. Mason, The Language of Dissent (Cleveland, Ohio: World Publishing Co., 1959).

[2] Cf. por ejemplo, las nuevas leyes italianas de tráfico (1959), que aumentan considerablemente el ámbito de las medidas discrecionales contra los conductores por parte de cargos ejecutivos como los prefectos.

[3] Yo mismo he tratado este tema en otras dos ocasiones, que son algunas lecciones en el Nuffield College de Oxford y el del Departamento de Economía de la Universidad de Manchester en 1957.

[4] James Buchanan, “Individual Choices in Voting and in the Market”, Journal of Politcal Economy , 1954, p. 338.

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