Ley natural y derechos naturales

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c1036e7efab7f950b528a75c2426eaf2[Capítulo IV del libro La Ética de la Libertad]

Como ya hemos indicado, el gran fallo de la teoría de la ley natural —desde Platón y Aristóteles, pasando por los tomistas, hasta Leo Strauss y sus actuales seguidores— es haberse inclinado en el fondo más del lado estatalista que del individualista. Esta teoría «clásica» de la ley natural sitúa el lugar del bien y de las acciones virtuosas en el Estado, con estricta subordinación de los individuos a las instancias estatales. Y así, a partir del correcto dictum de Aristóteles de que el hombre es un «animal social» y de que su naturaleza se desenvuelve mejor en un clima de cooperación social, los clásicos se deslizaron ilegítimamente hacia la identificación virtual de la «sociedad» con el «Estado» y consideraban, por consiguiente, al Estado como el lugar principal de las acciones virtuosas.1, 2 Por el lado contrario, los niveladores o igualitaristas, y de modo especial John Locke, en el siglo XVII inglés, transformaron la ley natural clásica en una teoría basada en el individualismo metodológico y, por ende, político. Del énfasis lockeano en el individuo como unidad de acción, como ente que piensa, siente, elige y actúa, se derivó su concepción de la ley natural como poder dotado de capacidad para implantar, en el ámbito político, los derechos naturales de cada individuo. Esta tradición individualista lockeana ejerció una profunda influencia en los posteriores revolucionarios norteamericanos y en la tradición predominante en el pensamiento político liberal de la nueva nación revolucionaria. En el marco de esta tradición liberal de los derechos individuales se quieren desarrollar las ideas de este libro.

El célebre Second Treatise on Government de Locke ha sido, sin duda, una de las primeras elaboraciones sistemáticas de la teoría libertaria e individualista de los derechos naturales. La semejanza entre los puntos de vista de Locke y la teoría que se expondrá más adelante se hace evidente en el siguiente pasaje:

… cada uno de los hombres es propietario de su propia persona. Nadie sino él tiene derecho sobre ella. Podemos decir que el trabajo de su cuerpo y las obras de sus manos son estrictamente suyos. Cuando aparta una cosa del estado que la naturaleza le ha proporcionado y depositado en ella y mezcla con ella su trabajo, le añade algo que es suyo, convirtiéndola así en su propiedad. Ahora existe a su lado, separada del estado común de la naturaleza puesta en ella. Con su trabajo le ha añadido algo que la excluye del derecho común de las demás personas. Dado que este trabajo es propiedad indiscutible del trabajador, nadie puede tener derecho sobre aquello que ha añadido… Lo que él alimenta con las bellotas que selecciona cuidadosamente bajo los robles, o las manzanas que recoge de los árboles del bosque, sin duda se convierten en propiedad suya. Nadie puede negar que este sustento es suyo. Pregunto, pues, ¿cuándo comenzaron estas cosas a ser suyas?… Es patente que si no las hizo suyas la primera recolección, ninguna otra cosa puede hacerlo. Este trabajo establece una diferencia entre él y el resto de la gente. El trabajo añade algo que sobrepasa lo que ha hecho la naturaleza, madre común de todo; y así, aquellas cosas pasan a ser su derecho privado. ¿Podrá alguien decir que no tiene derecho a esas bellotas o a esas manzanas de que se ha apropiado, porque no ha obtenido el consentimiento de todo el género humano para hacerlo? Si un tal consentimiento fuera verdaderamente necesario… el hombre se moriría de hambre, a pesar de toda la abundancia que Dios le ha concedido. Vemos en los campos comunes, que se conservan así por convenio, que cada uno toma una parte de lo que es común y al separarlo del estado que la naturaleza puso en ella comienza la propiedad; y, sin eso, no puede usarse lo que es común.3

No debería sorprender el hecho de que la teoría de los derechos naturales de Locke, tal como ha sido presentada por los historiadores de las ideas políticas, esté plagada de contradicciones e incongruencias. Después de todo, los pioneros de cualquier disciplina o ciencia están condenados a soportar el peso de las lagunas e incoherencias que corregirán los que vienen tras ellos. Las divergencias de esta obra respecto del pensamiento de Locke sólo pueden maravillar a quienes están empapados de la desdichada moda moderna que ha abolido prácticamente la filosofía política constructiva en beneficio de un interés de anticuario por los textos antiguos. De hecho, la teoría libertaria de los derechos naturales se siguió desarrollando y purificando después de Locke, hasta alcanzar su culminación en las obras decimonónicas de Herbert Spencer y Lysander Spooner.4

Las miríadas de teóricos de los derechos naturales posteriores a Locke y a los niveladores han contribuido a poner en claro que sus opiniones sobre estos derechos brotaban de la naturaleza del hombre y del mundo que le rodea. Bastan unos pocos y expresivos ejemplos: el teórico germano-norteamericano decimonónico Francis Lieber escribía en el primero y el más libertario de sus tratados: «La ley natural o ley de la naturaleza… es la ley, el cuerpo de derechos, que deducimos de la naturaleza esencial del hombre.» William Ellery Channing, destacado unitario norteamericano del siglo XIX: «Todos los hombres tienen la misma naturaleza racional y la misma capacidad de conciencia y todos ellos están por un igual constituidos para el progreso indefinido de estas divinas facultades y para la felicidad fundamentada en su virtuosa utilización.» Theodore Woolsey, uno de los últimos teóricos sistemáticos de los derechos naturales del siglo XIX en Norteamérica: son derechos naturales aquellos «de los que, de acuerdo con una correcta deducción de las auténticas características físicas, morales, sociales y religiosas del hombre, debe estar éste investido… para la realización de los fines a que la naturaleza le llama.»5

Si, como hemos visto, la ley natural es en su misma esencia una teoría revolucionaria, lo es también, a fortiori, su rama individualista, la de los derechos naturales. Como subrayaba en el siglo XIX el norteamericano Elisha P. Hurlbut, teorizador de los derechos naturales: «Las leyes deben limitarse a declarar los derechos y las injusticias naturales…; no debería tener cabida en la legislación humana lo que es indiferente según las leyes de la naturaleza… y surge siempre una tiranía legal dondequiera se produce una desviación respecto de este sencillo principio».6

Constituye un notable ejemplo de utilización revolucionaria de los derechos naturales la Revolución Americana, basada en una explanación revolucionaria radical, a lo largo del siglo XVIII, de la teoría de Locke.7 Como el propio Jefferson dijo claramente, las palabras de la Declaración de Independencia no enunciaban nada nuevo; eran simplemente la cristalización, brillantemente escrita, de las opiniones sustentadas por los norteamericanos de aquella época:

Afirmamos que son evidentes estas verdades: que todos los hombres han sido creados iguales y todos han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre ellos el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. [La tríada común de aquella época decía: «Vida, libertad y propiedad».] Y que para garantizar estos derechos han establecido los hombres Gobiernos que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Y que cuando al-guna forma de Gobierno, del tipo que fuere, destruye estos fines, el pueblo tiene derecho a cambiarlo a abolirlo…

Es singularmente impresionante la inflamada prosa del gran abolicionista William Lloyd Garrison, cuando aplicaba, de una manera revolucionaria, la teoría de los derechos naturales al problema de la esclavitud. Así, en su Declaración de Sentimientos de la Convención Americana contra la esclavitud, en diciembre de 1833, escribía:

El derecho a disfrutar de la libertad es inalienable… Todos los hombres tienen derecho a su propio cuerpo —a los productos de su propio trabajo—, a la protección de la ley… Todas las leyes actualmente en vigor que admiten la esclavitud son, por tanto, ante Dios, absolutamente malas e inválidas… y deben ser derogadas sin dilación.8

Hablaremos con frecuencia, a lo largo de las páginas de este libro, de «derechos», y más concretamente de los derechos de los individuos a la propiedad de su persona y de objetos materiales. Pero, ¿cómo definimos los «derechos»? Debemos al profesor Sadowsky una descripción convincente y precisa de este concepto: «Cuando decimos que alguien tiene derecho a hacer determinadas cosas queremos decir esto, y solamente esto: que sería inmoral que cualquier otro, solo o en grupo, se lo impida recurriendo para ello a la violencia física o a cualquier tipo de amenaza. No decimos que de aquí se siga que todos los usos que un hombre hace de su propiedad dentro de sus límites sea necesariamente un uso moral.»9

La definición de Sadowsky arroja clara luz sobre la distinción fundamental que haremos a lo largo de estas páginas entre el derecho de un hombre y la moralidad o inmoralidad de su ejercicio de este derecho. Afirmaremos que un individuo tiene derecho a hacer lo que le plazca con su persona; que tiene derecho a no ser molestado ni entorpecido por medios violentos en el ejercicio de este derecho. Pero el modo moral o inmoral de ejercitarlo es más un problema de ética personal que de filosofía política, pues a ésta sólo le afectan los temas jurídicos y el empleo adecuado o inadecuado de la violencia física en las relaciones humanas. Nunca se insistirá demasiado en la importancia de esta crucial distinción. En efecto, como ha afirmado concisamente Elisha Hurlbut: «El ejercicio de una facultad [en los individuos] se refiere únicamente a su uso. Una cosa es la manera como se ejerce, que implica una cuestión de moral, y otra cosa distinta es el derecho a este ejercicio.»10


1 Para una crítica de esta confusión típica de los tomistas modernos véase Murray N. Rothbard, Power and Market (2a edición, Kansas City: Sheed Andrews and McMeel, 1977), pp. 237-238.

2 Puede verse la defensa de la ley natural clásica de Leo Strauss y su ataque a la teoría de los derechos humanos individualistas en su Natural Rights and History (Chicago: University of Chicago Press, 1953).

3 John Locke, An Essay Concerning the True Origin, Extent, and End of Civil Government, V. 27-28, en Two Treatises of Government, P. Laslett, ed. (Cambridge: Cambridge University Press, 1960), pp. 305-307.

4 El mundo académico, desde los marxistas a los seguidores de Strauss, considera, en general, que fue Thomas Hobbes, y no Locke, el fundador de la teoría sistemática individualista de los derechos naturales. Véase, para una refutación de este parecer y para una reivindicación de la antigua opinión, que calificaba a Hobbes de estatista y totalitario, Williamson M. Evers, «Hobbes and Liberalism», The Libertarian Forum (mayo de 1975), pp. 4-6. Véase también Evers, «Social Contract: A Critique», The Journal of Libertarian Studies, 1 (verano de 1977), pp. 187-188. Subraya el absolutismo de Hobbes el politólogo pro-hobbesiano alemán Carl Schmitt, Der Leviathan in der Staatslehre Thomas Hobbes (Hamburgo 1938). Schmitt fue, durante algún tiempo, teorizador pro-nazi.

5 Francis Lieber, Manual ofPolitical Ethics (1838); Theodore Woolsey, Political Science (1877), citado en Benjamin F. Wright, Jr., American Interpretations ofNa- tural Law (Cambridge: Harvard University Press, 1931), pp. 261ss. William Ellery Channing, Works (Boston: American Unitarian Association, 1895), p. 693.

6 Elisha P. Hurlbut, Essays on Human Rights and Their Political Guarantees (1845), citado en Wright, American Interpretations, pp. 257 ss.

7 Véase Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution (Cambridge, Mass.: The Belknap Press of Harvard University Press, 1967).

8 En W. y J. Pease, eds., The Antislavery Argument (Indianapolis: Bobbs-Merrill Co., 1965), p. 68.

9 James A. Sadowsky, S.J., «Private Property and Collective Ownership», en T. Machan, ed., The Libertarian Alternative (Chicago: Nelson-Hall Co., 1974), pp. 120-121.

10 Hurlbut, en Wright, American Interpretations, pp. 257.

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