A la porra la granja

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[Este artículo apareció originalmente en American Mercury (Noviembre de 1937)]

Yo era un hombre tímido y delgado. Nunca encajé muy bien en la ciudad. Cuando hablaba con la gente, tendían a alejarse o se dirigían a otro y decían: “Qué tiempo tan bueno, ¿verdad?” No veía en mi trabajo ninguno de los aspectos heroicos que siempre estaban glorificando mis superiores, así que probablemente no era demasiado bueno en eso.

Durante un tiempo me dediqué a la poesía y escribí una preciosidad acerca del canto del zorzal ermitaño, pero todos en la oficina pensaron que era pretenciosa. No me gustaban el ruido, ni el humo, ni el metro, ni las prisas, ni el golf, ni emborracharme las noches de sábado, así que empecé a pensar que algo iba mal.

Fui a un psicoanalista que me dijo que todo me desagradaba demasiado. Por esto sentí desagrado hacia el psicoanalista. Rechacé pagar cinco pavos por este nuevo odio y el psicoanalista acabó odiándome. Así que decidí “romper con todo”: mudarme de la ciudad a la gran tranquilidad del campo y simplificar mi vida. Compré una granja en Nueva Inglaterra y también compré una vaca. Siempre había querido tener una vaca y verla pastando mi hierba mientras yo pasaba el día soñando.

A las cinco en punto de la primera mañana, fui al prado a ordeñar mi vaca entre margaritas y ranúnculas. Las moscas parecían molestarla mucho y me rodeó el cuello sonoramente con su cola tres veces. Buena parte de la leche cayó en mis mangas y sobre mis rodillas, pero quedaron dos galones adicionales en el cubo.

Cuando conseguí este resultado, la vaca puso una pezuña en el cubo, los tiró y camino pensativamente hacia un matojo de tréboles.

Al día siguiente, la llevé al establo para ordeñarla y me dio dos cubos llenos y yo no sabía qué hacer con ellos. Uno de los granjeros vecinos me sugirió comprar un cerdo, hacer mantequilla con la crema y criar el cerdo con la leche descremada. Esta idea se ajustaba muy bien a un plan sencillo de vida sencilla. Así que compré un cerdo. También compré un separador de crema, una mantequera y una lechera, una artesa para la mantequilla y algunas palas de madera, aparte de numerosos cubos.

Descubrí enseguida que hacer mantequilla es un trabajo horrible. Sin embargo los vecinos me dijeron que un hombre no puede fabricar mantequilla como una mujer y que tenía que tener esposa. No había nada que hacer: conseguí de inmediato una esposa.

Dijo que necesitaba tener algo de hielo para enfriar la crema si había que fabricar mantequilla y que en realidad deberíamos tener agua corriente, porque lavar la artesa era una tarea básica. Así que puse una tubería en un manantial y dinamité toneladas de rocas de la acequia para enterrarla para que no se congelara en invierno.  Cuando la persona a la que contraté para la dinamita hizo estallar dos ventanas de mi casa, decidí que la acequia ya era suficientemente profunda. Al pintar la nueva ventana y poner nuevos cristales, decidí que es maravilloso lo que pueden enseñarle sus manos a un hombre si no estaba demasiado hundido en la decadencia de la civilización. Sentí que había cierta nobleza en  lo que estaba haciendo, aprendiendo por prueba y error, aprendiendo como aprendieron los cavernícolas, como nuestra raza ha aprendido siempre.

El agua fluyó bien durante dos semanas y luego el manantial se secó. Así que puse una bomba en un manantial más abajo, pero el agua era tan dura como un ladrillo y llenó de cal las tuberías. Sin embargo aprendí enseguida a sacar las tuberías y eliminar los depósitos de cal y mi esposa dijo que era maravilloso lo mañoso que me estaba volviendo. No sabía ni la mitad. Había destrozado la bomba cuatro veces en la primera semana.

Al filtrar polvo para recobrar un pequeño tornillo de latón que había dejado caer, no pude sino reflexionar que las ramificaciones de la influencia de una vaca eran de verdad extensas. Mi bovino rojo y blanco ya me había llevado al altar matrimonial, me había obligado a aprender sobre voladuras, me había enseñado algo de geología, me había convertido en criador de cerdos, cristalero, plomero y ahora en una combinación de mecánico y minero.

Para entonces había descubierto que tenía que tener algo de paja en el establo para que mi vaca pasara el invierno. Esto requería un rastrillo, piedra de molino, piedra de afilar y una guadaña y también produjo una factura de 20$ para un equipo de hombres, la pérdida de unos diez galones de sudor y otra factura de 10$ en cerveza. Entretanto, el jardín se estaba llenando de hierbas y las marmotas no se lo iban a comer, aunque atacaban los guisantes y judías y los gusanos arrasaban las coles. Empecé a trabajar en el jardín y estaba muy ocupado. Pasó el verano y no dediqué ni un minuto a ver a mi vaca pastando mi hierba mientras yo pasaba el día soñando.

Sin embargo ese pasatiempo lo llevaban a cabo en mi nombre varios antiguos amigos de la ciudad que venían y se tendían a la sombra y me decían la vida idílica que tenía y cómo me envidiaban. Sabían mucho de pájaros y flores y me contaban la maravillosa vista que había desde lo alto de aquella montaña. Me hubiera gustado saber más de ellos acerca del campo en torno a mi casa, pero tenía que poner un nuevo tejado en el establo porque después de que la lluvia hubiera caído sobre mi paja, la vaca no la comería.

El invierno estaba casi sobre nosotros cuando finalicé el tejado y construí mi nueva fresquera. Siempre me había gustado ver pasar las estaciones y ver las hojas volviéndose rojas y la primera nieve y todo lo demás. Pero ahora me sentía como un hombre corriendo a lo largo de un túnel con una locomotora detrás. Tenía que cortar madera como un poseso para mantenerme caliente. Tuve que comprar una nueva hacha, un serrucho, cuñas, un trineo, mitones, botas y un par de raquetas de nieve. Ya tenía tantas herramientas en la leñera que no había espacio para más, así que tuve que guardar mis raquetas bajo la cama. Esto enfureció a mi mujer. Pero dije que estaba condenado si tenía que construir una casa para las raquetas y que ya bastaba.

Por supuesto, no tardé mucho en darse en los pies con la nueva hacha. Mientras descansaba en la cama, estudiando los folletos del Departamento de Agricultura sobre cómo criar abejas, capar gallos, instalar suelos de cemento en establos y construir gallineros, decidí que era una tontería trabajar día y noche por solo una vaca. Decidí comprar más vacas, ahora que tenía una nueva artesa y bomba y fresquera y crema y tantos cubos. Después de todo, dos vacas pueden vivir de forma tan barata como una.

Así que, cuando llegó la primavera, compré seis vacas y siete cerdos. Sin embargo descubrí pronto que mi pasto no era lo suficientemente grande para siete vacas y tenía que quitar algo de maleza. Y las vallas estaban caídas por todas partes. Tuve que ir al bosque y cortar 500 postes de cedro para las vallas. Y luego dediqué la primavera a evitar nudos de alambre de espino que me perseguían por todas partes y se enrollaban en torno a mí como los tentáculos de un pulpo.

Ahora resultaba evidente que tenía que plantar mucho para alimentar a mis siete vacas durante el invierno y esto implicaba comprar una yunta, un arado, arreos, una carreta, sembradoras, cultivadoras y otros aperos. También implicaba alimentar y limpiar a los caballos dos veces al día durante los próximos 50 años o lo que vivieran o lo que yo viviera.

Ese verano vino todavía más gente de la ciudad para ver nuestra granja: parecía que éramos la consecución de su sueño, una cristalización de su añoranza por un lugar en el campo. Mi esposa estaba ocupada con el enlatado y el jardín y la fabricación de mantequilla y la casa y las gallinas y Dios sabe que yo tenía bastante quehacer sin sentarme y escuchar a la gente de la ciudad contarme la vida idílica que tenía y cómo me envidiaban. Pero no vi a ninguno de ellos tomando una horca y poniéndose a trabajar.

Cuando mis cultivos empezaron a crecer, me di cuenta de que tenía que tener un añadido al granero para almacenarlos, así que empecé a trabajar en él. Para cuando acabé, tenía tantas herramientas que tuve que construir una caseta para guardarlas. Mis cerdos eran grandes y era el momento de sacrificarlos. Decidí comprar más herramientas y aprender a sacrificarlos. ¿No me había convertido ya en algo parecido a un carpintero, plomero, herrero, pintor, leñador, latonero, mecánico y veterinario? Bueno era un trabajo sangriento, pero había aprendido a no pensar, lo que es muy útil.

Mis vacas empezaron a tener terneros. No pude matarlos, así que tuve que alimentarlos, lo que fue peor. Luché contra ratas, desatasqué cañerías congeladas, arreglé maquinaria, corté hielo, corté madera y realicé prodigios de comadronería para mis vacas. Ocasionalmente, recordé con asombro una visión de mí mismo sentado en el porche de una pensión sin nada que hacer, pensando que la vida estaba vacía.

Y así me hundí en un pantano de trabajo del que apenas salía de vez en cuando durante 15 minutos al final de la tarde del domingo, antes de tareas rutinarias. Seguí así durante cinco años y entonces empecé a calcular y descubrí que estaba perdiendo 500$ al año en una inversión de 8.000$, unida a quince horas de trabajo diario. Sentía que había llegado al final de la cuerda.

Fue el año en el que no puse las ventanas de tormenta hasta marzo y en abril mi esposa quiso que las volviera a quitar. Dije: “¡A la porra!”, “Agujeréalas si quieres aire”. Y me puse mi mejor traje y tomé el tren a la ciudad.

Cuando llegué a la ciudad, me golpeó en la cara y supe de inmediato que no me iba a gustar más que antes. Pasé sin embargo por delante de la puerta del psicoanalista sin entrar. Pero pronto me sentí tan solo que pensé entrar en la oficina y ver a los chicos. Quizá volvería a pedir el trabajo. Pero no me querrían. Mi cara era como cuero y tenia callos como verrugas en mis palmas.

Empecé en recepción cuando la señora McEvoy salió y nos dimos la mano. “Bueno, ¿dónde has estado?”, chilló. “Apenas te reconozco. Estás bien bronceado”.

“He estado en una granja”, dije. “Ahora soy granjero”.

“¡Granjero! Siempre fuiste afortunado. Y aquí estoy yo en la misma vieja mesa. Bueno, supongo que quieres ver al Sr. Stewart. Estará encantado de verte”.

En la oficina del presidente, el Sr. Stewart dijo: “Bueno, has crecido, ¡qué bien se te ve! Un granjero, ¿eh? Dueño de tu tiempo, bajando a la ciudad para divertirte. ¿Sabes? Siempre he querido irme y tener una pequeña granja en el campo”.

Sacudió su cabeza con tristeza. “Y tal vez una vaca, pero supongo que no tengo el valor. Mira. Blinks quiere verte”. Y pulsó el timbre.

Blinks entró. “¡Choca esos cinco!”, dijo. No creía estar apretando mucho, pero Blinks aulló. “Por Dios, no me aplastes los nudillos. Stewart, este tipo no se da cuenta de su fuerza. Mira esas zarpas, mira esos callos”.

El Sr. Stewart pasó la punta de un dedo sobre ellos, atónito.

Pronto hubo otros tres hombres más en la oficina. Uno de ellos puso una mano en mi brazo y pidió tímidamente: “Déjame ver tus músculos”. Flexioné el brazo y los ojos de los colegas brillaron de envidia. “Duro como un clavo”, dijo y todos asintieron.

“Cortarías grandes árboles, supongo”, dijo el Sr. Stewart.

“Bastante grandes”, dije. “Me corté un pie con el hacha cuando estaba aprendiendo”.

Al final no tuve más remedio que quitarme el zapato y mostrarles la cicatriz y enrollar la pernera del pantalón y mostrar las dos marcas blancas que habían dejado las coces de un caballo. Era un remate tan bueno que pensé que era mejor irme antes de que se rompiera el hechizo. Todos querían invitarme a cenar, pero les dije que vinieran a la granja en agosto en lugar de una gran comilona, “maíz recogido solo hace veinte minutos, nata espesa, moras salvajes, jamón curado en casa”. Y entonces me largué, sintiéndome muy ligero.

En agosto, los empleados de la oficina vinieron a la granja y les recogí en la estación con una carga de paja. Les dejé pescar en el arroyo y recoger moras y talar todos los árboles que quisieran. También les mostré el caballo que me había coceado.

Volvieron al siguiente invierno, trayendo más amigos con ellos para ver la nieve. Y así, con el tiempo, mi granja se convirtió en una Meca para hombres de negocios a los que permitía (por 6$ diarios) vagar por los bosques con raquetas afiladas, siempre que recordaran que una vez en la casa no debían arañar los muebles. El presidente del consejo de la Amalgamated Gas Corporation fue el peor con los arañazos, pero pago un extra por el privilegio, así que le dije que adelante.

El siguiente verano vinieron muchos más y contraté a dos doncellas para mi esposa y no hice nada más que jugar con mis invitados paganos y enseñarles a disparar a marmotas y hacer silbatos de madera. La mayoría se comportaban bastante bien y dedicaban su tiempo a saltar al heno y practicar el ordeño, esconderse entre el maíz, pasear desnudos y enseñar a una vaca a atacar.

Ahora que tengo contratados dos hombres y no escarbo personalmente en la tierra fructífera solo para alimentarme, ni talo mi combustible en los bosques invernales, ni siego el pantano bajo en las mañanas de verano cuando hay rocío, ni vago por las colinas al atardecer buscando las vacas, ni alimento a los caballos, me hecho bastante famoso como un verdadero hombre natural y un habitante de los bosques.

Y el año pasado instalé un radiador de aceite, contraté un chófer con furgoneta, compré un generador eléctrico y construí tres nuevos baños para ocuparme de mis admiradores paganos que vienen en reverentes peregrinajes. Deberíais oírles  diciendo melancólicamente: “Ay, como me gustaría romper con todo y vivir la vida sencilla que tenéis”.


Publicado originalmente el 4 de febrero de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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