[Extraído del número de septiembre-octubre de 2016 de The Austrian]
No importa quién gane las elecciones presidenciales del próximo mes, los medios de comunicación y la clase política celebrarán el resultado como otro triunfo de la democracia estadounidense. Independientemente de que la vía al poder del candidato ganador esté pavimentada con mentiras y chanchullos, estarán seguros de que “el sistema funciona”. Pero lo único seguro en este momento es que Estados Unidos tendrá otro mal presidente para los próximos cuatro años.
Solo el 9% de los estadounidenses emitió un voto durante las primarias por uno de los dos candidatos de los grandes partidos. Los correos electrónicos del Comité Nacional Demócrata divulgados por Wikileaks demostraban que el Partido Demócrata hizo todo lo posible por reprimir la decisión popular y arreglar el proceso para garantizar que Hillary Clinton recibiría la nominación. En el bando republicano, Donald Trump compitió con una serie de candidatos autodestructivos. Al final de esa competición no quedó nada para los votantes republicanos anticuados que preferían un candidato que al menos simulara obedecer la ley.
Hemos estado votando por “el mal menor” durante muchos años
Las encuestas muestran que la mayoría de los votantes este año elegirán a un candidato basándose en a quién consideran el “mal menor”. Pero esto ha sido lo habitual en las elecciones durante décadas. Un artículo en el New York Times en vísperas de las elecciones presidenciales de 1996 citaba a un votante que resumía la realidad democracia moderna: “Es una cuestión de quién puede dañarnos menos. No creo que Mr. Clinton vaya a dañarnos, porque tiene muchas otras cosas de las que preocuparse” (refiriéndose a Whitewater, Paula Jones y otros escándalos).
El castigo por las elecciones del “mal menor” es una minucia comparado con el de aquellas elecciones ganadas por un candidato que defiende las ideas y principios compartidos por una mayoría de votantes. La ficción de la regla de la mayoría proporciona una licencia para imponer controles ilimitados sobre la mayoría y todos los demás.
Como los presidentes modernos combinan un enorme poder arbitrario, un secretismo generalizado y unos medios de comunicación dóciles, normalmente pueden hacer lo que quieran. En lugar de una democracia, tenemos cada vez más una dictadura electiva. Al pueblo solo se le permite elegir quién violará las leyes y pisoteará la Constitución.
La mitología de la democracia
La democracia moderna se basa en la fe en que el pueblo puede controlar lo que no entiende. Los resultados de las elecciones son a menudo una instantánea de un día de engaños masivos transitorios. La mayoría de los votantes realiza pocos o ningún esfuerzo para entender las políticas que dominan cada vez más sus vidas. Incluso políticas que diezman los ahorros de varios millones de estadounidenses, como la política de tipos cero de interés de la Reserva Federal, raramente llegan a aparecer en la pantalla del radar. Cuando los candidatos discuten políticas federal, confían en que la mayoría de la audiencia no sepa lo suficiente como para reconocer bobadas cuando las oyen.
Después del día de las elecciones, expertos y políticos nos recordarán que el candidato ganador nos dará órdenes porque tiene “el consentimiento de los gobernados”. Pero, en lugar de varitas mágicas para dirigir al gobierno, los pulsadores de voto son ahora chalecos antibalas poco fiables contra ataques políticos y burocráticos. Independientemente de cómo vote el pueblo, la NSA seguirá leyendo sus correos electrónicos, Hacienda seguirá teniendo el poder para atacar a quien quiera y los agentes federales continuarán teniendo una licencia de hecho para matar.
Votar es ahora una forma de conferir poderes y honores a los políticos, en lugar de un método para controlar a los gobernantes. En la primera República Americana, los candidatos destacaban su fidelidad a la Constitución. Pero hace mucho que la Constitución desapareció de las campañas, reemplazada por una competencia de promesas de nuevos desembolsos y fieros ataques a peligros imaginarios.
La mitología de la democracia estadounidense ha recibido más palos que una estera este año. Es hora de darse cuenta de cómo el gobierno y muchos de los medios de comunicación han buscado hacer que el pueblo se someta a través del mismo tipo de engaños que utilizaron los monarcas durante mucho tiempo. En el siglo XVI, se hacía creer a los campesinos que el rey era elegido por Dios y servía a Sus fines en la tierra. Hoy, se hace creer a los estadounidenses que la elección de un candidato presidencial es una señal de aprobación divina de su victoria. En el siglo XVII, a los terratenientes ingleses se les decía que cualquier límite al poder del rey era una afrenta a Dios. Hoy, a los estadounidenses se les dice que cualquier restricción al poder del presidente va en contra de la Voluntad del Pueblo. En el siglo XVIII, a los oprimidos de Europa se les decía que su rey poseía toda la sabiduría terrenal. Hoy, al pueblo se le anima a creer que el presidente y su camarilla principal prácticamente conocen todo, ven todo y necesitan un poder sin límites para mantener a salvo al pueblo. A principios del siglo XIX, se animaba al pueblo a creer que los reyes se preocupaban automáticamente por sus súbditos, simplemente porque ésa era la naturaleza de los reyes. Ahora, al pueblo se le enseña que el gobierno sirve automáticamente al pueblo, simplemente porque una pluralidad de votantes dio su aprobación a uno de los políticos que les presentaron los grandes partidos.
El tictac de una bomba de relojería
Hace casi 200 años, el senador John Taylor, de Virginia, advertía: “Se halaga al autogobierno para que destruya el autogobierno”. Los mismos políticos republicanos y demócratas que amontonan los elogios sobre los votantes antes de las elecciones harán poco o nada por impedir las próximas arremetidas de las agencias federales emitiendo normas dudosas o inanes para poner de rodillas a sus ciudadanos. Y cuando se quejen las víctimas del gobierno, un coro de medios serviles de comunicación les recordará que “el gobierno es solo el pueblo actuando unido”, como declaraba el presidente Bill Clinton en 1996.
La democracia es únicamente una forma de gobierno. No es un modo de salvación. No es una catapulta a la tierra prometida. Pero un gobierno democrático que no respeta ningún límite sobre su propio poder es una bomba de relojería, esperando a destruir los derechos a proteger para los que fue creado.
¿Los estadounidenses son libres simplemente porque se les permite una decisión superficial sobre quién corromperá esos derechos y libertades? En los próximos años, las batallas más importantes por la libertad tendrán lugar en las mentes y vidas de los estadounidenses alejados de Washington. Pero entretanto, esperemos que quienquiera que gane de noviembre no destruya la nación con guerras sin sentido o destroce la economía sin posibilidad reparación.
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