Los derechos de los niños

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[Capítulo XIV del libro La ética de la libertad de Murray N. Rothbard].

Hemos fijado ya el derecho de propiedad de todos y cada uno de los hombres sobre su propia persona y sobre la tierra virgen que descubren y transforman con su trabajo. Hemos mostrado asimismo que a partir de estos dos principios podemos deducir la estructura total de los derechos de propiedad sobre todos los tipos de bienes, incluidos los que una persona adquiere ya sea mediante intercambio o bien como resultado de donativos o legados voluntarios.

Pero queda por resolver el difícil caso de los niños. El principio del derecho a la autoposesión en favor de todos y cada uno de los hombres se aplica a los adultos, es decir, a los propietarios de sí mismos que deben utilizar su mente para elegir y alcanzar sus fines. Ahora bien, es evidente que un recién nacido no es propietario de sí actual, sino potencial.1 Y esto plantea un difícil problema: ¿cuándo y de qué manera adquieren los niños, en el curso de su desarrollo, su derecho natural a la libertad y a la autoposesión? ¿Gradualmente o de una vez? ¿A qué edad? ¿Y qué criterio podemos aplicar para este cambio o transición?

Empecemos por el periodo prenatal. ¿Qué derechos de propiedad tienen los padres, o más específicamente la madre, sobre el feto? Debemos advertir, en primer lugar, que se ha abandonado con excesiva precipitación la posición católico-conservadora. Esta posición sostiene que el feto es una persona viva y que, por consiguiente, el aborto es un homicidio y debe ser castigado por la ley como cualquier otro asesinato. Suele replicarse aduciendo que es el nacimiento el que marca el inicio de la vida humana dotada de derechos naturales, incluido el derecho a no ser asesinado. Antes del nacimiento, según este argumento, el niño no puede ser considerado persona humana. La contrarréplica católica de que el feto es un ser vivo y una persona potencial en un sentido inminente tiene un estrecho parecido con la opinión, generalmente admitida, de que no se puede agredir a un recién nacido porque es un adulto en potencia. Pero aun siendo cierto que es el nacimiento el que traza la auténtica línea de demarcación, la formulación habitual convierte este nacimiento en una arbitraria raya divisoria y carece de una suficiente elaboración racional en la teoría de la autopropiedad.

El auténtico dato de partida para el análisis del aborto se encuentra en el derecho absoluto de cada persona a la propiedad de sí misma. Esto implica, de forma inmediata, que todas las mujeres tienen el derecho absoluto sobre su cuerpo, que tienen dominio total sobre él y sobre cuanto hay dentro de él, incluido el feto. En la mayoría de los casos, los fetos se encuentran en el seno materno con consentimiento de las madres. Ahora bien, si una mujer no desea que se prolongue esta situación, el feto se convierte en «invasor» de su persona y la madre tendría perfecto derecho a expulsarlo de sus dominios. Según esto, habría que considerar el aborto no como el «asesinato» de una persona, sino como la expulsión de un invasor indeseado del cuerpo de la madre.2 Por consiguiente, todas las leyes que restringen o prohiben el aborto invaden derechos de las mujeres afectadas por esta normativa.

Se ha objetado que, una vez que la madre ha consentido en concebir, ha establecido un «contrato» con el feto y no puede quebrantarlo con el aborto. Pero se deslizan varias falacias en esta doctrina. En primer lugar, tal como veremos más adelante, una simple promesa no es un contrato exigible y ejecutable. Sólo puede exigirse el cumplimiento de un contrato cuando su violación equivale a un robo implícito. Y es evidente que no puede aplicarse a este caso este tipo de reflexión. Es obvio, en segundo lugar, que no puede hablarse aquí de «contrato», dado que difícilmente puede admitirse que el feto (¿el óvulo fecundado?) sea una entidad voluntaria y conscientemente contratante. Y, en tercer lugar, como ya hemos visto antes, uno de los puntos determinantes de la teoría libertaria es la inalienabilidad de la voluntad, de donde se desprende que no es lícito exigir el cumplimiento de contratos de esclavitud voluntaria. Incluso en la hipótesis de que hubiera habido un «contrato», no se le debe ejecutar obligatoriamente, porque la voluntad de la madre es inalienable, no es lícito esclavizarla ni puede obligársela a tener el hijo en contra de su voluntad.

Otro de los argumentos de los anti-abortistas señala que el feto es un ser humano y posee, por consiguiente, todos los derechos inherentes a esta condición. Muy bien; concedamos, a los efectos de nuestra discusión, que es así, esto es, que los fetos son seres humanos —o, en un sentido más genérico, seres potencialmente humanos— con los correspondientes derechos. Pero, ¿qué seres humanos, si se nos permite la pregunta, tienen derecho a ser parásitos coactivos dentro del cuerpo de un huésped que no los quiere aceptar? Si ningún ser humano ya nacido tiene tal derecho, menos aún lo tienen, a fortiori, los fetos.

Los anti-abortistas suelen formular su argumento en el sentido de que los fetos, al igual que los seres humanos ya nacidos, tienen «derecho a la vida». Hemos renunciado en este libro a esta expresión a causa de su ambigüedad y porque los derechos auténticos que sus partidarios dan por supuestos están incluidos en el concepto del «derecho a la autoposesión», el derecho a que la propia persona esté a salvo de agresiones. Incluso la profesora Judith Thomson, que, en su análisis del problema del aborto, intenta, no sin cierta contradicción intrínseca, mantener el concepto de «derecho a la vida» sin renunciar al principio del derecho a la posesión del propio cuerpo, demuestra lúcidamente las trampas y errores de esta teoría.

Para algunos, tener derecho a la vida significa tener derecho a que se conceda al menos el mínimo indispensable requerido para conservar la existencia. Pero, ¿qué ocurre cuando ese mínimo indispensable consiste en algo a lo que no se tiene derecho? Si tengo una enfermedad mortal y lo único que puede curarme es el contacto de la refrescante mano de Henry Fonda sobre mi enfebrecida frente, no me asiste ningún derecho a que Fonda toque con su fría mano mi calenturienta piel. Sería una inmensa delicadeza por su parte que volara desde la costa occidental para hacerlo… Pero yo no tengo derecho alguno a nada que él tenga la obligación de hacer por mí.

Resumiendo, no es lícito interpretar el término «derecho a la vida» en el sentido de que alguien tenga derecho a exigir de otros acciones que sustenten su vida. En nuestra terminología, semejante exigencia sería una intolerable violación del derecho de otra persona a la posesión de sí. Y, como ha señalado con argumentos convincentes la profesora Thomson, «tener derecho a la vida no garantiza ni el derecho a que se le dé el uso de algo ni el derecho a seguir usando el cuerpo de otra persona, ni siquiera en el caso de que dicho uso fuera indispensable para la propia existencia.»3

Supongamos ahora que el niño ya ha nacido. ¿Qué ocurre? Podemos decir, primero, que sus padres —o, con mayor precisión, su madre, que es el único familiar cierto y visible— en cuanto creadores del niño, son sus propietarios. Un recién nacido no puede ser, en ningún sentido, una persona que se posee a sí misma. La propiedad recae, por tanto, sobre la madre o sobre algún pariente o allegado. Afirmar que cualquier otro puede reclamar esta propiedad equivaldría a conceder a este tercero el derecho de arrebatar por la fuerza al niño a su natural propietario o «colonizador», esto es, a su madre. La propietaria natural y legítima del niño es su madre, y todo intento de quitárselo por la fuerza es una violación de sus derechos de propiedad.

Es un hecho seguro que la madre o los padres no reciben la propiedad del niño como dominio simple y absoluto, porque de ser así se daría la más que curiosa situación de que una persona de 50 años estaría totalmente sometida y bajo la entera jurisdicción de sus padres, de 70 años. Así, pues, los derechos de propiedad paterna tienen que tener un límite de tiempo. Y deben tener, además, un límite de clase, ya que a un libertario le resulta grotesco admitir que el derecho a la autopropiedad incluya el derecho de un padre o una madre a asesinar o torturar a sus hijos.

Tenemos, por tanto, que constatar que, a partir del nacimiento, la propiedad paterna/materna no es absoluta, sino que reviste el carácter de fideicomiso o de protectorado. En síntesis, todos los niños, desde el momento en que nacen y no están ya, por tanto, dentro del cuerpo de sus madres, poseen el derecho de autopropiedad, porque ahora son seres distintos y adultos en potencia. Son, pues, ilegales y entrañan una violación de losderechos del niño las agresiones que sus padres puedan llevar a cabo contra él mediante mutilaciones, torturas, asesinato, etc. Por otro lado, el genuino concepto de «derechos» es «negativo», es decir, delimita las áreas dentro de las cuales nadie puede interferir en las acciones de una persona. Nadie tiene derecho a forzar a otro a realizar un acto positivo, porque toda coacción viola el derecho de la persona sobre sí misma y sobre sus propiedades. Podemos, pues, afirmar que un hombre tiene derecho a su propiedad (esto es, el derecho a que su propiedad no sea invadida), pero no podemos, en cambio, decir que todos tienen derecho a un «salario existencial», porque esto significaría forzar a terceros a abonar este salario, lo que equivale a violar sus derechos. Como corolario, lo dicho significa que, en una sociedad libre, a nadie se le puede cargar con la obligación legal de hacer algo por otro, ya que se invadirían sus derechos. La única obligación legal que una persona tiene frente a otra es respetar sus derechos.

Aplicando nuestra teoría a las relaciones entre padres e hijos, lo hasta ahora dicho significa que un padre o una madre no tienen derecho a agredir a sus hijos, pero también que no deberían tener la obligación legal de alimentarlos, vestirlos y educarlos, ya que tales exigencias serían coactivas y privarían a los padres de sus derechos. Por otro lado, estos padres no pueden asesinar o mutilar a sus hijos, y la ley castiga, con toda razón, a quienes lo hacen. Pero a los padres les asistiría el derecho legal a no tener que alimentar al niño, esto es, a dejarle morir.4 En términos estrictos, la ley no puede forzar a un padre a alimentar al hijo para que pueda vivir.5 (Repitamos una vez más que se plantea un problema distinto cuando se pregunta si los padres tienen la obligación moral —más que el deber legalmente exigible— de conservar la vida del niño.) Esta norma nos permite resolver algunas cuestiones espinosas, entre otras si les asiste a los padres el derecho a dejar morir (por ejemplo, no dándole alimentos) a un hijo deforme.6 La respuesta es, por supuesto, afirmativa, en virtud de un a fortiori derivado del derecho, mucho más general, de permitir que muera cualquier niño, deforme o no. (No obstante, como veremos más adelante, en una sociedad libertaria esta «negligencia» se vería reducida al mínimo gracias a la existencia de un mercado libre de niños.)

Nuestra teoría nos permite analizar también el problema que plantea el caso del Dr. Kenneth Edelin, del Boston City Hospital, acusado, el año 1975, de homicidio sin premeditación por haber permitido (por deseo, evidentemente, de la madre) que muriera un feto tras haber practicado un aborto. Si a los padres les asiste el derecho legal a dejar que sus hijos mueran, lo tienen también, a fortiori, respecto de fetos extrauterinos. De parecido modo, en un mundo futuro, en el que los niños podrán nacer mediante métodos extrauterinos («niños probeta»), también los padres tendrán el derecho legal a «quitar el enchufe» o, para decirlo con mayor precisión, a negarse a pagar para que el enchufe siga conectado.

Pasemos ya al análisis de las implicaciones de la teoría que afirma que los padres deberían tener la obligación, legalmente exigible, de mantener con vida a sus hijos. El argumento a favor de esta obligación contiene dos componentes: que los padres han creado al niño en virtud de una libre decisión, de un acto que persigue un fin determinado; y que el niño es temporalmente un ser desvalido, no un propietario de sí mismo.7 Estudiemos en primer lugar este segundo argumento del desamparo. Podemos comenzar con la observación general de que es una falacia filosófica pretender que las necesidades de A impongan a B la obligación coactiva de satisfacerlas. Primero, se estarían violando los derechos de B. Segundo, si se afirma que un niño desamparado puede imponer deberes legales sobre alguien, ¿por qué específicamente sobre sus padres y no sobre otros? ¿Qué tienen que ver los padres? La respuesta es, por supuesto, que son ellos quienes han procreado al niño. Pero esto nos lleva al otro argumento, el de la creación.

De dicho argumento se extrae, como conclusión inmediata, que queda exonerada de toda obligación frente al niño la madre que lo ha concebido como resultado de una violación, ya que aquí no ha habido un acto libre y voluntario. Y quedan igualmente eximidos los padrastros, los padres adoptivos o los tutores, que no han tenido nada que ver con la generación del niño.

Pero, admitiendo que la creación genere la obligación de mantener al niño, ¿por qué debería extinguirse cuando el niño llega a la edad adulta? Como Evers observa: «Puesto que los padres han creado al niño, ¿por qué no están obligados a mantenerle por siempre? Cierto que ahora ya no es un ser desvalido; pero el desvalimiento (como se ha hecho notar en líneas anteriores) no es, en sí y de por sí, causa de obligación vinculante. Si la condición de ser el creador de otro es fuente de deberes, y esta condición se mantiene, ¿por qué no ha de mantenerse también la obligación?»8

¿Y qué decir del caso de que, dentro de unas décadas, la ciencia sea capaz de crear vida humana en el laboratorio? Aquí el «creador» es el científico. ¿Tendrá el deber legal de mantenerle? Supongamos que el niño es deforme, apenas un ser humano. ¿Seguirá atado el científico a la obligación legal de conservar su existencia? Y si la tiene, cuánta parte de sus recursos —de su tiempo, su energía, su dinero, su equipo en capital— debería destinar legalmente a mantener esta vida? ¿Cuándo cesará esa obligación, y en virtud de qué criterio?

Este problema de los recursos tiene una importante y directa incidencia en el caso de los padres biológicos. Como Evers subraya:

… consideremos el caso de padres pobres, que tienen un hijo que cae enfermo. La enfermedad es tan grave que para comprar las medicinas necesarias para salvarle, sus padres se ven obligados a pasar hambre. ¿Están obligados… a renunciar a su calidad de vida hasta el límite mismo de la auto-extinción para ayudar al niño?

Y si no lo están, ¿en qué momento se extingue su obligación legal? ¿Y según qué criterio?

Evers prosigue:

Podría argüirse que los padres están obligados a proporcionar las atenciones necesarias mínimas (calor, vestidos, alimentos) para que el niño conserve la vida. Pero, una vez admitida la existencia de la obligación, parece ilógico —a la vista de la amplia variedad de las cualidades y de las características humanas— reducir su alcance a las medidas procrustianas del promedio humano.10

Un argumento muy utilizado afirma que el acto voluntario de los padres ha generado un «contrato» en virtud del cual éstos quedan obligados a mantener al niño. Pero a) esto ampliaría este pretendido «contrato» al feto, con la inherente prohibición del aborto, y b) se incurre en todas las dificultades de la teoría contractual antes analizadas.

Consideremos finalmente, con Evers, el caso de una persona que ha salvado voluntariamente a un niño de un incendio en el que han perecido sus padres. En un sentido absolutamente real, este salvador ha dado la vida al niño. ¿Adquiere por ello la obligación legal de seguir cubriendo, también en el futuro, sus necesidades existenciales? ¿No sería esto una «monstruosa» e involuntaria esclavitud impuesta al salvador?11 Y si esto es cierto respecto de este salvador, ¿por qué no ha de serlo también respecto de los padres naturales?

Así, pues, cuando nace el hijo, la madre se convierte en su «propietaria por fideicomiso». Sus obligaciones legales se reducen a no maltratarlo, ya que el niño es potencialmente propietario de sí mismo. Por lo demás, mientras mora en la casa paterna, se encuentra necesariamente sujeto a la jurisdicción de sus padres, ya que vive en y de las propiedades de éstos. Los padres tienen, por supuesto, el derecho a dictar normas para el uso de su casa a todas las personas (adultas o no) que viven en ella.

¿Cuándo podemos decir que ha llegado a su fin esta jurisdicción parental de fideicomiso sobre los hijos? La fijación de una edad concreta (18 años, o 21, o cualquier otra) es siempre completamente arbitraria. La clave de la solución de esta espinosa materia se encuentra en los derechos de propiedad de los padres sobre la vivienda. El niño adquiere la plenitud de sus derechos de autopropiedad cuando demuestra que los ejerce de hecho, es decir, cuando vive fuera o «se ha ido de casa». Debemos garantizar a todos los niños, sea cual fuere su edad, el derecho absoluto a abandonar el hogar, a buscar nuevos padres dispuestos a adoptarle voluntariamente, o a tratar de vivir con sus propios medios. Los padres pueden intentar persuadir a un hijo que ha abandonado el hogar a que vuelva a casa, pero es de todo punto inadmisible la esclavitud o la agresión al derecho deautoposesión de los niños y al uso de la fuerza para obligarles a retornar. El derecho absoluto a dejar la casa es la expresión última de su derecho de autoposesión. Aquí no cuenta para nada la edad.

Si un padre puede tener la propiedad de su hijo (dentro siempre del marco de no agresión y de libertad de abandono del hogar), puede transferirla a terceros. Puede dar al niño en adopción, o puede vender sus derechos sobre él en virtud de un contrato voluntario. En suma, tenemos que enfrentarnos al hecho de que en una sociedad absolutamente libre puede haber un floreciente mercado libre de niños. Esto suena a primera vista a cosa monstruosa e inhumana. Pero una mirada más atenta descubre que este mercado posee un humanismo más elevado. Debemos empezar por reconocer que existe ya de hecho este mercado infantil, sólo que, dado que los gobiernos prohiben vender los niños por un determinado precio, los padres se ven ahora obligados a entregarlos a centros de adopción de niños libres de cargas.12 Y esto significa que el mercado de niños existe, sólo que el gobierno ejerce un control máximo de los precios hasta reducirlos a cero y que restringe, además, las operaciones mercantiles a unas pocas agencias privilegiadas y, por tanto, monopolistas. El resultado ha sido un mercado típico, en el que al rebajar el gobierno los precios del artículo muy por debajo de los del mercado libre, se produce una gran «escasez» de bienes. La demanda de bebés y niños es de ordinario muy superior a la oferta. Asistimos diariamente al espectáculo de la tragedia de personas adultas a quienes agencias de adopción tiránicas y fisgonas les niegan el gozo de poder adoptar un hijo. Se da a la vez una amplia demanda insatisfecha de niños por parte de adultos y parejas y un elevado número de excedentes, de niños no deseados, desatendidos o maltratados por su padres. Si se permitiera el mercado libre de niños, se eliminaría este desequilibrio y se llevaría a cabo una transferencia de bebés y de niños desde padres que no los quieren o no los cuidan a padres que desean ardientemente tenerlos. Todos los implicados: los padres biológicos, los niños y los padres adoptivos que los compran saldrían ganando en este tipo de sociedad.13

En síntesis, en la sociedad libertaria la madre tiene derecho absoluto sobre su cuerpo y puede, en consecuencia, decidirse por el aborto. Tendría, además, la propiedad de sus hijos en fideicomiso, una propiedad sólo limitada por la ilegalidad de las agresiones contra las personas y por el derecho absoluto y permanente de los hijos de abandonar la casa paterna en el punto y hora que lo deseen. Los padres deberían poder vender los derechos de fideicomiso sobre sus hijos a quien quisiera comprarlos por un precio previamente convenido.

Podría afirmarse que las leyes norteamericanas sobre menores se sitúan casi exactamente en el polo opuesto al modelo libertario sobre esta materia. En las actuales condiciones, el Estado viola sistemáticamente los derechos tanto de los padres como de los hijos.14

En primer lugar, los derechos de los padres. En la legislación actual, otros adultos (casi siempre el Estado) pueden incautarse de los hijos por varias razones. Dos de ellas, abusos físicos de los padres y abandono voluntario, son admisibles, en el primer caso porque los padres perpetran una agresión y en el segundo porque renuncian por su propia decisión a la custodia. Pero deben mencionarse otros dos puntos: a) que, hasta años recientes, las decisiones de los tribunales declaraban a los padres exentos de la responsabilidad derivada de las agresiones físicas contra sus hijos (aunque afortunadamente se ha puesto remedio a la situación);15 y b) que a pesar de la gran publicidad desplegada en torno al «síndrome de los niños maltratados» se estima que tan sólo el 5 por ciento de los «abusos contra los niños» se refieren a malos tratos físicos por parte de los padres.16

Las otras dos razones con que se pretende justificar que se les quiten a los padres sus hijos, ambas inscritas bajo la amplia rúbrica de «niños abandonados», violan abiertamente los derechos parentales. Estas razones son: no poder dar a los niños alimentos, vestidos, atención médica y educación «adecuados»; y no proporcionarles un «entorno conveniente». Debe quedar claro que ambas categorías, y en especial la segunda, son lo bastante vagas e imprecisas como para proporcionar al Estado excusa válida para apoderarse de poco menos que todos los niños del país, desde el momento en que es el Estado mismo quien determina lo que se entiende por «adecuado» y «conveniente». Y no son menos vagos otros criterios, derivados, que permiten al Estado adueñarse de los niños cuyos padres no les han proporcionado un «desarrollo óptimo», o cuando así lo aconseja «el mejor interés» (también aquí definido por el propio Estado) de los hijos. Algunos ejemplos recientes permitirán ver con qué amplitud se ha ejercido este poder de «incautación». En el caso Watson del año 1950, el Estado llegó a la conclusión de que una madre era incapaz de cuidar de sus hijos «debido a su estado emocional, su condición mental y sus profundos sentimientos —supuestamente religiosos— que rayaban con el fanatismo». En su decisión, cargada de connotaciones totalitarias, el tribunal insistía en la presunta obligación de educar a los hijos en el respeto a y de acuerdo con «las reglas de conducta y las costumbres de la comunidad en cuyo seno tienen que vivir».17 En 1954, en el caso de Hunter contra Powers, el tribunal violó, una vez más, tanto la libertad religiosa como los derechos paternos al apoderarse de un niño pretextando que la madre se dedicaba con excesiva intensidad a una religión no conformista y que el niño estaría mejor estudiando o jugando que no leyendo literatura religiosa. Un año después, en el caso Black, un tribunal de Utah arrancó a ocho niños de la patria potestad porque sus padres no les habían enseñado que la poligamia es inmoral.18

El gobierno no se contenta con dictaminar la religión, sino que decreta también la moral personal. En 1962, un tribunal privó a una madre de sus cinco hijos porque «llevaba con frecuencia malas compañías a su apartamento…». En otros casos, los tribunales han sostenido que los padres han «abandonado» a sus hijos y procede, por tanto, privarles de la patria potestad, o que las disputas entre los esposos o un supuesto sentimiento de inseguridad del niño pondrían en peligro los mejores intereses de éste.

En una decisión reciente, el juez Woodside, del Tribunal Superior de Pensilvania, prevenía mordazmente frente al enorme potencial coactivo del criterio del «mejor interés»:

Un tribunal no debe asumir la custodia de un niño quitándosela a sus padres sólo porque el Estado o sus instituciones pueden proporcionarle un hogar más confortable. Si la «comodidad del hogar» fuera el criterio único, los funcionarios del bienestar público podrían arrebatar los hijos a la mitad de los padres del país, cuyas viviendas se considera que son menos deseables, para trasladarlos a la otra mitad de la población, con casas tenidas por más confortables. Ampliando aún más este principio, llegaríamos a la conclusión de que la familia de la que se cree que tiene la mejor vivienda podría elegir entre cualquiera de nuestros hijos.19

También los derechos de los niños han sido sistemáticamente invadidos por el Estado, y en mayor medida aún que los de los padres. La normativa de la asistencia obligatoria a la escuela, endémica en los Estados Unidos desde comienzos de este siglo, fuerza a los niños a acudir o a los colegios públicos o a las escuelas privadas oficialmente aprobadas por el Estado.20 Las leyes —supuestamente humanitarias— sobre el trabajo infantil han impedido por sistema, y con el empleo de la fuerza, la entrada de los niños en el mercado laboral, privilegiando de este modo a sus competidores adultos. Dado que las leyes prohiben que los niños trabajen y se ganen la vida y les fuerzan a asistir a centros escolares que con frecuencia no les gustan o que no se adaptan a su situación, muchos adolescentes se convierten a menudo en «holgazanes», acusación utilizada por el Estado para acorralarlos en instituciones penales llamadas «reformatorios», donde están de hecho encarcelados por acciones u omisiones que nunca se consideran delictivas cuando son cometidas por adultos.

Según algunas estimaciones, entre el 25 y el 50 por ciento de los «delincuentes juveniles» ordinariamente encarcelados por el Estado lo han sido por la comisión de hechos que no tienen el carácter de delito si los realizan personas mayores (es decir, que no son agresiones contra las personas o los bienes).21 Los «delitos» de estos jóvenes se reducen a ejercer su libertad de una manera que desagrada a los paniaguados estatales: darse a la holganza, ser «incorregibles», escaparse de casa. Cuanto al sexo, se encarcela a las muchachas más por conducta «inmoral» que por actos verdaderamente delictivos. El porcentaje de estas jóvenes encarceladas por inmoralidad (relaciones sexuales «inestables») más que por auténticos delitos oscila desde el 50 hasta más del 80 por ciento.22

A partir de la decisión del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de 1967, en el caso Gault, se les concede a los acusados juveniles, al menos en teoría, los mismos derechos elementales que a los adultos (especificación de los cargos, derecho a un abogado, derecho de repregunta). Pero estos derechos se garantizan solamente cuando se les acusa de haber cometido um delito. Como escribe Beatrice Levidow, la decisión del caso Gault y otras parecidas

no tienen aplicación en las vistas judiciales salvo cuando el delito de que se acusa al joven constituye una violación del código penal si hubiera sido cometido por un adulto. Por tanto, las garantías de los casos Kent, Gault y Winship no protegen debidamente los derechos procesales de los jóvenes que dependen de otros, están abandonados, necesitados de supervisión, son vagabundos, se han escapado de casa o realizan actos que sólo son delitos cuando son realizados por menores, como fumar, beber alcohol, volver tarde a casa, etc.23

El resultado es que, de ordinario, los jóvenes se ven privados de los derechos procesales normales de los adultos, entre otros el derecho a la fianza, a la transcripción, el de apelación, el de jurado, el peso de la prueba durante el juicio y la ilegalidad de las pruebas basadas sólo en rumores. Como ha escrito Roscoe Pound, «los poderes secretos y arbitrarios del Consejo Privado inglés eran una niñería comparados con los de los tribunales tutelares de menores…» Hay jueces que, de vez en cuando, se permiten una corrosiva crítica a este sistema.

Uno de ellos, Michael Musmanno, afirmaba, a propósito de un caso en Pensilvania, en 1954:

Algunas garantías constitucionales y legales, como la exención de autoacusación, la nulidad de testimonios de terceros basados en rumores, la interdicción ex parte y de informaciones secretas, todo ello, tan celosamente respetado en las sentencias judiciales desde Alabama hasta Wyoming, es rechazado en Pensilvania cuando la persona que comparece ante el tribunal es un menor o una muchacha.24

A todo esto se suma que los códigos sobre la delincuencia juvenil están tachonados de expresiones ambiguas, que permiten llevar ante los tribunales y condenar casi sin limitaciones las más diversas formas de «inmoralidad»: «ausencia habitual del hogar», «depravación moral», «peligro de convertirse en un depravado moral», «conducta inmoral», e incluso la compañía de personas de «carácter inmoral».25

Se ha empleado, además, la tiranía de algunas condenas imprecisas (véase supra nuestro capítulo sobre los castigos) en contra de los menores, de tal modo que se les aplican castigos más prolongados que los dictados contra adultos por los mismos delitos. La normativa de la actual aplicación de la justicia a los menores consiste en imponerles un castigo que puede retenerlos en reclusión hasta que alcancen la mayoría de edad. Además, en algunos Estados, en estos últimos años se ha complicado aún más esta deplorable situación al dividir a los adolescentes en dos categorías: la de los auténticos «delincuentes» y la de los menores «inmorales», a los que se define como «personas necesitadas de vigilancia». En virtud de esta clasificación, recaen sobre los pertenecientes a la segunda categoría condenas más largas que sobre los de la primera. En un reciente estudio, Paul Lerman escribe:

La banda de la detención institucional oscilaba de dos a veintiocho meses para los delincuentes y de cuatro a cuarenta y ocho para los menores «necesitados de vigilancia». El promedio era de nueve meses para los primeros y de trece para los segundos; la duración media de la detención era de 10,7 meses en el caso de los delincuentes y de 16,3 en el de los necesitados de vigilancia…

Los resultados de la duración de la permanencia no incluyen los periodos de arresto, es decir, la etapa o tramo del tratamiento correccional anterior al traslado a una institución. Los análisis de las cifras de las recientes detenciones indican, para los cinco distritos de la ciudad de Nueva York, las siguientes pautas: 1) los chicos y chicas necesitados de vigilancia tienen mayores probabilidades de ser arrestados que los delincuentes (54 por ciento frente a 31 por ciento); y 2) cuando son detenidos, los necesitados de vigilancia menores de edad cuentan con el doble de probabilidades de ser arrestados por más de 30 días que los delincuentes habituales (50 por ciento frente a 25).26

Una vez más, las condenas por «ofensas a la moral» recaen principalmente sobre las muchachas. Un estudio reciente sobre Hawaii señala que las muchachas acusadas de abandono del hogar pasan de ordinario dos semanas de detención preventiva, mientras que los chicos acusados del mismo delito salen libres al cabo de unos pocos días; y que cerca del 70 por ciento de las muchachas detenidas en una escuela estatal lo fueron por ofensas a la moral, mientras que el porcentaje de los muchachos encarcelados por este motivo descendía al 13 por ciento.27

El actual punto de vista judicial, que considera a los menores como virtualmente carentes de derechos, ha sido mordazmente analizado por Abe Fortas, juez del Tribunal Supremo de Justicia, en su decisión en el caso Gault:

Debería abandonarse la idea del delito y el castigo. Al niño se le debería «tratar» y «rehabilitar», y los procedimientos, desde la detención hasta el ingreso en un asilo, deberían ser más «clínicos» que punitivos.

Estos resultados deberían conseguirse sin fallos conceptuales o constitucionales, ya que se insistía en que el procedimiento no era hostil, pues el Estado actuaba en calidad de parens patriae (el Estado como padre). Esta expresión latina proporcionaba una magnífica coartada a quienes intentaban dar una explicación racional de por qué los menores quedaban excluidos del esquema constitucional, pero su significado es oscuro y sus credenciales históricas de dudosa aplicabilidad…

El derecho del Estado —en cuanto parens patriae— a negar a los niños los derechos procesales de que disfrutan los adultos fue razonado y explicado recurriendo a la afirmación de que el niño, a diferencia del adulto, tiene derecho «no a la libertad, sino a la tutela»… Si los padres no aciertan a cumplir con eficacia sus funciones tutelares —esto es, si el niño se convierte en «delincuente»— puede intervenir el Estado. Y, al hacerlo, no priva al niño de ningún derecho, porque no los tiene. Lo que hace es proporcionarle aquella «tutela» de que había sido desposeído. A partir de aquí, los procesos en que había menores implicados se describían como «civiles», no como «penales», y no estaban sujetos, por ende, a las exigencias que restringen los poderes del Estado cuando intenta privar de libertad a una persona.28

Añadamos que la circunstancia de que a una acción se la califique de «civil» o de «custodia» no convierte en más placentera la prisión, mi en más agradable la reclusión de la víctima del «tratamiento» o «rehabilitación».

El criminólogo Frederick Howlett ha criticado en términos cortantes el sistema de los tribunales de menores y lo ha situado en un contexto ampliamente libertario. Escribe sobre

…la negación de ciertos derechos individuales básicos —el derecho a asociarse con quien se quiera o a emprender voluntariamente acciones que no dañan nadie, sino sólo a quien las realiza. El borracho que atasca nuestros tribunales tiene derecho a emborracharse; la… prostituta y su cliente no tienen por qué dar cuentas a la ley de un acto que es fruto de su personal decisión. El niño que se comporta mal tiene el derecho fundamental a ser niño y si ha realizado una acción que no sería delictiva cometida por un adulto, ¿por qué se le quiere llevar ante un tribunal…? Antes de precipitarse a tratar de «ayudar» a una persona fuera del sistema judicial, ¿no debería la comunidad considerar primero la alternativa de hacerlo o no hacerlo? ¿No debe reconocer que los niños tienen, en cuanto personas, el derecho a no ser tratados ni interferidos por una autoridad exterior?29

Hay una defensa judicial particularmente elocuente de los derechos de los niños en una sentencia de Illinois, de 1870, algunos años antes de la moderna declaración del despotismo estatal en los tribunales tutelares de menores puesta en marcha en el inicio del periodo del Siglo del Progreso. En la sentencia del caso People ex rel. O’Connel v. Turner, el juez Thornton declaraba:

… El principio de absorción del niño y de su completa sujeción al Estado es totalmente inadmisible en el moderno mundo civilizado…

Estas leyes se preocupan de la «custodia» del niño; dirigen sus «obligaciones» y sólo una «cédula de libertad condicional», dependiente de la discrecionalidad incontrolada de una junta de tutores, permite al muchacho encarcelado respirar el aire puro del cielo fuera de los muros de su prisión y sentir los impulsos de la raza humana en contacto con el mundo lleno de animación… El confinamiento puede abarcar de uno a quince años, según la edad del menor. No es la clemencia del Ejecutivo la que puede abrir las puertas de la prisión, porque no se ha cometido ningún delito. El requisito del habeas corpus, pensado como garantía de la libertad, no proporciona ningún alivio, porque el poder soberano del Estado, en cuanto parens patriae, ha decretado el encarcelamiento irrevocable. Tal restricción a la libertad natural es tiranía y opresión. Y si los niños del Estado son condenados, sin haber cometido ningún delito, sin haber incurrido en ninguna ofensa o agravio, simplemente por el «bien de la sociedad», entonces es mejor que la sociedad se reduzca a sus elementos originales y que el gobierno libre reconozca su fracaso…

La incapacidad de los menores no debe convertirlos en esclavos o delincuentes… ¿Podemos declarar a los menores culpables de sus delitos, responsables de sus agravios, imponerles pesadas cargas y privarles al mismo tiempo de su libertad sin cargos, sin haber sido condenados por sus acciones? [El Bill of Rights de Illinois, siguiendo la Declaración de Derechos de Virginia y la Declaración de Independencia, establece que] «todos los hombres son, por su naturaleza, libres e independientes y poseen ciertos derechos inherentes e inalienables, entre ellos el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad». Este lenguaje no es restrictivo; es tolerante y comprensivo y expresa una gran verdad, que «todos los hombres», todas las gentes y todas y cada una de las personas tienen el inherente e inalienable derecho a la libertad. ¿Tendremos que decir a los hijos del Estado «vosotros no disfrutáis de este derecho, un derecho que es independiente de todas las leyes y regulaciones humanas?…» Ni siquiera los criminales pueden ser condenados ni encarcelados sin el debido proceso legal…30


Notas

1 John Locke destaca a este propósito: «Confieso que los niños no nacen en esta plena situación de igualdad (de derecho a su libertad natural), pero que nacen para ella. Sus padres tienen una especie de autoridad y jurisdicción sobre ellos cuando vienen al mundo y durante un cierto periodo posterior, pero es siempre temporal. Las fronteras de esta sujeción son como los pañales con que se les faja y se les protege en su desvalida infancia. A medida que crece la edad y la razón, se van aflojando, hasta que al cabo se les desecha del todo y dejan que el hombre disponga totalmente de sí mismo.» Locke, Two Treatises of Government, p. 322.

2 No abordamos aquí el tema de la moralidad del aborto (que puede ser moral o inmoral por otras razones), sino el de su legalidad, esto es, el derecho absoluto de la madre a abortar. Lo que en este libro intentamos razonar son los derechos de los ciudadanos a hacer o dejar de hacer determinadas cosas, no si deben o no deben ejercerestos derechos. Lo que aquí se pretende demostrar es que todas las personas tienen derecho a comprar coca-cola a quien la venda voluntariamente, no que haya que hacer, o dejar de hacer, dicha compra.

3 Judith Jarvis Thomson, «A Defense of Abortion», Philosophy and Public Affairs (otoño de 1971), pp. 55-56.

4 Para la distinción entre eutanasia activa y pasiva, véase Foot, Virtues and Vices, pp. 50 ss.

5 Cf. el punto de vista del teórico anarquista individualista Benjamin R. Tucker: «Bajo una igual libertad, cuando [el menor] desarrolla la individualidad y la independencia, adquiere el derecho a la inmunidad frente a ataques e invasiones, y esto es todo. Si sus padres se niegan a mantenerle, no puede traspasar esta obligación a ningún otro.» Benjamin R. Tucker, Instead of a Book (Nueva York: B. R. Tucker, 1893), p. 144.

6 El programa original de la Euthanasia Society of America incluía el derecho de los padres a permitir la muerte de bebés con monstruosas deformidades. Fue práctica común y cada vez más difundida entre las comadronas dejar que estos niños murieran simplememente no realizando los actos positivos necesarios para mantenerlos con vida. Véase John A. Robertson, «Involuntary Euthanasia of Detective Newborns: A Legal Analysis», enStanford Law Review (enero de 1975), pp. 214-215.

7 Los razonamientos de este párrafo y de los siguientes toman muchas ideas de Williamson M. Evers, «Political Theory and the Legal Rights of Children» (manuscrito inédito), pp. 13-17.

Véase también Evers, «The Law of Omissions and Neglect of Children», The Journal of Libertarian Studies, 2 (invierno de 1978), pp. 1-10.

s Evers, «Political Theory», p. 17.

9 Evers, «Political Theory», p. 16.

10 Evers, «Political Theory», pp. 16-17.

11 Evers, «Political Theory», pp. 15-16.

12 Hoy día es posible hacer estas «transferencias independientes» de un progenitor a otras personas, pero siempre con aprobación judicial y, además, las instancias oficiales las desaconsejan. Así, por ejemplo, enPetitions of Goldman, el Tribunal Supremo de Massachusetts negó a un matrimonio judío el permiso para adoptar dos niños nacidos de padres católicos, incluso aunque éstos estaban de acuerdo en la adopción. El motivo de la negativa era que las regulaciones estatales prohiben las adopciones entre diferentes confesiones o religiones. Véase Lawrence List, «A Child and a Wall: A Study of ‘Religious Protection’ Laws», Buffalo Law Review (1963-1964), p. 29; citado en Evers, «Political Theory», pp. 17-18.

13 Hace algunos años, las autoridades neoyorquinas anunciaron a bombo y platillo que habían desarticulado una red de «tráfico ilegal de niños». Los importaban, por un determinado precio, desde Grecia, algunos comerciantes emprendedores, que los vendían a impacientes padres en Nueva York. Nadie pareció advertir que todos cuantos participaban en este supuestamente bárbaro tráfico salían beneficiados: los padres griegos, sumidos en la pobreza, ganaban dinero, además de la satisfacción de saber que sus hijos crecerían en hogares mucho más prósperos; los nuevos padres que veían colmados sus ardientes deseos de tener niños; y los niños, que eran trasladados a entornos mucho más afortunados. También los comerciantes obtenían provecho, en su calidad de intermediarios. Todos ganaban. ¿Quién perdía?

14 Me apoyo, para la descripción de la situación actual del Tribunal tutelar de menores y de su confrontación con el modelo libertario en Evers, «Political Theory», passim.

15 En la sentencia Hewlett v. Ragsdale, del Tribunal de Mississippi, de 1891, se garantizaba la inmunidad de los padres. Con todo, recientemente los tribunales están concediendo a los menores la plenitud de sus derechos para presentar demandas por lesiones. Véase Lawrence S. Alien «Parent and Child —Tort Liability of Parent to Unemancipated Child», Case Western Reserve Law Review (noviembre de 1967), p. 139; Dennis L. Bekemeyer, «A Child’s Rights Against His Parent: Evolution of the Parental Immunity Doctrine», University of Illinois Law Forum (invierno de 1967), pp. 806-807; Kenneth D. McCloskey, «Parental Liability to a Minor Child for Injuries Caused by Excessive Punishment», Hastings Law Journal (febrero de 1960), pp. 335-340.

16 Véase el informe sobre el condado de Cook en Patrick T. Murphy, Our Kindly Parent the State (Nueva York: Viking Press, 1974), pp. 153-154.

17 Cotéjese con el dictum de Sanford Katz, destacado especialista en el tema de «abusos de los niños»: «El abandono de los niños define una conducta de los padres normalmente entendida en el sentido de la actitud pasiva que se produce como resultado de no satisfacer las necesidades de los niños tal como las determinan los valores más respetados de una comunidad.» Sanford Katz, When Parents Fail (Boston: Beacon Press, 1971), p. 22. Para las disputas matrimoniales, cf. Michael F. Sullivan, «Child Neglect: The Environmental Aspects»,Ohio State Law Journal (1968), pp. 89-90,152-153.

18 Sullivan, «Child Neglect», p. 90.

19 Citado en Richard S. Levine, «Caveat Parens: A Demystification of the Child Protection System»,University of Pittsburgh Law Review (otoño de 1973), p. 32. Es todavía más estrafalario, y con implicaciones totalitarias, el concepto, a menudo propuesto, del «derecho del niño a ser deseado». Aparte la imposibilidad de recurrir a la violencia para imponer a alguien una emoción o un sentimiento, semejante criterio otorgaría a terceras partes externas, en la práctica al Estado, el poder de determinar cuándo existe este «deseo» y a arrebatar a los niños de las manos de los padres incapaces de cumplir tan gaseoso requisito. En consecuencia, Hillary Rodham, del Children’s Defense Fund, lo ha puesto en duda: «¿Cómo poder definir y hacer cumplir el ‘derecho a ser deseado’?… Las pautas de aplicación, necesariamente indeterminadas e imprecisas, reproducen los riesgos de la legislación actual y exigen que el Estado haga valoraciones ampliamente discrecionales sobre la calidad de la vida de un niño.» Hillary Rodham, «Children under the Law», Harvard Educational Review (1973), p. 496.

20 Acerca de la escolarización obligatoria en Estados Unidos, véase William F. Rickenbacker, ed., The Twelve-Year-Sentence (LaSalle, III.: Open Court, 1974). 21 Véase William H. Sheridan, «Juveniles Who Commit Noncriminal Acts: Why Treat in a Correctional System?», Federal Probation (marzo de 1967), p. 27.

También Murphy, Our Kindly Parent, p. 104.

22 Puede verse, además de Sheridan, «Juveniles Who Commit….», p. 27, Paul Lerman, «Child Convicts»,Trans-action (julio-agosto de 1971), p. 35; Meda Chesney-Lind, «Juvenile Delinquency: The Sexualization of Female Crime», Psychology Today (julio de 1974), p. 45; Colonel F. Betz, «Minor’s Rights to Consent to an Abortion», Santa Clara Lawyer (Primavera de 1971), pp. 469-478; Ellen M. McNamara, «The Minor’s Right to Abortion and the Requirement of Parental Consent», Virginia Law Review (febrero de 1974), pp. 305-312; Sol Rubin, «Children as Victims of Institutionalization», Child Welfare (enero de 1972), p. 9.

23 Beatrice Levidow, «Overdue Process for Juveniles: For the Retroactive Restoration of Constitutional Rights», Howard Law Journal (1972), p. 413.

24 Citado en J. Douglas Irmen, «Children’s Liberation —Reforming Juvenile Justice», University ofKansas Law Review (1972-73), pp. 181-183. También Mark J. Green, «The Law of the Youngh», dir. por B. Wasserstein y M. Green, With Justicefor Some (Boston: Beacon Press, 1970), p. 33; Sanford J. Fox, Cases and Material on Modern Juvenile Justice (St. Paul, Minn.: West, 1972), p. 68.

25 Véase la opinión divergente del juez Cadena en el caso de Texas, en 1969, E. S. G. v. State, en Fox, Cases and Material on modern Juvenile Justice, pp. 296-298. También Lawrence J. Wolk, «Juvenile Court Statutes — Are They Void Vagueness?», New York University Review of Law and Social Change (invierno de 1974), p. 53; Irmen, «Children’s Liberation», pp. 181-183; Lawrence R. Sidman, «The Massachusetts Stubborn Child Law: Law and Order in the Home», Family Law Quarterly (primavera de 1972), pp. 40-45.

26 Lerman, «Child Convicts», p. 38. También Nora Klapmuts, «Children’s Rights: The Legal Rights of Minors in Conflict with Law or Social Custom», Crime and Delinqnency Literature (septiembre de 1972), p. 471.

27 Meda Chesney-Lind, «Juvenile Delinquency», p. 46.

28 Fox, Cases and Material on Modern Juvenile Justice, p. 14.

29 Frederick W. Howlett, «Is the YSB All it’s Cracked Up to Be?», Crime and Delinquency (octubre de 1973), pp. 489-491. En su excelente libro The Child Savers, Anthony Platt destaca que el origen del sistema escolar de los tribunales tutelares de menores en el periodo progresista de inicios del siglo XX fue específicamente diseñado para implantar una «reforma» despótica de la «inmoralidad» de los niños de la nación a escala masiva. Así, Platt escribe que «los salvadores de niños se mostraron mucho más activos y alcanzaron mayor éxito en la tarea de ampliar el control del Gobierno a un extenso abanico de actividades juveniles que antes habían sido ignoradas y abordadas de manera informal… Los salvadores de niños eran prohibicionistas en el sentido general de que creían que el progreso social depende de la aplicación eficaz de la ley, de la estricta supervisión de los ocios y esparcimientos infantiles y de la regulación de las diversiones ilícitas. Sus esfuerzos se dirigían a rescatar a los menores de centros y situaciones (teatros, bailes, bares, etc.) que constituían una amenaza para su independencia. Este movimiento de salvación de la infancia abordó, pues, el tema de la protección infantil con el propósito de cuestionar toda una variedad de instituciones ‘pervertidas’: en definitiva, sólo se podía proteger a los menores contra el sexo y el alcohol cerrando los prostíbulos y los bares.» Anthony M. Platt, The Child Savers (Chicago: University of Chicago Press, 1961), pp. 99-100. Cf. también ibidem, pp. 54, 67-68, 140. Para otras denominaciones anteriores, equivalentes a «salvación de los niños», parens patriae y encarcelamiento de menores por abandono del hogar sin permiso, véase J. Lawrence Schultz, «The Cycle of Juvenile Court History», Crime and Delinqnency (octubre de 1973), Katz, When Parents Fail, p. 188.

30 55 III. 280 (1870), reimpreso en Robert H. Bremner, ed., Children and Youth in America (Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1970-74), II, 485-487. La decisión de O’Connell irritó, obviamente, a los «salvadores de niños». El eminente reformista social e infantil de Illinois, Frederick Wines, llegó a calificarla de «positivamente ofensiva… basada en una enfermiza sensibilidad sobre el tema de la libertad personal…». Véase Platt, Child Savers, p. 106.


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