Derecho procesal anarquista

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Escrito por A. Chena, prologado por William Gilmore. El Derecho procesal es aquel que regula los procesos judiciales, el que se refiere exclusivamente al procedimiento a seguir por las partes intervinientes en un proceso judicial. En una sociedad anarquista el Derecho procesal presentaría notables diferencias con el actual Derecho procesal de las sociedades estatistas.

La primera parte del presente texto intenta definir cómo sería el Derecho procesal penal anarcolibertario y sus diferencias con el que rige en la actualidad.  La segunda parte se refiere al Derecho procesal civil y, finalmente, en la tercera parte se hace referencia a los problemas que se podrían plantear con un Derecho procesal anarcolibertario y sus posibles soluciones.

Prólogo: ¿Derecho anarquista?

En la mentalidad popular, anarquismo y Derecho son opuestos. No es posible que alguien sea anarquista y al mismo tiempo pida leyes, orden, autoridad y castigo a los criminales e infractores de la ley…

Esta idea –la del anarquista como alguien enemigo del Derecho y las leyes- viene del anarquismo romántico, colectivista o comunista. Piotr Kropotkin, el noble y valiente anarcocomunista de finales del siglo xix, decía:

Vemos una raza [los legisladores] confeccionadora de leyes, legislando sin saber sobre qué legisla; votando hoy una ley sobre saneamiento de las poblaciones, sin tener la más pequeña noción de higiene; mañana reglamentando el armamento del ejército, sin conocer un fusil; haciendo leyes sobre la enseñanza o educación honrada de sus hijos; legislando sin ton ni son; pero no olvidando jamás la multa que afecta a los miserables, la cárcel y la galera que perjudican a hombres mil veces menos inmorales de lo que son ellos mismos, los legisladores. Vemos, en fin, en el carcelero la pérdida del sentimiento humano; al policía convertido en perro de presa; el espía menospreciándose a si mismo; la delación transformada en virtud, la corrupción erigida en sistema; todos los vicios, todo lo malo de la naturaleza humana favorecido, cultivado para el triunfo de la ley.

Y como nosotros [los anarquistas] vemos todo esto, es por ello que en vez de repetir tontamente la vieja fórmula “¡Respeto a la ley!”, gritamos ¡Despreciad a la ley y a sus atributos! Esta frase ruin: “¡Obedeced a la ley!”, la reemplazamos por ¡Rebelaos contra todas las leyes!

El presupuesto básico de estos anarquistas románticos es que la inmensa mayoría de los crímenes son consecuencia de la propiedad privada y la economía de mercado. Una vez que sean abolidas ambas instituciones, la mentalidad egoísta y el crimen tenderán a desaparecer casi automáticamente. Se supone que en la anarquía socialista que ellos proponen, todo o casi todo será propiedad de todos, todo mundo será solidario, todo mundo vivirá decorosamente, y habrá muy poca razón para delinquir. Los pocos criminales que haya serán considerados enfermos, no criminales, y tendrán que ser curados o educados antes que castigados; y si acaso surgiera algún criminal incurable o ineducable, un grupo de voluntarios perseguirá y capturará a ese criminal y lo conducirán a una asamblea popular constituida en tribunal, la cual decidirá lo que deba hacerse (que probablemente será el destierro antes que la cárcel). No se requieren “leyes”, “códigos”, “constituciones”, “reglamentos”, “tratados de jurisprudencia; ni tampoco legisladores, juristas, jueces o abogados. Todo se resuelve con sentido común, buena voluntad y algunos “usos y costumbres”.

Bien, los anarquistas de mercadoindividualistas– no somos tan románticos. Sabemos que si abolimos la propiedad privada y la economía de mercado provocaremos escasez de todos los bienes y servicios (no abundancia), y con ello provocaremos más crimen (no menos). De modo que, sin rodeos, nos declaramos a favor de la propiedad y el mercado libre. Pensamos que un capitalismo auténtico, no intervenido por el Estado, conducirá a una sociedad más igualitaria. El poder y la propiedad se atomizarán y dispersarán rápidamente, y esto hará que nadie sea tan rico o tan poderoso que pueda aplastar a los demás. No obstante, no nos hacemos ilusiones: sabemos que seguirán existiendo los asesinos, los ladrones, los secuestradores, violadores, etcétera. Por ello queremos que haya leyes –y leyes duras. Queremos que haya Derecho, leyes claras y escritas. Pero no demasiadas. También queremos que haya juristas, jueces y abogados. Pero -igual- no demasiados. Como Kropotkin, desconfiamos de los legisladores y la sobrelegislación. En general, preferimos el derecho consuetudinario al derecho positivo, así como preferimos que nuestros jueces sean figuras respetables, como en la tradición del derecho común -la common law-, y no burócratas estúpidos, como en el “derecho civil”. Creemos, con Bruno Leoni, que la actual tendencia a identificar la ley exclusivamente con el derecho positivo y la legislación escrita, olvidando el derecho común, la costumbre, las normas tácitas, el arbitraje privado y los arreglos espontáneos entre los individuos, es algo que nos lleva fatalmente a la destrucción de la libertad individual.

¿Cómo sería el Derecho anarquista o el Derecho libertario?

Bien, el camarada español A. Chena tiene algunas ideas sumamente interesantes.

Parte I: Derecho procesal penal

En el Derecho procesal penal, la primera cuestión que se plantea es la de la naturaleza de los delitos (o faltas) en una sociedad libertaria. Actualmente existen dos clases de delitos: delitos públicos (que son la inmensa mayoría) y delitos privados (actualmente sólo dos, la injuria y la calumnia). Anteriormente existían también los semipúblicos que exigían denuncia previa de la victima pero que luego podían ser juzgados sólo a instancia del ministerio público aunque la víctima renunciara a continuar el proceso.

Los delitos públicos son aquellos que pueden dar lugar a la iniciación de un proceso sin que medie querella de la víctima (en Derecho penal se habla de querella no de demanda). Esto es así porque se entiende que son delitos que no sólo afectan a la víctima, sino también a ese ente abstracto que llamamos sociedad. Por contra, los delitos privados sólo pueden dar lugar a un proceso judicial si la víctima interpone una querella contra el presunto agresor. Como he dicho antes en la legislación española sólo la calumnia (falsa imputación de un delito) y la injuria (falsa imputación de hechos que menoscaban el honor o la buena imagen) tienen esta naturaleza de delitos privados.

El que un delito tenga la consideración de público implica varias cosas: – Intervención del ministerio fiscal, que puede interponer la acción penal al margen de los deseos de la víctima. Además, en caso de que la víctima renuncie a la acción penal, el proceso podría seguir adelante sólo a instancia del ministerio fiscal. – El perdón del ofendido a su agresor no tiene ya prácticamente ningún efecto en el proceso. – Los procesos pueden, por todo lo dicho, iniciarse de oficio. Basta que una autoridad estatal con competencia (jueces, fiscales, policía) tenga noticia de la comisión de un delito público para que pueda ponerse en marcha un proceso.

En una sociedad libertaria no existiría la categoría de delito público. Dado que los libertarios pensamos que la sociedad, como ente abstracto, no existe; que lo único que existen son individuos que se relacionan entre si de diversas formas (unas legítimas, otras no) y que por tanto no hay un bien común que deba ser protegido, no tendría ningún sentido la existencia de la categoría de delito público, que no deja de ser la enésima forma que encuentra el estado para entrometerse y coaccionar las vidas de las personas. En una sociedad libertaria todos los delitos tendrían la categoría de privados, es decir, que sólo a instancia de la víctima o de las personas a las que ésta hubiera dado potestad para actuar en caso de ausencia o incapacidad (como sus herederos o una agencia de seguridad con la que hubiese contratado) podría ponerse en marcha un proceso judicial.

La segunda cuestión que se plantea es la de las partes intervinientes en el proceso. En un Derecho procesal libertario la figura del fiscal desparecería. Como su nombre indica el Ministerio Fiscal es el representante que el estado, o mejor dicho, el gobierno, tiene en todos los procesos donde el interés público (interés del estado, se entiende) está en juego. En la práctica son casi todos, al menos en la jurisdicción penal. Dado que no existiría estado esta figura no tendría razón de ser.

Otra figura muy conocida que tampoco tendría razón de ser en un Derecho procesal libertario sería la de la acusación popular. Esta figura jurídica permite a cualquier ciudadano sin relación alguna con el caso ejercer la acción penal en nombre, una vez más, de la sociedad (o del pueblo). Esta figura ha emponzoñado aún más la justicia permitiendo que toda clase de organizaciones, en muchos casos con intereses espurios, utilicen para sus propios fines los procesos por delitos cometidos contra otras personas.

Con un Derecho procesal libertario, por tanto, no podría iniciarse ningún proceso si no a instancias de la víctima del delito y tampoco podría continuar si ésta decidiera libremente, por las causas que fueran, poner fin al proceso.

La institución del jurado popular sería otra de las que desaparecería, al menos con sus actuales características. El jurado hoy en día está formado por ciudadanos que, tal y como ocurría hace unos años con el ejercito, no pueden negarse a formar parte de él. Si te toca formar parte de uno y no puedes alegar una de las excusas contempladas por la ley, negarte a formar parte del jurado es constitutivo de delito. De modo que, con un Derecho libertario, los jurados populares sólo podrían estar constituidos por voluntarios (pagados o no). Resumiendo: las partes intervinientes en un proceso serían el juez o tribunal (o jurado con personal voluntario); la parte acusadora que sólo podría ser la víctima, sus herederos o persona en la que hubiese delegado; y la parte acusada.

Estas son las diferencias fundamentales que se darían respecto al actual Derecho procesal penal. Podrían existir otras diferencias pero vendrían de la libertad de cada agencia de seguridad o tribunal para organizar su trabajo, no como consecuencia lógica de la ausencia de estado.

Parte II: Derecho procesal civil

El Derecho Civil, tanto procesal como sustantivo, se ha caracterizado siempre, al menos en teoría, por la mayor libertad de actuación de las partes y escasa intervención de las autoridades estatales (jueces o fiscales, principalmente) en comparación con el proceso penal.

En un proceso civil se suponía que sólo el demandante tenía capacidad para iniciar un proceso, y que una vez iniciado éste, demandante y demandado podían ponerle fin en cualquier momento, bien por acuerdo entre ambas partes, por renuncia o desistimiento del demandante o por allanamiento del demandado (cuando este acepta las pretensiones de aquel). Además, el juez o tribunal se limitaba a juzgar sólo y exclusivamente aquellas pretensiones que las partes le presentaban en la demanda y en la contestación a la misma, no pudiendo, ni siquiera, tener en cuenta otras pruebas que aquellas aportadas por las partes. Parecería, por tanto, que hasta aquí el Derecho procesal civil casa bastante bien con lo que debería ser un Derecho Libertario. La realidad es, sin embargo, bien distinta: los acuerdos entre las partes, el desistimiento o el allanamiento están en mayor o menor medida sujetos a la autorización del juez o tribunal y al dictamen previo del ministerio fiscal. Además el juez o tribunal ha ido adquiriendo progresivamente facultad de ordenar por su propia voluntad la práctica de pruebas no solicitadas por las partes. Esta facultad se da sobre todo en los llamados procesos especiales donde la intervención del juez o fiscal es mayor, si bien esta intervención varía según el tipo de proceso especial de que se trate, yendo desde la gran intervención que se da en procesos de incapacitación de personas o donde hay menores, a la más atenuada de los procesos matrimoniales de mutuo acuerdo.

El Derecho Civil es, al fin y al cabo, el Derecho de los Contratos, o más llanamente de los acuerdos entre personas y con un Derecho procesal libertario el juez o tribunal se limitaría a discernir si se han cumplido o no las cláusulas del contrato y si este se ha hecho en ausencia de violencia, intimidación o fraude. En caso de que se dieran estas últimas circunstancias el proceso se transformaría en penal, tal y como ocurre hoy en día.

El cambio más fundamental vendría de la desaparición de dos legislaciones procesales, la mercantil y la laboral, que, previsiblemente, quedarían englobadas dentro de la jurisdicción civil. Respecto a la jurisdicción mercantil hay que decir que es un caso especial, ya que aunque tradicionalmente ha tenido sus propias leyes al margen de las de Derecho civil, eran los jueces y tribunales civiles los encargados de aplicar ese Derecho en los procesos. No ha sido hasta hace bien poco el que se han creado tribunales y juzgados de lo mercantil. ¿Hay razones de peso para diferenciar entre contratos mercantiles y civiles? Bueno, esta ha sido una discusión que se planteó a menudo en la facultad de Derecho. Yo pienso que no hay razones de peso para hacer esa distinción, al fin de cuentas un contrato es un contrato lo haga un ciudadano o Microsoft S.A. En una sociedad libertaria creo que, por supuesto, podrían existir tribunales especiales dedicados a esta o aquella materia, pero sólo por interés del mercado no por intereses políticos.

Si lo que acabo de decir es aplicable a la jurisdicción mercantil, aún lo es más a la laboral. Con las luchas obreras y la llegada al poder (directa o indirectamente) de la socialdemocracia, se llegó a la conclusión que, dada la evidente disparidad de poder entre los capitalistas y los trabajadores, era necesario, entre otras muchas medidas, crear una jurisdicción especial para dirimir los conflictos entre Capital y Trabajo. No es este el lugar para hablar de lo erróneo de este método o de si tenía fundamento o de a quién beneficiaba realmente. Lo que interesa aquí es decir que en una sociedad libertaria los problemas surgidos de un contrato laboral, por ser un contrato, podrían ser dirimidos por tribunales civiles como con cualquier otro contrato. Una vez más: nada impediría que por necesidades del mercado pudieran surgir tribunales especializados en tratar determinadas materias pero los procedimientos y los derechos de las partes en el proceso serían iguales, como ocurre en el proceso civil y no presupondrían debilidad de una de las partes.

Por último, existen otras dos jurisdicciones con sus propias leyes procesales: la contencioso-administrativa, que regula los conflictos entre los ciudadanos y el estado; y la militar que juzga los delitos y disputas entre militares. Por razones obvias la jurisdicción contencioso-administrativa desaparecería al hacerlo también el estado. En cuanto a la militar perdería muchas de sus actuales características que provienen del hecho de ser un ejército estatal. Cabe plantearse si otras medidas, como la existencia de un código disciplinario dentro de una milicia (por ejemplo), tendrían cabida y en qué extensión.

Resumiendo: los conflictos entre personas en los que mediaran violencia, coacción, robo o fraude se regularían según leyes procesales penales; el resto de disputas según leyes procesales civiles. En ambos casos sólo las partes pueden iniciar o terminar el proceso, con las salvedades que veremos en la tercera parte de estos artículos.

Parte III: Problemas que se plantean

Como dijimos en las dos primeras partes de este artículo, en un Derecho procesal libertario no existiría un ministerio público que pudiese ejercitar una acción judicial en nombre de un supuesto bien común o interés general. Tampoco existiría la acción popular que permita a terceras personas iniciar o intervenir en pleitos en los que no son ni víctima ni agresor. Solamente la víctima podría iniciar un proceso por si misma o por medio de delegación (antes o después de haber muerto). Esto plantearía algunos problemas que, sin embargo, creo que pueden ser solucionados.

El primero que se plantea es el referido a los niños e incapaces. Si sólo la víctima puede iniciar un proceso, ¿qué ocurrirá con aquellos que no pueden valerse por si mismos, o que no poseen el suficiente raciocinio para actuar?

Comencemos con los niños. En primer lugar hay que decir que estoy utilizando la expresión niños, en lugar de menores de edad, con toda intención. En una sociedad libertaria la categoría de menor de edad no existiría. Es un concepto arbitrario creado por el estado para sus propios fines. En algunas épocas la minoría de edad ha estado en los 21 años, en otras en los 18 y actualmente en algunos países se está planteando rebajarla a los 16 años. Incluso en la antigüedad donde la mayoría de edad venía determinada por hechos más objetivos, como la madurez sexual, no dejaba de establecerse, de forma arbitraria, en una determinada edad (por ejemplo, los 15 años).

En una sociedad libertaria el niño dejaría de serlo cuando él lo determinara.

Esto puede resultar chocante a algunas personas. ¿No tendríamos a una legión de niños malcriados demandando, incluso a sus padres, por nimiedades? En realidad todo es mucho más simple de lo que pueda parecer. Los niños tienen una tendencia natural a querer ser protegidos por sus padres, y sólo cuando se sienten capaces comienzan a dar señales de rebeldía. En una sociedad libertaria, un adolescente que decidiera independizarse de sus padres podría hacerlo y desde ese momento sería considerado adulto y por lo tanto con capacidad legal.

El problema se daría, por tanto, con los niños que sufrieran agresiones de cualquier tipo y cuyos padres, o bien no actuaran para impedirlas o bien fueran los agresores. ¿Quién actuaría en defensa de estos niños?

Debemos diferenciar entre la defensa en el momento en que se produce la agresión y la defensa procesal.

Respecto a la primera y siguiendo la teoría libertaria, uno puede usar la fuerza para defenderse en caso de agresión contra si mismo, pero también en defensa de una tercera persona que pida ayuda. De este modo si alguien presenciara como se agrede a un niño podría intervenir en su defensa, incluso aunque el niño no verbalizara una petición de ayuda. Bastaría con que el niño realizara actos que universalmente son tomados como de petición de ayuda, tales como gritos de pánico o dolor o intentos de escapar de su agresor.

En cuanto a la defensa procesal se presentan varias posibilidades:

Una podría ser que la defensa de los niños, en este tipo de casos, venga determinada por el convenio que regula la convivencia en una comunidad de propietarios. Este convenio podría establecer que en caso de que el niño se vea agredido por sus padres o tutores una tercera persona podría intervenir en su defensa y demandar a los padres en nombre del niño. A diferencia de lo que ocurre ahora con los servicios sociales, esta tercera persona sería alguien de la comunidad y conocería mejor la situación real del menor, arriesgándose a un posible castigo si lo que afirma (esto es, la agresión al menor) no fuese cierta.

Obviamente estos convenios también podrían estipular que se permita algún tipo de castigo físico contra los niños y esto ya plantearía más dificultades. Algún tipo de castigo físico se ha usado siempre y sería difícil discernir de modo general cuando se ha sobrepasado el límite.

En un caso extremo, imaginemos una comunidad de pederastas que institucionaliza el abuso de niños dentro de su comunidad. En este caso extremo, como hemos dicho, bastaría una denuncia de una ex víctima, un adulto que hubiese sufrido abusos en su infancia, para poner en marcha un proceso contra los miembros de dicha comunidad. O, incluso, el mero testimonio de uno de los niños. En este caso, dado que toda la comunidad es culpable y la agresión es evidente y continuada (por haberse institucionalizado el abuso) el resto de comunidades de propietarios podrían decidir acabar con esta comunidad por la fuerza, actuando en defensa de los niños. Afortunadamente es poco probable que se dieran casos tan extremos, y a lo que nos enfrentaríamos sería a abusos concretos de individuos concretos.

Otra posibilidad es que dentro de los seguros contratados con agencias de protección existiese alguna cláusula de protección al menor. El tomador o beneficiario del seguro se comprometería a no actuar violentamente contra sus hijos so pena de verse procesado por la compañía de seguros. El firmar esta cláusula podría resultar muy gravoso para el agresor, lo cual redundaría en beneficio de los niños, ya que los padres tendrían mucho cuidado de no sobrepasarse con sus hijos. La “policía” pondría en conocimiento de la compañía de seguros la comisión de un delito contra el menor poniéndose en marcha automáticamente un proceso.

En cuanto a los incapaces, esto es, adultos que no pueden valerse por si mismos, se aplicaría lo dicho para los niños con algunas matizaciones.

Si la incapacidad estaba ya presente en la infancia del adulto, lo único que ocurriría es que la situación de niñez se alargaría en el tiempo de forma indefinida, aplicándose todo lo dicho para los niños.

El problema se plantea cuando la incapacidad es sobrevenida. Imaginemos un hombre adulto que sufre un ictus y queda incapacitado mentalmente. En este caso lo primero, tal y como ocurre ahora, es declarar la incapacidad de esta persona. Esto se haría a instancia de cualquier persona con la que guarde alguna relación de parentesco: sus padres, hijos, hermanos, cónyuge… salvo que previamente en un contrato de seguros, el ahora presunto incapaz hubiese señalado a una persona o personas para este propósito (poner en marcha el proceso de su incapacitación ante un tribunal) o directamente para que lo representase legalmente a todos los efectos en caso de quedar impedido. Llegados a este punto se aplicaría todo lo dicho para los niños.

Por último, ¿qué ocurriría con aquellas personas que carecieran de medios económicos para soportar los costes de un proceso?

Actualmente existe una ley de asistencia jurídica “gratuita” que garantiza, al menos en teoría, el que todo el mundo pueda ser defendido por la justicia sin importar su nivel de ingresos. Por supuesto funciona mal, es un proceso lento, burocrático y, como no puede ser de otra forma, no elimina totalmente la desigualdad entre las partes.

En una sociedad libertaria habría varias formas de que los pobres pudieran hacer frente a un proceso judicial.

Una forma sería permitir que los abogados actuasen en su defensa por una parte de los beneficios, en caso de que ganasen el pleito. Esto daría un incentivo al abogado para actuar con diligencia, a diferencia de lo que ocurre ahora con los abogados de oficio, que sólo cobran un mísero sueldo del estado por defender a los pobres.

Otra forma es que, dado que los costos del proceso debe pagarlos quien ve desestimada su demanda, si el abogado ve posibilidades en el caso, podría defender al menesteroso gratis esperando cobrar cuando ganase el pleito.

Otra posibilidad viene del hecho de que, eliminada la pesada carga de los impuestos, cualquiera podría obtener protección legal pagando una pequeña cuota anual a un despacho de abogados o compañía de seguros que diera este servicio.

Para los casos más extremos de pobreza, en una sociedad liberada del peso del estado, el asociacionismo y las organizaciones de tipo mutualista, como las fraternidades, serían mucho más abundantes y podrían encargarse de la defensa de estas personas de forma altruista.


Nota: Algunos de los interrogantes planteados, como el referente al código disciplinario militar, varían en sus respuestas según se sea o no iusnaturalista. No trataré aquí el tema debido a su extensión.


El artículo original se encuentra aquí.

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