Nacionalismo económico: Del mercantilismo a la Segunda Guerra Mundial

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[Extraído del capítulo 3 de Studies in Economic Nationalism]

Nos ocupamos ahora de un periodo que, desde el punto de vista de la investigación actual, es de una importancia particularmente grande. Se extiende sobre alrededor de 300 años los siglos XVI, XVII y XVIII e incluye el nacimiento y consolidación del moderno concepto de estado nacional. La economía de ese periodo, en particular la regulación por el estado del comercio externo a favor del poder nacional, se conocía como “el sistema ‘mercantil’” o “mercantilismo”.

Los países que adoptaron las políticas económicas del mercantilismo tuvieron, al menos al principio, gobiernos autoritarios y poderosos, monarquías absolutas desarrolladas tras la desintegración de los sistemas feudales descentralizados. Los gobernantes de ese periodo tenían poderes de largo alcance sobre las actividades de sus súbditos, mientras que las libertades individuales estuvieron en buena medida preteridas.

La revuelta final contra el mercantilismo se asoció con la promoción de los principios democráticos. En Inglaterra, la revolución democrática empezó en el último cuarto del siglo XVII; en Francia, cien años después. Por tanto, las políticas internas del mercantilismo variaron mucho, como entre Francia (y otros países continentales), por un lado, e Inglaterra, por otro. Había más similitud respecto de políticas económicas extranjeras, es decir, el impacto del estado respecto del comportamiento del comercio y las finanzas extranjeros.

El mercantilismo desarrolló por primera vez en la historia un cuerpo doctrinal más o menos consistente  explicando y justificando la acción del estado de regular, controlar y restringir distintos elementos de la relación económicas internacionales.[1] Estas doctrinas se inspiraban principalmente en una preocupación por el poder nacional y secundariamente por su bienestar. En el siglo XIX, al haberse movido el mundo en dirección hacia el libre comercio y el internacionalismo económico, la tradición mercantilista parecía haberse reducido al dominio de los historiadores, mientras que sus doctrinas económicas se consideraban desacreditadas y curiosidades descartadas del pasado.

Desde entonces, en lugar de avanzar hacia un orden mundial, hemos realizado, a través de un laberinto de desvíos, una vuelta atrás y parecemos haber vuelto a donde estábamos hace 250 años. Así el Profesor Philip W. Buck, estudioso del mercantilismo, pudo escribir en noviembre de 1941 en el prólogo su Politics of Mercantilism que “el totalitarismo moderno (una palabra difícil usada en este libro para incluir los estados soviéticos, fascistas y nazis y sus políticas) es en mucha formas un renacimiento de las ideas y prácticas del sistema mercantilista”.

En realidad, el nuevo nacionalismo económico de mediados del siglo XX deriva de dos fuentes distintas, no de una sola: una de ellas es, evidentemente, el mercantilismo; la otra, la doctrina del “aislamiento internacional” que, dejando aparte las antiguas expresiones de Aristóteles, se remonta a Johann Gottlieb Fichte. De estas dos fuentes, la última, aunque menos conocida y reconocida, es ciertamente la más importante.

La tradición mercantilista incluía ciertos elementos que no se vuelven a encontrar  en el mundo contemporáneo, como el colonialismo y otros que son muy prominentes en la sociedad de hoy día, como la preocupación por la balanzas de pagos y por el pleno empleo. Por tanto, lo que hoy nos importa no es tanto toda la tradición mercantilista como algunas partes especiales de ella. Pueden describirse como nuestro patrimonio mercantilista.

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El fin del mercantilismo se debió a muchas causas. Como el mercantilismo estaba tan íntimamente relacionado con el estado, con su estructura y poderes, sus manifestaciones prácticas variaban de país a país, como hicieron en último término sus contradicciones y dificultades. El mercantilismo francés se desintegró con la desintegración de la monarquía absoluta. El mercantilismo británico, íntimamente ligado con el “viejo sistema colonial” (en oposición al “nuevo” imperio colonial  del siglo XIX, que acabaría evolucionando hacia la Commonwealth), acabó en buena medida por la Revolución Americana. La Revolución Industrial del final del siglo XVIII y principios del siglo XIX fue otro factor instrumental en la liquidación de controles y restricciones característicos del sistema mercantilista. El libre comercio, proclamado Adam Smith en el año de la independencia de Estados Unidos, se convirtió en una realidad de la política británica unos 70 años después en la época de Richard Cobden y Sir Robert Peel.

Cuando Gran Bretaña decidió renunciar a su agricultura a favor de su industria, también decidió aceptar la interdependencia económica internacional como un hecho básico de la vida. Esa aceptación sólo podía producirse suponiendo una paz duradera, una suposición que parecía razonable durante el siglo en que “Britannia gobernaba las olas”. La inseguridad internacional produce, por supuesto, nacionalismo económico.

Fue sin duda un factor en el periodo mercantilista, como lo es hoy en día. Cobden (cuya principal pasión era establecer una paz duradera en el mundo) creía que el libre comercio podía garantizar la paz. Hoy en día podemos ser algo escépticos acerca de esto, pero incluso nuestra propia experiencia nos dice que al miedo a la guerra o la preparación para la guerra tiende a estimular el nacionalismo económico, mientras que la seguridad política es un prerrequisito (o al menos una concomitante) del internacionalismo económico. También puede decirse que el nacionalismo económico tiende a hacer la paz más precaria y el conflicto más probable.

Sobre las ruinas del mercantilismo y a pesar del creciente prestigio de Adam Smith, pronto empezaron a crecer nuevas formas de nacionalismo económico. Sin embargo éstas tomaron, durante todo el siglo XIX la forma de “proteccionismo liberal” y no lo que definimos como “nacionalismo económico” en el sentido restringido del término. Aún así, al menos en uno de sus aspectos, la Revolución Americana fue una reacción contra el mercantilismo, tan pronto como un constructor de la república como Alexander Hamilton fijó las bases intelectuales y prácticas para una nueva causa del nacionalismo económico en su Informe sobre las manufacturas, publicado en 1791.[2]

Ese informe representa una de las más importantes reacciones tempranas contra las doctrinas del libre comercio de La riqueza de las naciones, de Adam Smith. También (y ahí reside su importancia) es la piedra angular del proteccionismo estadounidense. Alexander Hamilton estaba en su momento tan fascinado como hoy lo están los gobernantes de los países llamados subdesarrollados ante la vista de una nación industrial rica. En tiempos de Hamilton, esa nación era Inglaterra y su desarrollo industrial era un modelo atractivo y estimulante a seguir por la joven república.

En 1791, se recordará, el mercantilismo estaba resquebrajándose, pero el libre comercio sólo existía sobre el papel. La interferencia del Estado en el comercio exterior eran aún la regla incluso en Inglaterra. Hamilton defendía la adopción de medidas públicas para el estímulo de las industrias domésticas, no por ninguna preocupación por el comercio exterior y las balanzas de pagos (no parece haberse visto influenciado por consideraciones mercantilistas), sino por su interés en el desarrollo de la economía doméstica de los Estados Unidos. Eso queda meridianamente claro es las siguientes observaciones de su informe:

Ahora es apropiado (…) enumerar las principales circunstancias de las cuales puede inferirse que los establecimientos manufactureros no sólo ocasionan un aumento positivo de la producción y el beneficio de la sociedad, sino que contribuyen esencialmente a hacerla mayor de lo que podrían ser sin esos establecimientos. Estas circunstancias son:

1. La división del trabajo;

 

2. Una extensión del uso de maquinaria;

 

3. Un empleo adicional de clases de la comunidad no ocupados ordinariamente de los negocios;

4. La promoción de la emigración desde países extranjeros;

 

5. El mayor ámbito de suministro para la diversidad de talentos y disposiciones, que discriminan a los hombres entre sí;

 

6.Permitir un campo más amplio y variado a los empresas;

 

7. La creación, en algunos casos, de una nueva demanda y más segura y constante demanda del exceso de producción de la tierra.[3]

Por cierto, que debe notarse que Hamilton propuso usar subvenciones o ayudas públicas para estimular el desarrollo de las manufacturas domésticas tanto como aranceles (e incluso prefiriéndolas) para reducir la competencia de los bines fabricados en el extranjero. Respecto de estos últimos, tenía estos comentarios para hacer:

Tendrá que darse por sentado (…)  que las mejoras manufactureras son susceptibles, en un grado mayor, de aplicación de maquinaria, que las agrícolas. Si es así, toda diferencia se pierde para una comunidad que, en lugar de fabricar para sí misma, produce lo necesario para suministrar a otros países. La sustitución de manufacturas domésticas por extranjeras es una trsnferencia a naciones extranjeras de las ventajas de emplear maquinaria, en el sentido en que se pueden emplear con más utilidad y hasta el máximo grado.[4]

Aunque Hamilton se refería a las industrias textiles, su propuesta es susceptible de una aplicación más amplia.

Aquí llega un momento en que debe hacerse la pregunta de si una nueva industria local completamente desarrollada puede producir bines tan baratos como los que puedan importarse del exterior y de la misma calidad y el tema de la protección y l libre comercio fue en definitiva argumentado sobre esa base. Sin embargo, la preocupación de Hamilton era sobre todo por la creación de nuevas industrias, suponiendo que serían completamente viables cuando llegaran a su plena expansión. Su argumento, posteriormente desarrollado por otros economistas, especialmente por Friedrich List, ha sido conocido como el argumento proteccionista de las “industrias nacientes”. Aplicarlo a industrias completamente desarrolladas es realmente un abuso del argumento.

Aunque pude considerarse a Alexander Hamilton el padre del proteccionismo estadounidense durante la primera mitad o los primeros dos tercios del siglo XIX, sin duda no debe cargar con esa responsabilidad respecto del proteccionismo de finales del siglo XIX y el XX. Sus argumentos (pero no su nombre) se usan hoy ampliamente por portavoces de los llamados países subdesarrollados, en combinación con otros argumentos y políticas mucho menos defendibles.

El estímulo artificial a nuevas industrias puede defenderse sobre bases económicas sólo si estas industrias dejan de recibir apoyo del estado una vez que se han desarrollado completamente. El argumento de aumentar la diversidad de ocupaciones y habilidades dentro de la nación puede, por supuesto, defenderse fácilmente sobre bases distintas de las económicas. Desde bases económicas, debemos preguntarnos por las consecuencias de esa diversificación en términos de las precios más altos que el hombre de la calle tiene que pagar por lo que compra: es la única base sobre la que puede tomarse una decisión económicamente válida.[5]

Aunque su interés principal se dirigía hacia el desarrollo de nuevas industrias, Alexander Hamilton consideraba sus propuestas también muy ventajosas para la agricultura. Dirigía la atención hacia las consecuencias para la producción agrícola estadounidense de las incertidumbres resultantes de las fluctuaciones de la demanda extranjera y advertía que un crecimiento del sector combinado con la inmigración aumentaría el mercado doméstico de productos agrícolas. La opinión de Hamilton de que “un mercado doméstico en mucho más preferible que uno extranjero, porque, en la naturaleza de las cosas, se puede confiar más en él”. Volviendo al asunto en una página posterior de su informe,

parece haber fuertes razones para considerar a la demanda extranjera de esos excedentes [de productos de la tierra] como demasiado incierta como para confiar en ella y preferir un sustitutivo de ésta en un mercado doméstico extenso. Para garantizar un mercado así no hay otra forma que promover el establecimiento de manufacturas.[6] (Las cursivas son mías).

El argumento de las “industrias nacientes” fue posteriormente desarrollado hasta su formulación más perfecta por el economista alemana Friedrich List, cuya obra principal, El sistema nacional de economía política, apareció en 1840. Fijémonos en el título y comparémoslo con el de Adam Smith, Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones: ¡el contraste es ejemplar!

Realmente, resultaría erróneo poner a Hamilton y List en el mismo “compartimento” doctrinal: las diferencias entre ellos exceden las similitudes. No hay nada agresivo hacia el mundo exterior en el proteccionismo de Alexander Hamilton. Sin embargo, List está muy preocupado con las consideraciones sobre el poder. A sus ojos, la economía política es un medio para que el estado alcance su máximo desarrollo. Considera la adquisición de un territorio “completo”,[7] una gran población y una estructura económica equilibrada. También destaca que una nación debe poseer un poder militar adecuado para proteger su independencia política y sus rutas comerciales. Al contrario que Hamilton, List se interesa por una solución para el exceso de población y destaca la necesidad de colonias.

La siguiente observación, que muestra el contraste entre la filosofía de List y la de Alexander Hamilton, ha sido expuesto por William E. Rappard en su ensayo The Common Menace of Economic and Military Armaments.[8] Rappart indica que, de acuerdo con List, la prtección industrial

no es el producto artificial de la especulación política, como enseña erróneamente esa escuela. La historia demuestra que las restricciones al comercio nacen o bien de los esfuerzos naturales de las naciones de alcanzar el bienestar, la independencia y el poder o de guerra y medidas comerciales hostiles por parte de las naciones que dominan las manufacturas.

Luego las guerras son consideradas por List como una fuente frecuente de políticas proteccionistas y Rappart dirige la atención a las conclusiones de List de que

una guerra que promueve la transición del Estado puramente agrícola a una mezcla agrícola-manufacturera es por tanto una bendición para una nación (…) mientras que una paz que devuelva a un Estado destinado a industrializarse a una condición puramente agrícola, es un destino incomparablemente más dañino que una guerra.[9]

Aquí el nacionalismo económico muestra su muy fea cara   (y a menudo oculta): lejos de ser un simple añadido al nacionalismo económico, aparece como una política que incluso acepta la guerra como un medio para alcanzar determinados fines económicos.

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Una vez que la industria estadounidense maduró y una vez que la industria alemana se hizo poderosa, los argumentos de Hamilton y List ya tendrían que haber sido invocados en sus países (aunque seguían estando disponibles para las nuevas áreas subdesarrolladas y de hecho iban a ser frecuentemente usados por sus estadistas). Pero las industrias “nacientes” protegidas continuaron aferrándose a las faldas del estado (o las de su bolsa) e insistirían en que la protección de intereses creados cada vez más poderosos. Estos intereses son los principales responsables del incremento de proteccionismo en Europa Occidental en el último cuarto del siglo XIX y la primera parte del XX y de la persistencia del proteccionismo en Estados Unidos.

Como quiera que se motivara, el proteccionismo del siglo XIX fue un instrumento considerablemente ligero de interferencia en la vida económica de lo que eran las restricciones cuantitativas del comercio (unidas a los aranceles), practicadas en los siglos precedentes. Los aranceles no acabaron con el mecanismo de precios, ni tampoco interrumpieron las intrincadas interrelaciones de los mercados mundiales. Afectaban a la distribución de recursos e industrias en todo el mundo: el mecanismo “liberal” de mercados y precios continuó funcionando sin perturbaciones.

El proteccionismo del siglo XIX operó en el entorno de una sociedad liberal y en un tiempo en que los poderes económicos del estado estaban en todo el mundo occidental en su punto más bajo. Había en aquellos tiempos un gran interés en todas partes por expandir la economía mundial. El crecimiento del comercio, el eficaz funcionamiento del patrón oro y el flujo sostenido de capital de país a país, sin olvidar la fácil inmigración, todos eran expresiones de la misma actitud favorable hacia la economía mundial.

Es verdad que el nacionalismo político no fue derrotado, pero la democracia liberal estaba haciendo progresos sobre el autoritarismo, como la liberalización del régimen zarista en Rusia después de 1905. La economía mundial estaba en un estado de continuo crecimiento y expansión. La lucha de poderosos nacionalismos, que culminó en la Primera Guerra Mundial se produjo en lo que era, a pesar del crecimiento del proteccionismo, una aproximación razonablemente cercana a una economía mundial bien integrada.

Decir esto no es negar en modo alguno que la miasma proteccionista ampliamente extendida tuviera implicaciones muy peligrosas para el futuro de las relaciones internacionales. La Primera Guerra Mundial interrumpió los procesos económicos globales y, de acuerdo con la previsión de List, animó considerablemente el nacionalismo económico. Es interesante especular sobre el posible curso de los acontecimientos si no hubiera habido guerra. ¿Habría continuado creciendo el proteccionismo estadounidense, alemán y ruso y habría sucumbido Gran Bretaña a la blandura de los seguidores de John Chamberlain y renunciado al libre comercio?

Por supuesto, no podemos saberlo, pero no cabe duda de que incluso en ausencia de la Primera Guerra Mundial, el libre comercio habría necesitado nuevos defensores entusiastas, vigorosos y persuasivos en el siglo XX para continuar su trayecto hacia la integración económica mundial, en lugar de verse erosionado por una marea de proteccionismo.

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La guerra y el comercio no casan bien. Una guerra a escala mundial, un guerra que grave todos los recursos de los beligerantes, no podría sino afectar a las relaciones económicas internacionales. El patrón oro internacional se quebró bajo la presión, los controles comerciales y de pagos se adoptaron generalizadamente, se interrumpieron las rutas comerciales y las necesidades de guerra adquirieron un poder de veto sobre las decisiones del mecanismo de precios. El nacionalismo económico fue el verdadero vencedor de la Primera Guerra Mundial, igual que el colectivismo iba a ser el verdadero vencedor de la Segunda Guerra Mundial.

Ahora llegamos a acontecimiento que son familiares para los lectores más viejos de este libro y que ya resultan remotos para los más jóvenes. La reconstrucción que tuvo lugar después de 1918, en buena parte bajo los auspicios de la Sociedad de Naciones, resultó muy precaria, llevando a las tendencias contradictorias que prevalecieron en el mundo de los veinte. La reconstrucción monetaria fue lo primero que se realizó en el programa internacional de la posguerra, hubo una gran expansión de los movimientos internacionales de capital, especialmente fuera de Estados Unidos, y las rutas comerciales se restablecieron con bastante rapidez.

En todo caso, los cimientos de esa reconstrucción eran muy frágiles. La reconstrucción monetaria fue superficial y resultó ser en buena parte espuria.[10] Los revividos movimientos de capital eran más el producto del celo de los vendedores de bonos que de la aprobación real de los bancos de la situación económica de los países prestatarios. Muchas de estas inversiones llevaban dentro las semillas del impago. La combinación de inversiones exteriores erráticas con los defectos técnicos del “nuevo patrón oro” promovieron una ola inflacionista, de ámbito mundial, a la que siguió la más devastadora depresión de los tiempos modernos.

El internacionalismo financiero de los años veinte, tal y como era, contrasta con las políticas comerciales del periodo, proteccionistas en constante aumento,  y con la extensión de nacionalismo monetario (por decirlo suavemente). Es verdad que los controles de cambios y las restricciones cuantitativas a la importación que se extendieron durante la Primera Guerra Mundial desaparecieron de nuevo pocos años después, pero el nacionalismo económico era muy fuerte y crecía, tanto en los países viejos, ya establecidos como en los que o bien habían obtenido la independencia o se habían formado en la Conferencia de Paz de París de 1919. Los “nuevos” países se vieron muy influidos por el argumento de las “industrias nacientes”, los países más viejos, por la protección de los intereses creados. En Gran Bretaña, el aumento de las tendencias proteccionistas era un síntoma de decadencia económica.

En Estados Unidos fue consecuencia del fracaso del Congreso, el gobierno y la opinión pública en entender los efectos de la posición del país en los asuntos mundiales, que había cambiado drásticamente. De ser un adolescente en rápido crecimiento, los Estados Unidos se habían convertido en el nuevo líder de la economía mundial. Heredó de sus antepasados responsabilidades que, ocultas por la guerra, ya no podía evitar. Sin embargo, eran responsabilidades para las que los Estados Unidos aún no estaban maduros como para manejarlas de una forma inteligente. De ahí los años veinte, con su orgía de préstamos indiscriminados al extranjero y su simultáneo aumento de aranceles. De ahí también el que no se percibiera que un país acreedor debe dirigirse hacia el libre comercio y no alejarse de éste, si no quiere sufrir grandes pérdidas al tiempo que afecta al equilibrio económico internacional.

La “década de la sinrazón” (como bien podría ser calificada) culminó en la crisis económica más espectacular de los tiempos modernos y socialmente las más preocupante. Alimentó la destructora depresión de los treinta, un complejo proceso económico con conexiones causales interrelacionadas internacionalmente que sigue esperando un estudio cuidadoso, completo y penetrante. Ha llevado a una gran expansión de los credos y las prácticas colectivistas en todo el mundo, incluyendo Occidente y como mínimo a una decadencia temporal del liberalismo económico y el internacionalismo.

El nacionalismo económico reapareció después más de un siglo de decadencia, primero en la forma de neomercantilismo, más tarde en las formas más extremistas defendidas en 1800 por Johann Gottlieb Fichte. La opiniones de Fichte sobre la autosuficiencia nacional fueron redescubiertas, o más bien reinventadas, por John Maynard Keynes en 1933. Probablemente el más influyente pensador económico de este siglo, Keynes puso su inmenso talento, intelectual y literario, y sus grandes poderes de persuasión al servicio del nacionalismo económico.

Sin embargo, no fue un pensador, sino un hombre de acción quien iba a aplicar en la práctica el plan de Fichte: el Dr. Hjalmar Schacht de Alemania, el arquitecto de las políticas económicas nazis. A mediados de los 30, las políticas “schachtianas” fueron esenciales para promover la autosuficiencia, o autarquía, alemana mediante medios totalitarios de comercio, que incluyeron “conquistas pacíficas” de varios vecinos de Alemania en la cuenca del Danubio, un preludio necesario a su marcha militar sobre Austria (en 1938) y Praga (Primavera de 1939) y a las guerras de agresión iniciadas el 1 de septiembre de 1939. ¡Así que se puso en práctica en plan de Fichte 130 años después de su publicación!

El concepto “schachtiano” de nacionalismo económico fue también esencial, al menos implícitamente, en desarrollar las políticas económicas exteriores de la Unión Soviética, hoy el mayor ejemplo en el mundo de implacable nacionalismo económico.

Después del final de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo económico permaneció como la tendencia prevalente de la mayoría de los países del mundo. Aunque sus formas más extremas, las que se remontan a Fichte, se limitan al bloque soviético, muchos otros países continúan practicando estrictos controles comerciales y de pagos  con el fin de aislar de influencias exteriores sus planes nacionales de desarrollo económico o pleno empleo o, en la tradición mercantilista, para “proteger” sus balanzas de pagos y reservas monetarias.

Lo que debe advertirse como conclusión de esta explicación del “Nacionalismo económico a través del tiempo” es que se ha desarrollado, especialmente desde el final de los cuarenta, una creciente reacción contra el nacionalismo económico. Limitado actualmente al mundo occidental, esta reacción, si dura, puede empezar una nueva era en la historia económica del mundo.[11] Bien pudiera ser que historiadores futuros descubran que la marea de nacionalismo económico, habiendo llegado a su máximo nivel al final de los treinta, se haya invertido decisivamente en la década de 1950.


Publicado originalmente el 13 de julio de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

[1] Aunque no exista una única doctrina mercantilista.

[2] Ver The Works of Alexander Hamilton, vol. 1 (Nueva York: Williams & Whiting, 1810).

[3] Citado de Louis M. Hacker, The Shaping of the American Tradition (Nueva York: Columbia Univ. Press, 1947): p. 301. Ver, sin embargo, Alexander Hamilton, Papers on the Public Credit, Commerce and Finance, ed. Samuel McKee, Jr. (Nueva York: Liberal Arts Press, 1957) y Richard B. Morris, ed., Alexander Hamilton and the Founding of the Nation (Nueva York: Dial Press, 1957).

[4] Hacker, Alexander Hamilton, p. 302.

[5] Alexnder Hamilton disfruta hoy de un  gran favor entre los proteccionistas estadounidenses y muchos líderes sindicales. Les interesa (o debería interesarles) el punto 4 de su declaración citado más arriba en que se expresa a favor de un aumento de la “emigración” desde otros países a los Estados Unidos, un objetivo poco popular entre los admiradores modernos de Hamilton. Por otro lado, a esos miembros del movimiento sindical que defienden el desarrollo económico mediante medidas proteccionistas o el mantenimiento del empleo  a través de dichas medidas, pueden interesarles las siguientes observaciones, también citadas del informe de Hamilton (donde parece mostrarse parcial respecto de, al menos una de las predilecciones mercantilistas):

Merece remarcarse en particular que, en general, mujeres y niños resultan ser más útiles, y estos últimos más útiles antes, para establecimientos manufactureros, de lo que serían en otro caso. De todas las personas empleadas en las fábricas de algodón de Gran Bretaña, se calcula que casi cuatro séptimos son mujeres y niños, de los cuales la mayor proporción son niños, y muchos de ellos de tierna edad.

[6] Un punto de vista compartido por los defensores contemporáneos de la planificación nacional económica y del “aislamiento”.

[7] Lo que recuerda mucho a Fichte (a quien List no cita).

[8] Originalmente titulado como “The Eighth Richard Cobden Lecture” (Dunford House Association, Londres, 25 de mayo de 1936), posteriormente publicado con el título citado en en texto en Cobden-Sanderson, Londres, 1936), p. 21-22.

[9] Ibíd., p. 22.

[10] Mediante la sustitución del patrón oro por el patrón de intercambio oro, con las “reglas de juego” de éste ignoradas en buena medida y con el precio del oro a un nivel irracionalmente bajo. Cf. Michael A. Heilperin, International Monetary Economics (Londres: Longman, Greens & Co., 1939): cap. 9.

[11] Debería hacerse referencia al establecimiento de Organización de la Cooperación Económica Europea (OCEE), su Código de Liberalización, la adopción del “Mercado Común” por Francia, Alemania, Italia y los tres países del Benelux, la negociación de un área de libre comercio más amplia entre todos los miembros de la OCEE y el crecimiento de sentimientos de libre comercio en Estados Unidos, a menudo asociados actualmente con propuestas políticas prácticas concretas y drásticas. También deberíamos referirnos al retorno a los principios del internacionalismo monetario asociado con la disciplina monetaria nacional en un creciente número de países y la eliminación parcial de las restricciones de cambio en muchos países del occidente de Europa.

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