Una guía políticamente incorrecta sobre la política antitrust

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Estados Unidos ha tenido legislación antitrust a nivel federal y estatal durante más de 100 años. (La Ley Antitrust de Sherman [1890] y la Ley de la Comisión Federal de Comercio [1914] son las normativas federales básicas). Las leyes hacen ilegal “cualquier contrato, combinación (…) o conspiración que restrinja el comercio” y cualquier intento de “monopolio” mediante fusión o adquisición; además, también se prohíben “las prácticas injustas y engañosas”. Dado este amplio ámbito regulatorio, podría decirse que la ley antitrust es “política industrial” ad hoc más antigua de esta nación. Pero el que esta regulación haya tenido alguna vez sentido económico es algo completamente debatible.

Dos recientes desarrollos legales ilustran la constante ambigüedad de la política antitrust. El primero se refiere a la sentencia del Tribunal Supremo (Leegin Creative Leather Products v. PSKS, Inc., 2007) que permite a los fabricantes fijar y aplicar precios mínimos, una práctica conocida como mantenimiento del precio de reventa. Esta sentencia rompe con décadas de precedentes y ha sido alabada en general como un paso adelante hacia una política antitrust más racional.

El segundo desarrollo ha sido el intento de la Comisión Federal de Comercio (FTC, por sus siglas en inglés) de impedir que Whole Foods, Inc. adquiera la compañía Wild Oats. Pero al contrario que la sentencia anterior del Tribunal Supremo la acción de la FTC ha sido ampliamente ridiculizada como un ejemplo de puro sinsentido regulador. De hecho, un juez de distrito ha denegado recientemente un mandato preliminar contra la fusión.

Realmente ambas reacciones públicas omiten la perspectiva más amplia. El Tribunal Supremo realmente no legitima el mantenimiento del precio de reventa: simplemente decide que la práctica ya no es ilegal por sí misma, sino que, por el contrario, debe juzgarse por una “regla de razón”. Las empresas que lleguen a esos acuerdos siguen estando sujetas al escrutinio antitrust y un intento no razonable de restringir el comercio desataría a los cazatrusts. En resumen, el antitrust sigue regulando los llamados acuerdos verticales de precios.

E indudablemente la persecución de la Comisión Federal de Comercio a Whole Foods es un sinsentido, pero no puede considerarse un sinsentido nuevo o al menos original. La FTC tiene una larga historia de litigar en casos tontos (Ready to Eat Cereals, 1981; Staples, 1997), basándose en teorías ilógicas de poder de monopolio y definiciones totalmente irracionales del “mercado relevante”.

De hecho, la historia en general de aplicación de la FTC (especialmente en casos de discriminación de precios) es asombrosamente anticonsumidora. A pesar de la lúgubre experiencia en su aplicación, el establishmente antitrust sigue apoyando con vigor la aplicación de las leyes antitrust.

En antitrust, cuanto más cambian las cosas, más parecen seguir siendo iguales.

Teoría del monopolio

La lógica económica para tener una regulación antitrust es bastante sencilla. Los economistas han desarrollado teorías que implican que las empresas podrían encontrar rentable eliminar la competencia y monopolizar restringiendo el comercio y así, asignar incorrectamente los recursos económicos. En román paladino, el antitrust existe para impedir que las empresas restrinjan los productos en el mercado y suban los precios a los consumidores o retarden el ritmo del cambio tecnológico. Es el llamdo“interés público” la razón del antitrust.

Pero, ¿son correctas estas teorías? ¿Hay realmente un problema de monopolio del libre mercado? Suponiendo incluso que podamos definir lo que quiere decir un “monopolio de libre mercado”, de ello se deduciría indudablemente que las empresas en un mercado libre tendrían la libertad de intentar monopolizar (controlar toda la oferta de) algún material, producto o servicio. Pero es algo discutible que puedan restringir la producción del mercado durante un periodo razonable de tiempo.

Primero, esos intentos (fusiones, comprar los suministros disponibles de materiales) pueden ser prohibitivamente caros, incluso no rentables, y por tanto improbables.

Segundo, cualquier otra empresa existente en la economía (o cualquier nueva empresa con acceso a capital) sería completamente libre de competir con quien quiera ser monopolista, libre de innovar, libre de mejorar el producto, libre de aumentar su producción y los consumidores serían libres de aprovecharse de esa competencia.

Así que cualquier empresa que intentara monopolizar y restringir el mercado podría perder ventas y beneficios a favor de otra organización que encuentre rentable atender a los consumidores y competir. Cualquier supuesto proveedor de monopolio del libre mercado que intentara “restringir el comercio” crearía oportunidades rentables para la competencia y la competencia potencial y estas oportunidades rentables existirían mientras los mercados estén legalmente abiertos a nuevos proveedores y los consumidores sean legalmente libres de acudir a proveedores alternativos. Por tanto, no es evidente que intentar monopolizar realmente restrinja el comercio o asigne incorrectamente recursos económicos.

Siguiendo la línea anterior, un proveedor de monopolio del libre mercado no es teóricamente imposible. Por ejemplo, si una empresa fuera sustancialmente más eficiente que todas sus competidoras, es decir, si fuera capaz de producir algún producto o servicio al mínimo coste y cobrara el precio mínimo a los consumidores, se convertiría (tal vez temporalmente) en la única proveedora de un mercado bien definido. La “eficiencia” de la empresa crearía una especie de “barrera de entrada”, por supuesto totalmente benigna, pues los únicos competidores “excluidos” serían los proveedores relativamente ineficientes. Alternativamente, los consumidores siempre pueden “monopolizar” todas sus decisiones por un producto o servicio específico en una sola compañía, haciendo de esa compañía un proveedor momentáneo de monopolio.

Pero es difícil no entender qué tiene todo esto de económicamente problemático. Claramente este caso no es el problema diabólico del monopolio que contemplan los críticos del libre mercado, por bajos costes, ampliación de la producción, precios más bajos y libre elección del consumidor son los atributos benéficos de un proceso de mercado abierto; claramente mejoran, no dañan, cualquier definición de bienestar del consumidor. Así que un proveedor de “monopolio” del libre mercado es teóricamente posible, pero no necesariamente dañino y no justificaría ninguna regulación antitrust.

Cárteles y prácticas predatorias

Los cárteles en el libre mercado son posibles teóricamente, pero serían inherentemente inestables. Los cárteles, al contrario que una sola empresa proveedora, requerirían una cooperación y coordinación entre empresas con el fin de lograr la restricción en la producción del mercado. Pero ¿cómo se reduciría la producción en el mercado de cada miembro del cártel? ¿No intentarían las empresas engañar y no llevaría el engaño a mayores producciones y menores precios? De hecho, ¿no animarían los superiores precios de cártel o nuevos proveedores fuera de éste y no llevaría eso a precios menores? En realidad los cárteles del libre mercado (sin apoyo gubernamental) han resultado ser de vida fugaz y sin éxito, especialmente cuando los tribunales rechazan aplicar acuerdos de cártel de coordinación de precios.

Las prácticas predatorias son otra quimera del monopolio. Normalmente so es razonable para una empresa dominante intentar eliminar a todos sus competidores mediante severos recortes en precios, pues esta práctica es cara e incierta de por sí, especialmente si el mercado está fácilmente abierto a nuevos proveedores. Incluso si una empresa dominante tuviera éxito temporalmente y eliminara a algunos de sus rivales, probablemente la competencia regresaría cuando los precios aumentan a niveles rentables. Entonces, ¿cómo iban a rentabilizar la predación las empresas dominantes y cómo iban a dañar a los consumidores las reducciones en los precios?

Los precios bajos, sea cual sea su razón y sea cual sea su duración, son extremadamente favorables al consumidor y no deben lamentarse nunca. ¿Harían los críticos de la predación en su lugar que las empresas dominantes fijaran precios y no los rebajaran nunca o no respondieran a costes más bajos o a precios más bajos de los rivales?

Por supuesto, los consumidores siempre pueden decidir si prefieren los precios más bajos de la empresa dominante o no. Si prefieren los precios más bajos, comprarán más de la empresa dominante, si no, continuarán apoyando a los rivales de la empresa dominante con precios mayores. En ambos casos, no hay nada que objetar a al rebaja de precios iniciada (o igualada o superada) por empresas dominantes. De nuevo, no se justifica la regulación antitrust.

Gobierno y monopolio

Sin embargo, si prescindimos de la suposición de un mercado libre estricto, es fácil visualizar un problema real de monopolio. El gobierno podría autorizar a una solo proveedor (por ejemplo, un compañía de taxis) en algún mercado ciudadano y restringir la entrada a todos los demás proveedores: así que el mercado se monopolizaría por ley. O el gobierno podría establecer un monopolio legal en telecomunicaciones, generación eléctrica, servicio telefónico, correo de primera clase y muchas otras áreas; de hecho, el gobierno de Estados Unidos históricamente ha hecho precisamente esto. ¡Y curiosamente estos monopolios siempre han sido legalmente inmunes a las leyes antitrust!

Está claro que es un problema de monopolio, pues los consumidores, independientemente de sus preferencias, se verían legalmente ligados a sólo un proveedor. Además, a los posibles emprendedores que costes más bajos o nuevos productos se les prohibiría ofrecer estos beneficios a quienes deseen estén dispuestos a ser sus compradores.

Y con la competencia prohibida por ley, el proveedor del monopolio tendría pocos incentivos (o ninguno) para innovar, expandir la producción y rebajar precios.

Pero este problema de monopolio nunca tendría que asociarse a “mercados libres” pues su origen concreto es el poder del gobierno de prohibir nueva oferta. Eliminar todas las barreras legales de entrada y competencia (desregulación, correctamente entendida) acabaría con el este problema de monopolio sin intervención antitrust.

Antitrust: algunos casos clásicos

Si las empresas en los mercados libres pueden realmente monopolizar restringiendo el comercio, la evidencia empírica debería residir en los muchos casos antitrust clásicos que han aparecido en los últimos 100 años. Aún así, una examen de algunos de los más famosos casos antitrust clásicos revela que la empresas acusadas y (mayoritariamente) condenadas estaban en general aumentando la producción, rebajando los precios e innovando.

Standard Oil of New Jersey (1911)

Uno de los casos más famosos (e incomprendidos) en la historia es US v. Standard Oil of New Jersey (1911).

La explicación popular de este caso es que la Standard Oil monopolizó la industria petrolera, destruyó a sus rivales mediante el uso de recortes predatorios en los precios, aumentó los precios a los consumidores y fue castigada por el Tribunal Supremo por estas transgresiones probadas. Buena historia, pero totalmente falsa.

Primero, Standard nunca monopolizó siquiera el refinado del petróleo, no digamos toda la industria petrolera (producción, transporte, refino, distribución), lo que hubiera sido imposible. Incluso en refinado doméstico, la porción del mercado de la Standard disminuyó durante décadas antes de la acusación antitrust (64% en 1907) y había al menos 137 competidoras (empresas como Shell, Gulf, Texaco) en refinado de petróleo en 1911.

Segundo, aunque el gobierno alegó prácticas predatorias en el juicio, Standard rebatió todas las acusaciones. Ni la sala ni el Tribunal Supremo encontraron nunca nada culpable en las acusaciones de prácticas predatorias.

Tercero, el mercado de producción del petróleo aumentó y los precios bajaron durante décadas durante el supuesto periodo de “monopolización” de la Standard Oil. Por ejemplo, los precios del queroseno (el principal producto industrial) era de 30 centavos el galón en 1869 y cayó a cerca de 6 centavos el galón en el momento del juicio antitrust.

Finalmente, el Tribunal Supremo dividió el holding de la Standard Oil no por ningún daño demostrado a los consumidores (no había ninguno) sino porque apreciaba un vago “intento” de monopolio a través de las muchas fusiones de Standard, un “intento” que claramente nunca tuvo éxito en generar monopolio alguno. Aún así generaciones de comentaristas económicos y legales e han engañado acerca del monopolio y la supuesta eficacia de la política antitrust por los “hechos que todos conocen” referentes al caso antitrust de la Standard Oil.

American Tobacco (1911)

El caso antitrust de la American Tobacco Company (US v. American Tobacco, 1911) es similar en muchos aspectos al de Standard Oil. American Tobacco creó una gran compañía tabaquera diversificada mediante fusiones con pequeñas compañías especializadas. Aún así, nunca fueron capaces de monopolizar la industria del tabaco como alegaba el gobierno, ni fueron capaces de aumentar los precios de los productos tabaqueros. Durante décadas antes de la demanda antitrust, aumentó la producción y cayeron los precios. Muchos miles de compañías de cigarrillos, tabaco de pipa, rape y puros competían contra las empresas de American y la facilidad de entrada y la disponibilidad de material (hoja de tabaco, que se obtenía mediante subasta) hacía inevitable una fuerte competencia. El holding de American Tobacco fue dividido por el Tribunal Supremo por algún vago intento de monopolizar(de nuevo, como evidenciaban las fusiones), pero, como en el caso de Standard Oil, hubo una ausencia total de daño (económico) demostrable a los consumidores de tabaco.

Alcoa (1945)

US v. Aluminum Company of America (1945) es uno de los más ilustres ejemplos históricos de antitrust anticonsumidor. Los cazatrusts modernos siempre están pidiendo disculpas a Alcoa. Y con razón. El gobierno persiguió a Alcoa en los tribunales durante 13 años (entre 1937 y 1950). Aún así, después de un largo y trabajoso juicio que acabó en 1939, el Juez Caffey rechazó las casi 150 distintas acusaciones del gobierno contra el acusado Alcoa, incluyendo alegaciones de que monopolizaba plantas hidroeléctricas y bauxita, de la que se extrae el aluminio. Caffey también determinó que Alcoa innovaba con rapidez, expandía la capacidad de refinado y producción de aluminio continuamente y había rebajado los precios del aluminio durante 50 años, obteniendo un rendimiento muy modesto respecto de su inversión.

Aún así, un tribunal de apelación (actuando en lugar del Tribunal Supremo) decidió que aumentar la producción y rebajar los precios excluía a los rivales de la oportunidad de competir y por tanto violaba la ley antitrust. (Traducción: si Alcoa hubiera sido menos eficiente en servir a sus clientes habría habido más “competencia” – léase competidores –, menos exclusión y ninguna violación antitrust). La sentencia de apelación de Alcoa confirmo que el antitrust era una condena: ahora la eficiencia económica se consideraba como ilegalmente excluyente y en último término una violación de la ley.

American Can (1949) y United Shoe (1954)

Esta tendencia se vio confirmada en US v. American Can (1949) y en US v. United Shoe Machinery Corporation (1953). En American Can, el juez determine que ésta mantenía su posición dominante en el mercado porque “obligaba” a sus clientes a firmar alquileres a largo plazo. ¿Cómo lo hizo en un mercado libre? Bueno, ofreciendo términos generosos y atractivos a sus clientes como generosos descuentos en precios por grandes pedidos de latas. Así que, como parte de la sentencia final del caso, el juez ordenó a American aumentar los precios a sus clientes de latas para que hubiera mayor competencia con los fabricantes de latas y de máquinas de cerrado de latas menos eficientes. Los consumidores de latas acabaron pagando por este controvertido aumento en la “competencia”.

En United Shoe, United había fabricado maquinaria de zapatos y alquilaba sus muchas máquinas a cientos de fabricantes nacionales y extranjeros de calzado. Su porción de mercado fue siempre grande (un 85%), porque (como descubrió el tribunal) sus máquinas eran tecnológicamente superiores a las de su competencia, sus tarifas de alquiler eran razonables y reparaba la máquinas rápidamente y sin coste añadido para el cliente. Como consecuencia de su superior rendimiento económico, los clientes eran extremadamente fieles y solían renovar los alquileres cuando expiraban los anteriores: los rivales menos eficientes tenían grandes dificultades en convencer a las compañías zapateras cambiar a sus empresas pues éstas generalmente estaban satisfechas con las condiciones de United. Muchos zapateros testificaron a favor del acusado Unites Shoe en el juicio.

Aún así, el juez descubrió la ilegalidad propia de un rendimiento económico superior generado durante muchas décadas: los rivales menores eran, por tanto “excluidos” de la competencia y ese hecho violaba las leyes antitrust. Luego el tribunal le ponía a United restricciones que, razonaba, destruirían sus ventajas económicas exclusivas y le devolverían a la misma clase (menos eficiente) que sus competidores. Pero cuando las sanciones legales fracasaron en obstaculizar realmente la eficacia de la United Shoe, el Departamento de Justicia apeló la decisión de la corte inferior ante el Tribunal Supremo de EEUU (1968), lo que dividió la compañía (y acabó arruinándola).

La equivocada teoría actualizada en todos estos casos es la idea de que la libre elección del consumidor y la eficiencia empresarial restringen de algún modo el comercio y violan las leyes antitrust, exactamente lo opuesto a la verdad. Empresas eficientes, como Alcoa y United Shoe, innovaban con nuevos productos y técnicas de producción y rebajaban los precios: siempre hacían más negocio (mientras que sus rivales menos eficientes hacían menos) con el fin de mantener e incluso expandir su posición dominante en el mercado. Pero así es precisamente como se supone que deben funcionar los mercados libres, de forma que los recursos escasos tiendan a maximizar el valor del consumidor. Aún así, constantemente a lo largo de la historia de los negocios, se ha empleado la regulación antitrust (tanto por el gobierno como por los rivales en los negocios) como un arma legal para golpear a las empresas agresivamente competitivas que innovan y rebajan costes y precios.

Microsoft (2001)

A pesar de las supuestas reformas regulatorias, esta perniciosa tendencia en la aplicación del antitrust ha continuado. El mejor y más reciente ejemplo es, por supuesto, US v. Microsoft (2001). El centro del caso antitrust presentado por el Departamento de Justicia y 19 fiscales generales en 1998 fue que la decisión de Microsoft de integrar su navegador Web, Explorer, en su sistema operativo Windows 98 excluía ilegalmente a los navegadores de la competencia, como su rival Navigator de Netscape y evidenciaba un intento de “monopolizar” que violaba la Ley Sherman.

Como supuestamente Microsoft tenía un “monopolio” en sistemas operativos y empleaba este poder de monopolio para excluir injustamente a sus competidores, el juez Thomas Penfield Jackson, aprobando la mayoría del argumento del gobierno, encontró a la compañía culpable de monopolización ilegal y ordenó que la empresa se regulara y dividiera. Sin embargo, tras la apelación, se anularon importantes partes de su sentencia, en particular la orden de división, y el juez fue reprendido.

Las acusaciones del gobierno nunca tuvieron sentido. El demandante argumentaba primero que Microsoft tenía un monopolio en sistemas operativos (cerca de un 90% del mercado) y que habían aprovechado ese poder en el mercado de navegadores para aplastar a Netscape. Pero las cifras del gobierno de participación en el mercado eran muy incorrectas. Para llegar a una supuesta porción de monopolio en el mercado, el tribunal aceptó una definición del mercado relevante (“PCs de sobremesa de un solo usuario que usan chips compatibles con Intel”), que excluía convenientemente todos los ordenadores y software de red fabricados por los principales competidores de Microsoft como Apple, Sun, Novell y un grupo de compañías más. Además, contar sólo sistemas licenciados permitía al Juez Jackson excluir arbitrariamente todos los sistemas operativos vendidos en tiendas, descargados de la web y todos los ordenadores “desnudos” enviados sin sistema operativo en absoluto. Estos errores en los hechos estrechaban severamente el mercado competitivo real y simplemente convertían a Microsoft en el monopolista que necesitaba el gobierno para su violación de las leyes antitrust. Si la porción de mercado tiene algún sentido en el análisis antitrust (lo que es extremadamente dudoso), la porción real de Microsoft en cualquier mercado realistamente relevante era menor del 70% e insuficiente para cualquier calificación de monopolio.

Pero si Microsoft no tenía ningún monopolio real, entonces su batalla con Netscape en el mercado de navegadores toma una perspectiva totalmente diferente. Cuando Microsoft integra por primera vez su navegador en su sistema operativo, era Netscape la que tenía la mayoría de ventas de navegadores. Era Netscape la que tenía la posición “dominante” de mercado en navegadores y era Microsoft la que estaba tratando de competir mejor mejorando las condiciones de intercambio para consumidores de PC. Microsoft procedió a integrar totalmente su navegador y reducir en al práctica su precio a cero y los consumidores respondieron favorablemente: el navegador de Microsoft hacía más negocio y el de Netscape menos. Nunca fue el navegador de Netscape “eliminado” o “excluido” del mercado: los usuarios de PC descargaron millones de copias del navegador de Netscape durante el periodo de supuesta exclusión de Microsoft. Así que todo el caso del gobierno era un intento de regular la innovación y la elección del consumidor a instancias de fiscales ambiciosos y competidores descontentos. El que Microsoft acabara emergiendo victorioso en este caso particular en la apelación (después de una década de litigios, algunos incluyendo a la FTC) no mitiga la absoluta locura de esta persecución.

Conclusiones

La teoría y la historia del antitrust son a la vez un mito y un engaño. Las leyes nunca pretendieron ayudar a los consumidores (Robert Bork dice que al contrario) y su largo registro histórico indica que no han ayudado a los consumidores. En su lugar, han penalizado a las empresas innovadoras y eficientes, al tiempo que protegían a competidores menos eficientes y a todo monopolio sancionado por el estado. Han tendido a hacer más pobres a los consumidores y a la economía en general menos eficiente y merecen ser derogadas, no reformadas. El que el paradigma antitrust siga encontrando apoyo entre una mayoría de economistas y abogados y en la opinión pública es un testimonio de pereza intelectual, del poder de los intereses creados y de décadas de creación de mitos con éxito.


Publicado originalmente el 15 de septiembre de 2007 Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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