[Extraído de The God of the Machine, 1943]
La mayoría de daño en el mundo los hace buena gente, y no por accidente, error u omisión. Es el resultado de sus acciones deliberadas, perseverantes, que creen motivadas por altos ideales buscando fines virtuosos.
Esto se puede demostrar que es verdad, no puede ser de otra manera. El porcentaje de gente malvada, viciosa o depravada es necesariamente pequeño, pues ninguna especie podría sobrevivir si sus miembros habitual y conscientemente se inclinan por dañarse entre sí. La destrucción es tan sencilla que incluso una minoría de maldad persistente podría exterminar rápidamente a la mayoría inadvertida de personas bien dispuestas. El asesinato, el robo, la rapiña y la destrucción están fácilmente al alcance de cada persona en cualquier momento. Si se supone que solo se contienen por la amenaza de la fuerza, ¿a qué temerán o quién lanzará la fuerza contra ellos si todos los hombres tuviesen una mentalidad parecida?
Ciertamente si se contabilizara el daño hecho por los criminales voluntarios, el número asesinatos, el grado de daños y pérdidas se consideraría como mínimo en la suma total de muertes y devastación sobre seres humanos de su tipo. Por tanto es evidente que en periodos en que se mataba por millones, cuando se practicaba la tortura, se mataba de hambre, la política era la opresión, como pasa en el presente en gran parte del mundo y como ha pasado habitualmente en el pasado, debe ser por orden de muchísima buena gente e incluso por su acción directa, por lo que consideraban un objetivo que merecía la pena. Cuando no eran los ejecutores directos, se registraba que daban su aprobación, elaboraban justificaciones u ocultaban los hechos con el silencio e interrumpiendo la discusión.
Evidentemente, esto no podría ocurrir sin causa o razón. Y debe entenderse, en el pasaje anterior, que por buena gente queremos decir buena gente, personas que no intentarían conscientemente actuar dañando a sus semejantes ni seguir estos actos, ya sea caprichosamente o para beneficiarse ellos mismos. La gente buena desea el bien a sus semejantes y quiere guiar sus acciones en el mismo sentido. Además, no queremos indicar aquí ninguna “transmutación de valores”, confundiendo el bien y el mal, o sugiriendo que el bien produzca mal o que no haya diferencia entre el bien y el mal o entre personadas inclinadas al bien y al mal, ni sugerimos que las virtudes de la buena gente no sean realmente virtudes.
Entonces debe haber un error muy grave en los medios por los que buscan alcanzar sus fines. Debe haber incluso un error en sus axiomas primarios para permitirles continuar usando esos medios. Algo es terriblemente erróneo en el procedimiento, en alguna parte. ¿Qué es?
Indudablemente la matanza cometida de vez en cuando por bárbaros invadiendo regiones colonizadas o las crueldades caprichosas de tiranos confesos no llegarían a sumar una décima parte de los horrores perpetrados por gobernantes con buenas intenciones.
Tal y como nos ha llegado la historia, los antiguos egipcios fueron esclavizados por el faraón mediante un plan benevolente de “graneros siempre normales”. Se hacían provisiones para las hambrunas y luego se obligaba a la gente a trocar propiedad y libertad por esas reservas que se habían tomado previamente de su propia producción. La dureza inhumana de los antiguos espartanos se practicaba por un ideal cívico de virtud.
A los primeros cristianos se les persiguió por razones de estado, el bienestar colectivo y se resistieron por su derecho a la personalidad, porque cada uno tenía un alma propia. Los matados por Nerón como deporte fueron pocos comparados con los mandados a la muerte por los últimos emperadores por razones estrictamente “morales”. Gilles de Retz, que mataba a niños para satisfacer una perversión bestial, no mató a más de cincuenta o sesenta en total. Cromwell ordenó la masacre de treinta mil personas al tiempo, incluyendo niños en brazos, en nombre de la rectitud. Incluso las brutalidades de Pedro el grande tenían el pretexto de un plan para beneficiar a sus súbditos.
La guerra actual, que empezó con un tratado perjuro realizado por dos naciones poderosas (Rusia y Alemania) para poder aplastar impunemente a sus vecinos más pequeños, siendo roto el tratado por un ataque por sorpresa al otro conspirador, habría sido imposible sin el poder político interno del que se apropiaron en ambos casos bajo la excusa de hacer el bien a la nación.
Las mentiras, la violencia, las matanzas sistemáticas, se practicaron antes sobre el pueblo de ambas naciones por parte de sus gobiernos respectivos.
Puede decirse, y puede ser verdad, que en ambos casos los detentadores del poder eran hipócritas sanguinarios, que su objetivo consciente era malvado desde el principio; sin embargo no podrían haber llegado en absoluto al poder, salvo con el consentimiento y ayuda de buena gente.
El régimen comunista de Rusia obtuvo el control prometiendo tierra a los campesinos, en términos que los que las prometieron sabían que era una mentira. Una vez obtenido el poder, los comunistas tomaron de los campesinos la tierra que aún poseían y exterminaron a los que se resistieron. Esto se hizo de forma planeada e intencionada y la mentira se alabó como “ingeniería social” por parte de los socialista admiradores de Estados Unidos. Si eso es ingeniería, entonces la venta de mineral falso es ingeniería.
Toda la población de Rusia fue puesta bajo coacción y terror, miles murieron sin juicio, millones fueron forzados a trabajar hasta la muerte y murieron de hambre en cautividad. Igualmente toda la población de Alemania fue puesta bajo coacción y terror por los mismos medios. Con la guerra, los rusos en campos de concentración alemanes y los alemanes en campos de concentración rusos no están soportando un destino peor ni distinto que el que ha soportado y soporta un gran número de sus compatriotas por parte de sus propios gobiernos en sus propios países. Si hay alguna ligera diferencia, sufren bastante menos de la venganza de enemigos declarados que de la proclamada benevolencia de sus compatriotas. Las naciones conquistadas de Europa, bajo la bota rusa o alemana, está simplemente experimentando lo que los rusos y alemanes durante años, bajo sus propios regímenes nacionales.
Además, las principales figuras políticas que ahora tienen el poder en Europa, incluyendo quienes han vendido sus países al invasor, son socialistas, exsocialistas o comunistas, gente cuyo credo era el bien colectivo.
Con todo esto está demostrado hasta el cuello, tenemos el espectáculo peculiar del hombre que condena a morir de hambre a millones de personas, admirado por filántropos cuyo objetivo declarado es conseguir que todos en el mundo tengan un litro de leche. Un trabajador social profesional licenciado se ha recorrido la mitad del mundo para conseguir una entrevista con este maestro en su rama y escribir loas por haber recibido este privilegio. Para mantenerse en el cargo, para el fin declarado de hacer el bien, idealistas similares acogen favorablemente el apoyo político de corruptos, proxenetas convictos y matones profesionales. Esta afinidad de estos tipos se revela inevitablemente cuando se dan las condiciones. ¿Pero qué condiciones?
¿Por qué alabó el Régimen del Terror la filosofía humanitaria del siglo XVIII europeo? No ocurrió por casualidad: se deducía de la premisa original, el objetivo y los medios propuestos. El objetivo es hacer el bien a otros como una justificación primaria de su existencia, el medio es el poder del colectivo y la premisa es que el “bien” es colectivo.
La raíz de esto es ética, filosófica y religiosa, implicando la relación del hombre con el universo, de la facultad creativa del hombre con su Creador. La divergencia fatal se produce al no reconocer la norma de la vida humana.
Evidentemente hay una gran cantidad de dolor y angustia en la existencia. Pobreza, enfermedad y accidentes son posibilidades que pueden reducirse al mínimo, pero no pueden eliminarse completamente de los riesgos de debe encontrar la humanidad. Pero no son condiciones deseables a conseguir o perpetuar.
Naturalmente los niños tienen padres, mientras que los adultos tienen buena salud la mayor parte de sus vidas y se dedican a actividades útiles que les permiten ganarse la vida. Ésa es la norma y le orden natural. Las enfermedades son marginales. Pueden aliviarse por el exceso marginal de producción: de otra forma, no podría hacerse nada. Por tanto no puede suponerse que el productor existe solo por el bien del no productor, el sano por el bien del enfermo, el competente por el bien del incompetente, ni ninguna persona meramente por el bien de otra. (El procedimiento lógico, si se sostiene que toda persona existe solo por el bien de otra, se seguía en sociedades semibárbaras, cuando se enterraba vivos a la viuda o los sirvientes en la tumba del hombre muerto.
Las grandes religiones, que son también grandes sistemas intelectuales, siempre han reconocido las condiciones del orden natural. Consideran a la caridad, la benevolencia como una obligación moral que debe atender con la plusvalía del productor. Es decir, la supeditan a la producción, por la inevitable razón de que sin producción no puede haber nada a entregar. Consecuentemente, prescriben la norma más severa, a seguir solo voluntariamente, para quienes deseen dedicar sus vidas completamente a obras de caridad, a partir de contribuciones. Esto se considera siempre como una vocación especial, porque no puede ser el modo general de vida. Como el limosnero debe obtener de los productores los fondos o bienes que distribuye, no tiene autoridad para ordenar, debe pedir. Cuando aparta para su propio sustento de esas donaciones, no debe tomar más que para su mera subsistencia. En prueba de su vocación, debe abandonar incluso la felicidad de la vida familiar, si pretende recibir algún tipo de aprobación religiosa formal. Nunca debe obtener comodidades para sí mismo de la miseria de otros.
Las órdenes religiosas mantuvieron hospitales, criaron huérfanos, distribuyeron comida. Parte de dichas limosnas se entregaban incondicionalmente, por lo que no podía haber obligación bajo el disfraz de la caridad. No es decente hacer que un hombre pierda su alama a cambio de pan. Esta es la diferencia real cuando la caridad se hace en nombre de Dios y no de principios humanitarios o filantrópicos. Si se cura a los enfermos, se alimenta a los hambrientos, se cuida a los huérfanos hasta que crecen, indudablemente es bueno y lo bueno no puede calcularse en términos meramente físicos, pero dichas acciones pretendían ayudar a sus beneficiarios durante un periodo de tribulación y devolverlos a la normalidad si es posible. Si los atribulados podían sostenerse en parte, mucho mejor. Si no podían, se reconocía el hecho. Pero la mayoría de las órdenes religiosas se esforzaban en ser productivas, sabiendo de podían dar lo que les sobrara, así como distribuir donaciones. Cuando realizaban un trabajo productivo, como construir, enseñar por un precio razonable, cultivar o artesanías y artes ocasionales, los resultados eran duraderos, no solo en los productos concretos, sino en el engrandecimiento del conocimiento y la mejora de los métodos, de forma que a largo plazo aumentaban la normalidad del bienestar. Y debería advertirse que estos resultados resistentes derivaban de la mejora personal.
¿Qué puede realmente hacer un ser humano por otro? Puede dar de su propio dinero y su propio tiempo lo que pueda prescindir. Pero no puede conferirle facultades que la naturaleza le haya negado, ni renunciar a su propia subsistencia sin convertirse el mismo en dependiente. Si gana lo que entrega, debe ganarlo antes. Indudablemente tiene un derecho a una vida doméstica si puede permitirse tener mujer e hijos. Por tanto debe reservarse lo suficiente para él y su familia para continuar con la producción. Ninguna persona, aunque su renta se de diez millones de dólares al año, puede ocuparse de todos los casos de necesidades en el mundo.
Pero supongamos que no tiene medios propios y aún así imagine que puede hacer de “ayudar a otros” al tiempo su propósito principal y forma habitual de vida, lo que es la doctrina central del credo humanitario, ¿cómo va a hacerlo? Se han publicado listas de los casos de mayor necesidad, certificados por fundaciones laicas de caridad que pagan bien a sus empleados. Se investiga a los necesitados, pero no se les ayuda. De las donaciones recibidas, los cargos se pagan primero a sí mismos. Esto es algo embarazoso incluso para la piel de rinoceronte del filántropo profesional. ¿Cómo puede evitarse esta confesión? Si el filántropo pudiera mandar en los medios del productor en lugar de pedir una parte, podría reclamar la producción, estando en disposición de dar órdenes al productor. Luego puede echar la culpa al productor por no seguir las órdenes de producir más.
Si el objetivo primario del filántropo, su justificación vital, es ayudar a otros, su viene supone en definitiva requerir que otros atiendan su voluntad. Su felicidad es el reverso de su miseria. Si desea ayudar a la “humanidad”, toda la humanidad debe tener necesidades. El humanitario desea ser la fuerza motriz en las vidas de otros. No puede admitir ni lo divino ni el orden natural, por el que los hombres tienen el poder ayudarse a sí mismos. El humanitario se pone en el lugar de Dios.
Pero afronta dos hechos incómodos: primero, que el competente no necesita de su asistencia y segundo, que la mayoría de la gente, si no está pervertida, sin duda no quiere que el humanitario le “haga bien”. Cuando se dice que todos deberían vivir principalmente para los demás, ¿cuál es el comportamiento concreto a seguir? ¿Ha de hacer cada persona exactamente lo que cualquier otro quiera que haga, sin límites o reservas? ¿y solo lo que otros quieran que haga? ¿Qué pasa si varios personas reclaman cosas en conflicto? Esto es inviable.
Entonces tal vez solo tenga que hacer lo que sea realmente “bueno” para los demás. ¿Pero sabrán esos demás qué es bueno para ellos? No, esto es descartable por la misma dificultad. ¿Entonces debería A hacer lo que piensa que es bueno para B y B lo que piensa que es bueno para B? ¿O debería A aceptar solo lo que piensa que es bueno para B y viceversa? Pero esto es absurdo. Por supuesto, lo que el humanitario propone realmente es lo que él debería hacer que piensa que es bueno para todos. Es en este momento cuando el humanitario prepara la guillotina.
¿Qué tipo de mundo contempla el humanitario que le permita una completa libertad de actuación? Solo puede ser un mundo lleno de comedores y hospitales de caridad, en el que nadie mantenga el poder natural de un ser humano a sostenerse a sí mismo o a resistirse a que le hagan otros las cosas. Y ése es precisamente el mundo que dispone el humanitario cuando se abre camino.
Cuando un humanitario desea ver que todos tienen un litro de leche, es evidente que él no tiene leche y no puede producirla, pues si no ¿por qué se limita a desearlo? Además, si tuviera suficiente cantidad de leche como para dar un litro a todos, siempre que los beneficiarios propuestos puedan producir leche por sí mismos, y lo hagan, éstos dirían no, gracias. ¿Entonces, cómo va a arreglárselas el humanitario para tener toda la leche a distribuir y para que todos los demás deseen leche?
Solo hay una manera, y es por el uso del poder político en toda su extensión. Por tanto, el humanitario siente la máxima gratificación cuando visita u oye hablar de un país en que todos tienen cartillas de racionamiento. Cuando se reparte la subsistencia, ha alcanzado su deseo, de que un deseo general y un poder superior la “alivien”. El humanitario en la teoría es el terrorista en la práctica.
La buena gente le da el poder que reclama porque han aceptado su falsa premisa. El avance de la ciencia le da una engañosa viabilidad, con el aumento en la producción. Como hay suficiente para todos, ¿por qué no puede atenderse primero a los “necesitados” y así se elimina permanentemente el problema?
En este se pregunta uno ¿cómo se define a los “necesitados” y de dónde y bajo qué poder nos aprovisionaremos para ellos?
Las personas de buen corazón pueden responder indignadas:
Menuda objeción. Estrecha la definición al máximo, pero al mínimo irreductible de que no puedas negar que un hombre que tenga hambre, vaya desnudo y no tenga donde vivir es alguien necesitado. La fuente de alivio solo pueden ser los medios de los que no tengan esa necesidad. El poder ya existe: si puede haber un derecho a cobrar impuestos para ejércitos, armadas, policía local, construcción de carreteras y cualquier otro propósito imaginable, sin duda debe haber un derecho superior a cobrar impuestos para la preservación de la propia vida.
Muy bien, tomemos un caso concreto. En los duros tiempos de la década de 1890 a un joven periodista de Chicago le perturbaban las tribulaciones de los desempleados. Trataba de creer que cualquier hombre que honradamente deseara trabajar podría encontrar un empleo, pero para asegurarse investigó unos pocos casos. Había uno de un joven procedente de una granja, en el que la gente tal vez tuviera suficiente para vivir pero le faltaba todo lo demás; el joven granjero había venido a Chicago a buscar trabajo y sin duda habría tomado cualquiera, pero no había ninguno. Supongamos que podía haber decidido volver a casa: había otros que estaban a medio continente y un océano lejos de sus hogares. No podían regresar, por mucho que lo intentaran y no hay posibilidad de objetar eso. No podían. Dormían en callejones, esperaban por magras raciones en comedores de caridad y sufrían amargamente.
Otra cosa más: entre estos desempleados había algunas personas (es imposible decir cuántas) que eran excepcionalmente emprendedoras, dotadas o competentes y eso es lo que les ponía en esta situación inmediata. Tenían que librarse de la dependencia en un tiempo peculiarmente azaroso, habían hecho una apuesta a largo plazo. Los extremos se tocaban entre los desempleados (los extremos de emprendimiento con coraje, de simple mala suerte y de abierta imprevisión e incompetencia).
Un herrero que trabajaba cerca del puente de Brooklyn que dio a un vagabundo diez centavos para pagar el peaje del puente no podía saber que le estaba haciendo avanzar hacia la inmortalidad en la persona de un futuro poeta laureado de Inglaterra. Pero el vagabundo era John Mansfield. Así que no se deduce que los necesitados sean necesariamente “indignos”.
También había gente en el país, en áreas de sequía o con plagas de insectos, que pasaban necesidades y habrían literalmente muerto de hambre si no se les hubiera enviado ayuda. Tampoco obtuvieron mucho y fue de una forma azarosa y mezclada. Pero todos lucharon para conseguir una asombrosa recuperación de todo el país.
Por cierto que había habido muchas mayores dificultades en lugar de una simple pobreza en la subsistencia si no fiera por la ayuda entre vecinos que no se calificaba como caridad. La gente siempre ayuda bastante, si tiene: es un impulso humano, que el humanitario aprovecha para sus propios fines. ¿Qué tiene de malo institucionalizar ese impulso natural en una agencia política?
Muy bien. Repito: ¿ha hecho algo malo en joven granjero abandonando la granja donde habría tenido suficiente para comer y yendo a Chicago buscando la posibilidad de tener un empleo?
Si la respuesta es sí, entonces debe haber un poder legítimo que le impida abandonar la granja sin permiso. El poder feudal lo hacía. No podía impedir que la gente muriera de hambre, simplemente les obligaba a morirse de hambre donde habían nacido.
Pero si la respuesta es no, el joven granjero no hizo nada malo, tenía derecho a elegir esa alternativa, luego entonces ¿qué hay que hacer exactamente para asegurarse de que no tendrá mala suerte cuando llegue al destino elegido? ¿Tal vez deba proporcionarse un trabajo a cualquier persona y en cualquier lugar al que decida ir? Es absurdo. No puede hacerse. ¿Tiene por alguna razón derecho a ayuda cuando llega allí siempre que elija quedarse o al menos a un billete de vuelta a casa? Es igual de absurdo. La demanda sería ilimitada: ninguna abundancia de producción podría conseguirlo.
¿Qué pasa entonces con la gente empobrecida por la sequía: no se les podría dar ayuda política? Pero debe haber condiciones. ¿Van a recibirla solo mientras tengan necesidad mientras permanezcan en donde están? (No se les puede financiar un viaje indefinido). Este esto precisamente lo que se ha hecho en años recientes y mantuvo a los receptores de ayudas juntos durante siete años en entornos escuálidos, desperdiciando tiempo, trabajo y semillas en el desierto.
La verdad es que, si fuera factible, cualquier método propuesto de atender los indecentes problemáticos marginales de la vida humana estableciendo una carga fija permanente sobre la producción, sería adoptado más bien aprobadoramente por parte de aquéllos que ahora se oponen.
Se oponen a esto porque no es factible por la naturaleza de las cosas. Son la gente que ya ha considerado posibles todos los casos parciales en forma de un seguro privado y saben exactamente cuál es la trampa, porque se topan con ella cuando tratan de asegurar la provisión de quienes dependen de ellos.
El obstáculo insuperable es que es imposible obtener nada de la producción previo al mantenimiento.
Si fuera verdad que los productores en general, los directores industriales y otros, tuvieran corazones de acero templado y no les preocupara en absoluto el sufrimiento humano, aún así les resultaría más cómodo su la cuestión de la asistencia ante cualquier tipo de tribulación, ya sea desempleo, enfermedad o vejez, se arreglara de una vez y para siempre, de forma que no tuvieran que volver a oír hablar de ella. Siempre están bajo ataque en este asunto y sus problemas se doblan siempre que la industria sufre una depresión. Los políticos pueden obtener votos de las tribulaciones, los humanitarios trabajos de oficina para distribuir los fondos de ayuda, solo los productores, tanto los capitalistas como los trabajadores, tienen que soportar los abusos y pagar la factura.
La dificultad se aprecia mejor en un ejemplo concreto. Supongamos que un hombre que tiene un negocio rentable en buen estado con un largo historial de buena gestión desea conseguir que su familia pueda vivir de él indefinidamente. Podría estar como propietario en disposición de dar bonos de primera hipoteca que generen una cantidad concreta, digamos que solo 5.000$ al año en un negocio que genera un beneficio neto de 100.000$ al año. Es lo máximo que puede dar y si alguna vez su negocio dejara de producir un beneficio de 5.000$, su familia no conseguiría el dinero y eso sería todo. Podrían dejar de preocuparse de la bancarrota y llevarse los activos y los activos tras la bancarrota podrían no valer nada. No puedes obtener nada de la producción sin mantenimiento previo.
Aparte de eso, por supuesto su familia podría hipotecar los bonos, dárselos a la “gestión” de algún amigo “benevolente” (algo que se sabe que ha pasado) y aún así podrían no obtener el dinero. Esto es aproximadamente lo que pasa con las organizaciones de caridad que tienen donaciones. Apoyan a un montón de amables amigos en cómodos puestos de trabajo.
Pero qué pasa si el empresario, con el calor de su generoso afecto, decide irrevocablemente que su esposa y familia tengan una cuenta corriente con los fondos de la empresa de la que puedan tomar lo que quieran. Podría sentirse ingenuamente seguro de que no tomarán más que un pequeño porcentaje para sus necesidades razonables. Pero podría llegar el día en que el cajero le diga a la feliz esposa que no hay dinero para respaldar su cheque y con una disposición como ésa seguro que el día llegará pronto. En todo caso, cuando la familia necesite más dinero, el negocio rendirá menos.
Pero el procedimiento sería una completa locura si el empresario diera a un tercero un poder irrevocable de tomar lo que quiera de los fondos de la empresa, solo con la comprensión inaplicable de que el tercero apoyaría a la familia del propietario. Y a esto se reduce la propuesta de atender a los necesitados por medios políticos. Da el poder a los políticos de poner impuestos sin límites y no hay forma alguna de garantizar que el dinero irá a donde se pretende que vaya. En todo caso, la empresa no soportará ese drenaje limitado.
¿Por qué acuden al poder político las personas de buen corazón? No pueden negar que los medios de ayuda deben venir de la producción, Pero dicen que hay suficiente para todos. Luego deben suponer que los productores no están dispuestos a dar lo “correcto”. Además, suponen que hay un derecho colectivo a fijar impuestos para cualquier fin que determine el colectivo. Ubican ese derecho en “el gobierno” como si éste existiera por sí mismo, olvidando el axioma estadounidense de que el gobierno no existe por sí mismo, sino que está instituido por hombres para fines limitados. El propio contribuyente espera protección del ejército o la armada o la policía, utiliza las carreteras, de ahí que sea evidente su derecho a insistir en unos impuestos limitados. El gobierno no tiene “derechos” en la materia, sino solo una autoridad delegada.
Pero si se fijan impuestos para ayudar, ¿quién juzga lo que es posible o beneficioso? Deben ser o bien los productores o los necesitados o un tercer grupo. Decir que sean los tres juntos no es una respuesta: el veredicto debe descansar en la mayoría o la pluralidad de uno u otro grupo. ¿Han de votar los necesitados lo que quieren? ¿Van los humanitarios, el tercer grupo, a votarse para controlar tanto a los productores como a los necesitados? (Es lo que han hecho).
Así que se supone que el gobierno tiene el poder para dar “seguridad” a los necesitados. No puede. Lo que hace es apropiarse de las provisiones de personas privadas para su propia seguridad, privando así a todos de toda esperanza o posibilidad de seguridad. No puede hacer otra cosa, si es que actúa. Quienes no entiendan la naturaleza de la acción son como salvajes que cortan un árbol para tomar la fruta: no piensan a lo largo del tiempo y el espacio, como deben pensar los hombres civilizados.
Hemos visto que lo peor que puede pasar cuando solo hay ayuda privada y subsidios municipales de carácter temporal. Una persona privada desorganizada da al azar y esporádicamente: nunca será capaz de impedir completamente el sufrimiento. Pero tampoco lo hace perpetuar la dependencia de sus beneficiarios. Es el método del capitalismo y la libertad. Implica subidas y bajadas extraordinarias, pero las subidas son siempre cada vez mayores y de mayor duración que las bajadas. Y en los periodos más turbulentos no hay hambrunas reales, ni negros presagios, sino un extraño tipo de enfado, un optimismo activo y una inquebrantable creencia en mejores tiempos a la vista, que justifica el resultado. Las donaciones privadas no oficiales y esporádicas sí sirven para el fin. Funcionan, aunque sea imperfectamente.
Por otro lado, ¿qué puede hacer el poder político? Uno de los supuestos “abusos” del capitalismo es el taller ilegal. Los inmigrantes venían a Estados Unidos sin un penique e ignorando el lenguaje y sin ninguna cualificación, eran contratados por salarios muy bajos, trabajaban largas horas en entornos insalubres y se decía que se les explotaba. Aún así, misteriosamente, con el tiempo mejoraban sus condiciones: la gran mayoría conseguía ciertas comodidades y algunos se hacían ricos.
¿Podía el poder político haber proporcionado empleos lucrativos a todos los que quisieran venir? Por supuesto, no podía ni puede. Sin embargo, la buena gente pedía al poder político que aliviara el duro trabajo de estos recién llegados. ¿Qué hizo? Su primer requisito fue que cada inmigrante debía traer con él cierta cantidad de dinero. Es decir, quitaba su única esperanza a los más necesitados en el extranjero. Luego, cuando el poder político en Europa hubo reducido la vida a un tenebroso infierno, pero un gran número de personas podría haber juntado la suma requerida para ser admitidos en Estados Unidos, el poder político sencillamente redujo la admisión a una cuota. Cuanto más desesperados estaban los necesitados, menos posibilidades podía darles el poder político. ¿No habrían estado millones de europeos encantados y agradecidos si hubieran tenido al menos la mínima oportunidad que daba el antiguo sistema, en lugar de los campos de prisioneros, las cámaras de tortura, las viles humillaciones y la muerte violenta?
El empresario del taller ilegal no tenía mucho capital. Arriesgaba lo poco que tenía contratando a gente. Se le acusaba de hacerles un mal terrible y se citaba a su negocio como revelador de la intrínseca brutalidad de capitalismo.
El cargo político estaba razonablemente bien pagado, en un trabajo permanente. Sin arriesgar nada, obtiene su paga por mandar a gente desesperada de vuelta de las fronteras, igual que los hombres que ahogan podrían ser alejados de las bordas de un barco bien aprovisionado. ¿Qué otra cosa puede hacer? Nada. El capitalismo hizo lo que pudo, el poder político hace lo que puede. Por cierto, que el barco fue construido y fletado por el capitalismo.
Igual que entre el filántropo privado y el capitalista privado actuando como tales, tomemos el caso del hombre verdaderamente necesitado, que no esté incapacitado y supongamos que el filántropo le da alimento y ropa y alojamiento: cuando se le acaben, está exactamente donde estaba antes, excepto en que puede haber adquirido el hábito de la dependencia. Pero supongamos que alguien sin ningún motivo benevolente, simplemente queriendo que se haga un trabajo por razones propias, contratara al necesitado a cambio de un salario. El empresario no ha realizado una buena acción. Aún así, la condición del empleado realmente ha cambiado. ¿Cuál es la diferencia esencial entre las dos acciones?
Es que el empresario no filantrópico ha traído al hombre empleado de vuelta a la producción, al gran circuito de la energía, mientras que el filántropo solo puede desviar la energía de tal forma que puede no haber retorno a la producción y por tanto es menos probable que el objeto de sui beneficencia encuentre empleo.
Esta es la razón profunda y racional por la que los seres humanos se encogen ante la caridad y odian la misma palabra. Es también la razón por la que quienes realizan obras de caridad bajo una verdadera vocación hacen todo lo posible por mantenerla marginal y aprovechan encantados la oportunidad de “hacer el bien” a favor de cualquier posibilidad de que le beneficiario trabaje en términos tolerables. Quienes no pueden evitar acudir a la caridad sienten y muestran los resultados en sus personas, se alejan de las fuentes de vida que renuevan su energía y se encoge su vitalidad.
El resultado, si se les mantiene en la caridad suficiente tiempo por los filántropos y políticos decididos de común acuerdo, ha sido descrito por un agente asistencial. Al principio, los “clientes” piden a regañadientes. “En unos pocos meses, todo eso cambia. Encontramos que la persona que solo quería los suficiente para ir tirando se ha acostumbrado a vivir de la caridad como algo normal”.
El agente asistencial que decía eso estaba él mismo viviendo “de la caridad como algo normal”, pero estaba muy por debajo de su cliente al no reconocer siquiera su propia condición. ¿Cómo había sido capaz de evadir esta verdad? Porque se podía esconder tras el motivo filantrópico. “Ayudamos a prevenir el hambre y vemos que así esa gente tiene algún tipo de alojamiento y cama”.
Si se le preguntara al agente si cultiva el alimento, construye el alojamiento o da el dinero de sus propias ganancias para pagarlos, no vería que eso suponga ninguna diferencia. Se le ha enseñado que tiene derecho a “vivir de otros”, para “objetivos sociales” y “beneficios sociales”. Mientras crea que está haciendo eso, no se preguntará qué está haciendo necesariamente a esos otros, ni de dónde deben venir los medios para su sostenimiento.
Si se acudiera toda la historia de los filántropos sinceros, desde el inicio de los tiempos, se descubriría que todos ellos juntos con sus actividades estrictamente filantrópicas nunca han supuesto para la humanidad una décima parte del beneficio de los trabajos normalmente en propio interés de Thomas Alva Edison., por no hablar de las grandes mentes que desarrollaron los principios científicos que aplicó Edison. Innumerables pensadores, inventores y organizadores especulativos han contribuido al confort, la salud y la felicidad de sus congéneres, porque ése no era su objetivo.
Cuando Robert Owen trató de gestionar una fábrica para una producción eficiente, el proceso mejoró casualmente a algunas personas muy poco prometedoras entre sus empleados, que habían necesitado de caridad y habían sido por tanto tristemente degradados; Owen ganó dinero y mientras lo hacía se le ocurrió que si pagaba mejores salarios, la producción podría aumentar, creando su propio mercado. Era sensato y verdad. Pero luego Owen se vio inspirado por una ambición humanitaria de hacer el bien a todos. Recogió a un montón de humanitarios en una colonia experimental: todos estaban tan dedicados a hacer el bien a los demás que nadie hacía ni una pizca de trabajo. La colonia se disolvió agriamente y Owen se arruinó y murió medio loco. Así que el importante principio que había entrevisto tuvo que esperar un siglo hasta ser redescubierto.
El filántropo, el político y el rufián se encuentran inevitablemente aliados porque tienen los mismos motivos, buscan los mismos fines, existir para, mediante y por los demás. Y la buena gente no puede ser exonerada por apoyarles. Tampoco puede creerse que la buena gente sea totalmente inconsciente de lo que ocurre realmente. Pero cuando sepa la buena gente, y sin duda lo sabrá, que tres millones de personas (mínimo estimado) murieron de hambre en un año por los métodos que aprueban, ¿cómo seguirán fraternizando con los asesinos y apoyando las medidas? Porque se la ha dicho que la larga muerte de tres millones podía en definitiva beneficiar a un número mayor. El argumento es aplicable igualmente al canibalismo.
Publicado el 18 de octubre de 2007. Traducido del inglés por Mariano bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.