“La voluntad del pueblo” es un mito

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Aunque raramente se declara explícitamente, la legitimidad del sistema electoral estadounidense moderno se basa en la idea del gobierno de la mayoría. Debido a esto, tras cada elección, los vencedores afirman que esta ha reflejado “la voluntad del pueblo” y, en muchos casos, también reclaman un “mandato” para implantar el programa político del vencedor.

Por supuesto, esta afirmación ha sido tenue en todos los sentidos. Dentro del sistema electoral estadounidense, no hay razón para suponer el voto por un candidato X sea un voto a favor del programa político del candidato X. La intención del votante puede ser simplemente elegir la opción menos mala tratando de votar contra el candidato Y. En realidad, es imposible conocer la intención de los votantes sin preguntar a cada uno de ellos. E incluso así, los propios votantes puede no recordar por qué votaron de la manera en que lo hicieron o pueden sencillamente mentir acerca de sus intenciones.

De hecho, como demuestran los datos de una encuesta reciente de Pew, los votantes habitualmente dicen votar contra otros candidatos como motivación primaria, en lugar de votar a favor del candidato elegido.

Incluso si alguien vota al candidato Y es imposible saber qué aspectos del programa de ese candidato tienen la aprobación de los votantes de dicho candidato.

Así que nos vemos obligados a concluir que no hay ninguna base para la afirmación de que un voto para el candidato X signifique la aprobación del votante del programa de ese candidato. Tampoco podemos hacer ninguna afirmación acerca de la intensidad de la preferencia de cada votante por el programa político del candidato. Un simple voto depositado nos dice muy poco. Tampoco la afirmación de la “voluntad del pueblo” tiene en cuenta el hecho de que poquísimos votantes han participado en la elección de los candidatos que compiten en las elecciones generales. Como señalaba este año el New York Times, solo un 9% de los estadounidenses (el 14% de los votantes elegibles) votó por Clinton o por Trump en el proceso de primarias.

La mayoría de los estadounidenses en edad de votar no vota por el ganador

Sin embargo, aunque se pretendiera que cada voto para el vencedor fuera una aprobación acrítica del programa de ser candidato, probablemente a este le quedaría un largo camino desde la obtención real de votos hasta una mayoría de la población votante. Aún más para recibir la aprobación mayoritaria de la población en general.

De hecho, si miramos a la historia de las elecciones presidenciales estadounidenses, descubrimos que no solo el vencedor no alcanzó una mayoría, sino que a menudo no pudo ni siquiera conseguir una mayoría de los votos de aquellos que votaron.

Sin embargo, si miramos los 54 millones de votos de Reagan en el contexto o de toda la población con edad de votar, descubrimos que Reagan sólo obtuvo la aprobación del 31% de votantes elegibles. Una pluralidad de votantes elegibles (el 47%) no votaron por Reagan ni Mondale en esa ocasión, mientras que el 69% de los votantes elegibles se negaron a votar por Reagan en absoluto.[1]

Otras elecciones presidenciales muestran todavía menos apoyo al vencedor. De hecho, en las elecciones de 1992, 1996 y 2000, quien acabó venciendo ni siguiera consiguió una mayoría de votos. En 1992, Bill Clinton fue declarado Presidente con sólo el 43% de los votos emitidos. En 1996, Clinton ganó la reelección con sólo el 49% de los votos emitidos. En 2000, George W. Bush ganó con poco menos que el 48% de los votos emitidos. Aunque perdió las elecciones, Al Gore obtuvo más votos con poco más del 48%.

Las cifras son todavía menos impresionantes cuando observamos el comportamiento o de todos estadounidenses en edad de votar. En 1992, por ejemplo, Clinton obtuvo los votos de solo el 24% de la población edad de votar. El 76% optó por no votar a Clinton.

En 2000, tanto Gore como Bush obtuvieron votos de solo aproximadamente el 24% de la población en edad de votar.

En 2012, el ganador, Barack Obama, consiguió canal una mayoría de votos emitidos con un margen de casi el 53%. Sin embargo, Obama obtuvo votos de solo el 28% de la población en edad de votar, lo que significa que el 72% de los estadounidenses en edad de votar no votaron por él.

Las cifras son todavía peores cuando miramos los votos totales como un porcentaje de la población total. Después de todo, incluso los niños están sujetos a los efectos de leyes, regulaciones y guerras que imponen a la población los candidatos victoriosos. Cuando miramos al porcentaje de población estadounidense total que votó por Ronald Reagan en su “paliza” de 1984, el total llegaba al 23%.

En 1992, cuando Bill Clinton obtuvo la presidencia, recibió votos del 17% de la población estadounidense general. Todas las demás elecciones presidenciales durante este periodo de tiempo acabaron de manera similar, con el vencedor recibiendo votos de entre el 18% y el 23% de la población general.

Y aun así, incluso cuando una abrumadora mayoría de la población de votantes elegibles decide no votar por el candidato ganador, se nos dice sin embargo habitualmente que el vencedor ha obtenido un mandato y disfruta del imprimátur de “la voluntad del pueblo”.

La idea de que la voluntad general se expresa a través de las elecciones ha sido sin embargo siempre un mito e incluso si un candidato obtuviera el 100% de los votos emitidos, esto tampoco nos diría mucho acerca de cómo querría exactamente el electorado que gobernara dicho candidato. Esta ficción de la voluntad general se usa luego para justificar cualquier tipo de usurpaciones y abusos a los votantes bajo el disfraz de la aprobación general que se habría logrado durante las elecciones.

Incluso Ludwig von Mises, que era un demócrata (es decir, un defensor del uso de elecciones en las instituciones políticas) negaba que las elecciones pudieran decirnos “la voluntad general”. Además, decía Mises, la idea había sido responsable de la justificación del poder ilimitado del gobierno:

Grave daño se ha hecho al concepto de la democracia por parte de quienes, exagerando la noción de derecho natural de la soberanía, la concibieron como un gobierno ilimitado de la volonté générale. En realidad no hay diferencia esencial entre poder ilimitado del estado democrático y el poder ilimitado del autócrata. La idea que mueve a nuestros demagogos y sus seguidores, la idea de que el estado puede hacer lo que quiera y de que nada debería resistirse a la voluntad del pueblo soberano, tal vez haya hecho más daño que el cesarismo de príncipes degenerados.

El hecho de que los políticos pretendan que los votos proporcionan aprobación al programa de un candidato sigue siendo una ficción coveniente para los candidatos (especialmente los presidenciales) que, a pesar de obtener habitualmente votos por debajo del 30% de los votantes elegibles (y por debajo del 20% de la población general), afirman que las elecciones demuestran que tienen la aprobación del “pueblo”.


El artículo original se encuentra aquí.

 

[1] Respecto a 2015, los residentes en EEUU no ciudadanos constituían el 7% de la población de EEUU. Una proporción mucho menor no puede votar por condenas penales. De acuerdo con el Sentencing Project, a 6,1 millones de personas en toda la nación se les niega el voto debido a un historial delictivo. Si consideramos esto, el análisis cambia poco. Por ejemplo, en el caso de 1984, si redondeáramos y elimináramos el 8% de la población en edad de votar para reflejar a los residentes no ciudadanos y delincuentes, los resultados serían estos: el 23% votó por Mondale, el 34% votó por Reagan y el 43% ni por Mondale ni por Reagan. Todas las demás elecciones en las últimas cuatro décadas mostraran incluso menos al apoyo que estas al candidato ganador.

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