El revisionismo y la ocultación histórica

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[Capítulo 1 de Perpetual War for Perpetual Peace, 1953]

La Primera Guerra Mundial y la intervención estadounidense en ella marcaron un ominoso momento decisivo en la historia de los Estados Unidos y el mundo. Quienes pueden recordar “los buenos tiempos” antes de 1914 inevitablemente vuelven a esos tiempos con una muy definida y justificada sensación de nostalgia. No había impuesto de la renta antes de 1913 y lo que se recaudó en los primeros días después de que se adoptara la enmienda fue poco más que simbólico. Todos los impuestos eran relativamente bajos. Sólo teníamos una deuda nacional simbólica de alrededor de 1.000 millones de dólares, que podían liquidarse en un año sin causar ni una alteración en las finanzas nacionales. El presupuesto federal total en 1913 era de 724.512.000 dólares, alrededor de un 1% del astronómico presupuesto actual.

El nuestro era un país liberal en el que había poca o ninguna caza de brujas y pocos de los síntomas y acciones del estado policial que se ha venido desarrollando aquí tan drásticamente en la última década. Nunca hasta nuestra intervención en la Primera Guerra Mundial ha habido tales invasiones a las libertades individuales que reclamen la formación de grupos y organizaciones especiales para proteger nuestros derechos civiles. Todavía podía confiarse en la Corte Suprema para conservar la Constitución y salvaguardar las libertades civiles de los ciudadanos individuales.

También el liberalismo era dominante en Europa Occidental. El Partido Liberal gobernó Inglaterra de 1905 a 1914. Francia se había recuperado del golpe reaccionario del caso Dreyfuss, había separado iglesia y estado y había aparentemente establecido la Tercera República con una razonable estabilidad sobre una base democrática y liberal. Incluso la Alemania de los Hohezollern disfrutaba de las libertades civiles usuales, tenía fuertes restricciones constitucionales a la tiranía del ejecutivo y había establecido un sistema funcional de gobierno parlamentario. Los expertos en la historia de Austria-Hungría han venido proclamando recientemente que la vida en la Monarquía Dual tras el cambio de siglo marcó el periodo más feliz en la experiencia de los pueblos allí agrupados.

Los ilustrados ciudadanos del mundo occidental estaban entonces llenos de una fuerte esperanza en un brillante futuro para la humanidad. Se creía que la teoría del progreso había sido perfectamente confirmada por los acontecimientos históricos. Mirando atrás, de Edward Bellamy, publicada en 1888, fue la biblia profética de esa era. La gente confiaba en que los asombrosos avances de la tecnología pronto producirían abundancia, seguridad y ocio para las multitudes.

En este optimismo en relación con el futuro nada era más evidente y potente que la suposición de que la guerra era una pesadilla anticuada. No sólo el idealismo y la humanidad repudiaban la guerra. Sino que Norman Angell o otros estaban asegurándonos que la guerra no podría justificarse, aun basada en los intereses materiales más sórdidos.

En nuestro propio país, la tradicional política exterior estadounidense de benigna neutralidad y las sensatas exhortaciones de George Washington, Thomas Jefferson, John Quincy Adams y Henry Clay de evitar alianzas comprometedoras y rehuir los conflictos en el exterior seguían en vigor en los más altos consejos del estado.

Por desgracia, hoy hay relativamente pocas personas que puedan recordar esos tiempos felices. En su devastador libro profético, 1984, George Orwell apunta que una razón por la que es posible que quienes tienen autoridad mantengan las barbaridades del estado policial es que nadie es capaz de recordar las muchas bondades del periodo que precedió a ese tipo de sociedad.

Un significativo y revelador informe de esta situación me llegó recientemente en una carta de uno de los más distinguidos científicos sociales en el país, un resuelto revisionista. Escribía:

Voy a dedicar mi seminario este trimestre al tema de la política exterior estadounidense desde 1933. Verdaderamente el efecto en una generación criada por Roosevelt es alarmante. Incluso los estudiantes capaces y maduros reaccionan ante los hechos elementales como niños a los que se les acabara de decir que no existen (ni han existido) los Reyes Magos.

Si la Primera Guerra Mundial llevó a los Estados Unidos y al mundo  hacia el desastre internacional, la Segunda Guerra Mundial fue un momento clave aún más calamitoso en la historia de la humanidad. En realidad, puede habernos llevado (a todo el mundo) al último episodio de la experiencia humana.

Indudablemente ésta marcó la transición del optimismo social y el racionalismo tecnológico al modelo de vida de 1984, en el que las políticas internacionales agresivas y el miedo a la guerra se han convertido en el principio rector, no sólo en los asuntos mundiales, sino también en la estrategia doméstica, política y económica de todas las potencias del mundo. El estado policial ha emergido como el modelo político dominante de nuestro tiempo y el capitalismo militar de estado está engullendo tanto la democracia como la libertad en los países que no han sucumbido ante el comunismo.

La forma y manera en que la cultura estadounidense se ha visto dañada y nuestro bienestar socavado por nuestra entrada en dos guerras mundiales se ha expresado brillante y sucintamente por parte del Profesor Mario A. Pei, de la Universidad de Columbia, en el artículo “The America We Lost” en el Saturday Evening Post, del 3 de mayo de 1952, y se ha desarrollado con más extensión por Caret Garrett en su mordaz libro, The People’s Pottage.

Quizás ya a mitad del siglo todo esto no sea más que agua pasada y poco pueda hacerse. Pero sin duda podemos aprender cómo llegamos a esta infeliz condición de la vida y la sociedad, al menos hasta que el sistema de estado policial continúe su rápido desarrollo lo suficiente como para destruir todo rastro de integridad y exactitud en los trabajos históricos y los informes políticos.

El reajuste de los estudios de historia a los hechos históricos relacionados con el escenario y las causas de la Primera Guerra Mundial (lo que es conocido popularmente en el mundo de la historia como “revisionismo”) fue el desarrollo más importante en la historiografía durante la década de 1920. Mientras que aquellos historiadores receptivos los hechos admitieron que el revisionismo ganó la disputa con la tradición previamente aceptada durante la guerra, muchos de los tradicionalistas de la profesión se mantuvieron fieles a la mitología de la década de la guerra. En todo caso, la controversia revisionista fue la más destacada aventura intelectual en el campo de la historia en el siglo XX hasta Pearl Harbor.

El revisionismo, al ser aplicado a la Primera Guerra Mundial, demostró que las causas reales y las atribuciones en ese conflicto estaban muy cerca de ser las contrarias al cuadro que presentó la propaganda política y las obras históricas de la década. El revisionismo también produciría resultados similares con respecto a la Segunda Guerra Mundial si se le permitiera desarrollarse sin impedimentos. Pero hay una determinación por ahogar o silenciar revelaciones que podrían establecer la verdad en relación con las causas y los asuntos del último conflicto mundial.

Aunque la mitología del tiempo de la guerra permaneció durante años después de 1918, sin embargo los principales editores pronto empezaron a pedir contribuciones para exponer los hechos con respecto al estallido de la guerra en 1914, nuestra entrada en ella y los asuntos básicos afectados por este gran conflicto.

Sidney B. Fay empexó a  publicar sus revolucionarios artículos sobre el trasfondo de la Primera Guerra Mundial en la American Historical Review en julio de 1920. Mis propios trabajos en la misma línea empezaron en New Republic, Nation, New York Times Current History Magazine y Christian Century en 1924 y 1925. Sin excepción, las solicitudes de contribuciones vinieron de los editores de estas revistas y fueron fervientes y urgentes. No tuve ninguna dificultad en garantizarme la publicación de mi Genesis of the World War en 1926 y la editorial consecuentemente impulsó una verdadera biblioteca de obras revisionistas reveladoras.

Para 1928, cuando se publicó Origins of the World War, de Fay, casi todos, excepto los recalcitrantes y extremistas en la profesión de la historia habían aceptado el revisionismo e incluso el público en general había empezado a pensar correctamente dentro de las premisas.

La aparición de cualquier revisionismo sustancial después de la Segunda Guerra Mundial afronta una situación muy diferente. La cuestión de la responsabilidad de la guerra en relación con 1939 y 1941 se considera para siempre completamente establecida. Se sostiene ampliamente que no hay controversia esta vez. Como todas las personas razonables admiten que Hitler era un peligroso neurótico, que, con una enajenación suprema, inició una guerra cuando tenía todo a ganar mediante la paz, se asume que esto explica los aspectos europeos de la controversia sobre la culpabilidad de la guerra. Con respecto al Lejano Oriente, se supone que se resuelve con igual resultado haciendo la pregunta “Japón nos atacó, ¿verdad?”

Casi tan frecuente como estas formas de atribuir la responsabilidad de la guerra en 1939 o 1941 es la vaga pero bastante dogmática afirmación de que “teníamos que luchar”. Este juicio normalmente se expone como una especia de imperativo categórico inefable que no requiere más explicación. Pero si les presiona para una explicación, algunos alegarán que tuvimos que luchar para salvar al mundote una dominación de Hitler, olvidando que el General Goerge C. Marshall informó de que Hitler, lejos de tener ningún plan para dominar el mundo, ni siquiera tenía un plan bien desarrollado de colaboración con sus aliados del Eje en guerras limitadas, no digamos en la gigantesca tarea de conquistar Rusia. Sin duda después de 22 de junio de 1941, cerca de seis meses antes de Pearl Harbor, no había mayor necesidad de temer ninguna conquista mundial por parte de Hitler.

La mitología que siguió al estallido de la guerra en 1914 ayudo a producir el Tratado de Versalles y la Segunda Guerra Mundial. Si la política mundial actual no puede separarse de la mitología de la década de 1940, es inevitable una tercera guerra mundial y su impacto sería muchas veces más terrible y devastadora que el de la segunda. Las lecciones aprendidas en los juicios de Nuremberg y Tokio han asegurado que la tercera guerra mundial se realizará con un salvajismo sin precedentes.

Por muy vigorosa que fuera la resistencia de muchos, incluidos poderosos intereses históricos creados, al revisionismo de la década de 1920, no fue nada comparado con lo que se ha organizado para frustrar y ahogar la verdad en relación con la Segunda Guerra Mundial. La historia ha sido la principal baja intelectual de la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría que la siguió.

Puede decirse, con gran cautela, que nunca, desde la Edad Media, ha habido tantas fuerzas poderosas organizadas y alerta contra la divulgación y aceptación de la verdad histórica como las que están hoy activas para evitar que los hechos acerca de la responsabilidad por la Segunda Guerra Mundial y sus resultados sean accesibles globalmente al público estadounidense.

Incluso la gran Fundación Rockefeller admite francamente la subvención de historiadores para prevenir y frustrar el desarrollo de cualquier neorrevisionismo en nuestra época.[1] Y la única diferencia entre esta fundación y muchas otras es que ha sido más franca y sincera acerca de sus políticas. La Fundación Sloan complementó posteriormente esta subvención de Rockefeller. Charles Austin Beard resumía las implicaciones de esos esfuerzos con su característico vigor:

La Fundación Rockefeller y el Consejo de Relaciones Exteriores (…) intentan evitar, si pueden, una repetición de lo que llaman en lengua vernácula ‘la campaña periodística de desacreditación que siguió a la Primera Guerra Mundial’. Traducido al inglés correcto, esto significa que el Consejo de Relaciones Exteriores no quiere que los periodistas u otras personas examinen demasiado de cerca y critiquen demasiado libremente la propaganda y los comunicados oficiales relacionados con ‘nuestros objetivos básicos y actividades’ durante la Segunda Guerra Mundial. En resumen, esperan, entre otras cosas, que las políticas y medidas de Franklin D. Roosevelt escapen en los próximos años al análisis crítico, evaluación y exposición que se produjeron sobre las políticas y medidas de Woodrow Wilson y los aliados de la Entente después de la Primera Guerra Mundial.[2]

Como ocurre con casi todas las editoriales y revistas, los recursos de la gran mayoría de las fundaciones sólo están disponibles para investigadores y escritores que buscan perpetuar las leyendas del tiempo de la guerra y oponerse al revisionismo. Un buen ejemplo lo ofrece mi propia experiencia con la Fundación Alfred P. Sloan que ayudó a subvencionar el libro de los Profesores Langer y Gleason. Mencione este hecho en mi folleto The Court Historians versus Revisionism. Acto seguido recibí una educada carta del Sr. Alfred J. Zurcher, director de la Fundación Sloan, asegurándome que la Fundación Sloan quería ser absolutamente imparcial y apoyar la investigación histórica en ambos lados de la cuestión. Escribía en la parte 1:

  1. Lo último que querríamos hacer es controlar y frustrar cualquier tipo de investigación histórica, pues creemos que aportar más puntos de vista por parte de historiadores rigurosos sobre la guerra o cualquier otro acontecimiento histórico es de interés público y debería promoverse.

Ante esta afirmación, decidí tomarle la palabra al Sr. Zurcher. Había proyectado y alentado un estudio de la política exterior del Presidente Hoover, que me parecía una tarea muy importante y necesaria, pues fue durante su administración cuando por última vez nuestra política exterior se había realizado en busca de la paz y el verdadero interés público de los Estados Unidos, en lugar de a favor de algún partido político, gobierno extranjero o dudosa ideología. Uno de los más prestigiosos especialistas estadounidenses en historia diplomática había consentido en desarrollar el proyecto y era un hombre no identificado previamente en modo alguno con la visión revisionista.

Mi solicitud fue de exactamente un treintavo del dinero asignado al libro de Langer y Gleason. La solicitud fue rechazada por el Sr. Zurcher con esta frase sumaria: “Lamento decir que somos incapaces de ofrecer los fondos que pidió para el estudio del Profesor X”. Incluso rechazó mi sugerencia de que discutiera la idea en una breve entrevista con el profesor en cuestión.

Existe un estado de abyecto terror e intimidación entre la mayoría de los historiadores profesionales estadounidenses cuyas opiniones concuerdan con los hechos sobre la cuestión de la responsabilidad sobre la Segunda Guerra Mundial. Muchos historiadores y divulgadores de prestigio que han leído mi folleto The Struggle Against the Historical Blackout me han escrito diciendo que, por su experiencia personal, es una rebaja de los hechos. Aún así la mayoría de esos historiadores a los que se lo he enviado en privado han temido incluso reconocer que lo hayan recibido o lo tengan. Sólo un puñado se han atrevido a expresar su aprobación y apoyo.

Además, la credulidad de muchos estadounidenses “con formación” ha sido tan notable como la mendacidad de los “educadores”. En la Rusia comunista y la Alemania nazi, así como en la Italia fascista y en China, los gobernantes tiránicos encuentran necesario suprimir todo pensamiento opositor con el fin de inducir a la mayoría del pueblo a aceptar el material que les proporciona la propaganda oficial. Pero en los Estados Unidos, con una casi completa libertad de prensa, expresión e información hasta el final de 1941, gran cantidad de estadounidenses ha seguido la línea de propaganda oficial sin compulsión alguna.

En muchos aspectos esenciales, los Estados Unidos se han aproximado al modelo de vida intelectual de 1984. Pero hay una importante y deprimente diferencia. En 1984, Orwell  muestra que los historiadores en ese régimen tenían que ser contratados por el gobierno y forzados a falsificar los hechos. Hoy en día en este país, y lo mismo pasa en la mayoría de las demás naciones, muchos historiadores profesionales falsifican encantados la historia casi voluntariamente.


Publicado originalmente el 17 de febrero de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

[1] Informe anual de 1946, pp. 188-189.

[2] Saturday Evening Post, 4 de octubre de 1947, p. 172.

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