El colectivismo bélico en la Primera Guerra Mundial

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[A New History of Leviathan (1972)][1]

Más que cualquier otro periodo, la Primera Guerra Mundial fue el punto crítico de inflexión del sistema empresarial estadounidense. Fue una “colectivismo bélico”, una economía totalmente planificada dirigida principalmente por los intereses de las grandes empresas a través del medio del gobierno central, que sirvió como modelo, precedente e inspiración para el capitalismo corporativo de estado del resto del siglo XX.

Esa inspiración y precedente aparecieron no solo en Estados Unidos sino también en las economías bélicas de los principales combatientes de la Primera Guerra Mundial. El colectivismo bélico mostraba a los intereses de las grandes empresas del mundo occidental que era posible pasar radicalmente del anterior capitalismo, en buena parte de libre mercado, a un nuevo orden marcado por un gobierno fuerte y una intervención y planificación públicas extensas y generalizadas, con el fin de proporcionar una red de subvenciones y privilegios monopolísticos a los intereses de las empresas, y especialmente de las grandes empresas. En particular, la economía podía cartelizarse bajo la tutela del gobierno, con mayores precios y producción fija y restringida, siguiendo el patrón clásico del monopolio y los contratos públicos militares y otros podían canalizarse a las manos de fabricantes corporativos favorecidos. La mano de obra, que se estaba haciendo cada vez más revoltosa, podía ser apaciguada y controlada al servicio de este nuevo orden estatal-monopolista-capitalista, a través del subterfugio de promover un sindicalismo apropiadamente cooperativo y llevar a los líderes sindicales a los sistemas de planificación como socios menores.

En muchos sentidos, el nuevo orden era una vuelta sorprendente al antiguo mercantilismo, con su agresivo imperialismo y nacionalismo, su generalizado militarismo y su red gigantesca de subvenciones y privilegios monopolistas para los intereses de las grandes empresas. Por supuesto, en su forma del siglo XX, el nuevo mercantilismo era industrial en lugar de mercantil, ya que la revolución industrial había intervenido para hacer de las manufacturas y la industria la forma económica dominante. Pero había una diferencia más importante en el nuevo mercantilismo. El mercantilismo original había sido brutalmente franco en su clase dirigente y en su desprecio por el trabajador y consumidor medio.[2] Por el contrario, el nuevo reparto disfrazado bajo la nueva forma de promoción del interés nacional general, del bienestar de los trabajadores a través de la nueva representación de la mano de obra y del bien común de todos los ciudadanos. De ahí la importancia, para proporcionar una muy necesaria legitimidad y apoyo popular, de la nueva ideología del liberalismo del siglo XX, que aprobaba y glorificaba el nuevo orden. Al contrario del antiguo liberalismo de laissez faire del siglo anterior, el nuevo liberalismo obtuvo la aprobación popular para el nuevo sistema proclamando que difería radicalmente del antiguo mercantilismo explotador en su mejora del bienestar de toda la sociedad. Y a cambio de este apoyo ideológico de los nuevos liberales “corporativos”, el nuevo sistema dio a los liberales, el prestigio, las rentas y el poder que conllevaban los puestos de planificación concreta y detallada del sistema, así como para la propaganda ideológica a su favor.

Por su parte, los intelectuales liberales adquirieron no solo prestigio y una pizca de poder en el nuevo orden, también lograron la satisfacción de creer que este nuevo sistema de intervención pública podía superar las debilidades y los conflictos sociales que veían en las dos grandes alternativas: el capitalismo de laissez faire o el socialismo proletario marxista. Los intelectuales veían a nuevo orden como portador de armonía o cooperación para todas las clases a favor del bienestar general, bajo la tutela del gran gobierno. En la visión liberal, el nuevo orden ofrecía una vía intermedia, un “centro vital” para la nación, frente a los “extremos” divisivos de la izquierda y la derecha.

I.

Aquí no tenemos espacio para ocuparnos del importante papel de las grandes empresas y los intereses empresariales en llevar a Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. Los extensos lazos económicos de la comunidad de las grandes empresas con Inglaterra y Francia, a través de órdenes de exportación y de préstamos a los Aliados, especialmente los suscritos por la poderosa J.P. Morgan & Co. (que también sirvió de agente para los gobiernos británico y francés) se aliaron con el auge producido por órdenes militares nacionales y aliadas, todas desempeñando un papel esencial en llevar a Estados Unidos a la guerra. Además, prácticamente toda la comunidad empresarial oriental apoyó la deriva hacia la guerra.[3]

Aparte del papel de la gran empresa en empujar a Estados Unidos al camino de la guerra, las empresas fueron igualmente entusiastas acerca de la planificación extensiva y la movilización económica que conllevaría claramente la guerra. Así, un entusiasta temprano de la movilización bélica fue la Cámara de Comercio de Estados Unidos, que había sido una importante defensora de la cartelización industrial bajo la tutela del gobierno federal desde su creación en 1912. La revista mensual de la cámara, The Nation’s Business, preveía a mediados de 1916 que una economía movilizada produciría una compartición del poder y la responsabilidad entre gobierno y empresas. Y el presidente del comité ejecutivo de la cámara de EEUU sobre defensa nacional escribía a los Du Pont, a finales de 1916, sobre sus expectativas de que “esta cuestión de las municiones parecería ser la mayor oportunidad para estimular el nuevo espíritu” de cooperación entre gobierno e industria.[4]

La primera organización en moverse hacia la movilización económica para la guerra fue el Comité de Preparación Industrial, que fue una derivación de 1916 del Comité de Preparación Industrial del Consejo Consultivo Naval, un comité de consultores industriales para la armada, dedicado a considerar las ramificaciones de una armada estadounidense en expansión. Característicamente, el nuevo CPI era una organización público-privada fuertemente mezclada, oficialmente una rama del gobierno federal, pero financiada solo con contribuciones privadas. Además, los miembros industriales del comité, trabajando patrióticamente sin remuneración, eran así capaces de mantener sus puestos y rentas privados. El presidente del CPI y dedicado entusiasta de la movilización industrial, era Howard E. Coffin, vicepresidente de la importante Hudson Motor Co. de Detroit. Bajo la dirección de Coffin, el CPI organizó un inventario nacional de miles de instalaciones industriales para la fabricación de munición. Para hacer propaganda de este esfuerzo, bautizado como “preparación industrial”, Coffin fue capaz de movilizar a la American Press Association, los Associated Advertising Clubs of the World, el New York Times de agosto y la gran mayoría de la industria estadounidense.[5]

Al CPI le sucedió, a finales de 1916, el Consejo de Defensa Nacional, completamente público, cuya comisión asesora (compuesta principalmente por industriales privados) iba a convertirse en su agencia real de funcionamiento. (El propio consejo estaba compuesto por varios miembros del gabinete). El presidente Wilson anunció que el propósito del CDN como organizador de “todo el mecanismo industrial (…) de la forma más eficaz”, Wilson encontraba al consejo especialmente valioso porque “abre un canal nuevo y directo de comunicación y cooperación entre hombre de empresa y de ciencia y todos los departamentos del gobierno”.[6] También alababa al personal de la comisión de asesores del consejo por marcar “la entrada de ingenieros y profesionales no partidistas en asuntos gubernamentales estadounidenses” en una escala sin precedentes. Estos miembros, declaraba el presidente grandilocuentemente, iba a servir sin recibir paga “siendo la eficacia el único objetivo y el americanismo su única motivación”.[7]

Entusiasmado con el nuevo CDN, Howard Coffin escribía a los Du Pont en diciembre de 1916 que “esperamos que pueda crear los cimientos para esa estructura industrial, civil y militar íntimamente entretejida, que todo estadounidense pensante ha llegado a percibir como vital para la vida futura de este país, en la paz y en el comercio, no menos que en una posible guerra”.[8]

Particularmente influyente en la creación del CDN fue el secretario del tesoro, William Gibbs McAdoo, yerno del presidente y expromotor del Ferrocarril del Hudson y Manhattan y socio de los intereses de Ryan en Wall Street.[9] A la cabeza de la comisión de asesores estaba Walter S. Gifford, que había sido uno de los ñíderes del Comité Coffin y había llegado al gobierno desde su puesto como estadístico jefe de la American Telephone and Telegraph Co., una gigantesca empresa monopolística del ámbito de los Morgan. Los otros miembros “no partidistas” eran Daniel Willard, president de la Baltimore and Ohio Railroad; el financiero de Wall Street, Bernard M. Baruch; Howard E. Coffin; Julius Rosenwald, presidente of Sears, Roebuck and Co.; Samuel Gompers, president de AF of L y un científico y un importante cirujano.

Meses antes de la entrada estadounidense en la guerra, la comisión de asesores del CDN diseñó lo que iba a convertirse en el sistema completo de compra de suministros de guerra, el sistema de control de los alimentos y la censura de la prensa. Fue la comisión de asesores la que se reunió con los encantados representantes de diversos sectores de la industria y dijeron a los empresarios que se agruparan en comités para la venta de sus productos al gobierno y para la fijación de precios de estos productos. No sorprendió que se pusiera a Daniel Willard al cargo de tratar con los ferrocarriles, a Howard Coffin con municiones y manufacturas, a Bernard Baruch con materias primas y minerales, a Julius Rosenwald con suministros y a Samuel Gompers con trabajo. El idea de crear comités de los diversos sectores, “para juntar sus recursos”, partió de Bernard Baruch. Los comités de productos del CDN, a su vez consistían invariablemente en industriales principales de cada sector: estos comités negociarían luego con los comités nombrados por la industria.[10]

Por recomendación de la comisión de asesores, Herbert Clark Hoover fue nombrado jefe de la nueva Administración Alimentaria. A finales de marzo de 1917, el CDN nombró al Consejo de Compras para coordinar las compras públicas a la industria. El presidente de este consejo, cuyo nombre se cambió enseguida por Consejo General de Municiones, fue Frank A. Scott, un conocido fabricante de Cleveland y presidente de Warner & Swasey Co.

La movilización centralizadora ya estaba llevándose a cabo aunque lentamente a través de la maraña de la burocracia y la Cámara de Comercio de Estados Unidos pidió al Congreso que el director del CDN “debería recibir poder y autoridad en el campo económico equivalente al del jefe del estado en el campo militar”.[11] Finalmente, a principios de julio, los departamentos de materias primas, municiones y suministros se agruparon bajo en nuevo Consejo de Industrias Bélicas, con Scott como presidente, el consejo que iba a convertirse en la agencia central del colectivismo en la Primera Guerra Mundial. Las funciones del CIB fueron pronto la coordinación de compras, la asignación de productos y la fijación de precios y prioridades en producción.

Problemas administrativos acosaron sin embargo al CIB y se buscó un “autócrata” satisfactorio para dirigir toda la economía como presidente de la nueva organización. El autócrata voluntario fue finalmente descubierto en la persona de Bernard Baruch a principios de marzo de 1918. Con la elección de Baruch, reclamada firmemente al presidente Wilson por el secretario McAdoo, el colectivismo bélico había alcanzado su forma final.[12] Las credenciales de Baruch para la tarea eran impecables: un defensor temprano del camino hacia la guerra, Baruch había presentado un plan de movilización bélica industrial al presidente Wilson ya en 1915.

El CIB creó un enorme aparato que se relacionaba con los sectores concretos a través de divisiones de productos en buena parte con personal de los propios sectores. El historiador del CIB, él mismo uno de sus líderes, decía con entusiasmo que el CIB había establecido

Un sistema de concentración de comercio, industria y todos los poderes públicos que no tenía comparación entre todas las demás naciones. (…) Estaba tan entremezclado con los departamentos de suministros del ejército y la armada, de los aliados y con otros departamentos públicos que, aunque tenía entidad propia (…) sus decisiones y acciones (…) se basaban siempre en un resumen de toda la situación. Al mismo tiempo, a través de las divisiones y secciones de productos en contacto con comités responsables de dichos productos, el Consejo de Industrias Bélicas extendió sus antenas hasta los recovecos más internos de la industria. Nunca antes hubo un foco en el conocimiento del vasto campo de la industria estadounidense, el comercio y el transporte. Nunca hubo un acercamiento tal a la omnisciencia en los asuntos empresariales de un continente.[13]

Los líderes de las grandes empresas acaparaban la estructura del CIB desde el mismo consejo hasta las secciones de productos. Así, el vicepresidente Alexander Legge provenía de International Harvester Co.; el empresario Robert S. Brookings era quien más insistía en fijar precios; George N. Peek, a cargo de los productos terminados, había sido vicepresidente de Deere & Co., un importante fabricante de equipamientos agrícolas. Robert S. Lovett, a cargo de las prioridades, era presidente del consejo de la Union Pacific Railroad y J. Leonard Replogle, administrador del acero, había sido presidente de la American Vanadium Co. Fuera de la estructura directa del CIB, Daniel Willard, de la Baltimore & Ohio, estaba al cargo de los ferrocarriles nacionales y el gran empresario Herbert C. Hoover era el “zar de la alimentación”.

A la hora de conceder contratos militares, no había tonterías de pujas competitivas. Competencia en eficiencia y coste se dejaban de lado y el CIB dominado por la industria otorgaba contratos como le parecía.

Cualquier empresa individualista disidente a la que no le gustaran los mandatos y órdenes del CIB era rápidamente aplastada entre la coacción ejercida por el gobierno y el oprobio colaborador de sus colegas organizados de negocios. Así, Grosvenor Clarkson escribe:

Los industriales estadounidenses individualistas se horrorizaban cuando se daban cuenta de que se había reclutado a la industria, igual que se había hecho con la mano de obra. (…) Las empresas querían su propio dominio, forjaban sus ataduras y controlaban su propio sometimiento. Hubo protestas amargas y tormentosas aquí y allí, especialmente por aquellas industrias que se vieron limitadas o suspendidas. (…) [Pero] las rendijas en el traje de la autoridad fueron ampliamente rellenadas por el espíritu dócil y cooperativo de la industria. El obstructor ocasional desobedecía los mandatos del Consejo solo para encontrar en ostracismo entre sus colegas de industria.[14]

Uno de los instrumentos más importantes del colectivismo bélico fue la División de Conservación del CIB, una institución que estaba constituida también en buena parte por líderes de manufacturas. La División de Conservación había empezado como Consejo de Economía Comercial en el CDN, ocurrencia de su primer presidente, el empresario de Chicago, A.W. Shaw. El Consejo o División, sugeriría a las economías industriales y animaría a la industria afectada a establecer regulaciones cooperativas. Las regulaciones del consejo eran supuestamente “voluntarias”, un voluntarismo forzado por “la obligación de la opinión comercial, que automáticamente controlaba la observancia de las recomendaciones”. Pues “una práctica adoptada por el abrumador consentimiento e incluso la insistencia de (…) los colegas, especialmente cuando lleva la etiqueta de un servicio patriótico en un momento de emergencia, no puede descartarse a la ligera”.[15]

De esta manera, en nombre de la “conservación” en tiempo de guerra, la División de Conservación se dedicó a racionalizar, estandarizar y cartelizar la industria de una forma que, ojalá, continuaría permanentemente después del fin de la guerra. Arch W. Shaw resumía así la tarea de la división: reducir drásticamente el número de estilos, tamaños, etc. de los productos de la industria; eliminar los diversos estilos y variedades; estandarizar tamaños y medidas. El que esta supresión despiadada y completa de la competencia en la industria no se considerara como una medida puramente de tiempo de guerra quedaba claro en este pasaje de Grosvenor Clarkson:

La Guerra Mundial fue una escuela maravillosa. (…) Nos mostró cómo tantas cosas pueden mejorarse que no sabemos por dónde empezar con la utilización permanente de lo que sabemos. Solo la División de Conservación demostró que sencillamente quitar al comercio y la industria la carga del hábito fútil y la incrustación de variedades inútiles generaría un buen dividendo al capital mundial. (…) Quizá sea demasiado esperar que haya alguna ganancia general en tiempo de paz a partir del experimento triunfante de la División de Conservación. Aun así, el mundo necesita ahora economizar tanto como en la guerra.[16]

Mirando hacia la futura cartelización, Clarkson declaraba que esa economización en tiempo de paz “implica una afiliación tan cercana y simpatizante de industrias en competencia que resulta casi imposible bajo la descentralización de la empresa que a la que obligan nuestra normas antitrust.

La biógrafa de Bernard Baruch resumía los resultados duraderos de la “conservación” y estandarización obligatorias como sigue:

La conservación en tiempo de guerra había reducido estilos, variedades y colores en la ropa. Había estandarizado tamaños. (…) Había prohibido 250 tipos distintos de modelos de arado en EEUU, por no hablar de 755 tipos de taladro. (…) la producción y distribución en masa se había convertido en la ley del país. (…) Este debía ser por tanto el objetivo del siguiente cuarto del siglo XX: “Estandarizar la industria estadounidense”: hacer de la necesidad de tiempo de guerra virtud en tiempo de paz.[17]

No solo la División de Conservación, sino toda la estructura de colectivismo y cartelización bélicos constituían una visión de la empresa y el gobierno en una futura economía de tiempo de paz. Como decía francamente Clarkson:

Sorprende poco que los hombres que se ocupaban de las industrias de una nación (…) meditaran con una especie de desdén intelectual sobre la enorme confusión aleatoria de la industria en tiempo de paz, con su perpetuo ciclo de exceso y carestía y su intento interno de ajuste después de los acontecimientos. A partir de sus meditaciones surgieron sueños de un mundo económico ordenado.

Concebían Estados Unidos como “seccionado por productos” para el control del comercio mundial. Mantenían todo el comercio mundial cuidadosamente computado y registrado en Washington, los requisitos anotados, los recursos estadounidenses localizables, los grifos abiertos o cerrados según las circunstancias. En una palabra, una mente y voluntad nacionales enfrentando el comercio internacional y manteniendo su propia casa en orden empresarial.[18]

El núcleo y alma del mecanismo de control de la industria por el CIB eran sus aproximadamente 60 secciones de productos, comités que supervisaban los diversos grupos de productos, que estaban poblados casi exclusivamente por hombres de negocios de las respectivas industrias. Además, estos comités trataban con más de 300 “comités de servicios bélicos” de la industria, nombrados por las respectivas agrupaciones industriales bajo la tutela de la Cámara de Comercio de Estados Unidos. No sorprende que en esta atmósfera acogedora hubiera una gran armonía entre empresas y gobierno. Como describía Clarkson con admiración:

Hombres de negocios completamente consagrados al servicio público, pero llenos de comprensión de los problemas de la industria, ahora se encontraban con hombres de negocios completamente representativos de la industria (…) pero simpatizando con el propósito público.[19]

Y

Las secciones de productos eran negocios operando negocios públicos por el bien común. (…) Los comités bélicos de la industria sabían, entendían y creían en los jefes de productos. Eran de la misma pieza.[20]

En general, Clarkson estaba entusiasmado porque la secciones de productos era “movilizadas e instruidas por la industria, receptivas, entusiastas y bien dotadas de personal. Eran militantes y mantenían prietas las filas”.[21]

La Cámara de Comercio estaba especialmente entusiasmada con el sistema del comité de servicios bélicos, un sistema que también iba a estimular el movimiento de asociación comercial en tiempo de paz. El presidente de la Cámara, Harry A. Wheeler, vicepresidente de la  Union Trust Co. de Chicago, declaraba que:

La creación de comités de servicios bélicos prometen crear la base para una organización verdaderamente nacional de la industria, cuya preparación y oportunidades son ilimitadas. (…) La integración de negocios, el objetivo expreso de la Cámara nacional, está a la vista. La guerra es el severo maestro que lleva a casa la lección del esfuerzo cooperativo.[22]

El resultado de esta armonía recién encontrada dentro de cada industria y entre la industria y el gobierno fue “sustituir la competencia por cooperación.”. La competencia con las órdenes del gobierno era virtualmente inexistente y la “competencia de precios fue prácticamente eliminada por la acción del gobierno. La industria estaba entonces en (…) un era dorada de armonía” y libre de la amenaza de pérdidas empresariales.[23]

Una de las funciones cruciales de la planificación en tiempo de guerra fue la fijación de precios, establecida en el campo de los productos industriales por la Comisión de Fijación de Precios del Consejo de Industrias Bélicas. Empezando por áreas tan críticas como el acero y el cobre al principio de la guerra y luego expandiéndose inexorablemente a muchos otros campos, la fijación de precios se vendió al  público como la fijación de precios máximos para proteger al pueblo frente la inflación de tiempo de guerra. Sin embargo, en realidad, el gobierno establecía el precio en cada industria a un nivel tal que garantizaba un “beneficio justo” a los productores con altos costes. Confiriendo así un gran grado de privilegio y altos beneficios para las empresas con costes menores.[24] Clarkson admitía que este sistema era una tremenda vigorización para las grandes empresas y duro para las pequeñas. Los productores grandes y eficientes obtenían mayores beneficios que los normales y muchos de los menores afectados caían por debajo de sus retornos ordinarios.[25]

Pero las empresas con costes superiores estaban bastante contentas con su garantía de “beneficio justo”.

La actitud del Comité de Fijación de Precios se refleja en la declaración su Presidente, Robert S. Brookings, un magnate jubilado de la madera, dirigida a la industria del níquel: “No tenemos una actitud de envidiar vuestros beneficios, somos más de la actitud de justificarlos si podemos. Esa es la forma en que nos aproximamos a estas cosas”.[26]

Típica del funcionamiento de la fijación de precios fue la situación en la industria textil del algodón. El presidente Brookings reportaba en abril de 1918 que el Comité de Bienes de Algodón había decidido “unirse de forma amistosa” para tratar de “estabilizar el mercado”. Brookings agregaba el sentimiento de los grandes fabricantes de algodón de que era mejor fijar un precio mínimo alto a largo plazo que aprovechar completamente la ventaja a corto plazo de muy altos precios que había.[27]

El entusiasmo general en el mundo empresarial, y especialmente entre las grandes empresas, por el sistema de colectivismo bélico puede explicarse ahora. El entusiasmo fue el producto de la estabilización resultante de precios, la limitación de las fluctuaciones del mercado y el hecho de que los precios fueran casi siempre fijados por consentimiento del gobierno y los representantes de cada industria. No sorprende que Harry A. Wheeler, presidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, escribiera en el verano de 1917 que la guerra “está dando a las empresas la base para el tipo de esfuerzo cooperativo que solo puede hacer a EEUU económicamente eficiente”. O que el jefe de la American Telephone and Telegraph alabara la perfección de una “coordinación para garantizar una cooperación completa no solo entre el Gobierno y las empresas, sino entre las propias empresas.”. La planificación cooperativa de tiempo de guerra eraba funcionando tan bien, de hecho, opinaba el presidente del consejo de Republic Iron and Steel al principio de 1918, que debería también continuar en tiempo de paz.[28]

La vitalmente importante industria del acero es un ejemplo excelente del funcionamiento del colectivismo bélico. El distintivo del estrecho control de la industria del acero era la “cooperación” íntima entre gobierno e industria, una cooperación en la que Washington decidía sobre la política general y luego dejaba al juez Elbert Gary, jefe del principal productor de acero, United States Steel, implantar dicha política dentro de la industria. Gary seleccionó a un comité que representaba a los mayores productores de acero para que les ayudara a dirigir la industria. Tenía un aliado voluntario presente en J. Leonard Replogle, el jefe de American Vanadium Co. y jefe  de la División del Acero del CIB. Replogle compartía el antiguo deseo de Gary y la industria del acero de una cartelización industrial y una estabilidad del mercado bajo la tutela de un gobierno federal amistoso. No es sorprendente que Gary estuviera encantado con sus nuevos poderes para dirigir la industria del acero y pidiera que se le diera poder absoluto “para movilizar plenamente y, si era necesario, para dar órdenes”. Y Iron Age, la revista de la industria del hierro y el acero, estaba exultante porque

aparentemente ha hecho falta la guerra más gigantesca de la historia para dar a la idea de la cooperación aquel lugar en el programa económico general que los fabricantes de acero del país buscaban dar a su propio sector hace casi diez años

con la efímera entente cordiale entre el juez Gary y el presidente Roosevelt.[29]

Es verdad que las relaciones en tiempo de guerra entre el gobierno y las acereras fue tenso en algunos momentos, pero la tensión y la dura amenaza del gobierno comandando los recursos se dirigió generalmente contra empresas más pequeñas, como Crucible Steel, que había rechazado tercamente aceptar contratos públicos.[30]

De hecho, en la industria del acero fueron las grandes acereras (US Steel, Bethlehem, Republic, etc.) las que, al principio de la guerra, habían pedido las primeras la fijación pública de precios y tuvieron que empujar a un gobierno a veces confuso a adoptar lo que acabaría convirtiéndose en programa público. La principal razón fue que los grandes productores de acero, felices ante en enorme aumento de los precios este producto en el mercado como resultado de la demanda bélica, ansiaban estabilizar el mercado a un precio alto y así asegurar una posición de ganancia a largo plazo mientras durara la guerra. El acuerdo gobierno-industria del acero de septiembre de 1917 fue por tanto alabado por John A. Topping, presidente de Republic Steel, como sigue:

El acuerdo del acero tendrá un efecto sano sobre este negocio porque el principio de regulación cooperativa se ha establecido con la aprobación del Gobierno. Por supuesto, los beneficios extraordinarios actuales se verán sustancialmente reducidos, pero se ha evitado una situación de desbocamiento del mercado y se ha extendido la prosperidad. (…) Además, debería conservarse la estabilidad en los valores futuros.[31]

Además, las grandes acereras estaban encantadas de usar los precios fijos como justificación para imponer controles y estabilidad en los salarios, que también estaban empezando a subir. Los fabricantes de acero más pequeños, por el contrario, a menudo con costes superiores y que no habían sido tan prósperos antes de la guerra, se oponían a la fijación de precios porque querían aprovechar toda la ventaja de la bonanza de beneficios a corto plazo producida por la guerra.[32]

Bjao este régimen, la industria del acero logró los mayores niveles de beneficios de su historia, con una media del 25% anual durante los dos años de guerra. A algunas de la cereras más pequeñas, beneficiándose de su menos capitalización total, les fue el doble de bien.[33]

El sistema más minucioso de controles de precios durante la guerra fue aplicado, no por el CIB, sino por la independiente Administración de Alimentos, sobre la que presidía como “zar de la alimentación” Herbert Clark Hoover. El historiador oficial del control de precios en tiempo de guerra escribía justamente que el programa de control de alimentos “fue la medida más importante para controlar los precios que Estados Unidos (…) haya tomado nunca”.[34]

Herbert Hoover aceptó su puesto poco después de la entrada estadounidense en la guerra, pero solo bajo la condición de que solo él tendría autoridad sobre la alimentación, sin intromisiones de consejos o comisiones. La Administración de Alimentos se creó sin autorización legal y luego una propuesta respaldada por Hoover fue presentada al Congreso para darle la fuerza completa de la ley. A Hoover se le dio también el poder de requisar “lo necesario”, de apropiarse de plantas para el funcionamiento del gobierno y de regular o prohibir intercambios.

La clave para el sistema de control del sistema de la Administración de Alimentos era una vasta red de licencias. En lugar de un control directo sobre la comida a la AA se le dio el poder absoluto de emitir licencias para todas y cada una de las divisiones de la industria alimentaria y de establecer las condiciones para mantener la licencia. Todo intermediario, todo productor, distribuidor y almacenero de alimentos estaba obligado por Hoover a mantener su licencia federal.

Una característica notable introducida por Hoover en su reinado como zar del alimento fue la movilización de una enorme red de ciudadanos voluntarios como una masa de ansiosos participantes en la aplicación de sus decretos. Así que Herbert Hoover fue tal vez el primer político estadounidense en darse cuenta del potencial (al ganarse la aceptación de las masas y aplicar decretos públicos) en la movilización de masas a través de un torrente de propaganda para servir como ayudantes voluntarios de la burocracia pública. La movilización llegó al punto de inducir a la gente a calificar como prácticamente un leproso moral a cualquiera que disintiera de los edictos del Sr. Hoover.

La base de todo (…) el control ejercido por la Administración de Alimentos fue el trabajo educativo  que precedía y acompañaba sus medidas de conservación y regulación. Mr. Hoover estaba completamente convencido de la idea de que el método más eficaz para controlar los alimentos era poner a todo hombre, mujer y niño en el país a la labor de ahorrar comida. (…) El país estaba literalmente cubierto con millones de panfletos y folletos pensados para educar a la gente con respecto a la situación alimentaria. Ningún consejo bélico en Washington fue publicitado tanto como la Administración de Alimentos de EEUU. Había insignias de la Administración de Alimentos para la solapa del abrigo, el escaparate de la tienda, el restaurante, el tren y la casa. Se ponía un estigma real sobre la persona que no era leal a los edictos de la Administración de Alimentos a través de la presión por las escuelas, iglesias, clubes de mujeres, bibliotecas públicas, asociaciones de comerciantes, fraternidades y otros grupos sociales.[35]

El método por el que la Administración de Alimentación imponía controles de precios era su requisito de que sus licenciados debían recibir “un margen razonable de beneficio”. Este “margen razonable” se interpretaba como un margen por encima de los costes de cada productor y este coste más Un “beneficio razonable” para cada intermediario se convirtió en la regla del control de precios. El programa se vendía al público como un medio de mantener bajos beneficios y precios de los alimentos. Aunque la administración indudablemente quería estabilizar los precios, el objetivo era también, y de manera más importante, cartelizar. Industria y gobierno trabajaban juntos para asegurarse de que los competidores inconformistas individuales no se salieran de madre: los precios en general se iban a establecer a un nivel que garantizaba un beneficio “razonable” para todos. El objetivo no era rebajar precios, sino uniformar y estabilizar precios no competitivos para todos. El objetivo era mucho más mantener altos los precios que mantenerlos bajos. De hecho, cualquier competidor excesivamente avaricioso que tratara de aumentar sus beneficios por encimas de los niveles prebélicos recortando sus precios, era tratado con la máxima severidad por parte de la Administración de Alimentos.

Consideremos dos de los programas de control de alimentos más importantes durante la Primera Guerra Mundial: trigo y azúcar. El control de precios del trigo, el programa más importante, llegó después de la demanda de tiempo de guerra, que había impulsado al alza los precios del trigo muy rápidamente hasta su nivel más alto en la historia de Estados Unidos. Así, el trigo aumentó un dólar por bushel en el curso de dos meses al inicio de la guerra, llegando al precio sin precedentes de tres dólares el bushel. El control llegó después de las protestas para que interviniera el gobierno para acabar con los “especuladores” fijando precios máximos del trigo. Aun así, bajo la presión por parte de los agricultores, el programa público fijaba por decreto no precios máximos para el trigo, sino mínimos: la Ley de Control de Alimentos de 1917 fijaba un precio mínimo de dos dólares el bushel para la cosecha de trigo del año siguiente. No contento con esta subvención especial, el presidente procedió a aumentar el mínimo a 2,26$ el bushel a mediados de 1918, una cifra que era entonces el precio exacto del mercado para el trigo. Este mínimo aumentado fijó en la práctica el precio del trigo para toda la guerra. Así, el gobierno se aseguraba de que los consumidores no se pudieran beneficiar de ninguna bajada en los precios del trigo.

Para aplicar el precio artificialmente alto del trigo, Herbert Hoover creó la Grain Corporation, “encabezada por hombres con experiencia en el grano”, que compraba la mayoría de la cosecha de trigo en Estados Unidos al “precio justo” y luego la revendía a las fábricas de harina de la nación al mismo precio. Para mantener contentos a los harineros, la Grain Corporation les aseguraba contra cualquier posible pérdida por existencias sin vender de trigo o harina. Además, cada fábrica tenía garantizado que se mantendría su posición relativa en la industria de la harina a lo largo de la guerra. De esta manera, la industria de la harina fue cartelizada con éxito a través del instrumento del gobierno. Aquellas pocas harineras que se resistieron a la disposición del cártel fueron tratadas fácilmente por la Adminsitración de alimentos; como decía Garrett: “sus operaciones (…) estaban razonablemente bien controladas (…) por los requisitos de licencia”.[36]

Los precios excesivamente altos del trigo y la harina también significaban costes artificialmente altos para los panaderos. Estos, a su vez, fueron llevados bajo el acogedor paraguas del cártel de requerírseles, en nombre de la “conservación”, mezclar productos inferiores con la harina de trigo en un porcentaje fijo. Todos los panaderos, por supuesto, estuvieron encantados de cumplir con un requerimiento que producía productos peores, que sabían que también iban a ser forzados a sus competidores. La competencia también se vio limitada por la estandarización obligatoria de la administración de los tamaños de las barras de pan y por la prohibición del recorte de precios mediante descuentos o devoluciones a clientes concretos: la vía clásica hacia la quiebra interna de cualquier cártel.[37]

En el caso particular del azúcar, hubo un esfuerzo mucho más sincero por mantener bajos los precios, debido al hecho de que Estados Unidos era más un importador que un productor de azúcar. Herbert Hoover y los gobiernos aliados formaron en su momento una Comité Internacional del Azúcar, que se ocupaba de comprar el azúcar de todos sus países, sobre todo de Cuba, a un precio artificialmente bajo y luego de distribuir el azúcar en bruto a las diversas refinerías. Así que los gobiernos aliados funcionaban como un gigantesco cártel comprador para rebajar el precio de la materia prima de sus refinerías.

Herbert Hoover instigó el plan para el Comité Internacional del Azúcar y el gobierno de EEUU nombró a la mayoría del comité de cinco hombres. Como presidente del comité, Hoover seleccionó a Earl Babst, presidente de la poderosa American Sugar Refining Co., y los demás miembros estadounidenses también representaban los intereses de las refinerías. El CIA rápidamente fijó una acusada reducción en el precio del azúcar, rebajando el precio en Nueva York del azúcar cubano en bruto desde su alto precio del mercado de seis centavos y tres cuartos por libra en el verano de 1917 a seis centavos por libra. Cuando los cubanos protestaron comprensiblemente ante esta reducción de precios obligada artificialmente de su cosecha a la venta, el Departamento de Estado de EEUU y la Administración de Alimentos colaboraron para obligar al gobierno cubano al acuerdo. De alguna manera, los cubanos eran incapaces de obtener licencias de importación para el trigo y el carbón necesarios de la Administración de Alimentos de Estados Unidos, y el resultado fue una grave escasez de pan, harina y carbón en Cuba. Finalmente, los cubanos capitularon a mediados de enero de 1918 y las licencias de importación de Estados Unidos llegaron rápidamente.[38] Cuba también indujo a prohibir todas las exportaciones de azúcar, salvo al Comité Internacional del Azúcar.

Aparentemente, Mr. Babst aseguraba un bono extra para su American Sugar Refining Company, pues enseguida los cargos de refinerías estadounidenses competidoras iban a testificar ante el Congreso que esta empresa había obtenido beneficios especiales por las actividades del Comité Internacional del Azúcar y por el precio que fijó sobre el azúcar cubano.[39]

Aunque el gobierno estadounidense persiguió con gran diligencia el objetivo de rebajar los precios de las materias primas para las refinerías de EEUU, también se dio cuenta de que no podía rebajar demasiado el precio del azúcar en bruto, ya que el gobierno tenía que considerar a los productores marginales de azúcar de caña y remolacha de EEUU, que tenían que recibir su “beneficio justo” debidamente señalado. Para armonizar y subvencionar conjuntamente a las refinerías  y los cultivadores de azúcar en Estados Unidos, Hoover estableció un Consejo de Igualación del Azúcar que al mismo tiempo mantendría bajo el precio del azúcar para Cuba mientras lo mantenía lo suficientemente alto para los productores estadounidenses. El Consejo lograba este objetivo comprando el azúcar cubano al precio bajo fijado y luego vendiendo la cosecha a las refinerías a un precio superior para cubrir a los productores estadounidenses.[40]

El resultado de los precios artificialmente bajos para el azúcar fue, inevitablemente, crear una grave escasez de azúcar, reduciendo la oferta y estimulando un consumo público excesivo. El resultado fue que el consumo de azúcar fue luego severamente restringido con su racionamiento federal.

No es sorprendente que las industrias alimentarias estuvieran encantadas con el programa de control de tiempo de guerra. Expresando el espíritu de todo el régimen de colectivismo bélico, Herbert Hoover, en palabras de Paul Garrett,

Mantuvo como política principal desde el principio un contacto muy cernao e íntimo con el comercio. Los hombres a que elegía para encabezar sus diversas secciones de productos y puestos de responsabilidad eran en buena medida comerciantes. (…) La determinación de las políticas de control dentro de cada rama de la industria de la alimentación se hacía en conferencias con los comerciantes de esa rama. (…) Podría decirse (…) que el marco del control de alimentos, igual que el control de materias primas, se creó sobre acuerdos con el comercio. La aplicación de acuerdos una vez realizados se confiaba además en parte a la cooperación de las organizaciones comerciales constituidas. Se hacía sentir responsable a la propia industria para la aplicación de todas las normas y regulaciones.[41]

También independiente de Consejo de Industrias Bélicas estaban los ferrocarriles nacionales, que recibieron la mayor atención del dictado público comparados con cualquier otra industria. De hecho, los ferrocarriles fueron expropiados y funcionaron directamente gestionados por el gobierno federal.

Tan pronto como EEUU entró en guerra, la administración pidió a los ferrocarriles que se unieran en uno debido al esfuerzo de la guerra. A los ferrocarriles les encantó obedecer y rápidamente formaron lo que iba a ser conocido como el Consejo Bélico de los Ferrocarriles, que prometía exactamente perseguir un objetivo que habían buscado desde hacía mucho en tiempo de paz: acabar con las actividades competitivas y coordinar las operaciones ferroviarias.[42] Daniel Willard, presidente de Baltimore & Ohio Railroad y predecesor de Bernard Baruch como jefe del CIB, informaba alegremente de que los ferrocarriles habían acordado dar a su Consejo Bélico autoridad total para ignorar los intereses ferroviarios individuales. Bajo su presidente, Fairfax Harrison de la Southern Railroad, el Consejo Bélico estableció un Comité de Servicios al Automóvil para coordinar los suministros nacionales de coches. Ayudando en el esfuerzo de coordinación estuvo la Comisión de Comercio Interestatal, el cuerpo normativo federal para los ferrocarriles desde hacía mucho tiempo. De nuevo el monopolio promovido públicamente fue una inspiración para muchos que miraban hacia la futura economía de tiempo de paz. Durante varios años los ferrocarriles habían estado reclamando una “dirección científica” como medio para lograr tarifas más altas de la CCI y una cartelización impuesta por el gobierno, pero se habían visto frustrados por la presión de los transportistas organizados, los usuarios industriales de los ferrocarriles.

Pero ahora incluso los transportistas estaban impresionados. Max Thelen, presidente de la Comisión de Ferrocarriles de California, presidente de la Asociación Nacional de Ferrocarriles y de la Comisión de Servicios públicos y principal portavoz de los transportistas organizados, estaba de acuerdo en que el problema crítico del ferrocarril era la “duplicación” y la “irracional” falta de una completa coordinación entre ferrocarriles. Y el senador Francis G. Newlands (D., Nev.), el congresista más poderoso sobre asuntos ferroviarios como presidente de un comité conjunto sobre regulación del transporte, opinaba que la experiencia de tiempo de guerra era “de alguna forma hacer añicos una visión antigua con respecto a las leyes antitrust”.[43]

Sin embargo pronto quedó claro que el sistema de coordinación privada voluntaria no estaba en realidad funcionando bien. Los departamentos de tráfico de las vías individuales persistían en prácticas competitivas, los sindicatos ferroviarios reclamaban persistentemente grandes aumentos de sueldos y ferroviarios y transportistas se peleaban sobre demandas de los ferrocarriles de un aumento general de tarifas. Todos los grupos creían que la coordinación regional y la eficiencia general se lograrían mejor con la operación federal directa de los ferrocarriles. Los transportistas propusieron primero el plan como un método para lograr coordinación y evitar tasas de envío más altas; los sindicatos secundaron el plan para obtener aumentos salariales del gobierno y los ferrocarriles estuvieron completamente de acuerdo cuando el presidente Wilson les aseguró que cada vía tendría garantizados sus beneficios de 1916-17 (dos años de beneficios inusualmente altos para la industria ferroviaria). Con el gobierno federal ofreciéndose a soportar los dolores de cabeza de la dislocación y gestión de tiempo de guerra mientras garantizaba a las vías un beneficio muy alto por no hacer nada, ¿por qué no deberían los ferrocarriles apresurarse a firmar el acuerdo?

El defensor más entusiasta en la administración de la operación federal de los ferrocarriles era el secretario de estado McAdoo, un exejecutivo ferroviario de Nueva York y socio cercano de los Morgan, que a su vez eran los principales aseguradores y dueños de bonos de ferrocarril. McAdoo fue premiado siendo nombrado jefe de la Administración de Ferrocarriles de Estados Unidos después de que Wilson expropiara los ferrocarriles el 28 de diciembre de 1917.

El gobierno federal por parte del orientado a Morgan, McAdoo, resultó ser una bonanza para los ferrocarriles de la nación. No solo los ferrocarriles estaban ahora completamente monopolizados por operación directa del gobierno, sino que también los ejecutivos particulares del ferrocarril se encontraban ahora armados con el poder coactivo del gobierno federal. Pues McAdoo eligió como asistentes directos a un grupo de altos ejecutivos de los ferrocarriles y todos los poderes de establecimiento de tarifas de la CCI se traspasaron a la Administración de Ferrocarriles, dominada por los ferroviarios durante ese tiempo.[44] Lo importante del cambio es que los ferrocarriles, aunque bastante responsables de la concepción y crecimiento de la CCI como agencia cartelizadora de la industria ferroviaria, habían visto el control de la CCI caer en las manos de los transportistas organizados en la década anterior a la guerra. Pero ahora el control bélico federal de los ferrocarriles estaba dejando a un lado de los transportistas.[45] El descarado nombramiento por McAdoo de hombres del ferrocarril para prácticamente todas las posiciones importantes en la Administración de Ferrocarriles, con la exclusión virtual de los transportistas y los economistas académicos, enfureció mucho a los transportistas, que habían lanzado una intensa campaña de críticas al sistema a mediados del verano de 1918. Esa campaña llego a su culminación cuando McAdoo entregó cada vez más la dirección de la AF, incluyendo el nombramiento de directores regionales, a su ayudante principal, el ejecutivo de ferrocarriles, Walker D. Hines. Transportistas y comisionados del CCI se quejaban de que

abogados de ferrocarriles de todo el país descendían a Washington, contaban sus tribulaciones a otros abogados de ferrocarriles que trabajaban en la oficina de McAdoo y se les “decía que fueran a una sala adyacente y dictaran las órdenes que querían”.[46]

Como en el casi del Consejo de Industrias Bélicas, los ejecutivos del ferrocarril usaron sus poderes coactivos públicos para dar un fuerte golpe a la diversidad y la competencia, en nombre del monopolio, en nombre de la “eficiencia” y la estandarización. De nuevo, con la oposición de los transportistas, la AF ordenó la estandarización obligatoria del diseño de locomotoras y equipamiento, eliminó servicios “duplicados” (es decir, en competencia) de pasajeros y transporte de carbón, cerró oficinas de tráfico fuera de línea y ordenó el cese de solicitudes competitivas de carga por los ferrocarriles.

Todos estos edictos redujeron los servicios de ferrocarril para los desamparados transportistas. Hubo otras reducciones coactivas de servicios. Una acabó con los privilegios de los transportistas de especificar rutas de cargo y por tanto de especificar las rutas más baratas para transportas sus bienes. Otra invertía la práctica de tiempo de paz de hacer a los ferrocarriles responsables de las pérdidas y daños en los envíos; por el contrario, toda la carga de la prueba se hizo recaer en los transportistas. Otra norma de la AF (el “plan diario de navegación”) ordenaba a los vagones de carga mantenerse en sus terminales hasta que se llenaran, recortando así drásticamente el servicio para transportistas de pueblos pequeños.

La concesión de un poder absoluto a la AF dominada por los ferrocarriles se cimentaba en la Ley de Control Federal de marzo de 1918, que legalizaba ex post facto la ilegal apropiación federal. Trabajando junto a los cabilderos del ferrocarril, la AF, con el pleno apoyo del presidente Wilson, fue capaz de pasar ene l Congreso la transferencia de los poderes de establecimiento de tarifas a ella misma desde la CCI. Además, se quitó todo el poder a las comisiones estatales de ferrocarriles, invariablemente dominadas por los transportistas.

La AF se apresuró a ejercitar estos poderes de fijación de tarifas, anunciando aumentos de tarifas de carga del 25% en general en la primavera de 1918, un acto que cimentó permanentemente la hostilidad de los transportistas hacia el sistema de operación federal. Para añadir el insulto a la injuria, las nuevas tarifas más altas se establecieron sin ninguna audiencia pública o consulta con otras instituciones o intereses afectados.

II.

Los historiadores han tratado generalmente la planificación económica de la Primera Guerra Mundial como un episodio aislado dictado por los requerimientos del momento y con poca importancia posterior. Pero, por el contrario, el colectivismo bélico sirvió como inspiración y modelo para un poderoso ejército de fuerza destinadas a forjar la historia de los Estados Unidos del siglo XX. Para las grandes empresas, la economía bélica fue un modelo de lo que podía lograrse con coordinación y cartelización nacional, estabilizando producción, precios y beneficios, reemplazando el laissez faire competitivo pasado de moda por un sistema que podían controlar ampliamente y que armonizaría las reclamaciones de varios grupos económicos poderosos. Era un sistema que ya había abolido mucha diversidad competitiva en nombre de la estandarización. La economía bélica entusiasmaba especialmente a líderes empresariales como Bernard Baruch y Herbert Hoover, que promovería la “asociación” cooperativa de grupos comerciales empresariales como secretario de comercio durante la década de 1920, un asociacionismo que abrió el camino al estatismo cooperativo de las AAA y NRA de Franklin Roosevelt.

El colectivismo bélico también resultaba un modelo para los intelectuales liberales de la nación, pues ahí había aparentemente un sistema que reemplazaba el laissez faire, no por los rigores y el odio de clase del marxismo proletario, sino por un nuevo estado fuerte, que planificaba y organizaba la economía en armonía con todos los grupos económicos importantes. Iba a ser, no por casualidad, un neomercantilismo, una “economía mixta”, muy poblada por estos mismos intelectuales liberales. Y finalmente, tanto las grandes empresas como los liberales vieron en el modelo bélico una forma de organizar e integrar a la a menudo revoltosa fuerza laboral como socio menor en el sistema corporativista, una fuerza a disciplinar por su propio liderazgo “responsable” de los sindicatos.

Durante el resto de su vida, Bernard Mannes Baruch buscó restaurar los rasgos distintivos del modelo de tiempo de guerra. Así, al resumir la experiencia del CIB, Baruch ensalzaba el hecho de que

Muchos hombres de negocios han experimento durante la guerra, por primera vez en sus carreras, las tremendas ventajas, tanto para ellos como para el público en general, de la combinación, de la cooperación y de la acción común.

Baruch pedía la continuidad de esas asociaciones corporativas, “creando normas” para eliminar el “despilfarro” (es decir, la competencia), para intercambiar información, para acordar canalizar la oferta y la demanda entre ellas, para evitar formas “extravagantes” de competencia y para asignar la ubicación de la producción. Completando el esquema de un estado corporativo, Baruch pedía que esas asociaciones fueran gobernadas por una agencia federal, ya fuera el Departamento de Comercio o la Comisión Federal de Comercio, “una agencia cuya tarea sería estimular, bajo una estricta supervisión del gobierno, esa cooperación y coordinación”.[47]

Baruch también imaginaba un consejo federal para la reeducación y canalización de la mano de obra después de la guerra. Como mínimo, pedía legislación de emergencia para el control de precios y para la coordinación y movilización industrial en caso de otra guerra.[48]

Durante del décadas de 1920 y 1930, Bernard Baruch sirvió como inspiración importante para acercarse a un estado corporativo; además, muchos de los líderes de este acercamiento fueron hombres que habían trabajado con él durante los excitantes días del CIB y que continuaron actuando abiertamente como “hombres de Baruch” en asuntos nacionales. Así, ayudado por Baruch, George N. Peek, de la Moline Plow Company, lanzó a principios de la década de 1920 una campaña de apoyo a los precios agrícolas a través de todos los cárteles organizados federalmente que iba a culminar con el Consejo Agrícola Federal del presidente Hoover y luego con la AAA de Roosevelt. El negocio de equipamiento agrícola de Peek, por supuesto iba a beneficiarse enormemente de las subvenciones agrarias. Hoover nombró como primer presidente del CAF nada menos que a la antigua mano derecha de Baruch desde la Primera Guerrra Mundial, Alexander Legge, de International Harvester, el principal fabricante de maquinaria agrícola. Cuando Franklin Roosevelt crea la AAA, ofrece primero el cargo de director a Baruch y luego le da el puesto al hombre de Baruch, George Peek.

Baruch tampoco se hizo de rogar a la hora de promover un sistema corporativista para la industria en su conjunto. En la primavera de 1930, Baruch propuso una reencarnación del CIB en tiempo de paz como “Tribunal supremo de la Industria”. En septiembre del año siguiente, Gerard Swope, cabeza de General Electric y hermano del hombre de máxima confianza de Baruch, Herbert Bayard Swope, presentaba un plan complejo para un estado corporativista que esencialmente revivía  el sistema de planificación en tiempo de guerra. Al mismo tiempo, uno de los amigos más antiguos de Baruch, el exsecretario William Gibbs McAdoo, estaba proponiendo un plan similar para un “Consejo de Industrias de la Paz”. Después de que Hoover decepcionara a sus antiguos socios rechazando el plan, Franklin Roosevelt lo encarnó en la NRA, seleccionando a Gerard Swope para ayudar a escribir el borrador final y eligiendo a otro discípulo de Baruch y ayudante de la Guerra Mundial, el general Hugh S. Johnson (también de la Moline Plow Company) para dirigir este importante instrumento del corporativismo del estado. Cuando se despidió a Johnson, se ofreció el puesto al propio Baruch.[49]

Otros cargos importantes de la NRA eran veteranos del movilización bélica. El jefe de personal de Johnson era otro viejo amigo de Baruch, John Hancock,  que había sido pagador general de la armada durante la guerra y había encabezado el programa industrial naval para el Consejo de Industrial Bélicas; otros altos cargos de la NRA fueron el Dr. Leo Wolman, que había encabezado la división de estadísticas de producción del CIB; Charles F. Homer, líder de la campaña de Préstamos de la Libertad en tiempo de guerra y el general Clarence C. Williams, que había sido jefe de la artillería a cargo de las compras del ejercito en tiempo de guerra. Otros veteranos del CIB en puestos destacados del New Deal fueron Isador Lubin, Comisionado de Estadísticas Laborales de Estados Unidos en el New Deal, el capitán Leon Henderson de la división de artillería del CIB y el senador Joseph Guffey (D., Pa.), que había trabajado en el CIB en conservación de petróleo y que ayudó a crear los controles de petróleo y carbón del New Deal en la Administración de Combustibles de tiempo de guerra.[50]

Otro promotor importante de la nueva cooperación subsiguiente a su experiencia como panificador en tiempo de guerra fue Herbert Clark Hoover. Tan pronto como acabó la guerra, encaró “reconstruir América” siguiendo las líneas de la cooperación en tiempo de paz. Pedía planificación nacional mediante “cooperación “voluntaria” entre empresarios y otros grupos económicos, bajo la “dirección central” del gobierno. El Sistema de la Reserva Federal asignaría el capital para industrias esenciales y así eliminaría los “desperdicios” competitivos del libre mercado. Y en su mandato como Secretario de Comercio durante la década de 1920, Hoover animaba asiduamente a la cartelización de la industria mediante asociaciones comerciales. Además de inaugurar el programa moderno de apoyo a los precios agrícolas en el Consejo Agrícola federal. Hoover reclamó a los compradores de café que formaran un cártel para rebajar los precios de compra, creó un cártel en el sector del caucho, llevó a la instria petrolera a buscar restricciones a la producción de petróleo en nombre de la “conservación”, trató repetidamente de aumentar precios, restringir la producción y animar cooperativas de mercadotecnia en la industria del carbón y trató de obligar a la industria textil del algodón a crear un cártel nacional para restringir la producción. En concreto, en tras la abolición en tiempo de guerra de miles de productos diversos en competencia, Hoover continuó imponiendo la estandarización y “simplificación” de materiales y productos durante la década de 1920. De esta forma, Hoover consiguió abolir o “simplificar” aproximadamente un millar de productos industriales. La “simplificación” la llevó a cabo el Departamento de Comercio en colaboración con comités de cada industria.[51]

Grosvenor Clarkson alababa el hecho de que

Es probable que nunca vuelva a haber tal multiplicidad de estilos y modelos en maquinaria y otros artículos pesados y costosos que había antes de las restricciones necesarias de la guerra. (…) Las ideas concebidas y aplicadas por el Consejo de Industria Bélicas en la guerra se están aplicando en la paz por parte del Departamento de Comercio.[52]

Los intelectuales liberales no fueron el grupo influyente menos deslumbrado y marcado por la experiencia del colectivismo bélico. Nunca antes tantos intelectuales y académicos se habían arremolinado en torno al gobierno para ayudar a planificar, regular y movilizar el sistema económico. Los intelectuales trabajaron como consejeros, técnicos, creadores de legislación y administradores de oficinas. Además, aparte de la recompensas de los recién adquiridos prestigio y poder, la economía bélica ofrecía a esos intelectuales la promesa de transformar la sociedad en una “tercera vía” completamente distinta del laissez faire pasado, que desdeñaban o el amenazante marxismo proletario, que denigraban y temían. Aquí había una economía corporativa planificada que parecía armonizar todos los grupos y clases bajo un estado-nación fuerte e influyente, con los propios liberales al timón o cerca de él. En un notable artículo, el profesor Leuchtenburg veía el colectivismo bélico como “un vástago lógico del movimiento progresista”.[53] Probaba el entusiasmo de los intelectuales progresistas por la transformación social efectuada por la guerra. Así, New Republic alababa el “revolucionamiento” de la sociedad por medio de la guerra; John Dewey alababa el reemplazo de la producción por el beneficio y “el absolutismo de la propiedad privada” por la producción para el uso. Los economistas estaban particularmente encantados por la “notable demostración del poder de la guerra para obligar a concertar esfuerzos y a la planificación colectiva” y pretendía “el mismo  tipo de dirección centralizada ahora empleado para matar a sus enemigos en el extranjero para el nuevo fin de reconstruir su propia vida en casa”.[54]

Rexford Guy Tugwell, siempre alerta para avanzar en la ingeniería social, pronto iba a mirar atrás tristemente al “socialismo de tiempo de guerra de Estados Unidos”, lamentando el find e la guerra, declaraba que “solo el armisticio impidió un gran experimento en el control de la producción, el control de los precios y el control del consumo”. Pues, durante la guerra, el viejo sistema de competencia industrial se había “derretido ante la fiereza del nuevo calor de la visión nacionalista”.[55]

No solo la NRA y la AAA, sino prácticamente todo el aparato del New Deal (incluyendo la llegada a Washington de un grupo de intelectuales liberales y planificadores) debí su inspiración al colectivismo bélico de la Primera Guerra Mundial. La Corporación de Finanzas de la Reconstrucción, fundada por Hoover en 1932 y expandida por el New Deal de Roosevelt, fue una resurrección y expansión de la antigua Corporación de Finanzas de la Guerra, que había prestado fondos públicos a empresas de armamentos. Además, Hoover, después de ofrecer el puesto a Bernard Baruch, nombró como primer presidente de la CFR a Eugene Meyer, Jr.,  un antiguo protegido de Baruch, que había sido director ejecutivo de la CFG. Mucho del antiguo personal de la CFG y los métodos de sus operaciones fueron asumidos físicamente por la nueva agencia. La Autoridad del Valle del Tennessee derivó de un proyecto público bélico de nitrato y energía eléctrica en Muscle Shoals y de hecho incluía la antigua planta de nitrato como uno de sus principales activos. Además, muchos de los defensores del poder público en el New Deal se habían formado en esas agencias bélicas como la Sección de Energía de la Emergency Fleet Corporation. E incluso el innovador forma corporativa del gobierno de la AVT se basaba en un precedente bélico.[56]

La experiencia bélica también proporcionó la inspiración para el movimiento de vivienda pública del New Deal. Durante la guerra, se crearon la Emergency Fleet Corp. y la United States Housing Corp. Para proporcionar viviendas para los trabajadores de la guerra. La guerra estableció el precedente de las viviendas federales y también formó a arquitectos como Robert Kohn, que actuó como jefe de producción de la división de vivienda del Consejo de Navegación de Estados Unidos. Después de la guerra, Kohn esta exultante porque “la guerra ha puesto la vivienda ‘en el mapa’ en este país” y el 1933, Kohn fue debidamente nombrado por el presidente Roosevelt para ser directos de la primera aventura del New Deal en la vivienda pública. Además, la Emergency Fleet Corp. y la United States Housing Corp. crearon comunidades de viviendas públicas a gran escala sobre principios de “ciudades jardín” planificadas (Yorkship Village, N.J.; Union Park Gardens, Del.; Black Rock and Crane Tracts, Conn.), principios finalmente recordados y puestos en práctica en el New Deal y posteriormente.[57]

Lo controles del petróleo y el carbón establecidos por el New Deal también se basaban en el precedente bélico de la Administración de Combustibles. De hecho, el senador Joseph Guffey (D., Pa.), líder en los controles del cabrón y el petróleo, había sido jefe de la sección del petróleo en el Consejo de Industrias Bélicas.

Profundamente impresionado con la “unidad nacional” y movilización logradas durante la guerra, el New Deal estableció las Fuerzas Civiles de Conservación para inspirar espíritu marcial en la juventud estadounidense. La idea era tomar a los “chicos vagabundos” de la calle y “movilizarlos” en una nueva forma de Fuerza Expedicionaria Estadounidense. En realidad el ejército dirigía los campos de las FCC: los reclutas se reunían en las agencias de reclutamiento del ejército, eran equipadas con ropas de la Primera Guerra Mundial y se congregaban en tiendas de ejército. La FCC, decía entusiasmada la gente del New Deal, había dado una nueva sensación de significado  a la juventud de la nación, en este nuevo “ejército forestal”. El portavoz de la Cámara de Representantes, Henry T. Rainey (D., Ill.) lo expresaba así:

[Los reclutas del FCC] están también bajo formación militar y cuando la acaban (…) al mejorar en salud y evolucionar mentalmente y ser ciudadanos más útiles (…) constituirán un núcleo muy valioso para un ejército.[58]

III.

Una evidencia particularmente buena de la profunda huella del colectivismo bélico fue la reticencia de muchos de sus líderes a abandonarlo cuando se acabó por fin la guerra. Los líderes empresariales presionaron sobre dos objetivos en la posguerra: la continuación de la fijación pública de precios para protegerlos contra una esperada deflación de posguerra y un intento de rango más amplio de promover la cartelización industrial en tiempo de paz. En particular, los empresarios querían que los precios máximos (que habían servido en su lugar como mínimos) sencillamente se convirtieran directamente en mínimos para el periodo de posguerra. Además, las cuotas para restringir la producción, solo tenían que seguir funcionando como una abierta cartelización para aumentar los precios en tiempo de paz.

Consiguiente muchos de los comités industriales de servicios de guerra y sus secciones contrapartes en el CIB pedían la continuación del CIB y su sistema de fijación de precios. En particular, los jefes de sección pedían invariablemente que se continuara con el control de precios en aquellas industrias que temían una deflación posbélica, mientras defendían una vuelta a un mercado libre en donde la industria específica esperara un auge continuado. Así, el profesor Himmelberg concluía:

Los jefes de sección en sus recomendaciones al Consejo seguían constantemente los deseos de sus industrias en reclamar protección si la industria esperaba bajadas de precios y relajar todos los controles cuando la industria esperara un mercado favorable de posguerra.[59]

Robert S. Brookings, presidente del Comité de Fijación de Precios del CIB, declaraba que el CIB sería “tan útil (…) durante el periodo de reconstrucción como nos ha sido durante el periodo de guerra a la hora de estabilizar valores”.[60]

Entretanto, desde el mundo de la gran empresa Harry A. Wheeler, presidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, presentaba a Woodrow Wilsona principios de octubre de 1918 un ambicioso plan para una “Comisión de Reconstrucción”, compuesta por todos los intereses económicos de la nación.

También participó el propio CIB y pidió al presidente que le permitiera continuar después de la guerra. El propio Baruch pidió a Wilson la continuación de al menos las política de fijación de precios mínimos del CIB. Sin embargo, Baruch estaba engañando a la gente cuando preveía un CIB de posguerra como guardín tanto contra la inflación como contra la deflación: no había ninguna inclinación a imponer precios máximos contra la inflación.

El gran problema con estos ambiciosos planes tanto de la industria como del gobierno era el propio presidente Wilson. Tal vez su persistente apego a los ideales, o al menos a su retórica, de libre competencia impedía al presidente dar ninguna atención favorable a estos planes de posguerra.[61] El apego fue alimentado especialmente por el secretario de guerra, Newton D. Baker,  el más cercano a ser un creyente en el laissez faire de todos los asesores de Wilson. A lo largo de octubre de 1918, Wilson rechazó todas estas propuestas. La respuesta de Baruch y del CIB fue presionar más a Wilson a principios de noviembre, prediciendo y diciendo públicamente que el CIB sería definitivamente necesario durante la desmovilización. Así el New York Times reportaba, el día después del armisticio, que

Los cargos del Consejo de Industrias Bélicas declararon que habría mucho trabajo a realizar por esa organización. No preveían ninguna dislocación industrial grave con el control férreo público sobre todas las industrias y material bélicos.[62]

Sin embargo el presidente se mantuvo en sus trece y el 23 de noviembre ordenaba la completa disolución del CIB al acabar el año. Los decepcionados cargos del CIB aceptar la decisión sin protestar, en parte porque esperaban la oposición el Congreso a cualquier intento de continuar, en parte por la hostilidad a la continuación de los controles de las industrias que preveían un auge. Así, a la industria del zapato le fastidiaba especialmente la continuación de los controles.[63] Las industrias a favor de los controles, sin embargo, pidieron al CIB que al menos ratificaran sus propios precios mínimos y acuerdos para restringir la producción para el próximo invierno y hacerlo antes de la disolución de la agencia. El consejo estuvo muy tentado de realizar este abuso final y de hecho su asesoría jurídica le informó de que podía continuar con éxito esos controles más allá de la vida de la agencia, incluso contra la voluntad del presidente. Sin embargo el CIB rechazó a regañadientes estas solicitudes para ácidos, zinc y manufacturas del acero el 11 de diciembre.[64] Sin embargo solo rechazó los planes de fijación de precios porque temía ser contradicho por los tribunales si el Fiscal General recurría esa decisión.

Una de las defensoras más ardientes de continuar el control de precios del CIB fue la gran industria del acero. Dos días después de armisticio, el juez Gary, de US Steel, pedía al CIB que continuara con sus regulaciones y declaraba que “Los miembros de la industria del acero desean cooperar entre sí de todas las formas adecuadas”. Gary pedía una extensión de tres meses de la fijación de precios, con posteriores reducciones graduales que impedirían una retorno a una competencia “destructiva”. Baruch replicó que estaba personalmente “dispuesto a llegar hasta el mismo límite”, pero que estaba bloqueada por la actitud de Wilson.[65]

Si el propio CIB no podía continuar, tal vez la cartelización de tiempo de guerra podría persistir en otras formas. Durante noviembre, Arch W. Shaw, industrial de Chicago y jefe de la División de Conservación del CIB (cuyo trabajo en tiempo e guerra de animar a la estandarización se había transferido al Departamento de Comercio) y el secretario de comercio, William Redfield, acordaron una propuesta para permitir a los manufactureros a colaborar en “la adopción de planes para la eliminación de desperdicio innecesario por interés público”, bajo la supervisión de la Comisión Federal de Comercio. Cuando se cerró esta propuesta, Edwin B. Parker, comisionado de prioridades del CIB, propuso a finales de noviembre una propuesta de abierta cartelización que permitiría a la mayoría de las empresas en cualquier sector concreto establecer cuotas de producción que tendrían que cumplir todas las empresas de esa industria. El plan de Parker se ganó la aprobación de Baruch, Peek y numerosos otros cargos públicos y empresarios, pero la asesoría jurídica del CIB advirtió que el Congreso nunca daría su consentimiento.[66] Otra propuesta que interesó a Baruch fue planteada por Mark Requa, subadministrador de alimentos, que proponía un Consejo de Comercio de Estados Unidos para animar y regular acuerdos industriales que “promovieran el bienestar nacional”.[67]

Fuera cual fuera la razón, Bernard Baruch no presionó lo suficiente sobre estas propuestas, así que murieron en la viña. Sin embargo, si Baruch no presionó lo suficiente, su socio George Peek, jefe de la División de Productos Terminados del CIB, no fue tan reticente. A mediados de diciembre de 1918, Peek escribía a Baruch que la época de la posguerra debía mantener los “beneficios de la cooperación apropiada”. En particular:

Debería aprobarse la legislación apropiada para permitir la colaboración en la industria para que las lecciones que hemos aprendido durante la guerra puedan capitalizarse (…) en tiempo de paz. (…) Conservación, (…) estandarización de productos y procesos, fijación de precios bajo ciertas condiciones, etc., deberían continuar con la cooperación del gobierno.[68]

A finales de diciembre, Peek estaba proponiendo legislación para

algún tipo de Oficina de Urgencia de Paz (…) para que los empresarios puedan, de acuerdo con dicha oficina, tener una oportunidad de reunirse y cooperar con la cooperación gubernamental.[69]

Los principales grupos empresariales apoyaron planes similares. A principios de diciembre, la Cámara de Comercio de Estados Unidos pidió una reunión de los diversos comités industriales de servicios de guerra para agruparse como un “Congreso de Reconstrucción de la Industria Estadounidense”. El Congreso de Reconstrucción pedía la revisión de la Ley Sherman para permitir acuerdos “razonables” de comercio bajo un órgano supervisor. Además, un referéndum nacional en la cámara, a principios de 1919 aprobaba esa propuesta con una abrumadora mayoría y el presidente Harry Wheeler reclamaba la “aceptación cordial por el negocio organizado” de regulación que ratificaría los acuerdos empresariales. La Asociación Nacional de Manufacturas, antes de la guerra defensora de la competencia, apoyaba cálidamente los mismos objetivos.

La última bocanada de la cartelización bélica se produjo en febrero de 1919 con la creación por el Departamento de Comercio del Consejo Industrial.[70] El secretario de comercio, William C. Redfield, expresidente de la American Manufacturers Export Association, había defendido desde hacía mucho la opinión que el gobierno debía promover y coordinar la cooperación industrial. Redfield veía aparecer una cuña con la transferencia de la División de Conservación del CIB a su departamento poco después del armisticio. Redfield continuó con el estímulo de tiempo de guerra de las asociaciones comerciales y para ese fin  creó un consejo asesor de antiguos cargos del CIB. Uno de esos asesores era George Peek, otro era el ayudante de Peek en el CIB, el ejecutivo maderero de Ohio William M. Ritter. Fue Ritter en realidad quien dio la ieda del Consejo Industrial.

El Consejo Industrial, concebido por Ritter en enero de 1919 y adoptado e impulsado con entusiasmo por el secretario Redfield, fue un pan astuto. Externamente, y tal y como lo promovió el presidente Wilson y otros en la administración y el Congreso, el consejo era sencillamente un dispositivo para conseguir mayores reducciones de precios y por tanto para rebajar el inflado nivel general de precios y estimular la demanda de consumo. Por tanto aparentemente no tenía nada que ver con la anterior dirección cartelizadora y por tanto se ganó la aprobación del presidente, que creó en nuevo consejo a mediados de febrero. A petición de Ritter, George Peek fue nombrado presidente del CI; otros miembros incluían al propio Ritter; George R. James, jefe de una empresa de productos deshidratados y expresidente de la sección del algodón y el hilo del CIB; el fabricante de piezas de acero Samuel P. Bush, exjefe de la División de Instalaciones del CIB; el fabricante de productos de acero de Atlanta, Thomas Glenn, también un veterano del CIB, y dos “extraños”, uno representando al Departamento de Trabajo y otro a la Administración de Ferrocarriles.

Pronto el CI hizo ver su propósito rea, pero previamente camuflado: no reducir, sino estabilizar los precios a los altos niveles existentes. Además, el método de estabilización sería el ansiado pero previamente rechazado camino de ratificar acuerdos industriales de precios a los que se llegaba en colaboración con el consejo. Decidiéndose por esta política cartelizadora a principios de marzo, el CI intentó su primera aplicación poco sorprendentemente en una conferencia con la industria del acero en 19-20 de marzo de 1919. Abriendo la conferencia, el presidente George Peek declaraba que el evento podría resultar “marcar una época”, especialmente en establecer “una cooperación real genuina entre gobierno, industria y mano de obra, de forma que podamos eliminar la posibilidad de fuerzas destructivas”.[71] Por supuesto, los hombres del acero estaban encantados, alabando la “gran oportunidad (…) para llegar a un contacto cercano con el propio gobierno”.[72] El CI dijo a la industria del acero que cualquier acuerdo para mantener precios acordado por la conferencia sería inmune ante las leyes antitrust. No solo la lista de precios ofrecida por el CI a los hombres del acero aún muy alta incluso para aunque fuera ligeramente inferior a los precios existentes, sino que Peek acordó anunciar en público que los precios del acero no bajarían más en lo que quedaba de año. Peek aconsejó a los hombres del acero que esta declaración sería su mayor activo, pues “no sé qué no habría dado en mi pasado si en mi propia empresa pudiera haber dicho que el gobierno de Estados Unidos dice que este es el precio más bajo que se pueda conseguir”.[73]

El acuerdo CI-acero rebajaba los precios del acero en un modesto 10 al 14%. Los productores pequeños de al to coste estaban disgustados, pero las grandes acereras dieron la bienvenida al acuerdo como una reducción coordinada y ordenada de los precios inflados y especialmente dieron la bienvenida a la garantía del Consejo del precio fijado para el resto del año.

El eufórico CI procedió a realizar conferencias similares para las industrias del carbón y los materiales de construcción, pero aparecieron rápidamente dos nubes oscuras: el rechazo de la Administración de Ferrocarriles del propio gobierno para fijar el precio fijado y acordado para las vías de acero y para el carbón y la preocupación del Departamento de Justicia por la evidente violación de las leyes antitrust. Los hombres del ferrocarril que dirigían la AF se oponían especialmente al precio reducido pero todavía alto que se iban a ver obligados a pagar por las vías de acero, a un tipo que declaraban que era al menos dos dólares por tonelada por encima del precio del mercado libre. Walker D. Hines, jefe de la AF denunció al CI como una agencia de fijación de precios, dominada por el acero y otras industrias y pedía su abolición. Esta reclamación fue secundada por el poderoso secretario del Tesoro, Carter Glass. El Fiscal General coincidía en que la política del CI era una fijación ilegal de precios y violaba las leyes antitrust. Finalmente, el presidente Wilson disolvió el Consejo Industrial a principios de mayo de 1919: la planificación industrial bélica por fin se había disuelto y su cartelización formal iba a reaparecer una década y media después.

Aun así seguían quedando remanentes del colectivismo bélico. El alto precio mínimo del trigo en tiempo de guerra de 2,26$ el bushel se mantuvo para la cosecha de 1919, continuando hasta junio de 1920. Pero el resto más importante del colectivismo bélico fue la Administración de Ferrocarriles. Cuando William Gibbs McAdoo dimitió como jefe de la AF al final de la guerra, fue sucedido por el antes jefe operativo de facto, el ejecutivo de ferrocarriles Walker D. Hines. No se reclamó una vuelta inmediata a la operación privada, porque el sector del ferrocarril estaba generalmente de acuerdo en una regulación drástica para educir o eliminar la “derrochadora” competencia en el ferrocarril y coordinar el sector, para fijar precios para asegurar un “beneficio justo” y para prohibir huelgas mediante arbitraje obligatorio. Este era el impulso general del sentimiento ferroviario. Además, estando bajo el control efectivo de la AF, no había prisa para que las vías volvieran a la operación y jurisdicción privadas por medio del menos fiable CCI. Aunque el plan de McAdoo de posponer cinco años la fecha establecida de 1920 para la vuelta a la operación privada obtuvo poco apoyo, el Congreso procedió a usar este tiempo durante 1919 para reforzar la monopolización de los ferrocarriles.

En nombre de la “gestión científica”, el senador Albert Cummins (R., Iowa) procedió a conceder los sueños más apreciados por los ferrocarriles. La propuesta de Cummins, aprobada con entusiasmo por Hines y el ejecutivo de ferrocarriles, Daniel Willard, ordenaba la consolidación de numerosos ferrocarriles y establecería las tarifas ferroviarias de acuerdo con un retorno “justo” y fijo sobre la inversión de capital. Se prohibirían las huelgas y todas las disputas laborales se resolverían por arbitraje obligatorio. Por su parte, la Asociación de Ejecutivos del Ferrocarril presentaba un plan legislativo similar a la propuesta de Cummins. También era similar a la propuesta de Cummins la de la Asociación Nacional de Propietarios de Acciones Ferroviarias, un grupo compuesto principalmente por cajas de ahorros y empresas de seguros. Frente a estos planes, la Liga Nacional de Ciudadanos de Ferrocarriles, compuesta por inversores individuales en ferrocarriles, proponía una consolidación obligatoria en una corporación nacional del ferrocarril y una garantía de ganancias mínimas para esta nueva compañía.

Todos estos planes estaban pensados para inclinar el equilibrio prebélico claramente a favor de los ferrocarriles y en contra de las navieras y, como consecuencia, la propuesta de Cummins, al ser aprobada en el Senado, generó problemas en la Cámara. El problema fue fomentado por las navieras, que reclamaban una vuelta al antiguo estatus quo cuando estaba al mando el CCI dominado por las navieras. Además, la experiencia bélica había resultado amarga para las navieras, que, junto con el propio CCI, reclamaban una vuelta al servicio de calidad superior proporcionado por la competencia del ferrocarril en lugar de la mayor monopolización proporcionada por las diversas leyes del ferrocarril. Sin embargo no resulta ninguna sorpresa que uno de los principales grupos empresariales fuera del ferrocarril fuera la Asociación de Negocios Ferroviarios, un grupo de fabricantes y distribuidores de suministros y equipos ferroviarios. La Cámara de Representantes, a su vez, aprobó la Ley Esch, que esencialmente restablecía el gobierno del CCI anterior a la guerra.

El presidente Wilson había puesto presión sobre el Congreso para tomar una decisión, amenazando con la vuelta de los ferrocarriles a la operación privada, dando la fecha del 1 de enero 1920, pero, bajo la presión de las ferroviarias que ansiaban impulsar la propuesta de Cummins, Wilson extendió el plazo hasta el 1 de marzo. Finalmente, el comité de la conferencia conjunta del Congreso informó de la Ley de Transportes de 1920, un compromiso que era esencialmente la Ley Esch que devolvía los ferrocarriles al CCI anterior a la guerra, pero añadiendo las disposiciones de Cummins  de una garantía por dos años para que los ferrocarriles establecieran tarifas que proporcionaran un “beneficio justo” del 5,5% en la inversión. Además, por el acuerdo tanto de navieras como ferroviarias, el poder para establecer tarifas mínimas ferroviarias se concedía ahora al CCI. Este acuerdo era el producto de ferrocarriles ansiosos por establecer un mínimo en las tarifas de carga y las navieras ansiosas de proteger incipientes transportes por canal contra la competencia ferroviaria. Además, aunque las protestas de los sindicatos ferroviarios bloquearan la disposición de la prohibición de huelgas, se creó un Consejo Laboral del Ferrocarril para tratar de resolver disputas laborales.[74]

Con la vuelta de los ferrocarriles a la operación privada en marzo de 1920, el colectivismo bélico finalmente parecía por fin desaparecer de la escena estadounidense. Pero realmente nunca desapareció, pues la inspiración y modelo que generó para un estado corporativo en Estados Unidos continuó guiando a Herbert Hoover y otros líderes en la década de 1920 y volvió enteramnte con el New deal y en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, proporcionó las líneas maestras para el estado monopolista corporativo que iba a establecer el New Deal, aparentemente de forma permanente, en los Estados Unidos de América.


Publicado originalmente el 13 de diciembre de 2011. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

[1] De A New History of Leviathan, Ronald Radosh y Murray N. Rothbard, eds., Nueva York: E.P. Dutton & Co., 1972, pp. 66–110).

[2] Sobre las actitudes de los mercantilistas hacia el trabajo, ver Edgar S. Furniss, The Position of the Laborer in a System of Nationalism (Nueva York: Kelley & Millman, 1957). Así, Furniss cita al mercantilista inglés William Petyt, que hablaba del trabajo como un “material capital (…) rudo e indigesto (…) encomendado a las manos de la autoridad suprema, en cuya prudencia y disposición está mejorar, gestionar y moldearlo con más o menos ventajas”. Furniss añade que “es característico de estos escritores que estuvieran tan dispuestos a confiar en la sabiduría del poder civil para ‘mejorar, gestionar y moldear’ el material económico en bruto de la nación” (p. 41).

[3] Sobre el papel de la dinastía de los Morgan y otros lazos económicos con los aliados en llevar a la entrada estadounidense en la guerra, ver Charles Callan Tansill, America Goes to War (Boston: Little, Brown & Co., 1938), pp. 32–134.

[4] Citado en Paul A. C. Koistinen, “The ‘Industrial-Military Complex’ in Historical Perspective: World War I”, Business History Review (Invierno de 1967), p. 381.

[5] El principal historiador de la movilización de la industria de la Primera Guerra Mundial, siendo él mismo un participante importante y director del Consejo de Defensa Nacional, escribe con desprecio que las escasas excepciones al coro de la aprobación empresarial “revelaban una falta considerable (…) de aquella unidad de voluntad para servir a la Nación que era esencial para fusionar los sarmientos del individualismo en el inquebrantable haz de la unidad nacional”. Grosvenor B. Clarkson, Industrial American the World War (Boston: Houghton Muffin Co., 1923), p. 13. Por cierto que el libro de Clarkson fue subvencionado por Bernard Baruch, la cabeza visible del colectivismo bélico industrial: el manuscrito fue revisado cuidadosamente por uno de los principales ayudantes de Baruch. Clarkson, un hombre de relaciones públicas y ejecutivo de publicidad, había iniciado sus intentos dirigiendo la publicidad para la campaña de preparación industrial de Coffin de 1916. Ver Robert D. Cuff, “Bernard Baruch: Symbol and Myth in Industrial Mobilization”, Business History Review (Verano de 1969), p. 116.

[6] Clarkson, op. cit., p. 21.

[7] Ibíd.

[8] Koistinen, op. cit., p. 385.

[9] En el origen de la idea del CDN estuvo el Dr. Hollis Godfrey, presidente del Instituto Drexel, una organización de formación industrial y educación directiva. También influyó en la creación del CDN el Consejo Kerner que aunaba civiles y militares, encabezado por el coronel Francis J. Kerner, y que incluía como miembros civiles: Benedict Crowell, presidente de Crowell & Little Construction Co. de Cleveland y posteriormente subsecretario de Guerra y R. Goodwyn Rhett, presidente del People’s Bank de Charleston y también presidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Ibíd., pp. 382, 384.

[10] Como uno de muchos ejemplos, el “Comité Cooperativo sobre el Cobre” del CDN estaba compuesto por: el presidente de Anaconda Copper, el presidente de Calumet and Hecla Mining, el vicepresidente de Phelps Dodge, el vicepresidente de Kennecott Mines, el presidente de Utah Copper, el presidente de United Verde Copper y  Murray M. Guggenheim de los intereses de la poderosa familia Guggenheim. Y el American Iron and Steel Institute nombraba a los representantes del sector del hierro y el acero. Clarkson, op. cit., pp. 496–497; Koistinen, op. cit., p. 386.

[11] Clarkson, op. cit., p. 28.

[12] Scott y Willard fueron sucesivamente presidentes, puesto que fue ofrecido luego a Homer Ferguson, presidente de la Newport News Shipbuilding Co. y posterior jefe de la Cámara de Comercio de Estados Unidos.

[13] Clarkson, op. cit., p. 63.

[14] Ibíd., pp. 154, 159.

[15] Ibíd., p. 215.

[16] Ibíd., p. 230.

[17] Margaret L. Coit, Mr. Baruch (Boston: Houghton Muffin Co., 1957), p. 219.

[18] Clarkson, op. cit., p. 312.

[19] Ibíd., p. 303.

[20] Ibíd., pp. 300-301.

[21] Ibíd., p. 309. Sobe el Consejo de Industrias Bélicas, las secciones d productos y sobre el sentimiento de las grandes empresas abriendo paso al sistema coordinado industria-gobierno, ver James Weinstein, The Corporate Ideal in the Liberal State, 1900- 1918 (Boston: Beacon Press, 1969), p. 223 y passim.

[22] En The Nation’s Business (Agosto de 1918), pp. 9-10. Citado en Koistinen, op cit., pp. 392-393.

[23] Clarkson, op. cit., p. 313.

[24] Ver George P. Adams, Jr., Wartime Price Control (Washington, D.C.: American Council on Public Affairs, 1942), pp. 57, 63-64. Como ejemplo, el gobierno fijó el precio del cobre f.o.b. en Nueva York a 23½ centavos la libra. La Utah Copper Co., que producía más del 8% del cobre total, había estimado costes de 11,8 centavos la libra. De esta manera, Utah Copper tenía garantizado un beneficio de casi 100% por encima de los costes. Ibíd., p. 64n.

[25] Clarkson, op. cit.

[26] Adams, op. cit., pp. 57-58.

[27] Weinstein, op. cit., pp. 224-225.

[28] Melvin I. Urofsky, Big Steel and the Wilson Administration (Columbus, Ohio: Ohio State University Press, 1969), pp. 152-153.

[29] Urofsky, op. cit., pp. 153-157. En su importante estudio de las relaciones negocios-gobierno en el Consejo de Industrias Bélicas, el profesor Robert Cuff ha concluido que la regulación federal de la industria fue modelada por los líderes de las grandes empresas y que las más tranquilas relaciones entre gobierno y grandes empresas fueron en aquellas industrias, como el acero, en las que los líderes industriales ya se habían comprometido a buscar una cartelización patrocinada por el gobierno. Robert D. Cuff, “Business, Government, and the War Industries Board” (Tesis doctoral en historia, Universidad de Princeton, 1966).

[30] Urofsky, op. cit., p. 154.

[31] En Iron Age (27 de septiembre de 1917). Citado en Urofsky, pp. 216-217

[32] Urofsky, pp. 203-206. Ver también Robert D. Cuff y Melvin I. Urofsky, “The Steel Industry and Price-Fixing During World War I”,Business History Review (Otoño de 1970), pp. 291-306.

[33] Urofsky, op. cit., pp. 228-233.

[34] Paul Willard Garrett, Government Control Over Prices (Washington, D.C.: Government Printing Office, 1920), p.42.

[35] Garrett, op. cit., p. 56.

[36] Ibíd., p. 66.

[37] Ibíd., p. 73.

[38] Ver Robert F. Smith, The United States and Cuba (Nueva York: Bookman Associates, 1960), pp. 20-21.

[39] Smith, op. cit., p. 191.

[40] Garrett, op. cit., pp. 78-85.

[41] Ibíd. pp. 55-56.

[42] Ver K. Austin Kerr, American Railroad Politics, 1914–1920 (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1968), pp. 44 ss.

[43] Kerr, op. cit., p.48.

[44] El “gabinete” de McAdoo, que le auxiliaba en la dirección de los ferrocarriles, incluía a Walker D. Hines y Edward Chambers, respectivamente presidente del consejo y vicepresidente de Santa Fe R.R.; Henry Walters, presidente del consejo de Atlantic Coast R.R.; Hale Holden, deBurlington R.R.; A.H. Smith, presidente de New York Central R.R.; John Barton Payne, exjefe del consejo de Chicago Great Western R.R.; y el interventor de la moneda John Skelton Williams, expresidente del consejo de Seaboard R.R. Hines iba a ser el principal asistente, Payne se convirtió en jefe de tráfico. La División de Operaciones estaba encabezada por Carl R. Gray, presidente de Western Maryland R.R. Un sindicalista, W.S. Carter, jefe del sindicato de bomberos e ingenieros, fue nombrado para encabezar la División de Trabajo.

[45] Kerr, op. cit., pp. 14-22.

[46] Ibíd., p. 80.

[47] Bernard M. Baruch, American Industry in the War (Nueva York: Prentice-Hall, 1941), pp. 105-106.

[48] Coit, op. cit., pp. 202-203, 218.

[49] Ibíd., pp. 440-443.

[50] Ver William E. Leuchtenburg, “The New Deal and the Analogue of War”, en John Braeman et al., eds., Change and Continuity in Twentieth-Century America (Nueva York: Harper & Row, 1967), pp. 122-123.

[51] Ver Herbert Hoover, Memoirs (Nueva York: Macmillan, 1952), Vol. II, pp. 27, 66-70; sobre Hoover y las industrias exportadoras, Joseph Brandes, Herbert Hoover and Economic Diplomacy (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1962); sobre la industria petrolera, Gerald D. Nash, United States Oil Policy, 1890–1964 (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 1968); sobre el carbon, Ellis W. Hawley, “Secretary Hoover and the Bituminous Coal Problem, 1921–1928”, Business History Review (Autumn, 1968), pp. 247-270; sobre los textiles del algodón, Louis Galambos, Competition and Cooperation (Baltimore: Johns Hopkins Press, 1966).

[52] Clarkson, op. cit., pp. 484-485.

[53] Leuchtenburg, op. cit., p. 84n.

[54] Ibíd., p. 89.

[55] Ibíd., pp. 90-92. Eran consideraciones muy similares a las que también llevaron a muchos intelectuales liberales, incluyendo especialmente a los de New Republic, hacia una admiración al menos temporal por el fascismo italiano. Así, ver John P. Diggins, “Flirtation with Fascism: American Pragmatic Liberals and Mussolini’s Italy”, American Historical Review (Enero de 1966), pp. 487-506.

[56] Leuchtenburg, op. cit., pp. 109-110.

[57] Ibid., pp. 111-112.

[58] Ibíd., p. 117. Roosevelt nombró al sindicalista Robert Fechner, antes dedicado al trabajo sindical bélico, como director del FCC para proporcionar un camuflaje civil al programa. P. 115n.

[59] Robert F. Himmelburg, “The War Industries Board and the Antitrust Question in November 1918”, Journal of American History (Junio de 1965), p. 65.

[60] Ibíd.

[61] Ibíd. pp. 63–64; Urofsky, op. cit., pp. 298-299.

[62] Citado en Himmelburg, p. 64.

[63] A favor de la continuación de los controles de precios estaban industrias como la química, hierro y acero, madera y productos acabados en general. Las industrias opuestas incluían abrasivos, productos de automoción y periódicos. Ibíd., pp. 62, 65.

[64] Urofsky, op. cit., pp. 306-307.

[65] Ibíd., pp. 294-302.

[66] Himmelberg, op. cit., pp. 70-71.

[67] Ibid., p. 72; Weinstein, op. cit., pp. 231-232.

[68] Himmelberg, op. cit., p. 72.

[69] Robert D. Cuff, “A ‘Dollar-a-Year Man’ in Government: George N. Peek and the War Industries Board”. Business History Review (Invierno de 1967), p. 417.

[70] Sobre el Consejo Industrial, ver Robert F. Himmelberg, “Business, Antitrust Policy, and the Industrial Board of the Department of Commerce, 1919”, Business History Review (Primavera de 1968), pp. 1-23.

[71] Himmelburg, “Industrial Board”, p. 13.

[72] El profesor Urofsky conjeturaba de las reducciones de precios ordenadas y muy moderadas en el acero durante los primeros meses de 1919 que Robert S. Brookings había dado en secreto luz verde a la industria del acero para proceder con su propia fijación de precios.

[73] Himmelburg, “Industrial Board”, p. 14n.

[74] Sobre las maniobras que llevaron a la Ley de Transportes de 1920, ver err, op. cit., pp. 128-227.

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