La forja de un anarquista

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[Este ensayo se publicó por primera vez en American Mercury en 1927 y se reimprimió en On Doing the Right Thing]

La majestad de la ley

Cuando tenía siete años, jugando delante de nuestra casa en las afueras de Brooklyn una mañana, un policía se detuvo y charló un rato conmigo. Era un hombre amable, del tipo rubio escandinavo con agradables ojos azules y me gustó de inmediato. Sello nuestra amistad permanente contándome un chiste que pensé que era tremendamente divertido, me reí con el varias veces durante todo el día. No recuerdo cómo era, pero tenía que ver con las payasadas de una banda de gansos en nuestro barrio. Me impresionó como la persona más divertida y agradable que había visto desde hacía mucho y hablé de él a mis padres con gran orgullo.

En ese momento no sabía qué eran los policías. Sin duda los había visto, pero no los había advertido. Naturalmente, ahora, después de haber conocido este espécimen altamente atractivo, quise descubrir todo lo que pudiera respecto de ellos, así que me puse a la tarea con nuestra vieja cocinera de color. Aprendí de ella que mi estupendo nuevo amigo representaba algo que se llamaba la ley, que la ley era muy buena y grande y que todos deberían obedecerla y respetarla. Era razonable: si fuera así, mi admirable amigo simplemente se ajustaba a su puesto y cabía valorarle aún más, si es eso era posible.

Pregunté de dónde venía la ley y me explicaron que hombres de todo el país se reunían en lo que se llamaba el día de las elecciones y elegían a ciertas personas para hacer la ley y a otras para ver que se aplicaba, los hombres que conocía, como mi padre, mi tío George y fulano y mengano entre los vecinos (pasando rápidamente por mi mente) podían hacer estas cosas magníficamente y probablemente la idea estaba bien. ¿Pero para qué valía eso? ¿Por qué teníamos ley y gobierno en todo caso? Luego descubrí que había personas llamadas criminales: algunas robaban, otras dañaban o mataban a gente o incendiaban casas y era tarea de gente como mi amigo el policía el protegernos de ellos. Si veía a alguno lo detendría y pondría bajo llave y sería castigado de acuerdo con la ley.

Aproximadamente un año después nos mudamos a otra casa en el mismo barrio, a poca distancia. En la esquina de la manzana (una manzana bastante grande), detrás de nuestra casa había un gran edificio de madera de una planta, muy sucio y viejo, llamado el Wigwam. Al reconocer mi nuevo entorno, vi esta estructura y noté desfavorablemente el tipo de gente que parecía tener allí su hogar. Alguno me dijo que era un “centro político”, pero no sabía lo que significaba eso y por tanto no lo relacioné con mis recientes investigaciones sobre ley y gobierno. Tenía poca curiosidad por el Wigwam. Mis padres nunca me prohibieron ir allí, pero mi madre me dijo una vez despreocupadamente que era un buen lugar del que poder alejarse, y yo estuve de acuerdo.

Dos meses después, oí a alguien decir que estaba a punto de llegar el día de las elecciones y eso me llamó de inmediato la atención: ese era, por tanto, el día en que se iban a elegir a los que creaban la ley. Había habido mucha actividad en el Wigwam últimamente t también por las tardes había visto ruidosos desfiles de borrachos pasando por delante de nuestra casa, llevando transparencias y antorchas de latón que emitían nubes de humo de queroseno. Cuando pregunté qué significaba esto, se me respondió con una palabra, “política”, pronunciada en tono de desprecio, pero eso no significaba nada para mí. El hecho es que mi atención se había visto atraída por un órgano de vapor que pasaba con uno de los primeros desfiles y entendí que pasaba un circo y cuando descubrí que no había ningún circo, me sentí defraudado y no me importó lo que estuviera pasando.

Sin embargo, al saber del día de las elecciones, recibí una sacudida. Era realmente testigo de los augustos acontecimientos que había escuchado a mi cocinera. Todos estos desfiles de vándalos chillones que sudaban y apestaban en la humedad hirviente de las tardes del veranillo de San Martín, todos los miserables tejemanejes del Wigwam, todo ello parecía ser parte integrante de unas elecciones. Me di cuenta de que los hombres a los que conocía en el barrio no eran importantes en estas elecciones: recuerdo que mi tío George votó y cuando vino a casa esa tarde, le oí decir que ir a las urnas era una tontería. No podía creerlo. Nada podía estar más claro que las personas principales en este asunto eran los peores canallas y me pregunté por qué tipo de magia podrían proporcionar algo tan majestuoso, bueno y venerable como la ley. Pero me guardé para mí mis preguntas por alguna razón, aunque, en general, solía molestar a la gente mayor sobre asuntos que me parecían extraños. Finalmente renuncié desesperado y dejé de pensar en el tema durante tres años.

Sin embargo hubo un incidente en esa noche de elecciones que permaneció en mi memoria. Un hermano leal, que había abusado del whisky, se desplomó en un solar vacío detrás de nuestra casa en su camino hacía el Witwam para esperar los resultados. Se quedó allí toda la noche, en un estado comatoso. A intervalos de alrededor de una hora y media se levantaba en la oscuridad, aparentemente consciente de que no estaba haciendo lo que debía y trataba de cantar el estribillo de “Marching Through Georgia”, pero nunca pudo pasar de los tres primeros tiempos del primer compás antes de caer en la somnolencia. Era muy divertido: siempre empezaba valiente y seriamente y siempre se agotaba lamentablemente. Pienso a menudo en él. Su sentido general de obligación política, debo decir, me sigue pareciendo tan inteligente y competente como el de cualquier hombre que me haya encontrado en los muchísimos años que han pasado desde entonces y su modo de expresión sigue pareciendo tan eficaz como cualquiera que yo pudiera sugerir.

Reformadores, nobles y absurdos

Cuando acababa de celebrar mi décimo cumpleaños, dejamos Brooklyn y nos fuimos a vivir a un tranquilo pueblo de diez mil habitantes. Una prima huérfana se vino a vivir con nosotros, una chica guapa que pronto empezó a causar bastante sensación entre los jóvenes del pueblo. Uno de ellos era una persona extraordinaria, difícil de describir. Mi padre, un gran bromista, detectó de inmediato su parecido con un chimpancé y le daba la lata a mi prima de forma detestable llamándole siempre Chim. El joven no era un ídolo popular en modo alguno, pero nadie pensaba mal de él. Era aceptado en todas partes como una fuente de diversión legítima y en la escala graduada y popular de los comentarios locales estaba considerado invariablemente como un tonto, un tonto de nacimiento, sin remedio.

Cuando supe que era abogado, me quedé tan atónito que fui un día al tribunal a escuchar sus alegatos en un caso sin importancia, solo por la curiosidad de verle en acción y debo decir que valió la pena. Entonces se rumoreaba que iba a presentarse como candidato al Congreso y tenía bastantes posibilidades de ser elegido y lo que más me asombraba era que nadie parecía ver anda extraño en ello.

Mi vacilante fe en la ley y el gobierno sufrió con esto una fuerte sacudida. He ahí un hombre, en realidad un muy buen tipo (no tenía nada en común con el rebaño que se reunía alrededor del Wigwam) que era considerado unánimemente por la comunidad, sin duda, quizás o por excepción, como teniendo apenas sensatez como para entrar cuando llovía y este era el hombre que su partido iba a enviar a Washington con satisfacción como si fuera un Dracón o un Solón. En este momento se abrió paso mi sentido del humor y se hizo cargo permanente de la situación, lo que fue para mí una fortuna, ya que de otra forma se habría acabado mi formación y tal vez, como tantos que han perdido esta gran bendición, me hubiera unido a los reformistas y estuve tan cerca de acerca que, en palabras de Rabelais, es algo terrible de pensar.

¡Cuantos reformistas ha habido en mi vida, cuán noble y absurdamente ocupados estaban y qué sombríamente serios eran! Puedo recordar vagamente a Pingree y Altgeld en el Medio Oeste y Godkin, Strong y Seth Low en Nueva York. Durante los años noventa, la considerable hermandad de profetas zumbaba en todo el país como moscas alrededor de un barril de alquitrán y ¡Dios! ¿dónde están ahora?

¿Abolir el delito o monopolizarlo?

Creo que se verá fácilmente que lo único poco usual acerca de todo esto era que mi mente estaba perfectamente en blanco y sin prejuicios. Mis experiencias sin duda no eran poco comunes y las inferencias no eran más que las que cualquier crío, que estuviera medianamente dotado, podría haber llevado a cabo sin problemas. Pero mi mente nunca se había pervertido o hecho compleja: se dejaba a sí misma. Nunca fui a la escuela, así que nunca fui adoctrinado con pompas pseudo-patrióticas de ningún tipo la verdad llana y natural de esos asuntos que he estado describiendo se abrió paso por tanto en mi mente sin encontrar ningún obstáculo artificial.

Por suerte, esta libertad continuó hasta que mi mente maduró y se fortaleció. Cuando fui a la universidad tuve la gran suerte de encontrarme con la que probablemente era la única en el país (indudablemente hoy no hay ninguna) en la que todas las asignaturas eran tan remotas y olvidadas que uno no sabría que existieron. Tenía griego, latín y matemáticas y nada más, pero las tuve hasta que las ranas criaron pelo, luego las volví a tener (o eso parecía) hasta estar seguros de que no se había olvidado nada, luego se me dio una licenciatura y me fui.

La idea era que si alguien quería dedicarse a alguna rama especial de aprendizaje, debería hacerlo después, sobre las bases recibidas en la universidad. El trabajo de esta era poner los cimientos y las autoridades veían que se nos proporcionaba abundante ocupación en la tarea. Por tanto, materias como historia política, ciencia política y economía política me estuvieron vedadas a lo largo de mi juventud y primera madurez y cuando llegó el momento en que deseé abordarlas, lo hice por mí mismo, sin la interferencia de instructores, como cualquier persona que haya seguido un programa de formación similar el mío en la universidad es bastante capaz de hacer.

Sin embargo, ese momento llegó mucho más tarde y entretanto pensé poco sobre ley y gobierno, ya que tenía otras cosas de las que ocuparme: vivía más o menos fuera del mundo, ocupado en estudios literarios. De vez en cuando, ocurría algún incidente que llevaba mi mente tal vez un más adelante en las antiguas secuencias, pero no era común. Recuerdo que una vez conocí el caso de un niño que había sido condenado a prisión, un pobre y asustado mocoso, que había realizado algo que no era peor que una travesura y que resultó ser un delito. El juez dijo que le disgustaba condenar al chaval, le parecía lo peor que se podía hacer, pero la ley no le dejaba otra opción. Esto me sacudió. Así que el juez estaba haciendo algo como funcionario que no soñaría hacer como hombre y podía hacerlo sin ningún sentimiento de responsabilidad o incomodidad sencillamente porque estaba actuando como funcionario y no como hombre. A partir de principio de  acción, me parecía que uno podía cometer cualquier delito sin tener problemas con su conciencia.

Está claro que se había cometido un gran delito contra este niño, pero nadie que hubiera participado en ello (el juez, el jurado, el fiscal, los testigos quejosos, el policía ni los carceleros) sentía ninguna responsabilidad por ello, porque no estaban actuando como hombres, sino como funcionarios. También estaba claro que la gente no los consideraba como delincuentes, sino como hombres rectos y serios.

Me vino a la menta la idea, vaga pero inconfundible de que si la intención primaria del gobierno no fuera abolir el delito sino simplemente monopolizarlo, no podía encontrarse mejor dispositivo para hacerlo que inculcar precisamente este modo de pensar en los funcionarios y la gente, pues el efecto de esto era eximir a ambos de cualquier lealtad de estas sanciones a la humanidad o la decencia que alguien de ambas clases, actuando como individuo, se habría sentido obligado a respetar, o más bien, habría deseado respetar.

Actualmente estoy relacionado informalmente con algunos funcionarios, siendo muy amigo de uno en concreto, que tenía un importante cargo electivo. Un día me preguntó cómo respondería a una carta que la preocupaba: era una consulta acerca de la idoneidad de cierto hombre para un cargo de confianza. Su recomendación tenía que ponderarse: le gustaba el hombre y realmente quería recomendarle (es más, tenía una gran presión política para recomendarle), pero no pensaba que el hombre estuviera cualificado. Bueno, entonces, le sugerí de pronto, ¿por qué no decirlo exactamente así? Todo parecía justo y claro. “Sí, “, dijo, “pero si escribo una carta como esa, verás, yo no sería reelegido”.

Eso me desconcertó y puse ciertos reparos. “Todo eso está muy bien”, insistía, “pero no sería reelegido”. Pensando en dar a la conversación un giro un poco humorístico, le dije que la gente, después de todo, tenía derechos sobre el asunto, era su sirviente contratado y si no le relegían eso significaría que la gente no querría que trabajara más para ella, lo que forma parte de sus competencias. Además, si le echan por un asunto como este, tendría que considerarlo como un cumplido; de hecho, si fuera reelegido ¿no demostraría en cierto modo que la gente y él no se entienden del todo? No le gustó la tono ligero y rechazó el tema comentando que no sabía nada de práctica política, lo que era sin duda cierto.

El persistente aire de cinismo

Tal vez un año después de esto, tuve mi primera experiencia de un cuerpo legislativo en acción. Visité la capital de cierto país y escuché atentamente en los actos del legislativo. Lo que quería observar, antes que nada, era el tipo de asuntos que se discutían más y después quería tener el mejor conocimiento posible del tipo de hombres a los que se había confiado estos asuntos. Tenía un amigo allí, un antiguo reportero que había estado en la tribuna de prensa durante años, que me guio por los edificios públicos, llevándome por todas partes y mostrándome todo lo que pedía ver.

Mientras atravesábamos unos pasillos en el sótano, comenté la resonancia de la cantería. “Sí”, dijo pensativamente, “estas paredes, en su momento, se han hecho eco de las inciertas pisadas de muchos estadistas borrachos”. Sus palabras se hicieron realidad en pocos momentos cuando escuchamos una tremenda conmoción más adelante, que descubrimos que procedía de una sala de buen tamaño, tal vez una sala de comités que daba al pasillo. Al estar abierta la puerta, no detuvimos y vimos en el interior algo extraño.

En el centro de la sala, un hombre rubicundo, cuadrado y corpulento estaba bailando una especie de danza nerviosa o kazaja extraordinaria. Saltaba verticalmente a una altura increíble, giraba como una pirindola, daba patadas en el suelo y luego repentinamente se agachaba y saltaba varias veces en cuclillas, con las manos en las rodillas y luego saltaba y volvía a girar. Resoplaba como un pavo y de vez en cuando daba gritos roncos, con sus ojos saltones y fogosos inyectados en sangre y las venas que salían de su cuello y frente como las cuerdas de una viola. Estaba borracho.

Alrededor de otra docena, también muy borrachos, estaba a su alrededor en cuclillas, algunos aplaudiendo con las manos y algunos en las rodillas, llevando el ritmo del baile. Uno de ellos nos vio en el umbral, vino y empezó a hablarme divagando acerca de sus electores. Era un ser humano repugnante; apenas he visto alguno tan repulsivo. No pude entender nada de lo que me dijo, casi no podía articular palabra y al pronunciar ciertas sílabas babeaba y escupía, así que yo estaba más preocupado de alejarme de su alcance que de escucharle. Siguió tratando de que le contestara y seguí echándome atrás, me siguió unos diez metros pro el pasillo cuando llegó mi amigo y me liberó y mientras reanudábamos nuestro camino, este comentaba para mi consuelo que “es bastante necesaria una gabardina cuando X te habla, incluso cuando está sobrio”.

Supe que este hombre estaba interesado en la apropiación de ciertos terrenos públicos valiosos: nadie había escuchado que nunca se hubiera interesado en cualquier otra medida legislativa. El hombre rubicundo que estaba bailando no estaba interesado en nada que no fuera unos altos aranceles sobre ciertas manufacturas: pronto se convirtió en ministro. A lo largo de mi estancia, me sorprendió ver cómo muchos de los asuntos reales de la legislación estaban dentro de esta categoría (es decir, cuánto tenía que ver con poner dinero no ganado en los bolsillos de los beneficiarios) y qué atención tan discontinua y somera daban los legisladores  a cualquier otro tipo de asunto. Estaba aún más impresionado por el persistente aire de cinismo, por la franqueza con la que todos parecían estar de acuerdo con la opinión de Voltaire de que el gobierno es meramente un dispositivo para tomar dinero del bolsillo de una persona para ponerle en el de otra.

Las anomalías únicas del estado

Estas experiencias, aunque fueran comunes, me prepararon para reflexionar y cuestionar ciertas citas de hombres famosos, cuando me crucé posteriormente con ellas, que de otra forma tal vez habrían pasado sin que pensara en ellas. Cuando llegue a la frase de Lincoln de que el camino de un político está “muy alejado de la honradez común”, me resultó un problema. Me pregunté solo por qué debería ser esto verdad en general, si es que era verdad. Cuando leí la frase de Jefferson de que “siempre que un hombre ha echado una mirada de nostalgia a un cargo, empieza la podredumbre en su conducta”, recordé al juez que había condenado al niño y mi conocido en el cargo que estaba tan preocupado por la relección. Traté de revisar su postura, en la medida de los posible poniéndome en su lugar e hice un gran esfuerzo para entenderlo de manera favorable.

Recordé vívidamente mi primera visita a un parlamento cuando leí la abatida observación de John Bright de que había sabido a veces que el Parlamento Británico iba a hacer algo bueno, pero nunca solo porque fuera algo bueno. Entretanto, había observado muchos parlamentos y sus principales ocupaciones y preocupaciones me parecían precisamente como las del primero que había visto y aunque su personal no estuviera en modo alguno compuesto completamente por sinvergüenzas ruidosos y desagradables (ni, debo añadir, tampoco lo estaba el primero), era tan inimaginablemente inepto que realmente había que verlo para creerlo. No puedo pensar en un estímulo más poderoso para la curiosidad intelectual de uno, por ejemplo, que sentarse en las tribunas del último Congreso, contemplar como funcionan sus miembros y luego recordar lo que dijeron Lincoln, Jefferson y John Bright.#

Me sorprendía que estos fenómenos nunca parecieran generar ninguna curiosidad intelectual en nadie. Hasta donde sé, no hay ningún registro  de que se le haya ocurrido nunca a Lincoln que el hecho que había señalado fuera tan sorprendente como para requerir una explicación, ni a Jefferson, cuya curiosidad intelectual era casi ilimitada, ni siquiera a John Bright. Respecto de la gente que me rodea, sus actitudes me parecen las más extrañas. Todos menosprecian la política. Su expresión habitual, “Oh, es política”, siempre apunta a algo que en cualquier otro ámbito de actuación calificarían de mezquino y vergonzoso. Pero nunca se preguntan por qué solo en este ámbito consideran que la conducta mezquina y vergonzosa como algo dado. Toda es de lo más extraño, porque esta misma gente sigue suponiendo de alguna manera que la política existe para la promoción de los más elevados propósitos sociales. Suponen que el fin primordial del estado es promover mediante instituciones apropiadas el bienestar general de sus miembros.

Esta suposición, equivalga a lo que equivalga, les sirve de justificación para su patriotismo y la sostienen con tal tenacidad que una pequeña provocación se convierte en vengativa y fanática. Aun así, todos son conscientes, y si se les presiona no pueden sino reconocerlo, de que más del 90% de las energías del Estado se emplean directamente en contra del bienestar general. Así que uno podría decir que parecen tener una serie de creencias para los días laborables y otra para los domingos y no hay que preguntarles nunca cuáles son las razones reales que tienen para sostener ambas.

No sabía cómo tomarme esto y sigo sin saberlo hoy. Dejadme hacer un paralelismo. Supongamos una gran cantidad de gente contemplando una máquina que se les ha dicho que es un arado muy valioso (de hecho, tanto que no pueden permitírselo) e incluso algunos dicen que su diseño ha venido de alguna manera de lo alto. Tienen grandes sentimientos de orgullo y celos de esta máquina y darían su vida por ella si se les dice que está en peligro. Aun así, todos ven que no arará bien, sin que importe en manos de quién se ponga y en realidad apenas ara algo, a veces solo con una enorme dificultad y continuos ajustes puede hacerse que haga un pequeño surco, muy pobre y corto, apenas utilizable y ridículamente desproporcionado con el coste y esfuerzo de hacerlo. Por otro lado, la máquina escarifica perfectamente, casi automáticamente. Parece un escarificador, tiene el historial de un escarificador e incluso los esfuerzos más capaces empleados en hacer que funcione como un arado, sigue, excepto en un ocasional 6% u 8% de eficiencia, funcionado como un escarificador.

Indudablemente, un espectáculo así haría que un ser inteligente hiciera alguna investigación acerca de la naturaleza e intención original de esa máquina. ¿Era realmente un arado? ¿Se pretendió alguna vez arar con ella? ¿No fue diseñada y construida para escarificar? Pero ninguna de las anomalías que he venido señalando ha generado nunca una investigación sobre la naturaleza e intención original de Estado. Simplemente se aceptan. En el mejor de los casos, se atribuyen débilmente a las imperfecciones de la naturaleza humana que hacen hasta cierto punto inevitable la mala gestión y perversión de toda buena institución; y esto es absurdo, pues estas anomalías no aparecen en la conducta de ninguna otra institución humana. No es un asunto de opinión, sino un hecho evidente y notorio que no lo hacen. Hay anomalías en la iglesia y en la familia que son significativamente análogas, pero las analogías no son en modo alguno completas y se deben principalmente a la conexión histórica de estas dos instituciones con el Estado.

Todo el mundo sabe que el estado reclama y ejercita el monopolio del delito del que yo hablaba hace un rato y que hace este monopolio tan estricto como puede. Prohíbe el asesinato privado, pero él mismo organiza asesinatos a escala colosal. Castiga el robo privado, pero él mismo pone sus inescrupulosas manos en todo lo que quiere, ya sea la propiedad de un ciudadano o de un extranjero. Por ejemplo, no hay ningún derecho humano, natural o constitucional que no haya sido anulado por el gobierno de Estados Unidos. De todos los delitos que se cometen por beneficio o venganza, no hay ninguno que no le hayamos visto cometer: asesinato, tumultos, incendios, robo, fraude, conspiración y connivencia. Por otro lado, todos hemos reseñado la enorme dificultad relativa de hacer que el Estado ponga en práctica alguna medida para el bienestar general.

Comparemos la dificultad de conseguir una condena en casos de notoria prevaricación con los casos de pequeños delitos privados. Comparemos la facilidad de las transacciones del Teapot Dome con el comportamiento obstruccionista del Estado hacia una ley nacional del trabajo infantil. Supongamos que uno tratara de hacer que el Estado pusiera las mismas salvaguardias (no mayores) en torno a la renta del servicio que sin presionar en absoluto la pusiera en torno a la renta del capital: ¿qué alternativas tendríamos? No debe entenderse que indique estos asuntos para quejarme de ellos. No me importan quejas o reformas, sino solo la exhibición de anomalías que me parece que necesitan explicación.

La suposición de una clase criminal profesional

En el curso de algunas lecturas dispersas advertí que el historiador Parkman, al inicio de su libro sobre la conspiración de Pontiac, trata con alguna aparente confusión el hecho de que los indios no hubieran formado un Estado. También Jefferson, que conocía bien a los indios, apuntaba el mismo hecho, de que vivían en una sociedad altamente organizada, pero nunca habían formado un Estado. Bicknell, el historiador de Rhode Island, tiene algunos pasajes interesantes que se ocupan del mismo punto, sugiriendo que los choques entre indios y blancos pueden haberse debido en buena parte a una incomprensión acerca de la naturaleza de la tenencia de tierras, que los indios, sin saber nada acerca del sistema británico de tenencia de tierras, entendían que sus ventas y concesiones de tierras eran solo una admisión de los blancos en el mismo uso comunal de los terrenos de los que disfrutaban.

También advertí que Marx dedicaba bastante espacio en Das Kapital a demostrar que la explotación económica no puede tener lugar en una sociedad hasta que no se haya expropiado la tierra a la clase explotada. Estas observaciones atrajeron mi atención por ofrecer tal vez una fuerte luz lateral respecto de la naturaleza del Estado y el propósito primordial del gobierno y tomé nota de ellas. En ese tiempo estuve bastante en Europa. Estuve en Inglaterra y Alemania durante el incidente de Tánger, estudiando las circunstancias y condiciones que llevaron a la última guerra. Las facilidades que tuve fueron excepcionales y las usé con diligencia. Aquí vi al Estado comportándose igual que lo había visto en casa.

Además, recordando las teorías políticas del siglo XVIII y las expectativas puestas en ellas, me sorprendió el hecho de que los Estados republicanos, monárquico-constitucionales y autocráticos se comportaran exactamente igual.  Esto no se ha destacado lo suficiente. No hay distinción en la práctica entre Inglaterra, Francia. Alemania y Rusia: en todos estos países, el Estado actuó con coherencia invariable y regularidad infalible contra los intereses de la inmensa, la abrumadora mayoría de su pueblo.

De hecho fue tan flagrante y malvada la acción del Estado en todos estos países, que sus funcionarios administrativos, especialmente sus diplomáticos, serían calificados inmediatamente, en cualquier otro ámbito de acción, como una clase criminal profesional, igual que los correspondientes funcionarios en mi propio país, como ya he señalado. De verdad que es un hecho notable, respecto de todo la que ocurrido desde entonces, que en cualquier circunstancia concreta uno continuara suponiendo que eran una clase criminal, una de la que se podría predecir con precisión lo que harían y qué pasaría, mientras que en cualquier otro supuesto suposición uno no podría predecir casi nada. La precisión de mis propias predicciones durante la guerra y la Conferencia de Paz se debieron solo a estar basadas en esa suposición.

El Partido Liberal estaba en el poder en Inglaterra en 1911 y mi atención se vio atraída hacia sus ideas. Ya había visto algo de liberalismo en Estados Unidos como una especia de gloriosa neutralidad. La Administración Cleveland había probado desde hacía tiempo lo que ya sabían todos, que no había diferencia esencial entre el Partido Republicano y el Partido Demócrata; unas elecciones significaban simplemente que uno estaba en el poder y quería permanecer allí y el otro estaba fuera y deseaba entrar. Vi exactamente la misma relación prevaleciendo entre los dos partidos de Inglaterra e iba a ver la misma relación sostenida por la administración laborista de Mr. Ramsay MacDonald. Todas estas permutaciones políticas solo resultaban en lo que John Adams llamó admirablemente “un cambio de impostores”.

Pero lo que más me interesaba era la teoría básica del liberalismo. Esta parecía ser que el estado no es peor que una institución degenerada y pervertida, caritativa en su intención original y susceptible de restauración por el simple procedimiento de “poner a hombres buenos al cargo”.

Ya había visto este experimento intentado en varias escalas de magnitud y observado que no es nada comparado con las expectativas puestas en él o la enorme dificultad de conseguirlo. Posteriormente iba a ver intentarlo a una escala sin precedentes, pues casi todos los gobiernos dedicados a la guerra eran liberales, notablemente los ingleses y el nuestro. Sus desastrosos resultados en el caso de la administración Wilson son demasiado conocidos como para necesitar un comentario, aunque no quiero quitarme la responsabilidad de decir que de todas las formas de impostura política, el liberalismo siempre me ha parecido la menos mala, porque la mayoría son pretenciosas y engañosas. Sin embargo, el resultado general de mis observaciones era demostrarme que ya sea en las manos de liberales o conservadores, republicanos o demócratas y ya sea mediante constitucionalismo nominal, republicanismo o autocracia, el mecanismo del Estado funcionaría libre y naturalmente solo en una dirección, que es contra el bienestar general del pueblo.

El origen del Estado

Así que me dediqué a descubrir todo lo que pudiera acerca del origen del Estado, para ver si su mecanismo alguna vez pretendió funcionar en cualquier otra dirección, y así llegué a un hecho muy extraño. Todas las suposiciones populares actuales respecto del origen del estado se basan en verdaderas conjeturas, ninguna de ellas en una investigación real. Los tratados y libros de texto que llegaron a mis manos también estaban finalmente basados en conjeturas. Algunas autoridades suponían que el Estado se formó originalmente por esta o aquella forma de acuerdo social; otros, por una especie de empirismo desordenado; otros, por la voluntad de Dios y así sucesivamente. Sin embargo, aparentemente ninguno de ellos siguió el sencillo plan de remontarse en la historia tanto como fuera posible para averiguar cómo se había formado realmente y para qué fin. Parecía que debía haber disponible suficiente información: por ejemplo, la formación del Estado en América era un asunto de historia relativamente reciente y uno debía poder encontrar mucho sobre ello. Por consiguiente, empecé a mirar a mi alrededor para ver si alguien había hecho alguna vez esa investigación y, si era así, qué descubrió.

Luego descubrí que el asunto sí se había investigado con métodos científicos y que todos los investigadores del continente lo conocían, no como algo nuevo o sorprendente, sino como un completo lugar común. El estado no se originó en ninguna forma de acuerdo social o con cualquier perspectiva desinteresada de promover el orden y la justicia. Muy al contrario. El Estado se originó con la conquista y la confiscación, como un mecanismo para mantener la estratificación de la sociedad permanentemente en dos clases: una clase propietaria y explotadora, relativamente pequeña, y una clase dependiente sin propiedades. Esas medidas de orden y justicia establecidas eran secundarias y estaban subordinadas a este fin; no interesaba a nadie que sirvieran a esta fin y resistieron la existencia de cualquier que fuera contrario a ellas. Ningún Estado conocido en la historia se originó de ninguna otra manera o para cualquier otro propósito que permitir la continua explotación económica de una clase por otra.#

Esto aclaraba de una vez todas las anomalías que había encontrado tan problemáticas. Por ejemplo, uno podía ver inmediatamente por qué las tribus cazadoras y campesinos primitivos nunca formaron un Estado.  Los campesinos primitivos nunca consiguieron suficiente acumulación económica como para que mereciera la pena robar: vivían al día. Las tribus cazadoras de Norteamérica nunca formaron un Estado porque el cazador no era explotable. No había forma de hacer que otro cazase por ti: se iría al bosque y olvidaría volver y si se le expropiara ciertos terrenos de caza, simplemente los abandonaría, al ser el territorio tan grande y la población tan dispersa. Igualmente, como la intención principal del Estado era esencialmente criminal, uno podía ver por qué solo le preocupaba monopolizar el delito y no suprimirlo; esto explicaba el comportamiento anómalo de los funcionarios y mostraba por qué en su capacidad pública, fuera cual fuera su carácter privado, aparecían necesariamente como una clase profesional-criminal y además explicaba el hecho de que el Estado nunca actúa desinteresadamente para el bienestar general, excepto a regañadientes y bajo gran presión.

Repetimos que uno podría percibir la incomprensión básica que anula para siempre las obras del liberalismo y la reforma. Una vez se sugirió bastante seriamente por parte de algunos vecinos que yo debería ir al Congreso. Les pregunté por qué querían que hiciera eso y replicaron con expresiones amables acerca de la satisfacción de tener a alguien algo distinto “entre esos malditos granujas”.

“Sí”, dije, “¿pero no veis que solo sería cosa de un mes o algo así (poco tiempo, en todo caso), antes de que deba ser otro maldito granuja?”

No, no lo veían, estaban bastante desconcertados, ¡tenía que explicarme!

“Supongamos”, dije, “que ponéis al superintendente de una catequesis o al secretario de la YMCA a dirigir una casa de citas en Broadway. Este podría eliminar algunos de los detalles más burdos del trabajo, como el chantaje y penor la cosas en lo que el alcalde Gaynor solía llamar un estado ‘orden y decencia hacia el exterior’, pero debe dirigir una casa de citas o tendría que escuchar a los dueños”.

Era para ellos una visión nueva y se fueron pensativos.

Finalmente, uno podía entender la razón para lo que más me confundía cuando observé por primera vez en acción al legislativo, que era la preocupación casi exclusiva de los cuerpos legislativos por medidas que tendían tomar dinero de una serie de bolsillos y ponerlo en otros, la preocupación por convertir propiedad creada con trabajo en propiedad creada con leyes y por redistribuir su propiedad. En el momento en que uno se da cuenta de que solo esto, por encima de una distribución puramente legal de la propiedad de los recursos naturales es en lo que se ha convertido el estado y en aquello para lo que existe, ve inmediatamente que los cuerpos legislativos actúan completamente de acuerdo con su carácter y de otra manera no podría uno darse una explicación inteligente de su conducta.#

Hablando por un momento en los términos técnicos de la economía, hay dos medios generales por los que los seres humanos pueden satisfacer sus necesidades y deseos. Un es trabajando (es decir, aplicando trabajo y capital a recursos naturales para la producción de riqueza o facilitando el intercambio de trabajo por productos). A este se le llama medio económico. El otro es robando (es decir, apropiándose de los productos del trabajo de otros sin compensación). A este se la llama medio político. El Estado, considerado funcionalmente, puede describirse como la organización de los medios políticos, permitiendo a una clase comparativamente pequeña de beneficiarios satisfacer sus necesidades y deseos mediante diversas delegaciones del poder de fijar impuestos, que no tiene ningún vestigio de apoyo en el derecho natural, como tiene la propiedad privada de la tierra,  aranceles, franquicias y demás.

Un instinto primario de la naturaleza humana es satisfacer nuestras necesidades y deseos con el menor esfuerzo posible: todos tendemos por preferencia instintiva a utilizar medios políticos en lugar de medios económicos, si podemos hacerlo. Por ejemplo, lo que más se busca en un arancel es una licencia para robar al consumidor nacional la diferencia entre el precio de un artículo en un mercado competitivo y en uno no competitivo. A todo fabricante le gustaría este poder si pudiera conseguirlo y toma medidas para alcanzarlo si puede, ejemplificando así la poderosa tendencia instintiva a aprovecharse de la clase explotada, que vive de medios económicos (explotada, porque los costes de este privilegio deben finalmente provenir de la producción, ya que no pueden venir de ningún otro lugar), y hacia la clase que vive, total o parcialmente, de medios políticos.

Este instinto (y solo este) es el que da al Estado su fortaleza casi inexpugnable. En el momento en que uno entiende esto, uno entienda la casi universal disposición a glorificar y magnificar el Estado e insistir en la pretensión de que es algo que no es (algo, en realidad, que es justo lo opuesto de lo que es).  Uno entiende la aceptación complaciente de una serie de patrones para la conducta del estado y otra para las organizaciones privadas, de una establecida para los funcionarios y otra para las personas privadas. Uno entiende inmediatamente la actitud de la prensa, la Iglesia y las instituciones educativas, su cuidadosa inculcación de un engañoso patriotismo, su nerviosa y vengativa prohibición de la opinión, la duda o incluso el cuestionamiento. Uno ve por qué se insiste fuertemente, a menudo fiera y violentamente en teorías puramente ficticias del Estado y sus actividades; por qué los sencillos fundamentos de la muy sencilla ciencia de la economía se rehúyen u ocultan y por qué, finalmente, a los que realmente saben qué tipo de cosas están aprobando, no les apetece decirlo.

¡Después de la revolución, Napoleón!

El estallido de la guerra en 1914 me encontró pensando en estas ideas que acabo de indicar. En la siguiente década no ocurrió nada que las atenuara, sino todo lo contrario. Habiendo decidido solo contar la historia de cómo llegué a ellas y no exponerlas  o polemizar sobre ellas, debo acabar ahora con este relato, con unas palabras acerca de su resultado práctico.

Se ha comentado a veces con extrañeza que nunca me haya unido a ninguna manifestación o tomado parte en la propaganda de ningún movimiento contra el Estado, especialmente en un momento en que tuve una oportunidad sin precedentes para hacerlo. Para hacer con éxito algo de este tipo, uno debe tener más fe en estos procesos de la que tengo y uno debe tener una cierta tendencia dogmática en su temperamento, que no poseo. Para ser sincero, nunca he sido muy partidario de la evangelización: no estoy seguro de que mis ideas sean correctas, e incluso si lo fueran, una opinión de segunda mano es una pobre posesión.

La razón y la experiencia, repito, son todo lo que determina nuestras verdaderas creencias. Así que nunca me preocupé mucho de que la gente debiera pensar como yo o traté mucho de que lo hiciera. Me agradaría si pensaran, es decir, si su tendencia general fuera hacia un pensamiento desinteresado y un poco menos hacia la acción impetuosa motivada por prejuicios no considerados y lo poco que podría hacer para promover el pensamiento desinteresado, creo que ya se ha hecho.

De acuerdo con mis observaciones (de las cuales no reclamo nada más que ser a lo que tengo que atenerme), la inacción es mejor que la acción errónea o la acción prematura correcta y la acción correcta eficaz solo puede seguir al pensamiento correcto.

“Si va a tener lugar un gran cambio”, decía Edmund Burke en sus últimas palabras sobre la Revolución Francesa, “las mentes de los hombres tendrán que estar listas para ello”.

En caso contrario, las cosas no marchan bien y los procesos por los que las mentes de hombres están listas me parecen inencontrables e imponderables, siendo lo único cierto respecto de estos que la porción que una persona o movimiento  tiene en determinarlos resulta extremadamente pequeña.  Diversas supersticiones sociales, como la magia, el derecho divino de los reyes, la teleología calvinista  u otros, han resistido muchos vigorosos ataques frontales y han prosperado con ello y cuando han acabado desapareciendo, no ha sido por los ataques. La gente sencillamente ha dejado de pensar así: nadie supo cuándo o por qué y nadie se dio siquiera cuenta de que se había acabado. Así que pienso que s muy posible que mientras estamos diciendo  esto o aquello echando un ojo a esta o aquella revolución, usurpación, apropiación de poder o lo que sea, las supersticiones que rodean al Estado están desapareciendo silenciosamente de la misma manera.#

Mi opinión sobre mi propio gobierno y los que los administran probablemente pueda deducirse de lo que he escrito. Jefferson dijo que si se efectuara alguna vez una centralización del poder en Washington, Estados Unidos sería el gobierno más corrupto del mundo.

Las comparaciones son difíciles, pero creo que tiene uno que es completamente corrupto, malvado, tiránico y opresivo. Aun así, si tuviera el poder de echar abajo toda la estructura de la noche a la mañana y crear otro diseñado por mí (abolir de plano el estado  y reemplazarlo por una organización de los medios económicos), no lo haría, pues la mentes de los estadounidenses están lejos de estar listas para cualquier cambio de esta envergadura y el efecto sería solo dejar abierto el camino a las peores enormidades de la usurpación, tal vez ¡quién sabe! Conmigo como usurpador. ¡Después de la Revolución Francesa, Napoleón!

Las transformaciones sociales grandes y saludables, que al final no cuestan tanto, no se ven realizadas por cambios políticos, movimiento, programas y plataformas y menos por revoluciones violentas, sino por pensamiento sólido y desinteresado. Los creyentes en la acción son numerosos, su evangelio se predica ampliamente, tienen muchos seguidores.

Tal vez entre los que vean lo que acabo de escribir, haya dos o tres que estén de acuerdo conmigo en que los creyentes en la acción no nos necesitan, de que en realidad si nos uniéramos a ellos, seríamos para ellos un peso muerto.  No tenemos que negar que su trabajo sea educativo o ser avaros cuando contemos su coste en las inevitables reacciones contra ello.  Solo tenemos que señalar que nuestro lugar y función en ello no son visibles y luego seguir nuestro camino, primero con el trabajo más oscuro y extremadamente difícil de aclarar y preparar nuestras propias mentes y segundo, con la ayuda ocasional que podamos ofrecer a otros cuya fe, como la nuestra, se encuentre más en el poder regenerativo del pensamiento que en los inciertos logros de una acción prematura.


Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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