El drama del bote salvavidas

0

bote-salvavidas-300x224

[Capítulo XX del libro La Ética de la Libertad]

Se ha insistido muchas veces en que la existencia de situaciones de gravedad extrema, de «bote salvavidas», desautoriza la teoría de los derechos absolutos de propiedad, o, en todo caso, de los derechos absolutos de autopropiedad. Se afirma que, dado que todas las teorías sobre los derechos individuales parecen dejar de funcionar o funcionan mal en estas situaciones límite, afortunadamente raras, se sigue que no puede admitirse el concepto de derechos inviolables. Imaginemos una de estas situaciones en la que, en un naufragio, se lanza al agua un bote con capacidad para ocho personas, y hay veinte que intentan salvarse. ¿Quién decide los que se han de salvar y los que tendrán que morir? ¿Qué ocurre en tal caso con el derecho a la posesión de sí? (Otros autores prefieren hablar aquí de «derecho a la vida», pero se trata, en realidad, de una terminología engañosa, ya que puede dar a entender que el «derecho a la vida» de Ajustifica la invasión de la vida y la propiedad de un tercero, por ejemplo, «el derecho a la vida» de B, con todas las lógicas derivaciones. El «derecho a la autoposesión» de A y B evita este tipo de confusiones.)

Digamos, para empezar, que difícilmente puede proponerse una situación de bote salvavidas como criterio válido para una teoría de los derechos, ni de cualquier teoría moral, del tipo que fuere. No pueden invocarse los problemas que se le presentan a toda teoría moral en situaciones extremas para invalidar las reglas de las situaciones normales. En cualquier esfera de teoría moral intentamos articular una ética para el hombre basada en su naturaleza y en la naturaleza del mundo, y esto es cabalmente lo que se entiende por naturaleza normal, por el modo usual de fluir la vida, y no las situaciones raras o anómalas. De ahí, precisamente, la sabia máxima de jurisprudencia de que «los casos difíciles hacen malas leyes». Intentamos articular una ética para las circunstancias generales de la vida humana. No estamos, en definitiva, interesados en estructurar una ética centrada en coyunturas inusuales, extremas, con las que casi nunca nos enfrentamos.1,2

Tomemos, para aclarar esta idea, un ejemplo que se sitúa fuera del ámbito de los derechos de propiedad, o incluso de los derechos en general, pero dentro de la esfera de los valores éticos normales. La mayoría de la gente admite el principio de que «es ético que un padre salve a su hijo del peligro de ahogarse». Pero entonces alguno de nuestros escépticos del bote salvavidas se pondrá en pie y lanzará el desafío: «¡Ajá! Pero suponga usted que se están ahogando dos de sus hijos, y sólo puede salvar a uno. ¿A cuál elegiría? El hecho de que tiene que dejar morir a uno, ¿no invalida el auténtico principio moral de que tendría que salvar al que se ha ahogado?» Dudo que haya muchos moralistas dispuestos a negar que sea éticamente deseable el principio de que debe salvarse al niño sólo porque no puede aplicarse tal principio en una de estas situaciones de «bote salvavidas». Pero esto dicho, ¿por qué estas situaciones extremas han de presentar un cariz diferente en la esfera de los derechos?

En tales situaciones nos hallamos, al parecer, en una guerra de todos contra todos y, a primera vista, se diría que en ellas no tiene aplicación nuestra teoría de la autoposesión o de los derechos de propiedad. Pero, en el ejemplo citado, la razón es que estos derechos están mal definidos. La cuestión crucial es: ¿quién es el propietario del bote? Si este propietario, o su representante (p. e., el capitán de la nave) ha perecido en el naufragio y no ha impartido, antes del hundimiento del buque, instrucciones para la asignación de las plazas si se produce esta emergencia,3 puede entenderse que, al menos temporalmente, y mientras se prolonga la situación, el bote está abandonado y, por tanto, sin dueño. Es aquí donde entran en juego nuestras reglas, según las cuales los recursos por nadie poseídos pasan a ser propiedad del primero que toma posesión de ellos. En síntesis, los ocho primeros que alcanzan el bote pasan a ser, en nuestra teoría, sus «dueños» y usuarios. Cualquier otro que los eche más tarde comete un acto de agresión al violar los derechos de propiedad contra los «colonizadores», a los que expulsa y, una vez llegados a la playa, podrían pedírseles responsabilidades por su violación de los derechos de propiedad (tal vez incluso por asesinato, si han arrojado a alguien por la borda).

¿No genera este principio de «colonización» una furiosa competición por alcanzar los puestos del bote? Competición, tal vez. Pero no tiene por qué ser furiosa. Si se utiliza la fuerza física contra otro para arrojarle del puesto «colonizado», se comete una agresión criminal contra él, y no puede recurrirse a las agresiones para establecer derechos de colonización (del mismo modo que un colono no puede emplear la fuerza para impedir que otro llegue el primero a una zona del país).

A quienes opinan que este principio de colonización es excesivamente duro podemos replicarles, a) que nos hallamos ya inmersos en una situación intolerablemente dura y, por fortuna, poco frecuente, cuando no existen soluciones humanas o agradables; y b) que resultaría absolutamente intolerable cualquier otro principio de asignación. El desde siempre venerado lema «primero las mujeres y los niños» no tiene ninguna justificación moral. ¿En virtud de qué principio de justicia tienen los varones menos derechos a sobrevivir que las mujeres y los niños? Y lo mismo cabe decir respecto a que hay que salvar las mentes «superiores» a costa de las inferiores. Dejando aquí aparte la vacilante objeción de quién y con qué criterio decide lo que es superior o inferior, este punto de vista implica que los «superiores» tienen derecho a vivir a costa de los «inferiores». Y esto viola todos los conceptos sobre la «igualdad de derechos» y hace imposible cualquier ética para la raza humana.4

Hay una salida mucho más clara para el drama del bote salvavidas si han sobrevivido al naufragio el propietario o su representante, o si han establecido reglas para la distribución de las plazas. En este caso, nuestra teoría afirma que le corresponde al dueño del bote el derecho de asignación de los espacios. Puede elegir varias fórmulas para esta distribución: por orden de llegada, las mujeres y los niños primero, o cualquier otro. Y por mucho que nos desagrade la moralidad de este criterio, debemos conceder que le asiste el derecho a hacerlo del modo que le plazca. Insistamos una vez más en que toda interferencia por la fuerza en esta distribución del propietario —por ejemplo, arrojando a la gente de su sitio— es, en última instancia, una invasión del derecho de propiedad, que el agresor puede ser rechazado al instante y que se le pueden exigir más adelante responsabilidades por su agresión. Nuestra teoría del derecho absoluto de la propiedad resulta ser, en definitiva, el modo más satisfactorio —o, como mínimo, el menos insatisfactorio— para situaciones trágicas como las de los supervivientes de un bote salvavidas.

Hay una versión mucho más dramática del caso del bote salvavidas —en la que no figura para nada el principio de la prioridad de posesión del bote— cuando (por traer aquí un ejemplo mencionado por el profesor Eric Mack) dos náufragos luchan por una tabla que sólo puede soportar el peso de uno de ellos. ¿Puede aplicarse también aquí el principio de agresión y derecho de propiedad? Sí, también aquí puede utilizarse nuestro principio de la colonización como base de la propiedad. Es decir, la primera persona que alcance la tabla es, para esta ocasión, su «propietario», y la segunda que se acerca y le arroja al agua es un auténtico violador de su propiedad y tal vez perseguible ante los tribunales por asesinato. Una vez más: nadie puede hacer uso de la fuerza para impedir que otro alcance la tabla, porque sería un acto de agresión.5

Podría hacérsele a nuestra teoría la siguiente objeción: que la doctrina de los derechos de propiedad o de autoposesión se establece de acuerdo con las condiciones en que se vive y se progresa en este mundo y que, por consiguiente, en esta circunstancia de necesidad extrema, en la que el hombre tiene que elegir entre la siguiente alternativa: o me salvo o violo los derechos de propiedad del dueño del bote (o, en nuestro ejemplo, del «colonizador» del bote) es ridículo esperar que se renuncie a la vida por mor de un principio abstracto de los derechos de propiedad. Debido justamente a este tipo de consideraciones, son muchos los libertarios que, aun admitiendo la validez general del principio en circunstancias normales, lo abandonan en amplia medida en los contextos en los que, cuando se trata de elegir entre salvar la propia vida o agredir la propiedad o tal vez la vida de otro, creen que existen razones morales para optar por lo segundo. Por consiguiente, en este tipo de situación ya no regiría el principio de los derechos de propiedad.

El error de estos libertarios «contextualistas» o «situacionistas» consiste en confundir el tema de la moralidad de la acción de una persona en estas trágicas circunstancias con el otro, completamente distinto, de si al apoderarse por la fuerza del bote o de la tabla en que se encuentra otra persona viola, o no, los derechos de propiedad de ésta. En nuestra construcción de una teoría de la libertad y de la propiedad, es decir, de una ética «política», no entra el problema de los principios morales personales. No nos preguntamos si es moral o inmoral para alguien morir, ser honrado, desarrollar sus facultades, ser amable o ruin con sus vecinos. Lo único que en este género de discurso nos interesa son las cuestiones de «ética política», tales como la función propia de la violencia, el ámbito de los derechos o las definiciones de delito y de agresión. Que para Pérez —excluido de la tabla o del bote por su propietario— sea moral o inmoral recurrir a la fuerza para echar a otro ocupante o prefiera morir heroicamente, es asunto que no nos concierne ni es tema que deba abordarse en una teoría de la ética política.6 El punto crucial es que incluso admitiendo que un libertario «situacionista» pueda afirmar que en esta trágica coyuntura Pérez debería arrojar a alguien del bote para salvar su vida, incluso entonces está llevando a cabo una acción agresiva de los derechos de propiedad de otro individuo y que se está convirtiendo en probable asesino de la persona expulsada. Por tanto, si alguien declara que, por su parte, se vería en el deber de intentar salvar su vida recurriendo a la fuerza en la lucha por un espacio en el bote, sería, en nuestra opinión, perseguible ante los tribunales como criminal invasor de los derechos de propiedad de terceros, y tal vez también como asesino. Una vez declarado culpable, al dueño del bote o a los herederos de la persona arrojada al mar les cabe el derecho de perdonar a Pérez, en atención a las inhabituales circunstancias en que cometió su acción; pero tienen asimismo el derecho de no perdonar y de hacer descargar sobre él todo el peso de sus derechos legales para castigarle. Repitamos, una vez más, que nuestra teoría se limita a precisar los derechos de las personas que se encuentran en esta dramática situación, sin entrar en el ejercicio voluntario que de sus derechos pueda hacer cada una de ellas. En nuestra opinión, al dueño de la propiedad o al heredero de la persona asesinada debe asistirle el derecho a demandar ante la ley y exigir el castigo justo del agresor. La falacia de los «situacionistas» es confundir las consideraciones de la moralidad personal (¿qué debería hacer Pérez?) con el problema de los derechos en este caso concreto. Retiene, pues, su valor absoluto el derecho de propiedad también en la trágica situación del bote salvavidas.

Además, si el dueño del bote, Benítez, ha sido agredido por Pérez y tiene, por tanto, el derecho a demandarle más adelante, lo tiene también para repeler la agresión en el acto. Si Pérez intenta recurrir a la violencia para asegurarse un sitio en el bote, Benítez o el agente encargado de su defensa tiene derecho a repeler la agresión, por la fuerza si es necesario.7

Recapitulando la aplicación de nuestra teoría a las situaciones extremas: si un hombre ataca a otra persona o a sus propiedades para salvar su vida, tal vez actúe moralmente, o tal vez no. Esta cuestión carece de interés en el presente libro. Con independencia de que la acción sea moral o inmoral, en cualquier criterio que se aplique es un agresor que comete el delito de violar la propiedad de otro, y la víctima actúa dentro del ámbito de sus derechos si repele al agresor por la fuerza o si le demanda ante los tribunales en un momento posterior al de la comisión del delito.


1 Desde el punto de vista pragmático merece la pena señalar, a propósito de estas rarísimas situaciones de bote salvavidas, que, como sabemos por las ciencias económicas, en un régimen de derechos de propiedad y de economía de libre mercado quedarían reducidas al mínimo estas dramáticas circunstancias, es decir, habría sólo un número mínimo de casos en los que varias personas tienen que disputarse un recurso escaso para poder sobrevivir. Una economía de libre mercado y derechos de propiedad eleva los niveles de vida de todas las personas y amplía la esfera y el rango de las elecciones, armonizando así la libertad con la abundancia y reduciendo estas situaciones extremas a su más bajo nivel humanamente posible. De todas formas, es preciso reconocer que este argumento utilitarista no da una respuesta satisfactoria a todas las preguntas sobre el derecho y la justicia.

2 Para una sardónica protesta contra el uso y abuso de ejemplos absolutamente inhabituales en la filosofía moral, véase G.E.M. Anscombe, «Does Oxford Moral Philosophy Corrupt the Youth», The Listener (14 de febrero de 1957), p. 267.

3 Si el propietario del navio ha impartido de antemano instrucciones sobre el uso de su propiedad —el bote salvavidas— éstas son de obligado cumplimiento. Debo esta precisión a Williamson M. Evers.

4 En 1884, un tribunal británico rechazó el alegato de «necesidad» por el que la defensa intentaba justificar el asesinato de un joven náufrago a manos de varios de sus compañeros adultos, que se alimentaron con la carne del cadáver. El juez, lord Coleridge, se preguntaba: «¿Quién ha de ser el árbitro de esta especie de necesidad? ¿Con qué regla medir el valor comparativo de las vidas? ¿El vigor físico, la inteligencia, o qué? Es evidente que se verá beneficiado aquel a quien le corresponda determinar la necesidad que justifica su decisión de salvar su vida arrebatándosela deliberadamente a otros.» The Queen v. Dudley & Stephens, 14 Q. B. D. 273 (1884), citado por John A. Robertson, «Involuntary Euthanasia of Defensive Newborns: A Legal Analyse», Stanford Law Review (enero de 1975), p. 241. En sentido contrario, en Pensilvania, en 1842, United States v. Homes, el tribunal intentaba justificar el homicidio de personas en un bote salvavidas a condición de que las víctimas fueran designadas «en juego limpio, por ejemplo, echando a suertes». Pero no explicaba suficientemente en virtud de qué criterio puede afirmarse que el ciego azar sea juego limpio. 26 F. Cas. 360 (N° 15, 383) (C.C. E. D. Pa. 1842). Véase ibidem, pp. 240-241, 243n. Lon L. Fuller, «The Case of the Speluncean Explorers», Harvard Law Review (febrero de 1949), pp. 616-645, aporta una interesante discusión, claramente basada en los dos casos mencionados, aunque no llega a conclusiones definitivas.

5 Para una crítica de esta especie de «contextualismo» o «situacionismo» a que recurre aquí Mack, véase las líneas que siguen. Cf. Eric Mack, «Individualism, Rights, and the Open Society», en T. Machan, ed., The Libertarian Alternative (Chicago: Nelson-Hall Co., 1974), pp. 29-31.

6 Por lo demás, el ejemplo de Mack no demuestra que deba surgir un conflicto inevitable entre los derechos de propiedad y los principios morales. El conflicto de su ejemplo surge entre los derechos de propiedad y los dictados de la prudencia o el interés personal. Pero esto segundo sólo es factor dominante en la moralidad si se adopta el egoísmo moral, como hace de hecho el profesor Mack, pero que no pasa de ser una entre otras varias posibles teorías morales.

7 Un parecido punto de vista asume el profesor Herbert Morris. Hablando del concepto de derechos en general, más que de las varias «situaciones de bote salvavidas», Morris defiende la idea de que los derechos han de ser absolutos, y no simples presunciones prima facie. En aquellas situaciones en las que podría tal vez considerarse ético desde el punto de vista personal invadir los derechos de otros, debe ponerse el acento en que, en todo caso, hay una invasión de derechos y que, por consiguiente, se trata de una infracción sujeta a castigo. Véase Herbert Morris, «Persons and Punishment», The Monist (octubre de 1968), pp. 475-501, esp. 497ss.


Tomado de Enemigo del Estado, el artículo original se encuentra aquí.