Cómo invertir la ralentización de la innovación

0

Innovation Is Slowing, but We Can Reverse the Trend ¿Se está ralentizando la innovación? ¿Se detendrá? Un nuevo trabajo de un tal Jonathan Huebner en la impresionantemente titulada revista titulada Technological Forecasting & Social Change, argumenta que la innovación se está ralentizando, en realidad ha disminuido a la mitad en los últimos cien años.

Como Huebner es físico, naturalmente busca razones abstractas y generalizables. Estas le llevan a lugares oscuros: le preocupa que la tecnología tenga un “límite económico” o tal vez que nuestros cerebros tengan un límite contra el que nos estemos estrellando. Concluye: “El ritmo de innovación llegó a su máximo hace unos cien años y ahora está disminuyendo. La disminución es más probable debido a un límite económico de la tecnología o a una límites del cerebro humano al que nos estamos aproximando”.

Un problema esencial de la teoría de Huebner es que la economía no es física. Como la gente tiene cerebros, hace osas o cree en cosas, en grupos o “·cascadas”. Y estas cascadas dependen de estar influido personalmente, incentivado personalmente u obligado personalmente.

Las economías no son máquinas suaves: son cosas toscas, influidas por personas concretas con motivaciones y deseos concretos que usan recursos concretos.

Comparando con la edad de oro de la innovación

La mayor tosquedad en la comparación de Huebner es que está comparando el hoy con un periodo conocido popularmente como la “edad dorada” y que llegó a su fin bajo circunstancias particularmente sospechosas.

El término “dorada” es una expresión periodística para lo que se llama más naturalmente nuestra “edad de oro”. ¿Por qué de oro? El ritmo de innovación en la última parte del siglo XIX debería asombrar incluso a un usuario de iPhone, Tinder y hover-board. Una lista parcial incluye: electricidad, telégrafo, automóvil, volar, turbina de vapor, películas, comunicación sin hilos, emisores, plásticos. Pasamos del aceite de ballena al queroseno para cocinar entonces. Del Pony Express al telégrafo y luego a la emisión sin hilos en toda la nación. La edad de oro sale directamente de ciencia ficción. De hecho, aun con todos los asombros de hoy, yo diría que es bastante debatible que siquiera igualemos estas tres décadas de 1870 a 1900.

El progreso obstaculizado por la Era Progresista

Lo que hace a la “edad de oro” doblemente interesante es que no se esfumó poco a poco. No, se entró en esa gran ideología que adelantó el mundo: la Era Progresista. Fue una era que prometía una reorganización “científica” de la sociedad, siendo una de sus primeras prioridades domesticar la bestia descontrolada del capitalismo desbocado, remplazar la Ley de la Selva por una versión humana que cuidaría de todos.

Concretamente, los reformistas buscaban domesticar a las grandes empresas usando una inacabable corriente de regulaciones, respaldadas por la persecución penal por desobediencia. Este lazo remplazaba al control tradicional sobre la irresponsabilidad corporativa por medio de la ley de pleitos. El cambio de los pleitos a la regulación transformó el sistema de EEUU en uno en el que las empresas se convirtieron en algo entre un delincuente bajo fianza y las mascotas amaestradas del gobierno. Los impuestos subieron, claro, pero el principal mecanismo fue limitar los negocios a través de regulaciones, órdenes por decreto y cartelizaciones forzosas como la FDA, la FCC, la Reserva Federal y cientos de reguladores específicos de sectores encargados de “racionalizar” la competencia en sus feudos.

El resultado de este amaestramiento de los negocios fue, no sorprendentemente, menos innovación. Después de todo, estas empresas descontroladas no estaban realizando todas esas innovaciones por bondad o para portar la antorcha de la civilización. Lo hacían para que los avariciosos bastardos pudieran hacerse ricos. En un mercado libre, la forma más rápida de hacer fortuna es crear una ratonera mejor y venderla al mundo. Edison, Carnegie, Rockefeller respondían a incentivos, haciendo inimaginables avances para poder ser ricos.

Una vez estos grandes innovadores fueron domesticados por la microgestión regulatoria y las cargas siempre crecientes, empezaron a establecerse en una vida más confortable. En muchos casos, cambiaron sus inversiones en innovación por inversiones en las propias regulaciones. Ordeñando lo que obtenían, comprando normas para obstaculizar aún más la innovación y cárteles para emplumar sus nidos, en lugar de perturbar un sector tras otro.

Esencialmente, la edad de oro acabó en un plan proteccionista clásico, cambiando la protección por la cadena.

Los perturbadores fueron domesticados.

Y, naturalmente, la innovación se desplomó. No desapareció, pero fue recortada empíricamente por la mitad. Lo que se corresponde con los datos que nos da Huebner en los que desde una década vertiginosa de 1870 se acaba llegando a un tráfago progresista. La innovación continúa, es verdad, ya que podemos subirnos a hombros de gigantes. Pero no hay nada remotamente similar a la singularidad de la década de 1870.

Con este relato, me ocuparé de las preocupaciones concretas de Huebner.

No existe un límite económico a la innovación

Primero, el “límite económico” para el cambio tecnológico. No hay absolutamente ninguna razón económica para un límite para la tecnología en términos de velocidad ni de finales. Porque la tecnología equivale a crear nuevas recetas, nuevas formas de combinar entradas y salidas. Dado que hay mil billones de combinaciones potenciales de sándwiches en Subway, hay claramente más recetas tecnológicas potenciales que átomos en la galaxia. Esto significa que no hay en la práctica ningún límite para la creatividad. No hay ningún mecanismo económico oculto solapadamente que pise el freno cuando estamos innovando “demasiado rápido”.

Tampoco hemos agotado nuestros cerebros. Como el número de “recetas” tecnológicas potenciales es tan grande, hemos pasado de explotar el equivalente a un grano de arena en el Sahara en 1870 a quizá 1,3 granos hoy. El porcentaje de posibles innovaciones que hemos explotado en estos 145 años intermedios no es nada en el panorama general.

No culpo a Huebner por el error pesimista. De hecho, es muy común. Creo que es así por dos razones: la primera es infravalorar la relación entre política e innovación. Y la segunda es simplemente perspectiva. Por ejemplo, ¿cien personas con muchas o pocas? Si estás acostumbrado a masas de miles, un centenar es soledad. Y si esperas a tres personas para cenar, cientos de personas son realmente una multitud.

Igualmente, ¿estamos girando en un mundo loco de ciencia ficción o estamos vagando con dificultad en un estado patéticamente primitivo, apenas por encima de los chimpancés? Depende de lo que esperemos. La mayoría de los observadores miran al pasado y dicen “guau”. Sin embargo, si miramos al potencial perdido (si extrapolamos a partir de la edad de oro) es fácil que nos avergüence la tecnología actual. Se hace fácil ver que no son los límites naturales de la economía o el cerebro lo que nos retiene. Es simplemente una mala política. Políticas que obstaculizan iniciativas, acosan y gravan la innovación, incluso la prohíben. Aún no hemos matado la gallina de los huevos de oro. Pero estamos trabajando en ello.

Sin los progresistas, ¿dónde podríamos estar hoy?

¿Dónde estamos entonces hoy? Bajando a las cifras de Huebner, el estado regulatorio ha conseguido acabar con aproximadamente la mitad de la innovación. Esto es bastante catastrófico cuando ves las cifras. Si hubiera continuado el ritmo de innovaciones de la edad dorada y si la innovación fuera proporcional a la productividad, creo que una estimación razonable es que hoy seríamos unas cinco veces más ricos (basándonos en las cifras de la Oficina de Estadísticas Laborales de la posguerra, extrapolándolas a 1900).

Un PIB multiplicado por cinco sería en torno a los 200.000$ por persona. En otras palabras, estaríamos viendo el poder adquisitivo de salarios de seis cifras para camareros, limpiadores  y profesores de música. La mayoría de la gente se jubilaría a los treinta y cinco para dedicarse al arte o a beber margaritas en Tenerife. Tal vez habríamos tenido Internet en la década de 1940 y robots personales en la década de 1970. Tal vez hoy ya habríamos superado la enfermedad y la muerte. Evitaré lamentar los cientos de millones seres queridos, incluidos los míos, que hemos perdido por los recortes tecnológicos de los reformadores y lo dejaré aquí.

Así que es importante recordar lo que hemos perdido con todo lo que ha anulado la innovación.

A pesar del daño, el futuro no es del todo oscuro: la mitad de la innovación sigue siendo bastante buena, desde una perspectiva histórica. La innovación continúa, solo que no al ritmo tórrido que lo hacía antes de que los reguladores ganaran sus tronos. De hecho, la economía mundial ha estado creciendo en torno a un 3% por cabeza durante décadas, lo que es bastante espectacular, visto en su contexto, Esta crecimiento, sin embargo, ha provenido en buena parte sencillamente de adoptar tecnología de países ricos, un regalo evidente, aunque muchos países estuvieran previamente demasiado mal dirigidos como para gestionar siquiera eso.

Entretanto, los propios países ricos están creciendo en torno al 1% por cabeza, lo que es realmente bastante patético, considerando nuestra saboteada edad de oro.

Aun así, no podemos quedarnos sentados. Dada nuestra racha de 200 años de crecimiento tecnológico, es fácil dar por sentado que la tecnología mejora igual que brilla el sol o cambian las estaciones. Pero la historia está plagada de edades de oro que se convirtieron en polvo. Normalmente porque los gobiernos destruyeron los incentivos económicos para la innovación: desde gravar y cargar a los productores (el bajo imperio romano es un ejemplo extremo) a prohibir directamente la innovación como en la China Ming, que clausuró el milagro económico chino durante unos buenos 500 años.

Y todas estas edades de oro mueren de la misma manera y es la forma en que estamos estrangulando gradualmente la nuestra: cargas cada vez mayores a los innovadores, círculos cada vez más pequeños que quedan abiertos a la innovación. Hemos esquivado esa tendencia en unas pocas áreas, siendo la más espectacular Internet, donde Bill Clinton estableció un precedente de tratamiento de manos fuera en la década de 1990 que ha sido respetado impresionante aunque imperfectamente desde entonces.


Publicado originalmente el 15 de febrero de 2016. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

Print Friendly, PDF & Email