Reconsiderando a Richard Grasso

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Richard Grasso, el exjefe de la bolsa de Nueva York está de nuevo en las noticias. En 2003 era el paria del día, el novísimo emblema de la avaricia corporativa para la nueva década. Escribí aquí acerca de él.

En ese momento defendí su derecho a que le pagaran 188 millones de dólares prometidos por su antiguo empleador. La suma se basaba en años de compensación diferida, acordada libre y honradamente por el demandante de trabajo (la bolsa de Nueva York) y el ofertante de trabajo (Grasso). Una ética de la libertad obliga a que se respeten esos acuerdos. Pero también señalaba que la bolsa de Nueva York se ha aprovechado de un estatus casi monopolístico gracias a décadas de intervención regulatoria y que esto también contribuyó a tener disponibles la estructura salarial para gente como Grasso. Los que se quejaban de la indemnización eran a menudo parte del mismo sistema que la hizo posible.

Desde que la historia de Grasso aparentemente se desvaneció de las noticias a finales de 2003, muchos pensaron que el episodio se había acabado, pero hoy supe que su caso estaba a punto de ir a los tribunales. A lo largo de los años, parece que Grasso ha mantenido un perfil bajo, ha rechazado acuerdos y se ha aferrado al principio de que un contrato es un contrato y de que, salvo que la bolsa de Nueva York estuviera en quiebra, esta debe respetar el suyo y pagarles los 188 millones completos. Bien por él.

Pero al New York Times no le parece bien, cosa que explicaba en un artículo más apropiado para la página editorial por qué el largo sufrimiento de Grasso probablemente acabe a su favor. El autor, Landon Thomas, escribía:

Mientras que Mr. Spitzer y Mr. Cayne afrontan años en el exilio, el infatigable Mr. Grasso lleva su caso al tribunal superior de apelaciones de Nueva York el marte, con una creciente posibilidad de que puede mantener la mayor parte de su indemnización.

El pasado año, la División de Apelaciones del Tribunal Supremo del Estado anuló parte de una sentencia previa contra Mr. Grasso. Ahora, en un futuro juicio, el estado de Nueva York tendría que demostrar no solo que lo pagado a Mr. Grasso no era razonable, sino que él sabía que no lo era y que dio pasos para alejarlo de su mesa. La sentencia fue un golpe para el alegato del estado, ahora supervisado por el Fiscal General Andrew M. Cuomo, imponiendo una mayor carga legal sobre los letrados de Mr. Cuomo para demostrar que Mr. Grasso había usado medios taimados para conseguir que se le pagara.

Cabe preguntarse por qué Nueva York o cualquier estado es competente para decidir si un pago es razonable. Pero entonces uno no escribiría para el New York Times. La “Gray Lady” simplemente está usando la envidia pública que aparece cuando se conocen historias como la de Grasso, una envidia que lleva a la gente, a través del estado, a buscar reducir las desigualdades causantes de la envidia.

Para mí, este impulso es una gran pérdida de tiempo. Sabemos que la desigualdad es y ha sido siempre el sine qua non de la existencia humana. Que no te guste es como que no te guste el oxígeno. Y aun así muchos parecen encontrar satisfacción en programas y políticas que pretenden eliminar o reducir la envidia en la sociedad.

Mises consideraba esta preferencia como una fuerza motriz que explicaba la adopción de un mayor estado social en la posguerra europea. Sabía que muchas personas valoraban la disminución de la envidia más que la pérdida en productividad y riqueza que requería esa disminución. Así que introducir la amenaza de violencia para obligar a transferencias de riqueza de los productivos a los improductivos (o incluso a quienes simplemente poseyeran menos habilidades valoradas por un mercado dirigido a la satisfacción de las demandas del consumidor) podía justificar el intervencionismo que, en conjunto, reduce la riqueza y la libertad.

Pero Mises, el optimista de mercado, también argumentaba que los beneficios del liberalismo eran tan grandes que esas políticas no serían aprobadas a largo plazo. ¿Tenía razón? Después de todo, muchas reformas económicas positivas en lugares como Rusia, China, India, Corea del Sur e incluso Nueva Zelanda se produjeron por el deseo de los frutos de un Occidente relativamente menos intervencionista. Pero muchos han criticado el optimismo de Mises, incluyendo Murray Rothbard en un capítulo de su clásico La ética de la libertad. Y las políticas basadas en la envidia parecen persistir, ya sea en forma de impuestos progresivos o en suposiciones como que un estado como Nueva York pueda decidir sobre algo tan subjetivo como la razonabilidad de contratos salariales libremente acordados.

Sin embargo, el caso Grasso demuestra que hay límites a las intervenciones que el público está dispuesto a tolerar. No es casualidad que cuando el público está dispuesto a limitar el gobierno, aumentan riqueza y libertad. Vimos que ocurría esto como resultado de los movimientos de reforma fiscal y regulatoria en Estados Unidos y Gran Bretaña en la década de 1970. Esto explicaba el crecimiento económico que se produjo cuando acabo la Guerra Fría y a las personas se les permitió mantener riqueza que de otra manera se habría desviado al sector público. No cabe duda de que esos resultados aterrorizan a los burócratas del gobierno. Siempre acaban con más recursos dedicados a satisfacer el bien social.

El caso de Grasso puede ser uno de los muchos acontecimientos que reflejan el la suposición optimista de Mises de cómo se limitaría el intervencionismo. Es verdad que demuestran la eficacia de economistas subrayando a la gente los beneficios del derecho a contratar, así como los costes de la intervención. Pero lo que resulta perturbador en el episodio de Grasso es que también refleja el núcleo de la crítica de Rothbard a Mises en este punto. Algunos derechos básicos (como los de propiedad privada, de que te dejen en paz, a la defensa propia, a contratar y la libre asociación, entre otros) nunca deberían estar sometidos a los caprichos de las masas actuando a través del estado. ¿No era este el principal propósito de la Declaración de Derechos?


Publicado originalmente el 17 de junio de 2008. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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