Naciones por consentimiento

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[Apareció originalmente en el Journal of Libertarian Studies 11, nº 1 (Otoño de 1994): 1–10]

Los libertarios tienden a centrarse en dos unidades importantes de análisis: el individuo y el estado. Y aún así, uno de los acontecimientos más dramáticos e importantes de nuestro tiempo ha sido al reaparición (con un estallido) en los últimos cinco años de un tercer aspecto mucho más olvidado del mundo real, la “nación”. Cuando se ha pensado alguna vez en la “nación”, normalmente se asocia al estado, como en la palabra común “el estado-nación”, pero este concepto tiene un desarrollo particular de siglos recientes y se desarrolla en una máxima universal. Sin embargo, en los últimos cinco años hemos visto, como corolario del colapso del comunismo en la Unión Soviética y el este de Europa, una descomposición vigorosa y asombrosamente veloz del Estado centralizado o el supuesto Estado-nación en sus nacionalidades constitutivas. La genuina nación o nacionalidad ha hecho una dramática reaparición en la escena mundial.

     I.         La reaparición de la nación

Por supuesto, la “nación” no es lo mismo que el estado, una diferencia que los primeros libertarios y los liberales clásicos como Ludwig von Mises y Albert Jay Nock entendían completamente bien. Los libertarios contemporáneos suponen, erróneamente, que los individuos están ligados entre sí solo por el nexo del intercambio del mercado. Olvidan que todos nacen necesariamente en una familia, un idioma y una cultura. Toda persona nace en una o varias comunidades que se superponen, normalmente incluyendo un grupo étnico, con valores, culturas, creencias religiosas y tradiciones concretas. Normalmente nace en un “país”. Siempre nace en un contexto histórico concreto de tiempo y lugar, en el sentido de vecindario y terreno.

El estado-nación europeo moderno, la típica “gran potencia” no empezó como una nación en absoluto, sino como una conquista “imperial” de una nacionalidad (normalmente en el “centro” del país resultante y con base en la capital) sobre otras naciones de la periferia. Como una “nación” es un complejo de sentimientos subjetivos de nacionalidad basado en realidades objetivas, los estados centrales imperiales han tenido diversos grados de éxito en imbuir entre sus nacionalidades sometidas en la periferia una sensación de unidad nacional incorporando sumisión al centro imperial. En Gran Bretaña, los ingleses nunca han erradicado las aspiraciones nacionales entre las nacionalidades célticas entremezcladas, los escoceses y los galeses, aunque el nacionalismo córnico parece haberse eliminado en su mayor parte. En España, los conquistadores castellanos, basados en Madrid, nunca han conseguido (como vio el mundo en las Olimpiadas de Barcelona) eliminar el nacionalismo entre los catalanes, los vascos o incluso los gallegos o los andaluces. Los franceses, saliendo de su base en París. Nunca han domeñado totalmente a los bretones, los vascos o la gente del Languedoc.

Ahora se sabe bien que el colapso de la centralizada e imperial Unión Soviética rusa ha abierto la tapa sobre las docenas de nacionalismo previamente suprimidos dentro de la antigua URSS y ahora está quedando claro que la propia Rusia, o más bien la “República Federativa Rusa” es simplemente una formación imperial ligeramente más antigua en la que los rusos, a partir de su centro en Moscú, incorporaron por la fuerza muchas nacionalidades, incluyendo los tártaros, los yakutios, los chechenos y muchos otros. Mucha de la URSS procedía de conquistas de la Rusia imperial en el siglo XIX, durante el cual los enfrentados rusos y británicos se repartieron buena parte de Asia Central.

La “nación no puede definirse con precisión: es una constelación compleja y variada de distintas formas de comunidades, idiomas, grupos étnicos o religiones. Algunas naciones o nacionalidades, como los eslovenos, son al tiempo un grupo étnico y un idioma distintos; otras como los grupos en guerra en Bosnia, son el mismo grupo étnico cuyo idioma es el mismo, pero difiere en la forma de alfabeto y se enfrentan con fiereza sobre la religión (los serbios ortodoxos orientales, los croatas católicos y los bosnios musulmanes, que, para complicar más las cosas, eran originalmente defensores de la herejía maniquea bogomilista).

La cuestión de la nacionalidad se hace más compleja por la interacción de una realidad objetivamente existente y percepciones subjetivas. En algunos casos, como en la nacionalidades europeas orientales bajo los Habsburgo o los irlandeses bajo los británicos, los nacionalismo, incluyendo idiomas sumergidos y a veces agonizantes, tuvieron conservarse, generarse y expandirse conscientemente. En el siglo XIX, esto lo hizo una élite intelectual determinada, luchando por revivir periferias que vivían y habían sido parcialmente absorbidas por el centro imperial.

   II.         La falacia de la “seguridad colectiva”

El problema de la nación se ha agravado en el siglo XX por la influencia predominante del wilsonismo en EEUU y en la política exterior de todo el mundo. No me refiero a la idea de la “autodeterminación nacional”, observada principalmente en la brecha tras la Primera Guerra Mundial, sino al concepto de “seguridad colectiva contra la agresión”. El defecto esencial en este concepto seductor es que trata a los estados nación con una analogía con los agresores individuales, con la “comunidad mundial” disfrazada como el policía de la esquina. Por ejemplo, el policía ve a A agrediendo o robando a B; el policía por supuesto se apresura a defender la propiedad privada de B, en su persona o posesiones. De la misma manera, las guerras entre dos naciones o estados se supone que tiene un aspecto similar: El Estado A invade o “agrede” al Estado B; al Estado A se le designa inmediatamente como “el agresor” por el “policía internacional” o su hipotético sustituto, ya sea la Liga de Naciones, la ONU, el presidente o el secretario de EEUU o el redactor del editorial del augusto New York Times. Luego la fuerza de policía mundial, cualquiera que sea, se supone que se pone inmediatamente en acción para detener el “principio de agresión” o impedir al “agresor”, ya sea Saddam Hussein o las guerrillas serbias en Bosnia, que alcance sus presuntos objetivos de nadar cruzando el Atlántico y asesinar a todo residente en Nueva York o Washington.

Un defecto crucial en esta línea popular de argumentación resulta más profundo que la discusión habitual de si el poder aéreo o las tropas estadounidenses pueden o no erradicar realmente a iraquíes y serbios sin demasiada dificultad. El defecto crucial es la asunción implícita de todo el análisis: que todo estado-nación “posee” toda su área geográfica de la misma forma justa y adecuada en que todo propietario individual posee su persona y la propiedad que ha heredado, trabajado u obtenido en un intercambio voluntario. ¿Son las fronteras del típico estado-nación realmente tan justas o sin reparos como tu casa, terreno o fábrica o los míos?

Me parece a mí que no solo el liberal clásico o el libertario, sino cualquiera con buen sentido que piense sobre este problema debe responder con un sonoro “No”. Es absurdo designar todo estado-nación, con sus fronteras autoproclamadas, como si existiera en todo tiempo, como un derecho sacrosanto, cada uno con su “integridad territorial” permaneciendo tan inmaculada y sin quiebras como tu persona corporal o propiedad privada o las mías. Por supuesto, invariablemente, estas fronteras se han adquirido por fuerza y violencia o por acuerdo interestatal por encima y más allá de las cabezas de los habitantes del lugar, e invariablemente estas fronteras cambian mucho con el tiempo en formas que hacen verdaderamente ridículas las proclamaciones de “integridad territorial”.

Tomemos, por ejemplo, el lío actual en Bosnia. Hace solo un par de años, la opinión del establishment, la opinión recibida de izquierda, derecha o centro, proclamaba sonoramente la importancia de mantener “la integridad territorial” de Yugoslavia y denunciaba con acritud todos los movimientos secesionistas. Ahora, solo un poco de tiempo después, el mismo establishment, habiendo defendido recientemente a los serbios como defensores de “la nación yugoslava” contra los malvados movimientos secesionistas que trataban de destruir esa “integridad”, ahora denigran y quieren aplastar a los serbios por agresión contra la “integridad territorial” de “Bosnia” o “Bosnia-Herzegovina”, una “nación” inventada que tuvo más existencia que la “nación de Nebraska” antes de 1991. Pero estos son los inconvenientes en los que estamos condenados a caer si seguimos atrapados por la mitología del “estado-nación”, cuyas fronteras accidentales en el momento m deben apoyarse como una entidad dueña de propiedades con sus propios “derechos” sagrados e inviolables, en una analogía profundamente defectuosa con los derechos de propiedad privada.

Para adoptar la excelente estratagema de Ludwig von Mises de abstraerse de emociones contemporáneas: Supongamos dos estados-nación contiguos: “Ruritania” y “Fredonia”. Supongamos que Ruritania ha invadido de repente Fredonia oriental y la reclama para sí. ¿Debemos condenar automáticamente a Ruritania por su malvado “acto de agresión” contra Fredonia y enviar tropas, ya sea literal o metafóricamente, contra los brutales ruritanos y ponernos del lado de la “valiente y pequeña” Fredonia? En modo alguno. Pues es muy posible que, digamos, hace dos años, Fredonia oriental hubiera sido parte integrante de Ruritania, fuera en realidad Ruritania occidental y que los ruros, habitantes étnicos y nacionales del territorio hayan estado protestando los pasados dos años contra la opresión de Fredonia- En resumen, en las disputas internacionales en particular, en palabras inmortales de W.S. Gilbert:

Las cosas raramente son lo que parecen, a leche sin nata se disfraza de crema.

El Amado policía internacional, ya sea Boutros Boutros-Ghali  o las tropas de EEUU o el editorialista del New York Times, haría bien en pensárselo más de dos veces antes de entrar en la refriega. Los estadounidenses son especialmente inapropiados para su autoproclamado papel wilsoniano como moralistas y policías mundiales. El nacionalismo en EEUU es especialmente reciente y es más una idea que esté enraizada en grupos o luchas étnicas o de nacionalidad de larga duración. Añadamos a esa mezcla letal el hecho de que los estadounidenses no tienen prácticamente memoria histórica y esto los hace especialmente inapropiados para movilizarse para intervenir en los Balcanes, donde quién se puso en cada bando en qué lugar en la guerra contra los invasores turcos en siglo XV es mucho más intensamente real para la mayoría de los contendientes que su cena de ayer.

Libertarios y liberales clásicos, que están especialmente bien equipados para repensar toda la zona empantanada de del estado-nación y los asuntos exteriores, ha estado demasiado enredados en la Guerra Fría contra el comunismo y la Unión Soviética como para dedicarse al pensamiento fundamental sobre estos temas. Ahora que la Unión Soviética ha desaparecido y ha acabado la Guerra Fría, quizá los liberales clásicos se sientan libres para pensar de nuevo acerca de estos problemas importantísimos.

III.         Revisando la secesión

Primero, podemos concluir que no todas las fronteras estatales son justas. Un objetivo para los libertarios debería ser transformar los actuales estados-nación en entidades nacionales cuyas fronteras puedan calificarse como justas, en el mismo sentido que las fronteras de la propiedad privada son justas; es decir, descomponer los estados-nación coactivos existentes en naciones genuinas o naciones por consentimiento.

En el caso, por ejemplo, de los fredonianos orientales, los habitantes deberían ser capaces de secesionarse voluntariamente de Fredonia y unirse a sus camaradas en Ruritania. Repito, los liberales clásicos deberían resistir el impulso de decir que las fronteras nacionales “no suponen ninguna diferencia”. Por supuesto es verdad que, como hace mucho proclamaron los liberales clásicos, cuanto menor sea el grado de intervención pública en Fredonia o Ruritania, menos diferencia supondrá esa frontera. Pero incluso bajo un estado mínimo, las fronteras nacionales seguirían marcando una diferencia, a menudo grande para los habitantes del área. Pues, ¿en qué idioma (ruritano, fredoniano o ambos) estarán las señales de tráfico, los listines telefónicos, los autos judiciales o las clases de las escuelas de la zona?

En resumen, a todo grupo, a toda nacionalidad, debería permitírsele independizarse des cualquier estado-nación y unirse a otro estado-nación que acepte acogerle. Esta reforma avanzaría mucho hacia establecer naciones por consentimiento. A los escoceses, si quieren, se les debería permitir por parte de los ingleses abandonar el Reino Unido y convertirse en independientes e incluso unirse a una Confederación Gaélica, si los electores desean eso.

Un respuesta común a un mundo de naciones proliferantes es preocuparse acerca de la multitud de barreras comerciales que podrían erigirse. Pero, en igualdad de condiciones, cuanto mayor sea el número de nuevas naciones y menor el tamaño de estas, mejor. Pues sería mucho más difícil diseminar la ilusión de la autosuficiencia si el lema es “Comprad productos de Dakota del Norte” o incluso “Comprad productos de la Calle 56” de lo que es ahora convencer a la gente para “Comprar americano”. Igualmente, “Abajo Dakota del Sur” o, a fortiori, “Abajo la Calle 55”, serían más difíciles de vender que extender el miedo o el odio a los japoneses. Igualmente, los absurdos y las desafortunadas consecuencias de papel moneda fiduciario serían mucho más evidentes si cada provincia o cada barrio o manzana imprimiera su propia divisa. Un mundo más descentralizado sería mucho más probable que recurriera a productos fuertes del mercado, como el oro o la plata, para hacer de ellos su moneda.

 IV.         El modelo anarcocapitalista puro

Planteo el modelo anarcocapitalista puro en este trabajo, no tanto para defender el modelo por sí mismo como para proponerlo como una guía para resolver disputas actuales agrias acerca de la nacionalidad. El modelo puro, simplemente, es que ninguna  área territorial, ningún metro cuadrado en el mundo, siga siendo “público”: todo metro cuadrado de tierra, ya sean calles, plazas o barrios, está privatizado. La privatización total ayudaría a resolver problemas de nacionalidad, a menudo en formas sorprendentes, y sugiero que los estados existentes o estado liberales clásicos  traten de aproximarse a este sistema aunque algunas áreas territoriales sigan en la esfera gubernamental.

Fronteras abiertas o el problema del Campo de los Santos

La cuestión de las fronteras abiertas, de la libre inmigración, se ha convertido en un problema acelerado para los liberales clásicos. Esto pasa primero porque el estado del bienestar subvenciona crecientemente a inmigrantes para que entren y reciban asistencia permanente y segundo porque las fronteras culturales se han visto crecientemente saturadas. Empiezo a revisar mis opiniones sobre inmigración cuando, al desaparecer la Unión Soviética, queda claro que a los rusos étnicos se les ha animado a inundar Estonia y Letonia para destruir las culturas e idiomas de estos pueblos. Previamente, había sido fácil rechazar por poco realista el novela anti-inmigración de Jean Raspail, El Campo de los Santos, en la que prácticamente toda la población de la India decide mudarse, en pequeños botes, a Francia y los franceses, infectados por la ideología liberal, no pueden conseguir la voluntad de impedir la destrucción nacional económica y cultural. Como los problemas culturales y del estado de bienestar se han intensificado, se hace imposible rechazar ahora las preocupaciones de Raspail.

Sin embargo, al repensar la inmigración desde la base del modelo anarcocapitalista, queda claro para mí que un país completamente privatizado no tendría “fronteras abiertas”  en absoluto. Si todo terreno en un país fuera propiedad de alguna persona, grupo o empresa, esto significaría que ningún inmigrante podría entrar salvo que se le invite y se le permita alquilar o comprar propiedad. Un país completamente privatizado estaría tan “cerrado” como deseen los habitantes o dueños de propiedad concretos. Parece claro, por tanto, de que el régimen de fronteras abiertas que existe de hecho en EEUU equivale en realidad a una apertura obligatoria por el estado central, el estado a cargo de todas las calles y áreas de terreno público, y no refleja genuinamente los deseos de los propietarios.

Bajo privatización total, se resolverían eficientemente muchos conflictos locales y problemas de “externalidades” (no solo el problema de la inmigración). Con todo lugar y vecindario en poder de empresas privadas o comunidades contractuales, reinaría una verdadera diversidad, de acuerdo con las preferencias de cada comunidad. Algunos barrios serían étnica o económicamente diversos, mientras que otros serían étnica o económicamente homogéneos. Algunas localidades permitirían la pornografía o la prostitución o las drogas o los abortos, otras prohibirían algunas o todas estas cosas. Las prohibiciones no las impondría el estado, sino que serían simplemente requisitos de residencia o costumbres de un área territorial de alguna persona o comunidad. Aunque los estatistas que tengan la comezón de imponer sus valores a todos los demás se verían decepcionados, todo grupo o interés tendría al menos la satisfacción de vivir en barrios de gente que comparta sus valores y preferencias. Aunque la propiedad de los barrios no proporcionaría una utopía o sería la panacea para todos los conflictos, al menos proporcionaría una “segunda mejor” solución con la que la mayoría de la gente podría querer vivir.

Enclaves y exclaves

Un problema evidente con la secesión de nacionalidades de estados centralizados afecta a las zonas mixtas, o enclaves y exclaves. Deshacer el embrollo del estado-nación centralizado de Yugoslavia en partes independientes ha resuelto muchos conflictos proporcionando naciones a eslovenos, serbios y croatas, ¿pero qué pasa con Bosnia, donde muchos pueblos y villas son mixtos? Una solución es animar a más de lo mismo, mediante aún más descentralización. Si, por el ejemplo, Sarajevo oriental es serbio y Sarajevo occidental es musulmán, se convierten en parte de sus respectivas naciones independientes.

Pero esto por supuesto generaría una gran cantidad de enclaves, partes de naciones rodeadas por otras naciones. ¿Cómo puede resolverse esto? En primer lugar, el problema enclave/exclave ya existe hoy- Uno de los conflictos existentes más polémicos, en el que la EEUU no se ha entrometido aún porque todavía no ha aparecido en la CNN, es el problema de Nagorno-Karabaj, un exclave armenio totalmente rodeado y por tanto formalmente dentro de Azerbaiyán. Está claro que Nagorno-Karabaj debería ser parte de Armenia. ¿Pero entonces, cómo evitarían los armenios de Karabaj su destino actual de bloqueo por los azeríes y cómo evitarían batallas militares al tratar de mantener abierto un corredor terrestre con Armenia?

Bajo privatización total, por supuesto, estos problemas desaparecerían. Hoy en día, nadie en EEUU compra terrenos sin asegurarse de que está claro su derecho sobre el terreno; de la misma manera, en un mundo completamente privatizado, los derechos de acceso evidentemente serían una parte crucial de la propiedad de los terrenos. En ese mundo, por tanto, los propietarios de Karabaj se asegurarían de haber adquirido derechos de acceso mediante un corredor terrestre azerí.

La descentralización también proporciona una solución viable al aparentemente irresoluble conflicto permanente en Irlanda del Norte. Cuando los británicos dividieron Irlanda a principios de la década de 1920, acordaron realizar una segunda partición, más microgestionada. Nunca cumplieron esta promesa. Sin embargo, si los británicos hubieran permitido una votación de partición detallada, parroquia a parroquia, en Irlanda del Norte, la mayoría del territorio, que es mayoritariamente católico, probablemente se hubiese desligado y unido a la República: condados como Tyrone y Fermanagh, el sur de Down y el sur de Armagh, por ejemplo. A los protestantes les hubiera quedado probablemente Belfast, el condado de Antrim y otras áreas al norte de Belfast, pero repito, una aproximación al modelo anarcocapitalista podría haberse alcanzado permitiendo la compra de derechos de acceso al enclave.

A falta de una privatización total, está claro que se podría aproximar a nuestro modelo y minimizarse los conflictos permitiendo las secesiones y el control local, hasta el nivel del micro-barrio y desarrollando derechos contractuales de acceso para enclaves y exclaves. En EEUU, se hace importante, para avanzar hacia esa descentralización radical, que libertarios y liberales clásicos (de hecho que muchas otros grupos minoritarios o disidentes) empiecen a dar la máxima importancia  la olvidada Décima Enmienda y traten de descomponer el papel y poder del centralizador Tribunal Supremo. En lugar de tratar de llevar a gente de su propia convicción ideológica al Tribunal Supremo, se debería limitar y minimizar su poder todo lo posible, y descomponer su poder en cuerpos judiciales estatales o incluso locales.

Ciudadanía y derecho de voto

Un problema polémico actual se centra en quién se convierte en ciudadano de un país concreto, ya que la ciudadanía confiere derecho de voto. El modelo anglo-estadounidense, en el que todo niño nacido en el territorio del país se convierte automáticamente en ciudadano invita claramente a la inmigración social de padres embarazados. En EEUU, por ejemplo, un problema actual son los inmigrantes ilegales cuyos bebés, si nacen en territorio estadounidense, se convierten automáticamente en ciudadanos y por tanto les da derecho a ellos y a sus padres a beneficios sociales permanentes y atención médica gratuita. Está claro que el sistema francés, en el que uno tiene que haber nacido de un ciudadano para convertirse automáticamente en ciudadano, está mucho más cerca de la idea de una nación por consentimiento.

También es importante revisar todo el concepto y función del voto. ¿Deberían todos tener un “derecho” a votar? A Rose Wilder Lane, la teórica libertaria de mediados del siglo XX de EEUU, le preguntaron una vez si creía en el sufragio femenino. “No”, replicó, “y estoy también en contra del sufragio masculino”. Los letones y estonios han resuelto convincentemente el problema de los inmigrantes rusos permitiéndoles continuar permanentemente como residentes, pero no dándoles la ciudadanía o por tanto el derecho de voto. Los suizos acogen trabajadores temporales invitados, pero desaniman seriamente la inmigración permanente y a fortiori, la ciudadanía y el voto.

Volvamos de nuevo al modelo anarcocapitalista en busca de ilustración. ¿A qué equivaldría el voto en una sociedad totalmente privatizada? No solo el voto sería distinto, sino, más importante, ¿a quién le importaría? Probablemente la forma más profundamente satisfactoria de votar para un economista es la empresa o sociedad anónima en la que el voto es proporcional a la porción de propiedad de activos de la firma. Pero también hay, y habría, multitud de clubes privados de todo tipo. Normalmente se supone que las decisiones de un club se toman sobre la base de un voto por miembro, pero eso por lo general no es cierto. Indudablemente, los clubes mejor dirigidos y más tranquilos son los dirigidos por una oligarquía de los más capaces e interesados que se autoperpetúa, un sistema más cómodo para el miembro raso no votante, así como para la élite. Si soy un miembro raso de, por ejemplo, un club de ajedrez, ¿por qué debería preocuparme por votar si estoy satisfecho por la forma en que se dirige el club? Y si me interesa dirigir algo, probablemente se me pida unirme a la élite gobernante por parte de la oligarquía agradecida, siempre en busca de miembros activos. Y finalmente, si estoy descontento por la forma en que se dirige el club, puedo abandonarlo y unirme a otro o incluso formar uno propio. Por supuesto, esa es una de las grandes virtudes de una sociedad libre y privatizada, ya pensemos en un club de ajedrez o una comunidad contractual de un barrio.

Está claro que cuanto más avanzáramos hacia el modelo puro y cada vez más áreas y partes de la vida se privatizaran o se micro-descentralizaran, menos importante se haría el voto. Por supuesto, estamos muy lejos de este objetivo, pero es importante para empezar y particularmente para cambiar nuestra cultura política, que trata la “democracia” o el “derecho” de voto como el bien político supremo. De hecho, el proceso de voto debería considerarse trivial y poco importante en el mejor de los casos, y nunca un “derecho”, aparte del posible mecanismo derivado de un contrato consensual. En el mundo moderno la democracia o el voto solo son importantes para unirse o ratificar el uso del gobierno para controlar a otros o para usarlo como forma de impedir que uno o o su propio grupo sea controlado. Votar, sin embargo, es, en el mejor de los casos, un instrumento ineficiente para la autodefensa y es mucho mejor reemplazarlo acabando completamente con el poder gubernamental.

En resumen, si procedemos a la descomposición y descentralización del estado-nación moderno centralizador y coactivo. Descomponer ese estado en nacionalidades y barrios electorales, reducirían de una sola vez el ámbito del poder del gobierno, el ámbito y la importancia de votar y el grado del conflicto social. El ámbito del contrato privado y del consentimiento voluntario mejoraría y el estado brutal y represivo se vería disuelto gradualmente en un orden social armonioso y crecientemente próspero.


Publicado el 27 de junio de 2016. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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