Bush acrecienta el estado

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Al irse arrastrando la guerra contra el terrorismo por los siglos de los siglos, mucha gente que se hace llamar libertaria ha decidido que no es algo tan malo después de todo. (Los expertos que se hacen llamar conservadores estuvieron entre los primeros reclutas y la izquierda, como cabía esperar, está también completamente de acuerdo).

¿Qué sentido tiene el estado, preguntan algunos libertarios, si no es bombardear a los que amenazan nuestra seguridad? El problema es que la vida real funciona de forma algo distinta del ideal de gobierno de los textos cívicos. El gobierno usa la guerra (y a veces la fomenta) para expandir su poder sobre su propio pueblo o expandir su alcance imperial, incluso al prohibir intentos del sector privado que podrían en realidad ocasionar más seguridad (en este caso, pilotos armados).

“De todos los enemigos de la libertad pública, la guerra es, quizá, el más temible”, escribía James Madison, “porque comprende y desarrolla el germen de todos los demás”. “Ninguna nación podría conservar su libertad en medio de una guerra continua”, decía. Por eso, escribía John Quincy Adams, “Estados Unidos no acude al exterior en busca de monstruos a destruir”.

Por eso los padres fundadores trataron de hacer muy difícil que el gobierno de EEUU fuera a la guerra, no dando al presidente ningún poder autónomo para hacerlo (restricciones constantemente ignoradas hoy). A nivel ideológico, los fundadores advertían constantemente en contra de alianzas involucrativas y reclamaban solo lazos comerciales con el mundo. Paz y libre comercio: una combinación público-privada que no está sino ausente en el debate actual.

Pero basta de teoría e historia. Veamos la realidad actual. Bin Laden sigue prófugo y a las aerolíneas se les sigue prohibiendo proteger su propiedad ante amenazas de secuestro, pero el gran gobierno está creciendo a ritmos no vistos desde los tiempos de Lyndon Johnson.

La administración Bush está dedicada a un gasto compulsivo increíblemente peligroso, por encima del que los republicanos nunca hubieran tolerado a un demócrata. Si hizo falta un Nixon para ir a China, hace falta un Bush para producir transferencias de riqueza en dobles dígitos del sector privado al público, mucho de lo cual se está gastando en ayuda exterior, vigilancia interior, sociedades público-privadas y la construcción de cada vez más armas de destrucción masiva, todo lo cual se está pagando mediante deuda e inflación y creando una “recuperación” al estilo keynesiano.

De octubre de 2001 a marzo de 2002, los desembolsos federales fueron de 60.000 millones de dólares por encima del mismo periodo del año anterior. En este periodo, el gobierno federal, el que todos aprendimos a amar tanto, ha conseguido de alguna manera quemar todo un billón de dólares antes en poder del sector privado. Respecto del ingreso bajó en 44.000 millones de dólares con respecto al año pasado, totalizando un déficit de 129.000 millones de dólares. Contando todo, el gasto público anual está creciendo ahora mismo a un asombroso ritmo del 8%. (Todos estos datos proceden de los últimos informes de la Oficina de Presupuesto del Congreso).

Echando un vistazo más amplio, el gasto en programas públicos de 1999 a 2003 se habrá incrementado en un 22% (en dólares ajustados a la inflación), según un nuevo análisis del Washington Post. Medido con respecto al PIB, el gasto federal total aumentará un 18,5% en estos tres años. El gasto aumentó un 9% en los últimos dos años de la presidencia de Clinton, pero aumentará un 15% en los primeros dos años de la administración Bush. Si Clinton era un demócrata enamorado del gran gobierno, ¿cómo hay que considerar a Bush?

De hecho, las propuestas presupuestarias del presidente Bush reclaman aumentos en el gasto que hacen que Clinton, Reagan, Carter, Ford y Nixon parezcan conservadores fiscales. Desde que Johnson lanzó su combinación de Gran Sociedad y Guerra de Vietnam, nunca el gasto federal ha ascendido hasta este nivel. Los explosivos aumentos no solo cubren gasto de defensa, sino que también afectan a todo el aparato del estado del bienestar, de la educación a los pagos de desempleo a Medicare. Los estados de bienestar y guerra sirven a distintos electores, pero el tráfico de influencias políticas y los intrincados juegos de quid pro quo aseguran que ambos grupos puedan disfrutar del botín.

Este gasto es solo el principio. Estas cifras no incluyen los aumentos propuestos de gasto después de 2003, que empequeñecen cualquier propuesta realizada antes del año pasado. Durante el debate del estímulo, ningún demócrata se atrevió a sugerir gastar cerca de este nivel. Si Bush hubiera sido elegido en la lista del Partido Socialista, este sería justamente el tipo de comportamiento que esperaríamos (y aun así los socialistas habrían sido quisquillosos).

Entre las cosas más odiosas están los 500 millones de dólares que la administración Bush planea gastar en reconstruir la destrucción producida por las caras bombas de EEUU en Afganistán (millones de los cuales ya se han desperdiciado). El gasto de destrucción/construcción se ha convertido en una característica habitual de la política exterior de EEUU desde el Plan Marshall, cuando las empresas relacionadas con el gobierno descubrieron que la limpieza de la posguerra puede ser una vía rápida para hacer el bien y hacerlo bien. Y aun así el nuevo presidente de Afganistán esta extrañamente quejándose de que no basta, de que no dar más podría reavivar el terrorismo que proviene de su país, lo que hace que uno se pregunte si esto es una promesa o una amenaza.

Inevitablemente, por supuesto, el Congreso ve aquí una gran oportunidad y planea no solo dar a Bush lo que quiere, sino añadir a ello la habitual letanía de tonterías nacionales pensadas para canalizar dólares fiscales a los mayores donantes de las campañas. Bush se prepara para reunir a los partidarios denunciando los mayores planes de gasto del Congreso como un aumento injustificado en el gran gobierno. Entretanto, los ingresos bajan y Bush reclama recortes de impuestos, lo que significa más presión sobre la Fed para financiar este gasto mediante inflación.

Y no se está haciendo ningún esfuerzo en absoluto por demostrar que cualquier de estos gastos sea realmente necesario (EEUU ya está en una carrera de armamentos contra sí mismo) y realmente consiga lo que se supone que consigue. Y no hay medios implantados para invertir el rumbo, ni mucho menos para recuperar el dinero, una vez la fiesta del gasto resulte infructuosa para fines públicos. El modo principal del gobierno es tomar tanto como pueda y gastar tanto como sea posible. En EEUU, el gobierno ha sido eficaz citando las necesidades militares como justificación:

Países seleccionados Presupuesto militar ($)
Estados Unidos 396.000.000.000
Rusia 60.000.000.000
China 42.000.000.000
Japón 40.400.000.000
Reino Unido 34.000.000.000
Arabia Saudita 27.200.000.000
Francia 25.300.000.000
Alemania 21.000.000.000
Brasil 17.900.000.000
India 15.600.000.000
Italia 15.500.000.000
Corea del Sur 11.800.000.000
Irán 9.000.000.000
Israel 9.000.000.000
Taiwán 8.200.000.000

El lado del gasto de la ecuación infravalora el problema porque no refleja el poder aumentado de los agentes de orden público. La amenaza para las libertades civiles está creciendo cada día. La guerra se ha usado para justificar formas indignantes de nuevo proteccionismo sobre el acero y la madera, añadiéndose a las barreras comerciales ya existentes que están aumentando los precios del consumidor estadounidense. Todos los viejos problemas de regulación e ingeniería social se han puesto sobre la mesa o incluso empeorado mientras dura la guerra.

Tenemos nuevas agencias implantadas prometiendo hacer lo que las antiguas agencias no hicieron ni podían hacer. ¿Volverá la normalidad después de que acabe la guerra (si acaba alguna vez)? No, si los partidarios del poder se salen con la suya. Como escribía Mises en 1919: “Desde el principio, prevalecía la intención en todos los grupos socialistas de no prescindir de ninguna de las medidas adoptadas durante la guerra después de esta, sino más bien de avanzar en la vía hacia la consecución del socialismo”.

Ya en octubre, Jonah Goldberg escribía: “Los libertarios tiene razón cuando dicen que la guerra alimenta el gran gobierno. Pero no tiene que ser así”. Tenga que ser o no, el hecho es que está ocurriendo y no Golberg ni ninguno de sus compatriotas parece preocuparse. Encuentra el tiempo de guerra demasiado estimulante como para preocuparse mucho con respecto a la libertad, el gobierno constitucional y otros asuntos filosóficos que les mantenían sin dormir en la universidad.

No es la primera vez que una guerra ha alimentado en crecimiento del Leviatán. A Clinton nunca le fue mejor que cuando estaba luchando en alguna guerra remota. Lo mismo pasó con todos sus predecesores. El gobierno vuela alto durante la guerra y los gastos raramente se discuten, especialmente no por los republicanos, cuya antigua devoción por el pequeño gobierno ha mutado en un amor promiscuo con el estado de bienestar y guerra.

Ahora en todo comentario sobre esta asombrosa debacle presupuestaria, la gente habla como si la decisión de gastar un 10 o un 20% más este año fuera simplemente un asunto de discreción gubernamental, como si el único límite a la expansión pública debiera ser la buena voluntad de la clase política. Hubo en tiempo en que no era así. La Constitución en un tiempo restringía el poder. El gobierno federal no podía gravar directamente a las personas. No podía inflar el dólar porque estábamos en un patrón oro. No había banco central que pudiera imprimir lo que el gobierno quisiera gastar.

¿Qué restringe hoy el poder del gobierno? En su mayor parte, es la opinión pública. Ahí es donde libertarios y conservadores pueden desempeñar un papel importante en dirigir la atención hacia las mentiras del gobierno, los peligros para la libertad que conlleva la guerra y los objetivos reales de la clase política. No hacer eso y en su lugar celebrar la mayor expansión del gobierno en la vida de cualquiera que tenga menos de 36 años es traicionar una especia de confianza pública. Es desacreditar cualquier lema acerca del “gobierno limitado” que haya sido publicitado por grupos de presión durante décadas. Una cosa es que los republicanos en el poder hagan esto. ¿Pero por qué deberían los intelectuales aceptarlo?

El colapso de la libertad puede detenerse. Pero no se detendrá hasta que quienes entienden el problema hablen con valentía contra el peligro claro y presente, el estado en guerra. Es un peligro incluso si el estado gana. Como dice Mises: “ningún ciudadano de una nación liberal y democrática se beneficia de una guerra victoriosa”.


Publicado originalmente el 17 de abril de 2002. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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