El milagro alemán frente al estado del bienestar

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[Capítulo 12 de Prosperity Through Competition, 1957]

Cada vez que hablo del tema de la “seguridad social”, corro el riesgo de ser acusado de pasarme. Si puedo hablar menos como un ministro de asuntos económicos y más como economista político, parecería natural para quienes conocen el tema que dentro de la esfera de la economía social e mercado el ministro de asuntos económicos tenga todas la razones para interesarse por la evolución de nuestra política social. La economía social de mercado no puede florecer si la actitud espiritual sobre la que se basa (es decir, la disposición a asumir la responsabilidad del propio destino y a participar en una competencia libre y honrada) se ve socavada por medidas aparentemente sociales en campos cercanos. Si se está dispuesto a pensar sobre este problema, se entiende que la estupidez de poner límites demasiado estrechos a la discusión. Una división hermética solo podría defenderse si las acciones de todos los que influyen en las condiciones económicas parten de una actitud común, si apoyan sin reservas el orden que la economía de mercado quiere crear. Dicho brevemente, todos tendrían que tirar en la misma dirección.

He destacado repetidamente que considero indivisible la libertad personal. Con esta convicción, he trabajado desde 1948 para reducir todas las restricciones económicas. Un orden económico libre solo puede continuar mientras la vida social de la nación incluya el máximo de libertad, de iniciativa privada y de previsión.

Si, por el contrario, la política social busca dar al hombre una seguridad completa desde el momento del nacimiento y protegerle absolutamente de los riesgos de la vida, entonces no puede esperarse que la gente desarrolle completamente esa energía, empeño, iniciativa y otras virtudes humanas que son vitales para la vida y el futuro de la nación y que, además, son los requisitos para una economía social de mercado basada en la iniciativa individual. Debe destacarse la relación íntima entre política económica y social: de hecho, cuanto más éxito tenga la política económica que pueda realizarse,  menores medidas de política social serán necesarias.

No debería negarse que en los países industriales modernos, incluso una buena política económica tendrá que verse complementada por medidas de política social. Por otro lado, es verdad si se dice que toda ayuda social eficaz tendrá que basarse en una renta nacional adecuada y creciente, lo que significa una economía eficiente. Así que interesa a toda política social orgánica garantizar una economía sólida y en expansión y preocuparse por que se mantengan y extiendan los principios que guían esta economía.

Como consecuencia de la transferencia de rentas mediante presupuestos sociales, que hoy desempeña un papel importante en el proceso de distribución económica, ahora hay una íntima interdependencia entre política económica y social. Una política económica nacional de neutralidad y autonomía es por tanto cosa del pasado. Tiene que dar paso a una política social que esté íntimamente ajustada con la política económica. La política social no debe dañar la productividad económica nacional, ni siquiera indirectamente, y no debe ir en contra de los principios básicos del orden económico del mercado.

Si queremos garantizar un orden económico social y social libre, resulta esencial lograr libertad con una política social igualmente amante de la libertad. Por eso, por ejemplo, es contradictorio excluir a la iniciativa, la previsión y la responsabilidad privada del orden económico del mercado, incluso cuando la persona no esté en una situación material de ejercitar esas virtudes. La libertad económica y el seguro obligatorio no son compatibles.

Otras relaciones especiales entre política económica y social se mencionarán más adelante con más detalle. Aquí debería señalarse que cualquier política social que no considere la estabilización de la divisa como de importancia primordial debe crear los mayores peligros para la economía social de mercado.

La mano en el bolsillo del vecino

Este peligro debe combatirse con energía. Existen más diferencias de opinión en este punto que en cualquier otro problema. Algunos dicen que la felicidad y el bienestar de la gente se basan en alguna forma de solidaridad general y que se debería progresar en este camino, al final del cual, por supuesto, se encuentra el poder del estado. La vida calma y confortable así buscada quizá no sea de lujo, pero podría ser más segura. Esta forma de vivir y pensar se expresa visiblemente en el llamado estado de bienestar. Por otro lado, los intentos del individuo de ser ahorrador por sí mismo y de pensar en su futuro, su familia y su vejez no pueden derogarse, aunque se hayan realizado grandes esfuerzos para acabar indirectamente con la conciencia humana.

En tiempos recientes, me ha alarmado frecuentemente la poderosa llamada a la seguridad colectiva en la esfera social. ¿A dónde nos dirigimos y cómo vamos a mantener el progreso si adoptamos cada vez más un modo de vida en el que nadie quiere ya asumir la responsabilidad de sí mismo y todos buscan seguridad en el colectivismo? He descrito drásticamente esta huida de la responsabilidad cuando dije que si aumenta esta manía caeremos en un orden social bajo el cual todos tendrán una mano en el bolsillo del otro. Así que el principio sería: Yo sostengo a otro y otro me sostiene a mí.

La ceguera y la inercia intelectual que nos empujan a un estado del bienestar solo pueden traer desastres. Esta, más que cualquier otra tendencia, servirá lenta pero indudablemente para acabar con las virtudes humanas reales (alegría en asumir responsabilidades, amor por el semejante, deseo de ponerse a prueba y estar dispuesto a proveer para sí mismo) y  al final probablemente no lleve a una sociedad sin clases, sino a una sociedad mecánica sin alma.

Este proceso es particularmente incomprensible porque, con la extensión de la prosperidad y el crecimiento de la seguridad económica, nuestra base económica se hace cada vez más sólida: la necesidad de salvaguardar los logros de todo peligro futuro se impone a todas las demás consideraciones.

Esta llamada a la seguridad, que naturalmente debe permitir más intervención estatal, muestra las contradicciones contenidas en esta política poco honrada. Si las palabras de estas demandas se redujeran a un fórmula sencilla, lo que se demandaría es ni más ni menos que una rebaja de los impuestos simultáneamente a una mayor demanda sobre la bolsa pública. ¿Han reflexionado lo defensores de esa tesis dónde va a encontrar el estado el poder y los medios para atender esas demandas que, una por una, podrían estar justificadas?

La necesidad de seguridad

En último término, esta forma de pensar lleva a resultados completamente antisociales. Si el estado rechaza pecar contra la moneda, lo que destruiría todo lo logrado hasta ahora en la reconstrucción, luego su poder adquisitivo (ya sea en forma de pagos de servicios sociales, créditos, préstamos o subsidios) está limitado a los que se haya recogido primero con los impuestos a los ciudadanos. Considero una política que permita al estado recoger capital de esta manera, para permitirle hacer préstamos privados, como completamente inmoral.

A los que no les intimide pensar completamente sobre este problema, se darán cuenta rápidamente de que la búsqueda de seguridad es una ilusión. Igual que la gente no puede consumir más de lo que ha producido primero, el individuo no puede conseguir más seguridad real que la que nosotros, todos, hayamos ganado como consecuencia de nuestros esfuerzos. Esta verdad básica no pueden ocultarla intentos de velarla con planes colectivos. Es justamente por estas aventuras bienintencionadas por las que hay que pagar un alto precio. Los intentos de liberar a las personas de un exceso de influencia del estado y de un exceso de dependencia del estado se convierten así en nada: la ligazón con el colectivismo se hace más fuerte. La aparente seguridad, concedida al individuo por el estado o por cualquier otro grupo, tiene que comprarse cara. Quien quiera protección de este tipo debe pagar primero en efectivo.

También es erróneo creer que solo deberíamos dirigirnos hacia un estado del bienestar cuando se garantice la seguridad colectiva por el estado ya sea completamente o en parte con los impuestos generales. Tampoco pueden evitarse estos peligros imponiendo un seguro obligatorio comprensivo en el que los pagos se financien con contribuciones. El seguro obligatorio general (ya sea alimentado desde una fuente o muchas) solo es distinto en grado, no en principio, de las pensiones normales de los ciudadanos. La tendencia hacia un estado del bienestar empieza cuando la compulsión del estado se extiende más allá del círculo de los necesitados, para incluir a gente que, como resultado de su posición en la vida económica, considera injustificada esa compulsión y dependencia.

Aquí debe plantearse la importante pregunta: ¿La penetración del estado, de la autoridad pública y de otras grandes organizaciones en la vida humana y los aumentos presupuestarios resultantes, acompañados por mayores demandas de impuestos a las personas, todo esto realmente lleva a una mayor seguridad del individuo, a un enriquecimiento de su vida y a una disminución de la ansiedad individual? Si hago esta pregunta de esta forma absoluta, me gustaría responderla de forma igualmente clara en negativo. La seguridad del individuo, o al menos su sensación de seguridad, no ha aumentado con el estado o el grupo asumiendo una mayor porción de la responsabilidad: esta ha disminuido.

Y finalmente el “sujeto”

La justa demanda de dar más seguridad a la persona solo puede atenderse al final aumentando la prosperidad general, infundiendo así el sentimiento de dignidad humana y, con él, la seguridad de que el individuo es independiente.

El ideal que prefiero se basa en la fuerza con la que la persona puede decir: “Quiero probarme por mi propio esfuerzo, quiero afrontar yo los riesgos de mi vida, quiero ser responsable de mi propio destino. Tú, el estado, debes asegurarme que estaré en disposición de hacerlo”.

La reclamación no debe ser: “Tú, el estado, ven en mi ayuda, protégeme y ayúdame”, sino todo lo contrario: “No te metas en mis asuntos, pero dame suficiente libertad y déjame lo suficiente de los resultados de mi trabajo para que puede organizar mi propia existencia y la de mi familia”.

El resultado de esta peligrosa vía hacia el estado del bienestar debe ser la creciente socialización de rentas, la creciente centralización de la planificación y la tutela extensiva del individuo con creciente dependencia del estado o el grupo, junto con el deterioro de un mercado libre de capital que funcione bien como un requisito previo importante para una expansión de la economía de mercado. Al final descubriremos al sujeto y una garantía de seguridad social por un estado todopoderoso, pero también tendremos una parálisis de la economía.

Me parece especialmente peligroso dar paso a estas tendencias hacia un estado del bienestar en un momento en que los objetivos, o los hechos materiales, están claramente todos en contra de esa tendencia. Si tuviésemos que suponer que en la economía nacional moderna, a pesar del progreso técnico, las tendencias económicas y condiciones de vida de la gente estén empeorando, entonces sería comprensible este deseo de seguridad colectiva completa. Pero parece ser casi con seguridad que las condiciones de vida de la gente que confíe en la economía de mercado mejorarán continuamente. Como deberíamos contar con rentas crecientes y un nivel de vida creciente, desde un punto de vista social parece apropiado pedir al individuo que aumente sus responsabilidades de acuerdo con ello. Esta demanda está aún más justificada porque el estado del bienestar, a la vista de todas las experiencias existentes, significa cualquier cosa menos “bienestar” y finalmente debe significar “pobreza” para todos.

Esta discusión fundamental sobre cuestiones que no pueden evitarse en un análisis de la política social no significa que quiera ignorar las reclamaciones concretas que se han realizado recientemente. Mientras el lector lee estas páginas, la reforma social probablemente haya encontrado su expresión legal. Sin embargo, dudo que haya terminado la discusión acerca de los objetivos de la reforma social. Un vistazo a aquellos países que en años recientes han realizado intentos similares demuestra en qué medida dichas reformas se han convertido en nada más que el punto de partida para el logro de un orden social sensato. Mi crítica a la presión desastrosa por un estado del bienestar no debe confundirse como un deseo de cambiar la seguridad social tal y como la conocemos. Creo que es perfectamente posible una mayor extensión de la seguridad social. Pero lo que considero totalmente equivocado es que gente que, habiendo conseguido libertad como consecuencia de su profesión y su posición en la economía nacional, deba desear entrar en un plan colectivo o, peor aún, ser empujada hacia él.

Límites del seguro social

Para juzgar el seguro social en su forma contemporánea debería re4cordarse lo mucho que han cambiado las formas y principios económicos en las últimas décadas a en qué grado ha cambiado la estructura social y política. El hombre del “proletariado” que no puede o no quiere guardar para su vejez y por tanto ha de ser protegido por el estado, pronto se desvanecerá si continúa la actual política económica. Las condiciones de vida para el trabajador han mejorado infinitamente y este se ha hecho más libre desde la época de Bismarck. La protección obligatoria del estado debería acabar donde el individuo esté en disposición de proveer para sí y para su familia bajo su propia responsabilidad. Para los asalariados, esto es aplicable al menos a aquellos que tengan una mayor renta y por tanto ocupen una posición responsable en la economía o en la administración.

Además, sería grave para nuestra vida social si esos ciudadanos se vieran obligados a tener un seguro, pues como consecuencia de su posición cabría esperar que quisieran probarse a sí mismos con su propio esfuerzo. Tal vez sea comprensible que la guerra y la reforma monetaria y los grandes cambios que las siguieron, hayan traído con ellos una demanda de seguridad colectiva. Pero ahora sería erróneo y ominoso basar la seguridad de los riesgos generales de la vida en esa eventualidad, que esperemos que nunca se vuelva a dar.

Por lo que he dicho, puede verse que me gustaría limitar el área de la seguridad colectiva en lugar de extenderla. Par evitar cualquier posible equívoco, debe destacarse que considero una tarea natural de la comunidad atender la seguridad de aquellos que ahora son viejos y que, sin culpa por su parte, han perdido sus ahorros como consecuencia de políticas que llevaron a dos inflaciones. Aquí no existe ninguna diferencia social: hay que ayudar a los trabajadores y empleados viejos, de la misma manera que a los miembros de las profesionales liberales, los trabajadores independientes, los nativos y los refugiados. Pero este problema especial, que deriva de la historia particular de Alemania, no debe llevar a esa confusión con respecto al seguro obligatorio y la seguridad colectiva como algo que pueda tomarse como una cuestión de rutina. Las consecuencias trágicas de la inflación, experimentadas dos veces en una sola generación, no tienden a aumentar la confianza en las fuerzas propias. Estas experiencias trágicas deben tenerse en cuenta, pero, por otro lado, llevan a un examen más cuidadoso de todas las medidas económicas y financieras para asegurarnos de que no volvemos a seguir el mismo camino, lo que solo puede llevar a una grave devaluación de nuestra moneda.

Los intentos de incluir a trabajadores independientes en el seguro colectivo deberían analizarse especialmente. Una disposición a asumir libre y responsablemente los riesgos de la vida es esencial para la independencia en un orden social y económico libre. La independencia en la economía de mercado significa realizar un trabajo útil por propia disposición y bajo responsabilidad propia y convertirse así en un pilar de empresa e iniciativa. Por un lado, la persona independiente se ha abierto todas las posibilidades que derivan del progreso económico, pero, por otro, debe estar dispuesto a afrontar el riesgo económico que esto implica.

En ningún caso puede una posición así en la vida económica estar garantizada por el estado bajo el sistema de la economía de mercado. Debe, sobre todo, ganarse cada día con logros económicos por la disposición y el valor para enfrentar riesgos y, sobre todo, por una voluntad de ser individualmente responsable de moldear su propia vida, si tiene que tener un sentido. Como consecuencia, los que son independientes en nuestro orden económico y social deben también mostrar una previsión responsable sobre sí mismos al afrontar los riesgos de la vida.

Es paradójico y además un privilegio irresponsable dar a todos los ciudadanos una oportunidad de trabajar independientemente y por medio de una política económica libre avanzar en la búsqueda de una vida independiente y luego quitar a estas personas independientes la responsabilidad de moldear sus vidas por medio de la compulsión del estado.

Este seguro obligatorio, que es esencialmente del tipo modelo, pierde de vista el hecho de que en el comercio independiente y las profesiones libres se trata con grupos heterogéneos y diferenciados y que aquí, por tanto, como consecuencia del ahorro individual, se hace imposible atender las necesidades de cada caso. Una discusión crítica no puede evitar la pregunta de a dónde se llegaría si las profesiones libres empezaran (cada una por sí misma) a crear un sistema de provisión de grupo.

No a  soluciones anticuadas

¿No hemos aprendido, por trágica experiencia en los últimos ocho años, adónde se va cuando se fragmenta la economía nacional, en particular cuando cada sección y cada clase y cada grupo cree que puede vivir su propia vida? Si, por ejemplo, los miembros de las profesiones libres (ya sean doctores, abogados o contables) quieren renunciar a sí mismos con respecto a  sus pensiones, entonces esta seguridad dentro de un marco más pequeño se hará cada vez más problemática. De esta manera se cultiva el egoísmo, una manía dañina para el ego, de forma que esta exclusividad se convierte en simplemente anticuada, especialmente si tiene lugar en un momento en el que estamos empezando a liberarnos del pensamiento proteccionista y nacionalista y, en esta línea, alcanzando horizontes más amplios de vida individual y social. No debería pensarse que, por un lado, grupos estrechamente unidos puedan encontrar seguridad en un plan colectivo, ni, por el otro, puedan romper sus lazos para trasladarse a un campo más amplio.

También a partir de otros aspectos, ese error lleva a graves problemas. Por ejemplo, el intento de aplicar los principios sobre los que se basan las pensiones de ancianidad para trabajadores y empleados a grupos  profesionales individuales debe fracasar necesariamente. Sería práctico solo si no hubiera posibilidad  de cambios estructurales considerables durante las próximas décadas. Incluso si pudiera esperarse una continuación de las tendencias actuales para la masa de los trabajadores dependientes, nadie puede prever cómo evoluciones concretas afectarán a ciertas secciones de la clase media: por ejemplo, artesanos o vendedores al por menor. Aquí al menos, tiene que tenerse en cuenta la posibilidad de cambios estructurales notables. Cuanto menos sea el círculo que quiera adoptar los nuevos principios del seguro social a gran escala, mayores serán los problemas y la inseguridad de la base sobre la que se asiente dicho orden.

Estas consideraciones deben ser necesariamente relevantes para la muy discutida reforma de las pensiones, ya se hable de una pensión indexada o una pensión de productividad basada en salarios o cualquier otro tipo de pensión. Lo decisivo es que la pensión se pretende que cambie automáticamente con la situación económica. Esta pensión “móvil” se basa en el aumento constante de la productividad que es parte de la economía de mercado. Se basa en la experiencia general de que el aumento en la productividad se expresa menos en precios más bajos que en salarios nominales altos. Esa pensión de productividad relacionada con los salarios es inocua solo mientras no haya perturbaciones monetarias o económicas resultantes de movimientos salariales. Si se esperan estas, entonces este plan para adaptar las pensiones a los salarios aumenta el peligro de afectar a la estabilidad monetaria. Puede posiblemente esperarse un efecto acumulativo, cuyos resultados se explicarán más adelante.

Una buena política social requiere estabilidad monetaria

Desde un punto de vista político, debe dedicarse algún pensamiento a la cuestión de si una relación demasiado cercana con los salarios no llevaría esencialmente a una menor resistencia a demandas excesivas de los sindicatos en las negociaciones salariales. Esta relación se basa más o menos claramente en el precepto igualmente peligroso y equivocado de que “la estabilidad de la moneda no tiene nada que ver con la política social”.

Me parece completamente imposible basar toda nueva reforma social, como la reforma de las pensiones, en una catástrofe criminal como la última inflación. Es un gran error para un pueblo, o un estado, creer que puede iniciar y seguir una política inflacionista y asegurarse al tiempo contra los resultados de esta. Es tratar de despegar del suelo tirándose de los cordones de los zapatos. Por el contrario, es esencial concentrar todos los esfuerzos en prevenir la inflación y rechazarla y así impedirla.

La inflación no es el resultado de un destino trágico, sino de una política frívola o tal vez incluso criminal. Todo cambio en las pensiones de los ancianos que genere un aumento inevitable en los precios, reduciendo así el poder adquisitivo, no puede llevar resultados felices. Grupos más grandes de personas querrán escapar de su responsabilidad sobre sí mismas y tratarán de conseguir una seguridad aparentemente absoluta, pero aun así bastante ilusoria.

Traducir una política salarial (la llamada “política de salarios activos”) que debe generar precios en permanente aumento al campo de las pensiones debe reducir rápidamente el apoyo general a la estabilidad monetaria y por tanto iniciar una tendencia desastrosa. Un interés general en mantener el poder adquisitivo real de nuestro dinero es uno de los contrapesos que se opone a una política inflacionista en un estado bien ordenado. Además, hay que preguntarse cómo va a lograrse la formación de fondos invertibles, tan esenciales para el progreso técnico, si las leyes sociales cuentan abiertamente con la probabilidad de precios en continuo aumento. Si todos empezaran a perder confianza en la estabilidad de la moneda y como consecuencia de la búsqueda de una seguridad completa demandaran contribuciones tan grandes, de hecho tendrían poco o ningún incentivo para el ahorro individual.

Durante las discusiones sobre el índice de las pensiones, declaré claramente que sería poco sensato dejar aparte la idea de una pensión móvil. Es a favor de ese plan de pensiones ideado dinámicamente por lo que está en constante cambio nuestra idea de un nivel mínimo de vida (es decir, de una forma digna de vivir). Las pensiones basadas en una vida trabajadora completa calculada sobre la clásica fórmula contributiva deberían, cuando se llegue a la edad de la jubilación, ser consideradas como insuficientes: cuanto más lo sean, más fuertes serán estos cambios. El peligro real, el efecto casi destructivo de una pensión dinámica, se encuentra menos en su movilidad que en ligarse a tendencias salariales, que bien pueden exceder lo que puede combinarse con la estabilidad monetaria.

Sobre una base modificada, existe la posibilidad de una adaptación flexible de las pensiones a condiciones y niveles de vida cambiantes. Sería así, por ejemplo, si se adoptara como guía para ese plan de pensiones el aumento actual en la productividad. Así habría una garantía de que incluso el pensionista participara en el progreso real.

La fórmula sería algo así: en la medida en que la renta nacional, a precios constantes, dividida por el número de trabajadores o de población, muestre un aumento en la productividad, las pensiones básicas aumentarán en el mismo porcentaje. El pensionista compartiría entonces la mayor productividad, pero sus intereses se dirigirían constantemente (incluso en su vida activa) a mejorar constantemente el rendimiento de la economía. Este trabajador o empleado (o pensionista) no considerará el ahorro como superfluo, sino que será consciente del hecho de que las inversiones financiadas con ahorro sirven para mejorar su bienestar y proveer para su vejez y la de su familia. Igual que el hombre activo, el pensionista se convierte en un centro de resistencia a cualquier intento de seguir una política inflacionista.

En conclusión, debe decirse que la seguridad social es sin duda algo bueno y deseable en buena medida, pero la seguridad debe llegar ante todo de los intentos propios y de las empresas propias. La seguridad social no es lo mismo que un seguro social para todos: no se alcanza pasando la responsabilidad a algún grupo. Al inicio debe ser responsabilidad por uno mismo y, solo cuando esto es insuficiente, empiezan las obligaciones del estado y la comunidad.

En beneficio de nuestro pueblo, sería mejor si mostráramos menos deseo de colectivismo y más sentido social. El uno mata al otro. Por eso la pregunta debe finalmente plantearse sobre si, unidos por el deseo y la obligación de no ver a ningún alemán expuesto a necesidad, estamos actuando correctamente al estrangular las mejores virtudes ante el ideal de la seguridad colectiva o si, aprovechando una mayor prosperidad y abriendo más y mejores posibilidad de conseguir prosperidad personal, no deberíamos declarar la guerra al espíritu destructivo del colectivismo. Mis opiniones están claras: espero que mi advertencia no caiga en saco roto.

 

Publicado originalmente el 14 de junio de 2010. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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