La virtud del atesoramiento

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La mayor parte de la gente sólo admitiría atesorar dinero con una pizca de culpabilidad, porque ser un atesorador conlleva la idea de ser un avaro, un Scrooge. Y aún así, todo participante en una economía basada en el intercambio indirecto tiene alguna cantidad de dinero que puede decirse que está atesorando, esto es, se niega a gastarla. Atesorar es una estrategia para alcanzar objetivos personales o para ocuparse de la incertidumbre económica.

Sin embargo, algunos economistas argumentan que el atesoramiento de dinero causa las recesiones. En el universo keynesiano, atesorar en un mal terrible, porque significa que la gente ahoga la demanda de los productos y servicios de la economía.

Dólares no gastados significan ventas reducidas, y si las ventas disminuyen, los beneficios caen y el ingreso social total disminuye, habiendo menos dinero disponible para el consumo. El atesoramiento induce a mayor atesoramiento a medida que la economía se hunde en un remolino. Si no se corrige con una política pública puntual (gasto en déficit e inflación), los atesoradotes podrían echar abajo la economía.

El dinero, por supuesto, tiene que hincharse fácilmente para que los keynesianos ejecuten sus políticas. Y esto significa que el dinero tiene que romper con sus raíces comerciales.

Como han escrito Menger, Mises y otros, un material se convierte en dinero sólo de forma gradual, a medida que cada vez más participantes en el mercado deciden por sí mismos utilizarla en lugar de otros bienes de consumo. Para convertirse en un medio de intercambio común, ese material tiene que poseer ciertas características objetivas, como ser durable, transportable, reconocible, divisible, fungible y escaso. Otra cualidad necesaria, a menudo olvidada, es la capacidad de atesoramiento del material. Como hemos aprendido de Mises, el dinero como apareció en el mercado servía como

transmisor de valor a través del tiempo y el espacio. (…) Menger ha apuntado que la especial disponibilidad de los bienes al atesoramiento y su consecuente empleo extendido para este fin, ha sido una de las causas más importantes de su aumento de comerciabilidad y por tanto de su cualidad como medio de intercambio.[1]

En términos más formales, el atesoramiento se refiere a un aumento de la demanda individual de mantener existencias de efectivo. Mantener existencias de efectivo es una manifestación del hecho de que el valor del dinero reside en su potencial para futuros intercambios, así como para los presentes.

A medida que la gente aumenta su demanda de efectivo, los precios tienden a bajar y el poder de compra de la unidad monetaria aumentará. La estructura de producción de la economía permanece intacta: el atesoramiento como tal no elimina los bienes de las estanterías de las tiendas o las máquinas en las fábricas. En todo caso, los hace más baratos.

Atesoramiento y gente en general

En este mundo de incertidumbre, hay fuertes incentivos para atesorar y dadas las “soluciones” que nos han impuesto para la crisis actual, esos incentivos pueden transformarse fácilmente en obsesiones continuas. La gente no sabe qué le va a pasar y cuanto mayor es su incertidumbre y temor, mayor es su demanda de tener efectivo para atender lo inesperado.

¿Qué pasa si la gente ahorra el efectivo de hoy, esa cosa de las políticas “acomodatorias” de la Fed? Para el poseedor de efectivo, es como tratar de mantener aire en un globo hinchado. Con el tiempo, sale fuera.

Pero incluso si Ben Bernanke decide tomarse unas largas vacaciones, ¿cómo puede funcionar el atesoramiento para la gente en general? Los balances totales de efectivo equivalen a la oferta total de dinero. Cuando alguien aumenta su balance de efectivo, otro disminuye el suyo: “Lo que gasta Peter, lo recibe Paul”, como decía Hazlitt.[2] Parecería por tanto que Peter y Paul no pueden ambos atesorar a la vez.

Sin embargo, pensemos en un cambio en la demanda pública. Mientras que los balances de efectivo totales no pueden aumentar sin aumentar sin aumentar la oferta de dinero, los balances reales de efectivo pueden aumentar su aumenta el valor del dólar. Como la gente valora más los balances de efectivo, la demanda de dinero aumenta (en relación con su demanda de otras cosas) u los precios bajarán. Cuando la gente atesora, los mismos balances de efectivo comprarán más bienes y servicios.[3]

Como apunta Rothbard, la gente siempre dice que quiere más dinero, pero lo que realmente quiere es “disponer de más bienes y servicios que pueda comprar con su dinero”. La inflación frustra este deseo, el atesoramiento lo satisface.

Una de las suposiciones de los inflacionistas es que el consumo es la fuerza motriz de la prosperidad. Cuanto más gaste la gente, mejor estaremos. Pero si esto fuera cierto, la pobreza sólo existiría en los libros de historia.

Poner dinero en manos de la gente y decir que lo gaste no es un problema. Producir los bienes para gastarlo sí lo es. Sin embargo, mucha gente proclama creer que gastar es nuestra salvación. Y una forma de hacer que gaste la gente es poner en marcha la imprenta y darle más dinero.

Esos atesoradores “traidores”

La gran depresión puso al atesoramiento y la inflación en medio del escenario. Antes de 1933, las monedas de oro y los billetes eran medios de intercambio aceptados, sirviendo los billetes como sustitutivos de las monedas. Mientras el oro estaba disponible al público, la gente podía protegerse contra quiebras bancarias atesorando monedas de oro. Pero si depositaban su oro en los bancos, éste salía pronto del pueblo.

Después de 1917, el oro ya no podía ser parte de las reservas legales de un banco: tenía que ser depositado en la Fed. De acuerdo con Rothbard, “El oro afluía al Banco Central desde los bancos privados y, a cambio, la gente obtenía billetes del Banco Central y dejaba de usar las monedas de oro”. Con el oro lejos a buen recaudo, la gente tenía que confiar en su lugar en los recibos impresos del gobierno.[4]

A medida que empeoraba la Depresión y la gente perdía su confianza en los bancos, decidieron custodiar su efectivo. Al ver a la gente sacando en masa su dinero de los bancos (dinero que los bancos habían prometido devolver a la vista), el Presidente Hoover la acusó en 1932 por su “atesoramiento traidor”. El 3 de febrero organizó una marcha antiatesoramiento y el 6 de marzo dio un discurso por radio en el que pedía a la gente que dejara de atesorar (es decir, que dejara de convertir sus depósitos bancarios en efectivo):

El frente de batalla actual está ante el atesoramiento de moneda, que empezó hace unos 10 meses y con su creciente intensidad se convirtió en un peligro nacional durante los últimos 4 meses. (…) Creo que el ciudadano estadounidense no se ha dado cuenta del daño que ha hecho cuando atesora siquiera un solo dólar sacándolo de la circulación. No se ha dado cuenta de que su dólar obliga a banco a eliminar muchas veces la cantidad de crédito para que lo usen los prestatarios.

Parece que Hoover nunca pensó qué pasaba cuando se usaba un solo dólar para crear múltiples dólares de crédito. Nunca cuestionó la ética que lo subyace o investigó sus efectos redistribucionistas o por qué un institución depositaria podía prestar dólares, en lugar de cobrar una tarifa por mantenerlos a salvo. Pero tampoco parece que sus oyentes se preocuparan por este asunto.

Como advierte Rothbard, la campaña de Hoover contra el atesoramiento pareció ayudar: el atesoramiento llegó al máximo en julio y nunca superó esa cifra hasta febrero de 1933. Consecuentemente, la liquidación bancaria se pospuso y la crisis final se intensificó. Pero lo que quizá fue peor es que la campaña de Hoover impidió que la gente conociera de primera mano la verdad de la banca de reserva fraccionaria.[5]

El Presidente Roosevelt llevó las cosas aún más lejos. Al tener que pagarse los dólares en moneda de oro, la Fed veía limitada la cantidad de dinero que podía crear. Si se levantaran los requerimientos de redención, la oferta monetaria podrían determinarla los burócratas nombrados por el gobierno y éste ya no sería rehén de la promesa de convertibilidad. Hacer que la opinión pública aceptara este golpe de gracia no sería sencillo, pero FDR estaba dispuesto para la tarea.

Una creciente cantidad de gente que luchaba por alimentar a sus familias hizo más fácil su trabajo. En 1933, el desempleo había llegado al 25% en toda la nación, pero algunos estados tenían de media más del 40% y algunas ciudades se veían golpeadas aún más duramente: Cleveland y Toledo tenían un 50% y un 80%, respectivamente. Los eminentes economistas que promovían las virtudes de un nivel de precios estable (o al menos uno que no cayera cuando se invirtiera mucho en bolsa) también estaban dispuestos a unir esfuerzos con FDR.

Si el oro salía de escena, reflotar los precios sería un problema menor. Y una vez eliminado el oro, se desanimaría el atesoramiento y el mayor dinero en circulación aumentaría el gasto. La pesadilla de la administración Hoover acabaría pronto.

El 12 de marzo de 1933, el Presidente Roosevelt tuco su primera charla junto al fuego y dijo al pueblo estadounidense  que el nuevo dólar, que ya no podría ser redimido en monedas de oro, era un dinero en el que podían confiar. “Esta moneda no es moneda fiduciaria”, insistía. “Se emite sólo con una garantía adecuada y todo buen banco tiene abundancia de esa garantía”.

Comunicaba a su audiencia su confianza en que el “reajuste de nuestro sistema financiero” fuera el elemento más importante de su éxito, incluso, dijo, era “más importante que el oro”. “Tengan fe”, pedía. “No salgan en estampida por rumores o predicciones”.

Roosevelt no mencionaba a la Constituciones en su charla, pero persistían los rumores de que los fundadores del gobierno de EEUU querían que sólo las monedas de oro y plata sirvieran como moneda de curso legal. Lo supiera o no, también estaba rechazando la advertencia de Jefferson en la Resolución de Kentucky acerca de poner “la confianza en un hombre” y buscar desatar todo tipo de “daños” rompiendo las “cadenas de la Constitución”.

Tampoco a la opinión pública le interesaban los documentos históricos y era fácil creer a un líder carismático cuyas ideas tenían la bendición de famosos miembros de la Ivy League. Aun así, si algún documento al menos de la fundación del país hubiera hecho una declaración elocuente de la relación entre libertad y moneda fuerte, podría haber permanecido la antorcha encendida en la opinión pública durante el ataque de gobierno contra su oro.

Keynes al rescate

Las persistentes dudas acerca de la sensatez de las políticas de Roosevelt casi habían desaparecido tres años después de que llegara al cargo, con la publicación de la Teoría General de John Maynard Keynes en 1936. Los economistas se desvanecían con ella. Típica fue la reacción del Premio Nobel de 1970, el Profesor Paul A. Samuelson, que describió la obra de Keynes como

un libro mal escrito, mal organizado. (…) Es arrogante, maleducado, polémico y (…) abundante en embrollos y confusiones. (…) En resumen, es la obra de un genio.[6]

Keynes ya tenía fuertes relaciones políticas y con la promoción adecuada su libro podía servir como una especie de Scotchgard para los programas gubernamentales. Si se protraban en su presencia las suficientes élites, ¿quién creería a sus críticos?

“Merece la pena repetir”, decía Samuelson, “que la Teoría General es un libro oscuro, así que los que quieran ser antikeynesianos deben asumir que su postura se basa en el crédito en buena medida”.[7] Uno pensaría si los prokeynesianos tendrían el mismo hándicap. Y me pregunto si Samuelson era tan generoso con los estudiantes que presentaban un trabajo “mal escrito, mal organizado” abundante en  “embrollos y confusiones”.

Ni Keynes ni Roosevelt acabaron con la Depresión, aunque a la mayoría de los historiadores les ha costado reconocerlo. La opinión ortodoxa actual es que la Segunda Guerra Mundial, con sus enormes desembolsos públicos para la guerra, fue el incentivo necesario para administrar el keynesianismo en dosis suficientemente fuertes como para hacer que todos trabajaran de nuevo.

Es verdad que la guerra innecesaria “resolvió” el problema del desempleo con el reclutamiento masivo, que, de acuerdo con Robert Higgs, llevó “a las fuerzas armadas al equivalente al 22% de la mano de obra antes de la guerra”. Pero la prosperidad no volvió hasta que desparecieron los controles públicos de tiempo de guerra y el gasto y el empleo público no disminuyeron abruptamente.

Losw economistas keynesianos había predicho que la reducción en dos tercios en el gasto tras la guerra produciría otra depresión. Por el contrario, sin el gobierno en el camino, la economía privada se recuperó rápidamente.[8]

Metales preciosos

El Presidente Nixon completó el proceso de eliminar las raíces en el oro del dólar en 1971. Desde entonces, la depreciación acelerada del dólar ha retrotraído al atesoramiento monetario a los días de nuestros abuelos y antes, o casi.

Incluso antes de la Fed, el atesoramiento no era una forma de hacerse rico, sino que, como el oro mantenía su valor “en el tiempo y el espacio”, guardarlo era una manera de evitar penurias y ahorrar para la vejez. El actual sistema de moneda fiduciaria presiona a la gente para que ponga una parte de sus ingresos en la gran tragaperras de mundo de la inversión, la mayoría de la las veces por medio de intermediarios financieros.

Los portfolios  de la gente engordaron durante los años del auge, pero la política monetaria del banco central es trabajar por debajo del radar, extrayendo silenciosamente el valor de su dinero mientras preparan un desastre. Acabe el auge en depresión o en un brote de inflación agresiva, la política de la Fed arruinará a los inversores que no jugaron adecuadamente sus bazas.

Una forma actual de atesorar dinero es en metales preciosos, particularmente en oro y plata. Gracias al trabajo del Congresista Ron Paul, es legal que los estadounidenses posean monedas de oro y comercien con ellas desde el 1 de enero de 1975. Comprar monedas de oro y plata y guardarlas no sólo una manera de protegerse contra la inflación, sino que también es, en cierto modo, una forma de boicotear a la Reserva Federal. Esto bastaría por sí solo como para poseerla.


Publicado originalmente el 9 de octubre de 2009. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

[1] Ludwig von Mises, The Theory of Money and Credit, Yale University Press, 1953, p. 35. Publicada en España como La teoría del dinero y del crédito (Madrid: Unión Editorial, 1997).

[2] Henry Hazlitt, The Inflation Crisis, and How to Resolve It, The Foundation for Economic Education, 1995, p. 89.

[3] Hans-Hermann Hoppe, “How is Fiat Money Possible? — or, the Devolution of Money and Credit”, en The Economics and Ethics of Private Property: Studies in Political Economy and Philosophy, 2ª Edición, Mises Institute, 2006, p. 203.

La demanda de dinero es la no intención de comprar o alquilar bienes no monetarios y estos incluyen bienes de consumo (bienes presentes) y bienes de capital (bienes futuros). No gastar dinero es no comprar ni bienes de consumo ni bienes de inversión. (…).

Por tanto, si la demanda de dinero aumenta mientras que el efectivo social de dinero es fijo, la demanda adicional sólo puede satisfacerse rebajan los precios en dinero de los bienes no monetarios.

[4] Murray N. Rothbard, What Has Government Done to Our Money?, Mises Institute, 1990, p. 73.

[5] Murray N. Rothbard, America’s Great Depression, 5ª Edición, Mises Institute, 2000, p. 307.

[6] Henry Hazlitt, The Failure of the “New Economics”: An Analysis of the Keynesian Fallacies, Mises Institute, 2007, p. 2. Publicado en España como Los errores de la “nueva ciencia económica” (Madrid: Aguilar, 1961).

[7] Ibíd., p. 3.

[8] Thomas J. DiLorenzo, How Capitalism Saved America: The Untold History of Our Country, from the Pilgrims to the Present, Crown Forum, 2004, p. 184.

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