[The Freeman, marzo de 1954]
Hace algo más de un año, Louis Bromfield, en The Freeman (“The Triumph of the Egghead”, 1 de diciembre de 1952) definió la expresión cabeza de huevo.
La ideó para describir a una persona que pretende ser un filósofo (una especie de intelectual profesional) defensor de la teoría de que los cabezas de huevo son los designados por el destino, que traerán algo conocido en el comercio como “seguridad” a una criatura conocida como “hombre común” a cambio de lo cual todo lo que le piden es que entregue su alma a la dirección de un gobierno operado por dichos cabezas de huevo.
La sociedad de los cabezas de huevo abarca comunistas, socialistas, fascistas rudimentarios, junto con una serie de gente que sigue a ciertos editores y sus esposas, hijos e hijas de hombres ricos e incluso algunos vicepresidentes de empresas.
Muchos de nuestros filósofos convencidos de izquierdas, a principios de la década de 1930, descubrieron una marca mágica para su producto: la Sociedad Planificada.
La idea central de este método revolucionario era que el negocio de planificar y gestionar la sociedad modelo correspondía no a políticos o empresarios, sino a los intelectuales (o, si se quiere, a los filósofos), quienes por sí solos son capaces de planificar y dirigir el flujo de energías humanas que componen la sociedad económica.
Diseñada para proveer abundancia a las masas en lugar de lujos a unos pocos, esta nueva dialéctica omite la repulsiva jerga del comunista, estimula la vanidad de la élite intelectual y pretende abrir el apetito a las masas. Es socialismo o comunismo bajo una nueva etiqueta, con el insidioso atractivo añadido de la vanidad de los pensadores puros de la universidad, de los sindicatos, del Colony Club y similares lugares de lucimiento para señoras de pensamiento profundo, así como en los escalones más bajos de las juntas directivas de bancos y empresas.
Es a esos pensadores puros de altas cejas a los que se les ha dado el nombre de cabezas de huevo. No pretendo saber por qué, pero parece casi increíblemente apropiado. Parece destilar las esencias de muchas otras palabras como double-dome, crackpot, do-gooder, y pinko. Describe, como observaba Bromfield, la falta intelectual de sentido común, un desprecio doctrinario de la experiencia, un soñador iluso de ideas confusas.
El elemento explosivo en esta filosofía está en las dos palabras que la describen: la sociedad planificada o la planificación económica. Después de todo, ¿qué mente sana puede oponerse a la planificación social? Y, después de todo, ¿quién es capaz de entender las aspiraciones del pueblo mejor que los pensadores, los estudiosos, los filósofos?
Todo empezó con Platón
Lo que se conoce poco es que a lo largo de la historia esta noción de la Sociedad Planificada ha sido considerada como un área de la filosofía y su administración práctica la función del filósofo. Hasta donde sé el primero (sin duda el más famoso) de estos evangelistas de la planificación fue Paltón, quien, en su República, esbozaba su sociedad perfecta. No habría riqueza privada, pero todos serían ricos, pues todos tendrían una “asignación” igual de ocio, diversión, visitas, vino y engendramiento de niños, pero todo con moderación, especialmente lo último. Habría tres grupos: los Trabajadores que producirían, los Guerreros que defenderían la ciudad y los filósofos (llamados Guardianes) que “tendrían el mando”.
Cada ciudadano sería asignado a su categoría apropiada por parte de los Guardianes. Ningún habitante participaría en el gobierno hasta que tuviera 35 o 40 años y después de los 50 los más inteligentes serían elegidos como Guardianes.
Éstos, los cabezas de huevo gobernantes, ocuparían su tiempo en estudios filosóficos. Los artesanos no participarían en el gobierno pues nunca podrían convertirse en filósofos o cabezas de huevo. El fabricante y el mercader y el guerrero no tienen cabida en el capo del arte de gobernar: “Hasta que los filósofos no sean reyes o los reyes y los príncipes tengan el espíritu de la filosofía, las ciudades nunca dejarán de sufrir” (Platón: La República).
Quizás el más famoso de estos paraísos míticos sea la feliz comunidad isleña de Santo Tomás Moro, al que dio el nombre Utopía, término que se ha mantenido para describir estos paraísos sociales cerrados. More era un intelectual y un soñador que, después de su ruptura con Enrique VIII, fue a la Torre de Londres y luego al verdugo con gran serenidad. Durante la prisión que precedió a su decapitación describió la sociedad perfecta descubierta por un navegante imaginario llamado Rafael Hythloday.
La gente repartía su tiempo entre la agricultura y la industria y todo el producto iba a un almacén común. No había oro, ni acaparamiento, ni codicia. El trabajo duro no hacían esclavos condenados por transgredir la ley. Cada treinta familias se elegía un magistrado, cada diez magistrados elegían un magistrado en jefe que ocupa el cargo de por vida y que elegía a un príncipe-filósofo que también gobernaba de por vida.
Poco después de Moro, otro filósofo, Francis Bacon, creó otro paraíso terrenal dirigido por otro rey-filósofo. Hizo aparecer en los mares místicos su propia isla: Nueva Atlántida. Aquí el centro de la autoridad era la Casa de Salomón, un laboratorio donde 12 estudiantes elegidos buscaban la verdad y conformaban la aristocracia.
Aproximadamente al mismo tiempo, Campanella, un monje italiano, hizo surgir de las profundidades su propia isla, la Ciudad del Sol. Aquí la gente era pobre, porque no tenía nada, y rica, porque no quería nada. El estado era supremo y se depositaba en manos de “una aristocracia de sabios”.
Por cierto, que en la Ciudad del Sol, Campanella descubrió la educación progresiva siglos antes que John Dewey. La ciudad tenía siete grandes murallas en las que se representaban pictóricamente las siete regiones del conocimiento, de las cuales los niños respirarían educación sin dolor mientras jugaban.
Obras maestras de la credulidad
La segunda mitad del siglo XVIII y el primer cuarto del XIX produjeron la más extraordinaria erupción de auténticas cabezas de huevo en la historia. La edad de la razón y de las máquinas estaba alboreando. El viejo orden se tambaleaba, pero el filósofo encerrado en su propio paraíso persistía. Por ejemplo, estaba Ettiene Cabet, que descubrió una nueva Utopía llamada Icaria.
Era una democracia celestial dividida en cien provincias ubicadas alrededor de una capital situada en su mismo centro. Todas las calles y manzanas se disponían siguiendo un patrón matemático. Toda la industria y la agricultura eran propiedad del estado. Toda la gente, independientemente de su sexo, vestía igual. La educación era obligatoria y todos debían trabajar hasta los sesenta y cinco años.
La gente elegía a sus funcionarios, pero sólo entre técnicos certificados: aquéllos elegidos constituían una Dictadura de los Técnicos, que poseía, entre otros poderes, la censura absoluta de libros.
Impaciente por establecer su cielo en la tierra y obstaculizado en Francia, Cabet se llevó sus planes a Texas, con tantos sitios disponibles, desde donde la fiebre amarilla le llevó a Illinois. Allí estableció una comunidad ideal de más de mil miembros. Pero sus icarianos empezaron a comportarse como seres humanos. Discutían y se peleaban entre ellos y el paraíso se disolvió.
Es increíble ver estas obras maestras de la credulidad escritas por hombres de gran inteligencia. Por ejemplo, tomemos a Henri de Saint-Simon, nacido en 1760. Después de una extraña vida, que incluye perder una fortuna y amasar otra, se establece como filósofo de prestigio y escribe tres libros sobre el Sistema Industrial y la Cristiandad.
Por supuesto, concluye que el nuevo orden debe ser diseñado por los científicos, dirigido por los industrialistas. Éste garantizaría trabajo y seguridad para todos. Esta idea atrajo inmediatamente a una multitud de profesores, escritores, poetas, abogados, algunos ingenieros y varios políticos. Saint-Simon acabó abandonando el movimiento y el liderazgo recayó en Enfantin, que los dedicó al amor libre, demoliéndolo así completamente.
El gobierno de los filósofos
Estos erráticos aventureros intelectuales no estaban locos. Muchos eran hombre de gran inteligencia. Pero un pequeño tornillo en alguna parte cerca del centro del intelecto que mantiene todas sus funciones en armonía, así que un hombre puede soñar, y aún así soñar dentro de la razón. Cuando se afloja ese pequeño tornillo, la imaginación, la razón y el sentido de orden y proporción empiezan a girar en sentido contrario y en órbitas excéntricas con resultados asombrosos.
Asociado con Saint-Simon se encuentra un intelecto mucho mayor, un extraño ermitaño que bien podría considerarse como el santo patrón de los cabezas de huevo: Auguste Comte. Es el perfecto ejemplo de filósofo de las ideas que pretende reorganizar el mundo de los hombres y el trabajo, sin saber nada de él. Su método fue retirarse a un completo aislamiento, evitar periódicos y asuntos económicos y dedicarse a leer obras religiosas y políticas. Así alejado de la influencia de las fuerzas económicas, políticas y humanas, preparó un plan para la reconstrucción de la sociedad.
Comte buscó un sustituto para Dios y creo la Humanidad como una vaga deidad a la que adorar. Luego trató de replicar las imágenes, sacrificios y formas devocionales ceremoniales de la religión… incluso los rezos. Habría una jerarquía en su funcionariado, su sacerdocio y las elaboradas series de días festivos que excitar la devoción de los fieles.
Sin embargo, el concepto de que el gobierno de la gente correspondía a los filósofos perneaba todo, que formarían una especia de sacerdocio en esta nueva iglesia. Era cabezahuevismo en su forma más perfecta.
El episodio más espectacular de esta serie de aventuras absurdas se produjo en nuestro país bajo el nombre de fourierismo. Charles Fourier fue un vendedor ambulante francés que realizó el tranquilizador descubrimiento de que la tierra estaba abandonando su infancia. Tenía un plan para asegurar 70.000 gloriosos años para la humanidad, cuando los leones se usarían como animales de carga y las ballenas tirarían de barcos en el océano. Propuso organizar la sociedad en falanges o falansterios, pequeñas comunidades agrícolas, cada una con menos de dos mil habitantes.
Los trabajadores comerían en un comedor central platos preparados en una gran cocina por cocineros expertos. Cada habitante produciría los suficiente entre su dieciocho y veintiocho cumpleaños como para mantenerse ocioso el resto de su vida. Cada comunidad estaría dirigida por un Unarca y todos los falansterios estarían unidos bajo un Omniarca.
Primeros cabezas de huevo estadounidenses
Por muy curioso que fuera este movimiento, aún más curioso fue lo que le pasó cuando cruzó el océano hasta América. Aquí recibió el apasionado apoyo de muchos de los más famosos escritores, pensadores, periodistas y profesores del momento.
Su más notable converso fue Horace Greely, fundador del New York Tribune, candidato frente a U.S. Grant en la elecciones presidenciales de 1872.
Greely fue atraído al fourierismo por Albert Brisbane, un periodista competente, que fue contratado por Greely para exponer su filosofía en el Tribune.
Otro converso fue Paul Godwin, socio del New York Evening Post. Chalres A. Dana, editor del Sun, también se alistó a esta nueva edición del paraíso. Pero el centro real del movimiento fue el Club Trascendentalista de Boston, el entonces punto de encuentro del mundo intelectual estadounidense.
Allí Nathaniel Hawthorne, William Ellery Channing, George Ripley, Ralph Waldo Emerson y otros unieron sus espíritus colectivos al movimiento. George Ripley, crítico literario y enciclopedista, que era además pastor unitario, compró una extensión de 200 acres no muy lejos de Boston, donde se organizó el primer falansterio bajo los auspicios del famoso Instituto Agrario Brook de Agricultura y Educación. El edificio central estaba a punto de acabarse cuando se quemó hasta los cimientos. Con él pereció el gran sueño.
Ésta fue la primera exposición auténtica de la primera gran generación de cabezas de huevo en Estados Unidos. Ralph Waldo Emerson escribió a Carlyle en Inglaterra: “Estamos un poco alborotados con innumerables proyectos de reforma social: ningún hombre letrado deja de tener un proyecto de nueva comunidad en su bolsillo”.
Pasaba lo mismo en Inglaterra. Las condiciones sociales en Inglaterra realmente pedían a gritos la reforma. Y había hombres serios y prácticos ocupados en esa tarea. Pero también había el mismo frívolo rebaño de cabezas de huevo, sobrevolando las sonrosadas nubes de la economía trascendental.
La idea que radica en el fondo de esta larga historia de imprudente planificación social de Platón a Henry Wallace y los Americans for Democratic Action es que la planificación social es la misión concreta del poeta, el ensayista, el novelista, el profesor y el técnico.
No quiero decir en modo alguno que todos los intelectuales sean cabezas de huevo. Simplemente sugiero que el cabezahuevismo es una enfermedad profesional del intelectual a la cual está expuesto el intelectual superficial o el frustrado o el fracasado o el enfadado y vengativo, particularmente tiene tendencia al odio o la notoriedad.
También sugiero que los miembros de estos gremios, si están dispuestos a ser sensibles al problema de la reconstrucción social, son susceptibles de ofrecer un incubación particularmente acogedora a estas absurdas ideas. En estos últimos años, el cabezahuevismo se ha extendido como un azote por nuestras universidades y nuestra prensa de opinión. Cuando más joven sea el pensador, más descarada es su filosofía.
Esta explosión de soberbia del joven intelectual que cree que su diploma le otorga autoridad para coger al mundo por el pescuezo y agitarle para que se comporte bien puede verse en este canto del joven Rexford Tugwell, recién salido del campus de Columbia:
“Soy fuerte. Soy grande y bien formado. Estoy harto del hedor de una nación. Estoy harto de ricos con propiedades. He soñado mi gran sueño de su muerte. He tomado mis herramientas y mis gráficos. Mis planes están terminados y en práctica. Me remangaré y volveré a hacer América”.
Aquí tenemos al cabeza de huevo literalmente encendido, genuino heredero del “libro y la antorcha” de Platón y Bacon y Campanella, de Saint-Simon y Comte y sobre todo de esa topera de poetas y músicos y novelistas y filósofos y periodistas y profesores que revolotean alrededor del la pálida pero bella luz de la vela de la Granja Brook.
Los cabezas de huevo modernos son los herederos naturales del derecho divino a la revolución y la reconstrucción social. Pero con esta inmensa diferencia.
Ya no hablan de Granjas Brook e Icarias y pequeñas comunas cerradas. Hace tiempo Kart Marx vio el fin de tanto sinsentido. El sufragio universal y el maquinismo cambiaron la naturaleza de la lucha.
Los filósofos hablan ahora de derribar las fronteras de las naciones y subyugar no a una población, sino a un mundo a su planificación. Lo que una vez fue llamado comunismo aplicado a una ciudad república se ha convertido en socialismo erigido sobre una vasta nación. Pero no le llaman socialismo. Ahora se vende bajo un nuevo nombre de marca: la Economía Planificada.
Pero el gran objetivo es el mismo. Empezando por la nación, la población disfrutará del voto, pero bajo tales condiciones que el poder de quienes controlan el estado será tan grande que no pueda ser desafiado con éxito. Pero nuestros audaces y esperanzados cabezas de huevo han cometido un error decisivo. Suponen que controlarán el estado.
Puede que soñar sea un talento peculiar de los filósofos, pero cuando se hace realidad un sueño y el estado se ha visto investido con estos vastos poderes de compulsión, no será sólo el gobernador, sino el empresario de todos, con un poder demasiado grande sobre los cuerpos y mentes de los hombres como para oponerse a él.
En esta situación, la gestión del estado recaerá en las manos no de los profesores y sus colegas intelectuales, sino en las de los políticos prácticos que entiendan las técnicas de adquirir y retener y gestionar el poder. Entonces, me imagino, la mayoría de los cabezas de huevo irán a la cárcel o se fugarán a Canadá o México.
Publicado originalmente el 15 de marzo de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.