[Capítulo XII del libro La Ética de la Libertad]
Si todas las personas tienen derecho absoluto a sus propiedades legítimamente adquiridas, se sigue que lo tienen también a conservarlas, esto es, a defenderlas, incluso mediante el recurso a la fuerza, contra invasiones violentas. Los pacifistas absolutos que —como Robert LeFevre— afirman creer en los derechos de propiedad se ven atrapados en una insalvable contradicción interna: si, en efecto, un hombre tiene propiedades, pero se le niega el derecho a defenderlas contra los ataques, es patente que se le está privando de un aspecto realmente importante de la propiedad. Afirmar que alguien tiene derecho absoluto sobre una determinada propiedad, pero no el derecho a defenderla contra ataques o invasiones, equivale a confesar que no tiene aquel derecho total que en un primer momento se le concedía.
Además, si a todos los individuos les asiste el derecho a defender su persona y sus propiedades contra los ataques, gozan también, por pura lógica, del derecho a contratar o aceptar la ayuda de otros para hacer efectiva esta defensa: pueden emplear o contratar los servicios de defensores del mismo modo que emplean o contratan los servicios voluntarios de los jardineros que cuidan de su césped.
¿Hasta dónde alcanza el derecho de un hombre a defenderse a sí mismo y sus propiedades? La respuesta básica debe ser: hasta el punto límite en que sus acciones defensivas comienzan a incidir en los derechos de propiedad de terceros. Sobrepasado este límite, su «defensa» constituiría una agresión delictiva de la justa propiedad de otros, que éstos podrían, a su vez, defender contra el invasor.
De donde se sigue que sólo puede emplearse la violencia defensiva contra una invasión actual o inminente de la propiedad de un individuo. No puede recurrirse a ella contra cualquier tipo de «daño» no violento que puedan sobrevenirles a las rentas o los valores de propiedad de que dispone una persona. Supongamos, por ejemplo, que A, B, C, D, etc., deciden, por la razón que sea, boicotear las ventas de los productos de la tienda o la fábrica de López. Para ello, montan piquetes, distribuyen folletos y pronuncian discursos —pero todo ello con fórmulas y maneras no agresivas— invitando a todo el mundo a sumarse al boicot. Esta actitud puede acarrearle elevadas pérdidas a López. Tal vez a los boicoteadores les guían motivos fútiles e incluso inmorales. Aun así, sigue en pie el hecho de que actúan en el pleno ejercicio de sus derechos, y si López intenta recurrir a la violencia para poner fin a sus actividades se convierte en invasor ilegítimo de sus propiedades.
Vemos, pues, que la violencia defensiva debe circunscribirse a la resistencia a acciones que invaden la propia persona o las propiedades. Esta invasión puede incluir dos corolarios relacionados con una invasión física real: la intimidación, o amenaza directa de violencia física, y el fraude, que implica la apropiación de la propiedad de alguien sin su consentimiento y significa, por tanto, un «robo encubierto».
Supongamos que usted va caminando por la calle, se le acerca alguien, le apunta con una pistola y le exige la cartera. Es muy probable que, en este encuentro, no se produzcan daños físicos, pero lo que es de todo punto indudable es que este sujeto le ha sacado su dinero basándose en la amenaza clara y directa de que dispararácontra usted si no cumple sus órdenes. Ha recurrido a la amenaza de invasión para conseguir que usted le obedezca. Y esto equivale a una invasión de hecho.
Importa, de todos modos, insistir en que la amenaza de invasión ha de ser palpable, inmediata y directa; en suma, que se halle ya incluida en el inicio de una acción abierta. Los criterios remotos e indirectos —cualquier tipo de «riesgo» o de «amenaza»— son simple excusa para que los supuestos «defensores» de invasiones «preventivas» se pongan en marcha contra la presunta «amenaza». Uno de los principales argumentos aducidos para prohibir el alcohol en los años 1920 era que el consumo de estas bebidas fomenta la tendencia (inespecificada) de la gente a la comisión de hechos delictivos; por tanto, se entendía que la prohibición era una acción «defensiva» para proteger la vida y los bienes de los ciudadanos. La verdad es que se trataba de una ley que invadía brutalmente los derechos de las personas y de las propiedades, en este caso concreto el derecho a comprar, vender y consumir bebidas alcohólicas. También podría sostenerse, siguiendo esta argumentación, que a) la falta de vitaminas hace que la gente sea más irritable, b) de donde se sigue un probable aumento de los delitos y que, por consiguiente, c) habría que obligar a todos los ciudadanos a consumir diariamente una ración vitamínica. Si se aducen «amenazas» en realidad imprecisas y futuras —es decir, ni patentes ni inmediatas— contra las personas y sus bienes, todas las especies de tiranía encontrarían justificación. La única manera de protegerse frente al despotismo es atenerse al criterio de que la invasión que se percibe ha de ser clara, inmediata y abierta. En los inevitables casos de situaciones borrosas o confusas, tenemos que hacer todo lo posible para comprobar si la amenaza de invasión es directa e inmediata y permite, por tanto, que los ciudadanos adopten las medidas preventivas pertinentes. Resumiendo, recae sobre la persona que recurre a la violencia defensiva la carga de la prueba de que se ha iniciado ya contra él una invasión real.
El fraude como robo encubierto tiene su origen en el derecho al libre contrato, que se deriva a su vez de los derechos inherentes a la propiedad privada. Supongamos que Pérez y López acuerdan llevar a cabo un intercambio contractual de títulos de propiedad: Pérez deberá pagar 1.000 dólares a López por su coche. Si se apodera del coche de López, pero se niega a entregar los 1.000 dólares, roba, evidentemente, esta suma. Es un agresor contra estos 1.000 dólares que, en realidad, pertenecen a López. Negarse a cumplir un contrato como el descrito es tanto como robar, como apropiarse físicamente de la propiedad de otro y de una manera tan absoluta y plenamente «violenta» como puede ser la irrupción ilegal o el allanamiento de morada, sin empleo de armas.
También la adulteración fraudulenta es robo encubierto. Si Pérez entrega los 1.000 dólares pero no recibe de López el coche convenido, sino otro más viejo y destartalado, nos hallamos ante un robo oculto: una vez más, una persona se ha hecho, mediante contrato, con los títulos de propiedad de otra, pero sin entregar por su parte los títulos de propiedad convenidos.1
Debemos, de todas formas, evitar caer en la trampa de afirmar que todos los contratos —cualquiera que sea su naturaleza— deben ser ejecutables (es decir, que puede recurrirse al empleo de la violencia para obligar a cumplirlos). La única razón que hace que los contratos antes mencionados sean ejecutables es que su quebrantamiento implica un robo encubierto de propiedad. Pero aquellos otros que no implican tal robo no son forzosamente ejecutables en una sociedad libertaria.2 Supongamos que A y B llegan a un acuerdo, a un «contrato», para casarse al cabo de seis meses, y que A promete dar a B, durante este plazo de tiempo, una cierta suma de dinero. Si A rompe el acuerdo, puede tal vez ser moralmente reprensible; pero no ha llevado a cabo ningún robo encubierto de propiedades de B y, por consiguiente, no se puede recurrir a la violencia para obligarle a cumplir lo acordado. Hacer esto sería exactamente una invasión delictiva de los derechos de A, del mismo modo que lo sería si, en uno de los ejem-
plos antes expuestos, López recurriera a métodos violentos contra los hombres que boicotean su tienda. Las simples promesas no son auténticos contratos ejecutables, del mismo modo que su incumplimiento no implica invasión de la propiedad o robo encubierto.
Los contratos sobre deudas son ejecutables no porque haya en ellos una promesa implícita, sino porque alguien se apodera de la propiedad del acreedor sin su consentimiento —es decir, le roba— si no le paga la deuda convenida. Si Moreno le presta a Rojo 1.000 dólares durante un año, a condición de que, pasado este tiempo, le devuelva 1.100 dólares, pero Rojo no lo hace, la irrefutable conclusión es que éste último se ha apoderado de 1.100 dólares propiedad de Moreno que ahora se niega a devolver y que, por tanto, le ha robado. Debería aplicarse a todos los contratos este modo legal de tratar las deudas, es decir, habría que entenderlos en el sentido de que el acreedor retiene la propiedad de lo debido.
Así, pues, no es misión de la ley —o, por mejor decir, de las normas y los instrumentos en virtud de los cuales se defienden, mediante el uso de métodos violentos, la vida y los bienes de las personas— hacer que los ciudadanos actúen éticamente cuando recurren a la violencia legal. Ni su función consiste tampoco en conseguir que sean fieles y cumplan sus promesas. La función de la violencia legal es defender a las personas y sus propiedades de los ataques violentos, de las vejaciones, agravios y apropiaciones de sus propiedades sin su consentimiento. Ir más lejos y afirmar, por ejemplo, que las promesas son ejecutables, es convertir a los contratos en injustificado fetiche, olvidando por qué algunos de ellos son verdaderamente ejecutables: porque se actúa en defensa de los justos derechos de propiedad.
La defensa mediante métodos violentos debe, pues, circunscribirse a los casos de invasión violenta, ya sea real, implícita o bajo amenaza patente y directa. Pero una vez ya asentado este principio, ¿hasta dónde debe alcanzar este derecho a la legítima defensa mediante la violencia? Por un lado, sería grotesco y absolutamente delictivo disparar contra un hombre que camina por la otra acera porque su hosca mirada parece preludiar un ataque. El peligro tiene que ser inmediato y evidente, podríamos decir que «claro y presente», un criterio que, correctamente aplicado, no significa que se restringe la libertad de expresión (una restricción nunca tolerable, si consideramos esta libertad como un apartado de los derechos de la persona y de la propiedad), sino el derecho a recurrir a acciones coactivas contra un invasor supuestamente inminente.3
Podemos preguntarnos, en segundo lugar: ¿debemos seguir hasta sus últimas consecuencias a los libertarios que afirman que a un tendero le asiste el derecho a matar a un muchacho en castigo por haberse apoderado de un chicle? Lo que podríamos calificar de posición «maximalista» argumenta como sigue: al robar el chicle, ese golfillo se ha puesto fuera de la ley. Con su acción demuestra que no siente ningún respeto por la correcta teoría de los derechos de propiedad. Por tanto, pierde todos sus derechos, y el tendero actúa dentro de los suyos al matar, en represalia, al ladronzuelo.4
A mi entender, semejante punto de vista adolece de una grotesca falta del sentido de la proporción. Al concentrarse exclusivamente en los derechos del tendero sobre su chicle, ignora por entero otro derecho de propiedad de muy alto valor: todos los seres humanos —incluidos los pilluelos— tienen derecho a la propiedad de sí mismos. ¿En qué argumentos nos apoyamos para decretar que la minúscula invasión de la propiedad de otro acarrea la pérdida total de la propiedad de sí mismo? Propongo otra norma fundamental respecto a los delitos: el delincuente o invasor pierde el derecho sobre sí mismo en la medida o la cuantía en que priva a otro ser humano de los suyos. Si un hombre arrebata a otro una parte de su autoposesión o del ámbito de sus propiedades físicas, pierde, hasta ese mismo límite, los derechos sobre sí mismo.5 De este principio se deriva inmediatamente la teoría de la proporcionalidad del castigo, perfectamente resumida en el viejo adagio: «Cada pena según el delito».6
En conclusión, el tendero que dispara contra el alocado bribonzuelo no respeta las normas de proporcionalidad por la pérdida de su derecho cuando hiere o mata al delincuente; y esta falta de proporción es, en sí misma, una invasión de los derechos de propiedad que el ladronzuelo del chicle tiene sobre su persona. De hecho, el tendero de nuestro caso ha cometido un delito mucho mayor que el del ladrón: herir o matar a su víctima constituye una invasión de los derechos de otro mucho más grave que el robo en una tienda.
Nuestra siguiente pregunta reza: «¿Es ilegal la incitación al motín?» Supongamos que Rojo grita a la marinería: «¡Adelante! ¡Incendiad! ¡Saquead! ¡Matad!» Y que la turba le obedece y actúa así, pero sin que Rojo participe activamente en las tropelías. Dado que todas las personas son libres para aceptar o rechazar el curso que quieren dar a sus acciones, no podemos afirmar que Rojo determinó de alguna manera al tropel de marineros para que llevaran a cabo sus criminales actos. No podemos hacerle responsable total, a causa de sus incitaciones, de los crímenes de la muchedumbre. La «incitación al motín» es el puro ejercicio del derecho del hombre a hablar, sin verse por ello envuelto en el delito. Pero, por otro lado, es evidente que si Rojo hubiera estado implicado en un plan o una conspiración con otros para perpetrar determinados crímenes y que luego se hubiera dirigido a los demás incitándoles a ejecutarlos, sería tan responsable como los propios ejecutores, o más aún, si fue el cerebro que dirigió a la cuadrilla de delincuentes. Esta distinción, aparentemente muy sutil, es muy clara en la práctica: existe una diferencia abismal entre el jefe de un grupo criminal y el orador callejero durante un motín. En sentido estricto, al primero se le puede acusar de algo más que la simple «incitación».
De nuestro análisis del tema de la defensa se desprende con meridiana claridad el derecho de todas las personas a poseer armas, ya sea para su autodefensa o para cualquier otro propósito lícito. Los crímenes no se cometen por portar armas, sino por usarlas para amenazar a otros o para invadir sus derechos. Es curioso, dicho sea de paso, que las leyes hayan prohibido especialmente las armas ocultas, cuando son precisamente las patentes e indisimuladas las que más se prestan a ser usadas para intimidar.
En todo delito, en toda invasión de derechos, desde la más leve infracción en un contrato hasta el asesinato, están siempre implicadas dos partes (o series de partes): la víctima, demandante o parte acusadora y el delincuente, demandado o parte acusada. La finalidad de todo proceso judicial es descubrir —del mejor modo posible— quién es, o no es, el culpable en el caso juzgado. De ordinario, las reglas procesales contribuyen a determinar, con medios de general aceptación, quién ha sido el autor del delito. Pero los libertarios objetan un fundamental caveat a estos procedimientos. Nunca se puede recurrir a la violencia contra quienes no son delincuentes, porque equivaldría a invadir los derechos de personas inocentes, lo que sería en sí mismo delictivo y no permisible. Tomemos el ejemplo de la policía que propina palizas y tortura a los sospechosos o que practica escuchas clandestinas. Los individuos sometidos a estas prácticas son invariablemente calificados por los conservadores de «delincuentes potenciales». Pero la cuestión decisiva es que no sabemos si son delincuentes o no, y hasta que no sean convictos y confesos debemos asumir que no lo son y que gozan de todos los derechos de los inocentes. Según un conocido principio, «toda persona es inocente mientras no se demuestre lo contrario». (La única excepción sería la de la víctima que se acoge a la autodefensa in situ contra un agresor, puesto que sabe que el delincuente está invadiendo su casa.) En el caso de los «delincuentes potenciales» es preciso cerciorarse de que la policía no invade los derechos de autopropiedad de presuntos inocentes de quienes se sospecha que han cometido un delito. En estas circunstancias, tanto los delincuentes como los policías comedidos dan muestras de ser mucho más genuinos defensores de los derechos de propiedad que los conservadores.
Podemos atenuar estas afirmaciones en un aspecto importante: la policía puede utilizar métodos coactivos siempre que se descubra que el sospechoso es culpable y que serían los policías los acusados de delincuentes si no se prueba la culpabilidad del acusado. En tal caso, se estaría aplicando la norma de no violencia contra no delincuentes. Supongamos, por ejemplo, que la policía golpea y tortura a un sospechoso de asesinato para obtener información (no para obtener una confesión, porque obviamente no sería válida, al haber sido arrancada por la fuerza). Si se descubre que el sospechoso es culpable, debería exonerarse a la policía, porque se ha limitado a administrar al asesino una parte tan sólo de la medicina que él ha propinado con anterioridad, con una pérdida de sus derechos que legitima la acción policial. Pero si el sospechoso no es convicto, entonces ocurre que los policías han golpeado y torturado a un inocente y son ellos los que pasan al banquillo de los acusados. En una palabra, la policía debe ser tratada, en todos los casos, exactamente igual que el resto de los ciudadanos. En un mundo libertario, todas las personas gozan de la misma libertad y de los mismos derechos bajo la ley libertaria. No se conceden inmunidades especiales ni especiales licencias para la comisión de delitos. Esto significa que la policía, en una sociedad libertaria, debe tener las mismas oportunidades que todos los demás; si perpetra una agresión contra alguien, este alguien debe haberlo merecido, pues de lo contrario son los policías quienes actúan como delincuentes.
El corolario es que nunca se le debe conceder a la policía permiso para llevar a cabo una invasión que sea más grave, que no guarde proporción con el delito investigado. Nunca, por ejemplo, le será lícito golpear y torturar a alguien por un hurto de menor cuantía, porque los golpes entrañan una violación de los derechos humanos mucho más grave que el robo, incluso en el caso de que el detenido sea el verdadero ladrón.
Debería ser patente que nadie —en el legítimo uso de su derecho de autodefensa— puede obligar a otro a que le ayude. Si lo hiciera, invadiría ilegítimamente los derechos de este tercero. Así, si A comete una agresión contraB, éste no puede obligar a C a que se una a él para defenderle, porque esto supone una violación de los derechos de C. Queda, pues, descartado el servicio militar obligatorio, que esclaviza a las personas y las obliga a combatir bajo las órdenes de otros. Y queda asimismo descartado un hábito ya hondamente incrustado en nuestro sistema legal, a saber, la obligación de acudir como testigo ante los tribunales. A nadie le asiste el derecho a forzar a otros a hablar sobre la materia que sea. Es perfecta la disposición legal que prohibe testificar contra sí mismo o contra familiares directos, pero debería ampliársela para amparar también el derecho a no incriminar a nadie o, con otras palabras, a permanecer en silencio. La libertad para hablar no significa nada si no se incluye su corolario de libertad para callar.
Si no puede utilizarse nunca la violencia frente a inocentes, debe abolirse el actual sistema judicial norteamericano del deber de actuar como jurado. Es, al igual que el servicio militar obligatorio, un cierto tipo de esclavitud. Precisamente porque ser miembro del jurado es un importante servicio, no debe ser desempeñado por siervos resentidos. ¿Cómo puede considerarse «libertaria» una sociedad que se fundamenta en la esclavitud del jurado? En el sistema actual, los tribunales esclavizan a los miembros del jurado, porque les pagan una dieta diaria tan inferior a los precios de mercado que la inevitable escasez de voluntarios para este trabajo debe ser suplida por medios coactivos. El problema muestra notables semejanzas con el reclutamiento militar, ya que las pagas del Ejército están tan por debajo de los salarios del mercado que no se puede conseguir el número de hombres necesarios y es preciso recurrir al servicio obligatorio para llenar el vacío. Que los tribunales paguen a los miembros del jurado sueldos de mercado y no les faltará la oferta suficiente.
Si es inadmisible la obligatoriedad de formar parte del jurado y de prestar testimonio, un orden libertario legal deberá eliminar por entero el concepto de citación judicial. Se puede, por supuesto, requerir la presencia de un testigo. Y este mismo carácter voluntario deberá aplicarse a los demandados, hasta tanto no sean convictos de un delito. En una sociedad libertaria, el demandante notificará al demandado que le acusará de un delito, y que se emprenderá un proceso judicial contra él. Se le invitará simplemente a comparecer, pero no tendrá la obligación de hacerlo. Si prefiere no defenderse, el proceso se llevará a cabo in absentia, lo que implica, por supuesto, una notable reducción de las posibilidades del demandado. Sólo puede imponerse la comparecencia obligatoria contra el acusado después de la condena definitiva. Del mismo modo, un demandado no puede ser enviado a prisión antes de haber sido declarado culpable, a menos que, como en el caso de la coacción policial, el carcelero esté dispuesto a enfrentarse a una acusación por secuestro si se descubre que el acusado es inocente.7
1 Para una explanación de los principios libertarios de la ley de la adulteración, véase Wordsworth Donisthorpe,Law in a Free State (Londres: Macmillan & Co., 1895), pp. 132-158.
2 Más adelante, en el capítulo XIX, sobre «Derechos de propiedad y teoría de los contratos» (pp. 133-148), se ofrece una ampliación de esta tesis.
3 Este requisito recuerda la doctrina escolástica de las acciones de doble efecto. Véase G.E.M. Anscombe, «The Two Kinds of Error in Action», Journal of Philosophy, 60 (1963), pp. 393-401; Foot, Virtues and Vices, pp. 19-25.
4 En virtud de su propios puntos de vista, los socialistas, intervencionistas y utilitaristas tienden a poner en práctica este parecer maximalista. Debo estas ideas al doctor David Gordon.
5 El gran libertario Auberon Herbert subraya aquí: «¿Estoy en lo cierto cuando afirmo que un hombre pierde sus derechos propios (en tanto en cuanto ha cometido una agresión, y en la medida misma de esta agresión) cuando ataca los derechos de otros?… Puede tal vez resultar verdaderamente difícil especificar en términos concretos la cuantía de la agresión y de las restricciones resultantes, pero toda ley justa deberá esforzarse por hacerlo. Castigamos de una manera a quien me causa una herida que me obliga a guardar cama un día, y de otra manera distinta al que me arrebata la vida… Goza de general asentimiento la opinión (que considero correcta) de que el castigo o la compensación deben ser medidos —tanto en lo civil como en lo criminal— de acuerdo con la gravedad de la agresión; con otras palabras, que el agresor —dicho sea en términos aproximativos— pierde tanta libertad cuanta él ha arrebatado a otros.» Auberon Herbert y J.H. Levy, Taxation and Anarchism(Londres: The Personal Rights Association, 1912), p. 38.
6 Hay una ampliación de esta teoría en el capítulo siguiente, «Castigo y proporcionalidad», pp. 85-96.
7 Esta prohibición de emplear medios coactivos contra las personas no declaradas culpables eliminaría de raíz los sangrantes defectos del sistema de fianzas, en el que el juez fija arbitrariamente la cuantía, lo que implica, además, y con independencia de dicho montante, una patente discriminación en perjuicio de los acusados carentes de recursos económicos.
Tomado de Enemigo del Estado, el artículo original se encuentra aquí.