[Extracto de The Most Dangerous Superstition].
Cuando a alguien que ha sido adoctrinado en el culto de la “autoridad” y finalmente se deshace de la superstición, lo primero que le pasa es que ve una realidad drásticamente diferente. Cuando observa el efecto de la superstición de la “autoridad”, la que infiltra casi todos los aspectos de las vidas de las personas, ve las cosas como realmente son, no como anteriormente imaginaba que eran. Casi siempre, cuando ve a los “ejecutores de la ley” en acción, reconoce que es matonismo crudo, ilegítimo e inmoral, usado para extorsionar y controlar a las personas con el fin de servir a la voluntad de los políticos. (La excepción a esto es cuando la policía utiliza la fuerza para parar a otros que son realmente culpables de actos de agresión, irónicamente los mismos actos que la policía rutinariamente comete para la clase gobernante.) Cuando el estatista recuperado observa los diversos rituales políticos, ya sea una elección presidencial, un debate legislativo en el congreso, o una junta local de zonificación dictando alguna nueva “ordenanza”, lo ve por lo que es: el actuar que surge de delirios y alucinaciones de personas que han sido adoctrinadas en un culto completamente irracional. Cualquier debate en los medios acerca de lo que la “política pública” debería ser, o “qué representantes deberían ser elegidos”, o qué “legislación” debería ser promulgada, es vista por el que ha escapado de la superstición, exactamente tan útil y racional como gente bien vestida, atractiva y de aspecto respetable, discutiendo seriamente cómo Papá Noel debería manejar la próxima Navidad.
Para alguien que ha escapado del mito de la “autoridad” la premisa sobre la cual se basa toda discusión política se desintegra, y cada fragmento de la retórica que surge de la superstición es vista como absolutamente demente. El individuo des-adoctrinado ve cada discurso de campaña, cada argumento político, cada discusión en los medios sobre cualquier cosa política, cada emisión televisiva de otro debate en la cámara de diputados sobre alguna nueva “legislación”, como una muestra de los síntomas de profundos delirios que son consecuencia de la aceptación ciega de un dogma de culto completamente estúpido. Toda votación, toda campaña, toda carta enviada a “su representante” en el congreso, toda firma de peticiones, de pronto aparecen como no más racional ni necesarias que rezarle al dios volcán para que conceda sus bendiciones a la tribu. Alguien que ha sido des-programado ve no sólo la inutilidad de toda “acción política”, sino también que dicha acción, independientemente de sus objetivos políticos previstos, en realidad refuerza la superstición. Así como todos en una tribu al rezar al dios volcán refuerzan la idea de que hay un dios volcán, pedir favores a los políticos refuerza la idea de que hay una clase gobernante legítima, que sus mandatos son “ley” y que la obediencia a dichas “leyes” es un imperativo moral.
Aquéllos a quienes las personas ven ahora con gran respeto, y que a menudo son llamados “honorables”, son reconocidos por aquellos que escaparon del mito de la “autoridad”, como lunáticos delirantes que se creen dios. El des-adoctrinado no va a enorgullecerse más por estrechar la mano del “Presidente” que la de cualquier otro psicótico y narcisista asesino masivo. Los hombres de negro que empuñan un martillo de madera y que se refieren a ellos mismos como la “corte” son vistos como los locos que son. Esos que se ponen placas y usan uniformes, y que se imaginan a ellos mismos como algo distinto que meros seres humanos, no son vistos por los des-programados como “nobles guerreros” en pos de la “ley y el orden”, sino como almas confundidas que sufren lo que es poco más que un desorden mental.
Por supuesto, aquéllos que han abandonado la superstición de la “autoridad” pueden aún temer el daño que los megalómanos y sus mercenarios –soldados y policía- son capaces de infligir, pero las acciones de los mercenarios no son ya vistas de ninguna manera ni como legítimas ni como racionales ni como morales. Los que han escapado del mito comienzan a ver que aquéllos cuyas acciones son influenciadas por su placa “oficial” son tan peligrosos como personas bajo los efectos de altas dosis de alucinógenos como la Fenciclidina y por la misma razón: porque están alucinando una realidad que no está ahí y que los lleva a actuar violentamente sin los frenos de un proceso racional de pensamiento. Los que han escapado de la superstición de la “autoridad”, cuando confrontados con un “oficial de policía”, pueden incluso actuar como cuando están confrontados con un perro rabioso: hablando suavemente, actuando de una manera sumisa y no haciendo movimientos bruscos. Pero no es por respeto por el que “ejecuta la ley” o por el perro rabioso, sino por miedo al peligro que plantea un cerebro que funciona mal porque está infectado de una enfermedad destructiva, ya sea la rabia o la creencia en la “autoridad”. Cuando los creyentes en la “autoridad” cometen actos de agresión, imaginándolos justos porque son llamados “ley”, los blancos de su agresión tienen dos opciones.
Cuando un recaudador de “impuestos”, o un “policía”, o cualquier otro ejecutor de la voluntad de los políticos, intenta extorsionar, acosar, controlar, o asaltar a quiénes han escapado del mito de la “autoridad”, los blancos de esa agresión “legal” pueden acatar eso que saben que es injusticia o pueden de alguna manera intentar esquivar a los agresores “legales” o esconderse de ellos; o pueden resistir a los agresores por la fuerza. Es desafortunado que la última opción pueda ser necesaria alguna vez, porque aun cuando el uso de la fuerza defensiva es moralmente justificado (incluso siendo “ilegal”) siempre es triste que una persona buena tenga alguna vez que usar la violencia contra otra persona buena porque esta última tiene una percepción torcida y pervertida de lo correcto e incorrecto, por una superstición irracional.
Incluso los matones asesinos de los regímenes más brutales de la historia, debido a su fe en el mito de la “autoridad”, pensaban que estaban cumpliendo con su deber; pensaban, en alguna medida, que sus acciones eran nobles y justas, o no las hubieran cometido. Semejante lealtad inconsciente a la “autoridad” a menudo deja a las presuntas víctimas con dos opciones: someterse a la tiranía o matar a los engañados “ejecutores de la ley”. Sería mucho mejor para todos que antes de que la resistencia por la fuerza se haga necesaria, los mercenarios del estado pudieran ser des-programados de su delirio, a fin de evitar la necesidad de tener que asustarlos, lastimarlos o incluso matarlos para hacer que dejen de cometer el mal.
Traducción por Jorge Trucco.