La tendencia colectivista del ecologismo

0

[Extraído de Capitalismo]

Como he dicho, el movimiento ecologista no podría tener ni de lejos el apoyo e influencia que tiene si su perspectiva ética básica fuera conocida. Así, la mayor parte de las veces afirma que en realidad tiene en mente el bienestar de la gente, y que es en nombre de ese bienestar humano por lo que ataca el progreso tecnológico y económico. Cuando lo hace, actúa como si, a pesar de los mejores esfuerzos de científicos, ingenieros y empresarios para mejorar la vida y el bienestar humanos, éstos fracasaran sistemáticamente, al menos a largo plazo Aquí, como en el caso del supuesto calentamiento global, el movimiento aparentemente afirma ser capaz de ver, desde el ventajoso punto de vista de su supuesta sabiduría superior, que el verdadero camino para el bienestar humano requiere que la humanidad no intente recorrer el camino hacia el bienestar—que renuncie a actuar basándose en la ciencia y la tecnología. Sólo entonces, supuestamente, en virtud de su inactividad, la humanidad evitará su autodestrucción.

Al proceder de esta forma, el movimiento ecologista adopta la táctica de dar por sentados todos los beneficios de la actividad económica y procede como si existieran independientemente de esa actividad. Entonces concentra toda su atención en los escasos fenómenos menores de carácter negativo, que atribuye a la actividad económica y que considera como el resumen y la sustancia de dicha actividad, como la emisión de ciertos productos químicos a la atmósfera y la consiguiente creación de smog o, más recientemente, el supuesto calentamiento global. Así, por ejemplo, trata a los automóviles y centrales eléctricas como si fueran una amenaza para la vida y el bienestar humanos en lugar de las inmensas fuentes de bienestar que son en realidad. Actúa como si la gente pudiera seguir teniendo un transporte eficaz y energía y luz eléctrica a la vez que se le priva de los medios necesarios para que exista: los campos petrolíferos, oleoductos y centrales eléctricas contra los cuales pelea con uñas y dientes.

En este proceso, el movimiento ecologista se refiere a la “conservación” como si fuera algún tipo de método mágico para conseguir sin sacrificios reducciones radicales en el uso de la energía. Afirma, por ejemplo, que la pérdida de millones de barriles de petróleo diarios puede soportarse como medios tales como sencillamente doblar el número de millas por galón que alcanzan de media los automóviles estadounidenses. (En esta perspectiva, evidentemente, la gente hasta ahora habría sido sencillamente tan estúpida como para no darse cuenta de que podrían arreglárselas igualmente con automóviles que puedan reducir sus costes en combustible por la mitad. O, supuestamente, que si los compradores de coches se hubieran percatado, todos y cada uno de los fabricantes o potenciales fabricantes de automóviles habrían resultado ser tan estúpidos como para no darse cuenta de la enorme ventaja competitiva de la que podían disfrutar al responder a la demanda pública de esos coches tan eficientes en el uso del combustible. O, si los fabricantes se hubieran dado cuenta, no habrían ofertado esos coches, porque todos y cada uno de los fabricantes o potenciales fabricantes de automóviles son supuestamente parte de una “conspiración monopolística” o en otro caso rechazarían arbitrariamente ofrecer en el mercado esos coches. De esta manera, el movimiento ecologista despectivamente considera insignificantes esas diferencias entre automóviles, como tamaño, peso y poder de aceleración y la demostrada preferencia de los consumidores en favor de automóviles más grandes, más pesados y más potentes que permiten hacer menos millas por galón, frente a los automóviles más pequeños, más ligeros y menos potentes que permiten hacer más millas por galón).

En su mascarada como luchador por el bienestar humano, la técnica del movimiento ecologista consiste en apelar al colectivismo y la histeria, con el fin de crear la impresión de un derrocamiento de la doctrina de la armonía de intereses de la economía clásica y la existencia de un conflicto de intereses entre el individuo y el resto de la sociedad.

La verdad es que la tendencia necesaria de la actividad económica hacia la mejora del entorno, que se describió al final de la sección precedente, se refuerza poderosamente mediante la existencia de libertad y libre comercio. La libertad y el libre comercio crean una armonía inherente entre los intereses propios racionales de la gente. Cuando las acciones de los individuos son libres y no representan uso de fuerza, su efecto es necesariamente el beneficio de todos los afectados. Y esto es porque cada individuo actúa para beneficiarse a sí mismo y debe al mismo tiempo beneficiar a aquéllos cuya cooperación quiere asegurase, ya que en caso contrario no la recibirá. Además, nadie que se encuentre fuera de la transacción puede verse dañado, porque cualquier evidencia de daño a la persona o la propiedad de otros es suficiente para prohibir la acción como un acto de fuerza y violación de la libertad. Por ejemplo, en libertad, si decido construir un edificio, lo haré porque juzgo que puede beneficiarme hacerlo. Al mismo tiempo, puedo encontrar trabajadores y proveedores que me ayuden a construirlo y un comprador o inquilinos para utilizarlo, sólo si lo hago en interés de todas estas partes para negociar conmigo. Además, la construcción de mi edificio no debe ser un peligro para otros edificios vecinos o paseantes; si lo es, soy culpable de un empleo de fuerza física contra la propiedad o persona de otros y por tanto hay razones para detener mi actividad. Como consecuencia, la tendencia inherente a mi acción es producir mejoras a otros así como a mí mismo, y por tanto mejorar el bienestar general.

Sin embargo, la mercancía que venden los ecologistas consiste en encontrar casos en los que aparecen consecuencias negativas perceptibles para otros cuando las acciones de un gran número de individuos se acumulan y después exagerar increíblemente la importancia de esos aspectos negativos mediante técnicas de histeria, eliminando en el proceso toda preocupación por los derechos y responsabilidades de los individuos. Los ecologistas concluyen argumentando que no debería permitirse a ningún individuo actuar sin probar antes que su acción no tendrá un “impacto” adverso en el “entorno”.

Así es como, por ejemplo, consideran los ecologistas fenómenos como la tala de grandes áreas de terreno para el asentamiento de granjas. Esa tala de terrenos puede a veces tener efectos de elevar el nivel de las aguas río abajo y por tanto causar riadas, lo que supuestamente ocurrió a lo largo del río Mississippi como consecuencia de la colonización del Medio Oeste. Igualmente, consideran el hecho de que el traslado de grandes cantidades de personas a la misma zona puede ocasionar embotellamientos de tráfico. Y exactamente del mismo modo, consideran los efectos de cientos o miles de millones de personas quemando combustibles fósiles, usando CFCs y cosas así, cuyas acciones supuestamente ocasionan resultados como el calentamiento global y la reducción de la capa de ozono.

En su tratamiento de casos de este tipo, los ecologistas demuestran ser colectivistas. Están dispuestos a hacer responsables a individuos de los efectos negativos que no son responsabilidad de dichos individuos como tales, es decir, de los efectos negativos que no son causados por ningún individuo, sino que son el resultado de las acciones combinadas de los miembros del grupo al que pertenecen. Esos efectos negativos, al no ser responsabilidad de ningún individuo, deberían considerarse igual que actos de la naturaleza y los individuos deberían ser libres de enfrentarse a ellos en la forma que les resulte más ventajosa. Por el contrario, los ecologistas intentan paralizar al individuo ligándolo al colectivo—para prohibirle actuar en todos los casos en que aparezcan consecuencias negativas significativas a partir de acciones del colectivo al que pertenece. Y además, por supuesto, en lugar de permitir que los efectos negativos se afronten mediante la libre acción de los individuos, los ecologistas no ven otra solución que la de la acción colectiva, en forma de planificación gubernamental.

En esos casos, los ecologistas creen erróneamente que tienen el derecho a prohibir aquellas actividades que no son de su gusto. Sin embargo, en realidad, no lo tienen. El hecho de que acciones independientes y separadas de grandes cantidades de gente puedan ocasionar consecuencias negativas significativas a alguien por culpa de su efecto acumulado sencillamente no es responsabilidad de ninguno de los individuos actuantes. No debería ser un motivo para prohibir sus actividades. Prohibir una actividad de un individuo en un caso como éste es hacerle responsable de algo de lo que él sencillamente no es de hecho responsable. Es exactamente lo mismo que si se le castigara por algo que no haya hecho.

El daño que se ocasione por las actividades acumuladas de toda una categoría de individuos, sin que ninguno de ellos sea responsable como individuo, debería, como he dicho, ser considerado igual que un daño producido por causas naturales. Así, fenómenos como riadas en el curso de los ríos posiblemente consecuencia de la actividad de decenas o cientos de miles de individuos actuando independientemente entre sí, deberían considerarse de igual forma que riadas que ocurran no habiendo ningún ser humano o muy pocos en el curso alto del río. Exactamente lo mismo es cierto para los fenómenos o supuestos fenómenos similares del calentamiento global, la disminución de la capa de ozono y la lluvia ácida. Como consecuencia, o como supuesta consecuencia, de la actividad de un gran número de individuos, cada uno de los cuales no tiene responsabilidad individual de los mismos, deben considerarse exactamente de la misma forma que si el calentamiento global, la disminución de la capa de ozono o la lluvia ácida existieran totalmente aparte de la actividad económica moderna. Esto es, deben considerarse como fenómenos naturales, de los cuales ningún ser humano individual es responsable y a los cuales los seres humanos individuales deben ser libres de responder.

Quienes se ven afectados negativamente en eses casos no deberían culpar a nadie, sino sencillamente debería dejárseles que libremente tomen las medidas para protegerse en la manera apropiada de actividad productiva. En el caso de riadas podrían consistir en construir diques o torrenteras artificiales, en el caso de embotellamientos de tráfico, podrían consistir en construir más carreteras o mudarse a otro sitio.[1] El tipo de respuestas apropiadas a los supuestos casos del calentamiento global, la disminución de la capa de ozono y la lluvia ácida ya se han explicado en la sección anterior. La respuesta completa adecuada a los ecologistas en todos los casos en que presentan casos de este tipo es sencillamente que bajo el capitalismo el hombre afrontará las fuerzas negativas de la naturaleza resultantes como subproductos de su propia actividad precisamente la misma manera exitosa con la que se enfrenta normalmente a las fuerzas primarias de la naturaleza.

Más aún, no debe olvidarse nunca que el daño producido en estos casos es necesariamente minúsculo en comparación con el bien logrado. Los ecologistas utilizan la técnica de comparar el daño completo con la acciones de cada individuo separadamente. Por ejemplo, argumentan que un granjero no debería estar autorizado a talar su terreno porque si lo hacen cientos de miles de ellos, podría haber riadas río abajo. El hecho es que el granjero consigue una enorme cantidad de bienes, sin daños perceptibles. Si se quiere fijarse en los daños causados por todos lo granjeros juntos, debe compararse con los enormes bienes que consiguen todos los granjeros juntos.

Por ejemplo, el desarrollo del Medio Oeste, representa evidentemente una ganancia muy superior para prácticamente todos, que las pérdidas que representan las riadas ocasionales que pudiera haber ocasionado en el área de Nueva Orleáns. (Representa una ganancia incluso para la gente que vive en las áreas afectadas por grandes riadas ocasionales). Si la lógica del movimiento ecologista hubiera estado presente y orientado la política gubernamental del siglo diecinueve, bien podría haber prohibido el desarrollo del Medio Oeste y obligado a los estadounidenses a mantenerse apelotonados bajo los Apalaches. (Puedo imaginar fácilmente una campaña de ecologistas histéricos en el siglo diecinueve centrándose no sólo en el temor a esos supuestamente terribles resultados como riadas más grandes en el Mississippi, sino también la contaminación de muchos ríos y lagos y la alteración del hábitat de estas o aquellas especies. La amenaza de una próxima extinción del bisonte probablemente habría sido considerada por sí misma suficiente para detener la colonización del Medio Oeste, si el movimiento ecologista hubiera existido entonces).

Precisamente los mismos principios aplican a los casos del calentamiento global, la disminución de capa de ozono y la lluvia ácida. Cada individuo que utiliza un automóvil, electricidad y así sucesivamente obtienen inmensos beneficios al hacerlo y no causan ningún daño perceptible a nadie. Esto es igualmente cierto para los fabricantes de automóviles y seguramente lo es incluso para las instalaciones eléctricas más grandes y las compañías químicas en relación con la creación lluvia ácida. La prohibición o limitación de esas actividades en favor de la prevención del calentamiento global, la disminución de capa de ozono o la lluvia ácida es completamente equivalente a la prohibición o limitación del desarrollo del Medio Oeste para prevenir riadas en Nueva Orleáns. Es un intento de detener la producción y sus enormes beneficios en favor de evitar los relativamente minúsculos efectos negativos de los residuos de la producción. Es comparable a prohibir usar maquinaria y aprovechar sus beneficios en favor de evitar cosas como el desempleo tecnológico a corto plazo.

Pro supuesto, es posible que en procesos productivos de fabricantes concretos se causen efectos negativos perceptibles en terceros. Aunque no es así en el caso de la lluvia ácida, sí que lo era cuando las centrales térmicas y los altos hornos generaban grandes cantidades de hollín que se posaban en el terreno circundante y que las altísimas chimeneas que obligaba a construir el gobierno, y ahora generan la lluvia ácida, estaban diseñadas para evitar.

En casos como éstos, un principio importante es el de quién tiene derechos previamente establecidos. Por ejemplo, si un acería empieza a funcionar en campo abierto donde el terreno circundante no se está utilizando y los propietarios no presentan quejas en un periodo de varios años o más, parece razonable decir que la acería adquiere un derecho a continuar con sus operaciones. Por supuesto, lo mismo sería sin duda cierto si la acería llegó a un acuerdo con los propietarios de los terrenos circundantes por el que paga unas cantidades como compensación por los efectos negativos de sus operaciones. En todo caso, el precio al que se venda el terreno circundante tendería a ser inferior como reflejo de las consecuencias negativas causadas por la existencia de la acería cercana. Sobre la base de esas consideraciones, los propietarios de los terrenos circundantes no tendrían justificaciones para protestar. Las justificaciones para protestar existen en los casos en que la actividad de un productor crea algún efecto negativo, dicha actividad no se ha convertido en un derecho establecido y se ha reflejado en el precio que los propietarios actuales del terreno circundantes han pagado por él. En esos casos, la única forma adecuada en el que el productor puede actuar es comprando el derecho a hacerlo a los propietarios del terreno circundante afectado.[2]

Sin la tecnología moderna, la existencia de zonas densamente pobladas conlleva considerables perjuicios mutuos perceptibles individualmente por cada uno de los habitantes en relación con la salubridad, limpieza y propiedad de los demás. Si, por ejemplo, no hubiera tuberías de hierro y acero de bajo de coste, no habría de hecho alternativa ninguna a utilizar las propias calles como alcantarillas. Si no hubiera automóviles, no habría alternativa a que las calles se llenaran de estiércol de caballo. Si no hubiera combustibles, gas natural y energía eléctrica, no habría alternativa al hollín producido por los fuegos de madera y carbón, que cae tanto en las propiedades vecinas como en la propia.

Si la gente va a vivir en pueblos y ciudades en esas circunstancias, deben enfrentarse con esos problemas. Sin embargo, gracias al progreso económico, resulta económica y financieramente viable reducir el alcance de esos perjuicios. Esto ocurre como consecuencia de la continua ampliación de alternativas tecnológicas, reducciones en costes y bajadas en precios relacionadas con los ingresos que representa el progreso económico.[3] Es con este espíritu como debemos entender básicamente esas medidas de salud pública como la obligación de sistemas de alcantarillado como condición previa a la construcción de casas. En con este espíritu como debe entenderse medidas como la obligación en la ciudad de Londres de reemplazar gradualmente las calderas de carbón con otras de gas o electricidad. Medidas de este tipo, aunque se gestionen mejor por parte de organismos distintos que los gobiernos locales, es decir, por asociaciones de propietarios privados, son consistentes con el principio de los derechos individuales. Más aún, están completamente dentro del espíritu del progreso económico. Por tanto, no tienen nada que ver con el tipo de medidas que en general propugna el movimiento ecologista.

Los ecologistas emplean la técnica de confundir los efectos de las acciones de individuos concretos con los efectos que sólo pueden causarse acumulando las acciones de un gran número de individuos, para minimizar la importancia de las contribuciones individuales positivas. Por ejemplo, el Sierra Club ha argumentado contra la aprobación gubernamental de búsqueda de petróleo en el norte de Alaska sobre la base de que si hubiera petróleo allí, representaría sólo un suministro para 200 días, lo que es muy poco para justificar el proyecto, de acuerdo con su opinión. En una carta a todos sus miembros, el director ejecutivo del Sierra Club declaró:

¡Imagínese! Los partidarios de la perforación en el Refugio quieren causar estragos en un frágil ecosistema. Para construir aeropuertos, oleoductos y carreteras allí donde los caribúes, osos blancos y lobos, águilas reales, cisnes y ánsares nivales tienen sus hogares. Para destruir para siempre un territorio salvaje—quizá el territorio salvaje más grande de Norteamérica—, negando el derecho a las futuras generaciones a maravillarse ante su majestuosidad. Y por qué. ¡Por una posibilidad de un 19% de que encontrarán un suministro de 200 días de petróleo![4]

Así, si un campo petrolífero concreto tiene éxito en añadir el equivalente a 200 días de suministro mundial resulta supuestamente muy poco para que merezca la pena llevarlo a cabo. Por lo que se ve, cada campo petrolífero debe ser capaz de incrementar significativamente el suministro mundial—añadiendo al menos el equivalente a varios años por sí mismo—para que se permita su desarrollo. La consecuencia de esta posición es que no se permite actuar a nadie salvo que su acción por sí misma pueda tener consecuencias positivas absolutamente fabulosas y esté completamente seguro de su éxito. Puesto que el suministro mundial de cualquier cosa se produce casi siempre por grandes cantidades de productores, cada uno de los cuales produce una cantidad relativamente pequeña del suministro total, la adopción de este estándar serviría fácilmente para prohibir incrementos de producción a prácticamente cualquier individuo o empresa privada.

La dirección del Sierra Club casi seguro que sabe que una posibilidad de un 19 por ciento de encontrar petróleo es casi cuatro veces la que se presenta en la mayor parte de las prospecciones y que el petróleo en el área afectada se encuentra aflorando en el suelo. No es tan ilógico como creer seriamente que se construirían carreteras y oleoductos sin obtener previamente pruebas concluyentes de que hay realmente cantidades sustanciales de petróleo en la región. Tampoco es tan ilógico como creer que las futuras generaciones podrán ir y maravillarse ante la “majestuosidad” del área sin ayuda de carreteras y aeropuertos para que puedan llegar allí (esto es, si el área no fuera un inhóspito desierto helado y tuviera realmente una majestuosidad que hiciera que mereciera la pena el viaje para verlo). Y casi seguro que el Sierra Club es capaz de darse cuenta de que si, como se espera, el campo contribuyera a la producción durante un periodo de 20 años y añadiría un suministro de sólo 10 días al suministro existente de petróleo en cada uno de esos años, esto representaría casi un 3 por ciento de incremento en la producción mundial de petróleo en cada uno de esos años. Puede darse cuenta de que un incremento de ese volumen es aproximadamente igual que la reducción causada por la invasión iraquí de Kuwait y el consecuente embargo impuesto a Iraq, y que tendría un importante en efecto en la reducción del precio del petróleo, igual que la invasión iraquí lo tuvo en su incremento. Sin ninguna duda, la dirección del Sierra Club conoce todas estas cosas.

Sin embargo, intenta trivializar la importancia del proyecto estableciendo un estándar imposible acerca de cuánto debe producirse para se considere que merece la pena hacerlo.[5] Trivializando así el proyecto, pueden clasificarlo por debajo de supuesto valor de mantener completamente intacta la vida salvaje en al región y el propio estado de cosas, a los que en realidad nadie otorga ningún valor.

Por tanto, una técnica importante de los ecologistas es confundir lo individual con lo colectivo—hacer al individuo responsable de los efectos negativos resultantes de las acciones de la categoría completa de individuos a la que pertenece y demandar que sus acciones positivas sean de una escala lo suficientemente grande como para beneficiar a toda la sociedad.

La confusión entre lo individual y lo colectivo, e incluso del individuo con el cosmos, se presenta también en las tácticas de atemorizar de los ecologistas. Por ejemplo, Carl Sagan escribe: “La diferencia de temperatura típica media en todo el mundo entre una edad de hielo y un periodo interglaciar es sólo de 3º a 4º C. Esto debería hacer sonar las alarmas de inmediato: Un cambio de temperatura de sólo unos pocos grados puede ser un asunto serio”.[6]

Por supuesto el Doctor Sagan y cualquier ama de casa saben lo fácil que es hacer que hierva un cazo con agua, no digamos subir su temperatura simplemente unos pocos grados. Desde esta base, aparentemente cree que aumentar la temperatura de los cientos de millones de millas cúbicas de la atmósfera y los océanos terrestres y por tanto de la superficie de toda la Tierra unos pocos grados es algo igualmente fácil y que estamos a punto de hacerlo si no hacemos que él y sus colegas se ocupen de nuestras vidas.

De hecho, como ya debería estar claro, la mentalidad colectivista impregna todo el ecologismo. Contribuye a la noción de una “fragilidad de la naturaleza” en toda su inmensidad comparable a la fragilidad de los posesiones o la vida de un individuo. Como hemos visto, desempeña un papel vital en la existencia de la creencia de que hay una “crisis medioambiental”, proyectando que sólo es posible la actuación de un gobierno incompetente para afrontar las condiciones ambientales cambiantes supuestamente causadas por las actividades productivas humanas, y no las acciones inteligentes de seres humanos individuales. Así pues ignora completamente las acciones inteligentes de los individuos coordinadas por el sistema de precios, como el medio para resolver esos problemas. De hecho, la verdadera noción de “crisis medioambiental” es consecuencia de una mentalidad colectivista preexistente. Si no fuera por la preponderancia de la mentalidad colectivista, la actividad productiva humana hubiera evolucionado tan suave y exitosamente como hasta ahora, con individuos feliz y legítimamente despreocupados por evitar los efectos resultantes de las acciones de los colectivos a los que pertenecen y afrontando fácilmente esos efectos cuando aparezcan.

El ecologismo y la irracional responsabilidad sobre los productos.

La confusión—inspirada por el colectivismo—acerca de la responsabilidad de los individuos también aparece en otras áreas importantes, que pueden estar relacionadas o no con el ecologismo. Así, por ejemplo, a un criminal no se le considera responsable de sus actos. En su lugar, la responsabilidad reside en la “sociedad” y en otros individuos, que de alguna manera transmiten actitudes antisociales a esos individuos, como la falta de respeto por su raza o nacionalidad.

La falacia de esa responsabilidad inapropiada aparece en el caso de la responsabilidad sobre los productos, cuando a los grandes fabricantes, que saben que estadísticamente va a producirse un número determinado de accidentes de cierto tipo en cada cien mil o un millón de unidades de sus productos, se les hace responsables morales de esos accidentes, especialmente si es posible tomar medidas para prevenirlos o mitigarlos y no se ha hecho. Para ilustrar la lógica de este punto de vista, podemos imaginar una compañía frutera que importa decenas o cientos de millones de plátanos. Un porcentaje de las pieles de estos plátanos acabará en lugares donde la gente puede resbalarse con ellas y sufrir serias lesiones. No importa quién haya tirado inconscientemente las pieles de plátano o quién era responsable de mirar por donde andaba. Si se sabe que estadísticamente un persona por cada X millones de plátanos importados se romperá el cuello o un brazo, la lógica desde este punto de vista implica que la compañía frutera de alguna forma es responsable de las lesiones que la gente sufra por resbalar con una piel de plátano. (Supuestamente, debería tratar de desarrollar una piel de plátano no resbaladiza).

Aunque el ejemplo de la piel de plátano pueda parecer inverosímil, ya que nadie ha presentado una demanda con esta base, es difícil diferenciar esa lógica de casos en los que sí se han presentado y ganado. Por ejemplo, la compañía de automóviles Ford fue considerada responsable por el hecho de que en una cierta categoría de colisiones el depósito de gasolina del Ford Pinto aparentemente podía explotar. Desde este punto de vista, la responsabilidad del individuo o los individuos que causaran el accidente no se tiene en cuenta y se asume que porque estadísticamente podría haber cierto porcentaje de accidentes de ese tipo, el fabricante es responsable: supuestamente no sólo debería conocer esa probabilidad estadística, sino que debería haber tomado medidas para que la gente no sufriera esas graves lesiones en accidentes en accidentes sobre los que supuestamente no tiene responsabilidad alguna.

La lógica de hacer que un individuo sea responsable de las acciones de otros también está presente en la normativa que exige a los fabricantes de refrescos cobrar un depósito por latas y botellas que normalmente no esperarían que se devolvieran y por la que no cobrarían dichos depósitos. Los fabricantes aparecen como responsables por las acciones de sus clientes, que simplemente dejan las latas y botellas tiradas por el suelo.

La consecuencia de imponer esas erróneas nuevas responsabilidades en los fabricantes es incrementar para todos los costos y precios. Y a causa de las graves incertidumbres creadas allí donde las sumas en cuestión son importantes, impiden la salida al mercado de nuevos productos y a veces, como en el caso de la fabricación de avionetas privadas, llegan a hacerlos desparecer del mismo. La irracional responsabilidad sobre el producto es un importante aliado del movimiento ecologista en su campaña por acabar con el progreso económico y reducir el nivel de vida.

El ecologismo y la doctrina de las externalidades.

La influencia del movimiento ecologista ha sido promocionada en las ciencias económicas por una perniciosa doctrina conocida como la teoría de los “costes y beneficios externos” o, a veces, simplemente como la teoría de las “externalidades”.[7]

La doctrina de las externalidades debe comprenderse a partir del hecho de que los economistas pronto percibieron que el patrón de gasto adoptado por los consumidores determina el patrón de gasto adoptado por los empresarios, cuyos productos deben antes o después servir para satisfacer a los consumidores. Vieron, por ejemplo, que si los consumidores gastaran más dinero en camisas y menos en zapatos, los empresarios se verían incitados a gastar más dinero en fabricar camisas y menos en producir zapatos. Los economistas reconocieron en ello la intervención de un principio profundamente benévolo que permite a la gente obtener lo que quieren gracias a la forma en que gastan su dinero.

Los partidarios de la doctrina de las externalidades no se ven satisfechos con el hecho de que el patrón de gasto de los consumidores determine el patrón de gasto de los empresarios. Añaden una posterior demanda arbitraria de que el individuo debería de poder reclamar una compensación por todos los beneficios que su acción causa al resto de la humanidad y debería ser responsable de todos lo costes que impone asimismo al resto de la humanidad, incluso aunque los beneficios y costes en cuestión no sean objeto de la compraventa en el contexto normal de los individuos afectados. Desde la perspectiva de la doctrina de las externalidades, es un defecto del capitalismo el que cada vez que una acción individual genera cualquier clase de beneficios a otros, aquél no se vea recompensado por ello o que se imponga cualquier tipo de costes a terceros por los que no les compensa. Así que se requiere que el gobierno entre en escena y ponga las cosas en orden decidiendo quién debe qué a quién y realizando posteriormente la necesaria redistribución de la riqueza e ingresos.

El supuesto daño medioambiental causado por el progreso económico se considera que cae de lleno bajo el concepto de costes externos y se reclama a los responsables que respondan por los daños causados. Por ejemplo, se argumenta que aquél cuyo coche o fábrica emita cualquier producto en el aire debería pagar una cuota por cualquier daño que pueda causarse por el volumen total de emisiones de ese producto.

Muchos economistas, incluidos algunos que normalmente son defensores incondicionales del capitalismo, creen que muchas de las demandas del movimiento ecologista podrían verse satisfechas de esta manera en el marco de una sociedad capitalista. Consideran las demandas de la doctrina de las externalidades como completamente consistentes con los principios del capitalismo, de hecho, como representativos de una implantación más perfecta de esos principios. A sus ojos, la demanda de compensación por todos los beneficios que uno causa es simplemente el principio de que se pague por el trabajo; la demanda por responsabilidad de todos los costes que se imponen a otros les parece una implicación de principio de aceptar la responsabilidad de los propios actos.

La doctrina de las externalidades es una confusión avanzada respecto de las responsabilidades de los individuos. Aparte de imponer responsabilidades a los individuos que éstos en cuanto tales no causan, el error de la doctrina de las externalidades es que atiende a las cosas demasiado ampliamente. Un momento de reflexión demostrará que uno no debe ser compensado por todos los beneficios que causa, ni ser responsable de todos los costes que impone. Uno debe ser compensado sólo por aquéllos beneficios que otorga a otros y que esos otros libremente contratan para recibir. Uno debería ser responsable de los daños a otros mientras la acción de uno cause un daño físico demostrable a las personas o propiedades de terceros específicos e individuales.

El ámbito más amplio de la doctrina de las externalidades es una invitación al caos y la tiranía, puesto que abre la puerta a todo tipo de reclamaciones arbitrarias. De acuerdo con la lógica de la doctrina, las mujeres bellas y los propietarios de bonitas viviendas y jardines deberían demandar una compensación por el placer que la visión de sus personas o propiedades ofrecen a los demás gratuitamente. Incluso los que envían productos no solicitados por correo deberían poder reclamar compensaciones si esos productos dan algún beneficio a los receptores. De hecho, desde la base de la doctrina de las externalidades, puede argumentarse que la gente es responsable de pagar por todos los beneficios que ahora obtienen gratuitamente en la forma de trabajo de todos los inventores y descubridores cuyos descubrimientos o creaciones no estén sujetos a patente o derechos de autor, empezando por contribuciones como el fuego y la rueda. Haya que hacer o no estos pagos a los descendientes de los inventores o innovadores, al gobierno o a otros, es otra cuestión. El principio sostiene que debe pagarse por los beneficios recibidos.

Sea cual sea lo que se decida acerca de las reclamaciones específicas de los descendientes de inventores e innovadores, la doctrina implica que cada inventor o innovador vivo debería prepararse para afrontar demandas de compensación por parte de los desplazados por al competencia que inaugura. Por ejemplo, la doctrina implica que Henry Ford debería haber pagado para mantener a herreros y mozos de establos desempleados, puesto que estos últimos tenían derecho a continuar con su trabajo independientemente de las mejoras de Ford y de las decisiones voluntarias de los compradores de medios de transporte.

Resulta totalmente inapropiado y una distorsión de los principios adecuados hacer pagar por cada beneficio concedido o demandar compensación por cada coste impuesto. Forma parte de la propia naturaleza de la sociedad capitalista de división del trabajo obtener enormes beneficios por los que la gente no tiene que pagar. De hecho, en una sociedad de este tipo quizá el 99,9% o más del nivel de vida de todos les viene dado como un “beneficio externo” que les ofrece el pensamiento pasado y presente de otros. También forma parte de la naturaleza de este tipo de sociedad imponer varios costes de una naturaleza mínima o transitoria en el proceso de mejora de los métodos de producción y los niveles de vida generales. La doctrina de las externalidades representa implícitamente un ataque por dos vías a la sociedad capitalista de división del trabajo: su lógica privaría a la gente de beneficios que esa sociedad les ofrece gratuitamente, haciéndoles pagar el equivalente a esos beneficios. Y al hacer que quienes son fuente de beneficios tengan que afrontar costes innecesarios e injustos en el proceso de generarlos, operaría restringiendo el acceso a los beneficios en un primer momento.[8]

No hay mejor lugar que éste para hacer notar que, además de ser utilizado en apoyo del ecologismo, la doctrina de las externalidades se utiliza como justificación fundamental para la actuación gubernamental más allá de la defensa frente al uso fuerza física. Se argumenta que puesto que se pueden obtener importantes beneficios sin que los individuos tengan que pagar por ellos, un mercado libre no puede funcionar satisfactoriamente. Un caso típico que suele utilizarse para ilustrar esta afirmación son los faros, que, una vez existen, benefician a todos los barcos que navegan por la noche, tanto si los propietarios de los mismos han colaborado en su construcción y mantenimiento como si no. Se argumenta que en este caso la posibilidad de evitar el pago y convertirse en un “gorrón” (free-rider) a expensas de la contribución de los demás ocasionaría que gran cantidad de propietarios de barcos rechazarían pagar por los faros y por tanto impediría su construcción o haría que su construcción y funcionamiento fueran menos adecuados. Más ampliamente, como principio general, se argumenta que en esas circunstancias no se llevarían a cabo servicios importantes, o se llevarían a cabo de forma inadecuada, puesto que demasiada gente desearía aprovecharse de las ventajas de ser un “gorrón”.

Los sustancial del argumento del gorrón es la suposición gratuita de que a la gente le falta el suficiente sentido común para actuar en su propio beneficio en los casos en que no pueden recibir el correspondiente pago directo y por tanto debe forzárseles a actuar en esos casos en su propio interés. La contradicción más evidente de esta creencia es el éxito de las actividades llevadas a cabo por incontables organizaciones caritativas. En su caso, los donantes particulares dan sin esperar ningún pago material, directo o indirecto. Aunque los partidarios de la doctrina del gorrón se fijan en casos como los de los faros, la lógica de su doctrina implica que todas las actividades de caridad deberían llevarse a cabo por el gobierno. La doctrina implica asimismo que en todo caso en que haya beneficios de cualquier tipo por los que no se paga, el gobierno se encuentra en una posición en la que puede reclamar un cheque en blanco, puesto que nadie puede determinar realmente qué pagos serían “ajustados” a los que harían los ciudadanos voluntariamente.

La verdad es que los ciudadanos privados son capaces por sí mismos de realizar las actividades necesarias por las cuales podría no ser posible arreglárselas con el sistema normal de pagos por bienes o servicios recibidos. Esto es cierto incluso en casos que requieran la cooperación de millones de individuos. No hay razón alguna por la que en esos casos los individuos no puedan acordar contribuir a la financiación de un proyecto para una eventualidad, es decir, si hay suficientes individuos diferentes realizando el mismo compromiso. Ya se refiera a un centenar de propietarios de buques afectados por la construcción de un faro o un millón de propietarios de terrenos afectados por la construcción de una presa para evitar riadas (o quizá la instalación de catalizadores en su automóviles para reducir el smog), no hay razón para que no pueda llegarse a un acuerdo siempre que los individuos comprometan su aportación bajo la condición de que también se comprometa por una suma igual o equivalente un porcentaje de otros individuos. Por ejemplo, el propietario de buques o de terrenos puede estar de acuerdo en comprometer una cantidad determinada bajo la condición de que la mitad o los dos tercios del resto de los propietarios se comprometan de una forma igual o similar. Sólo cuando se haya conseguido el número de compromisos establecido se harían exigibles los compromisos de todos. En esos casos, seguiría quedando un grupo de gorrones, pero eso ciertamente no detendrá el proceso. (A algunos, por supuesto, un procedimiento de ese tipo les parecerá engorroso. Sin embargo, es un precio insignificante a pagar por mantener el respeto a los derechos individuales).

Finalmente, aunque el pago por un bien o servicio en esas circunstancias podría ser menor de lo que sería si de alguna forma prevaleciera la circunstancia habitual de estimar el beneficio recibido respecto del pago realizado, en modo alguno se deduce que la cantidad de beneficio obtenido fuera menor bajo control privado que bajo control gubernamental. El gobierno es por naturaleza derrochador. Como consecuencia, necesita gastar mucho más dinero que una organización privada para ofrecer la misma cantidad de bienes o servicios. Es verdad que si todavía gasta más que eso, puede ofrecer más de un bien o servicio de lo que se ofrecería privadamente. Pero no hay base objetiva que pruebe que deba ofrecer más. En realidad, el hecho objetivo destacado de esta situación es que al tomar responsabilidad sobre actividades más allá de la defensa contra el uso de la fuerza, el gobierno hace algo que no debería hacer: utiliza la fuerza contra la gente.[9]


[1] Por supuesto, la naturaleza no produce nada directamente comparable a un embotellamiento de tráfico, pero sí produce todo tipo de obstáculos en los trayectos de viaje, como bosques, ríos y montañas. Por tanto, los embotellamientos de tráfico son abstractamente comparables a los obstáculos naturales al viaje.

[2] Por supuesto, sería posible para los propietarios de los terrenos circundantes recomprar este derecho en un momento posterior. Esto ocurriría en casos en los que el incremento de valor de sus terrenos una vez libres de los efectos negativos causados por el productor actual, sobrepasan el valor para el productor de continuar con sus operaciones actuales. En esos casos, los propietarios de los terrenos circundantes serían capaces de ofrecer un precio que haga que la cesación en el derecho previamente adquirido resulte financieramente rentable.

[3] La bajada de precios relacionada con los ingresos que posibilita el progreso económico esta presente, por supuesto, cuando los ingresos suben más aprisa que los precios, que es la forma en que el fenómeno se experimenta cuando viene acompañado de inflación en la oferta dineraria. Sobre cómo aumenta el ingreso real, ver George Reisman, Capitalism, páginas 176-180, 618-622 y 655-659.

[4] Carta firmada por Michael L. Fisher sin fecha (pero aparecida en algún momento de 1990), página 3. La cursiva es suya.

[5] Merece notarse que ha seguido exactamente la misma práctica la administración de Gobernador de California, Jerry Brown, que argumentaba que los campos petrolíferos de una cierta parte de la costa del estado no debían explotarse porque en total darían a la nación sólo un suministro de petróleo equivalente a diez días.

[6] Carl Sagan, “Tomorrow’s Energy”, página 10.

[7] Para una exposición de la doctrina, ver Paul Samuelson y William Nordhaus, Economics, 13ª edición (Nueva York: McGraw-Hill, 1989), páginas 770-775. N. del T.: En España, última edición publicada como Economía. 17ª edición (Madrid: McGraw-Hill / Interamericana de España, 2002).

[8] Merece advertirse que en una sociedad capitalista de división del trabajo normalmente cada uno se gana su nivel de vida, incluso la gente con habilidades medianas o menos que medianas. Pero se lo gana muy fácilmente. Lo esencial es que lo que se pide a la gran mayoría de la gente es simplemente el esfuerzo mental necesario para adquirir nuevas habilidades necesarias para el trabajo de los innovadores. Así, una persona con los músculos y la fuerza física de un hombre de las cavernas, o un herrero, puede disfrutar de un nivel de vida que incluye cosas como automóviles y televisores, sencillamente adquiriendo una educación elemental para aprender nuevas habilidades durante su vida mientras otros introducen más avances y, sobre todo, respetando los derechos de los demás a sus mayores ganancias. Para una explicación de la posición económica de la persona media bajo el capitalismo, ver en particular George Reisman, Capìtalism, capítulos 9 y 14.

[9] Para una crítica más detallada de la doctrina de las externalidades, en particular de la doctrina de los beneficios externos, ver George Reisman, Capitalism, páginas 335-336.

Print Friendly, PDF & Email