[Este artículo se escribió antes de las elecciones presidenciales de Francia en 2017]
Los votantes franceses están a punto de decidir quién será su Presidente durante los próximos cinco años y siempre resulta interesante ver cómo la campaña electoral es una ocasión excelente para que los comentaristas políticos de masas nos recuerden lo importante es votar y como esto supuestamente permitirá a la gente recuperar el control sobre su propia vida. Los ciudadanos que denigran el proceso electoral se ven como niños caprichosos que no son capaces de ver la suerte que tienen comparados con seres humanos que siguen viviendo bajo regímenes bárbaros, belicosos y no democráticos en todo el mundo.
Lejos de ser la “peor forma de gobierno, salvo todas las demás” según Churchill, la democracia se diviniza hasta tal punto que vemos este régimen como la quintaesencia de civilizaciones plenas y pacíficas.
El intelectual estadounidense Murray Rothbard atribuía esta legitimación de la democracia a una capacidad del régimen democrático para identificarse con la sociedad. Sin embargo, destacaba que esta confusión de estado y sociedad es una usurpación en la media en que se basa en una ficción equivoca: la democracia y el sufragio universal mantienen la ilusión bajo la cual las personas se confunden con una organización (el estado) que es única debido a su capacidad de infringir el consentimiento de la gente con impunidad legal.
La ilusión de la “voluntad popular”
Así que hay que temer a menudo a la democracia porque permite al estado esconder su verdadera naturaleza: una organización brutal, que reclama con éxito al monopolio de la violencia sobre un territorio y población concretos. En las sociedades occidentales, este subterfugio se ha alcanzado notablemente con el uso de un vocabulario político, bastante romántico, aunque la teoría política haya denunciado a menudo la incompatibilidad de las afirmaciones de democracia.
Por ejemplo, el investigador estadounidense Kenneth Arrow ha demostrado la imposibilidad de definir ninguna voluntad general o interés general entre los votantes, debido a la naturaleza singular y diversidad de las preferencias individuales. Pero parece que esta imposibilidad no detiene a quienes pretenden hablar en nombre de una imperceptible e inexistente voluntad popular. Aunque este antropomorfismo sea completamente irrelevante, es tremendamente eficaz en el escenario político.
Atribuir una voluntad concreta una comunidad refuerza el poder de aquellos dispuestos a dominarla, aunque solo colectividades humanas libremente a través de contratos puedan pretender actuar en nombre de las personas que las componen. El problema del estado es que no se corresponde con esa definición, aunque use el sufragio universal para elegir a sus líderes. Por tanto, cualquier pretensión de un gobierno de personificar los intereses y el espíritu de sus ciudadanos es una falsedad.
Democracia ilimitada significa conflicto perpetuo
Lejos de ser la señal de sociedades pacíficas y civilizadas, la democracia ejercitada a través del aparato estatal es ni más ni menos que la expresión de las ansias belicosas que las sociedades humanas tratan de institucionalizar a través de los procesos políticos. Frente a las transacciones voluntarias del mercado, en las que ganan ambas partes, la democracia es en realidad un juego de suma cero en el que todo lo que obtiene una facción política lo pierde necesariamente algún otro.
El publicista francés Frédéric Bastiat y nos advertía hace 150 años, en su famoso panfleto “La ley” de que un régimen político (incluso uno democrático) incapaz encontrar sus propios límites, solo podría reproducir la pesadilla de Hobbes contra la cual los defensores del mítico “contrato social” pretenden protegernos. Un estado ilimitado, democrático o de cualquier otro tipo, genera una pesadilla de una guerra de todos contra todos en la que cada uno trata de imponer sus propias preferencias a su conciudadano a través del uso de la coacción estatal. El científico político Carl von Clausewitz describía la guerra como “la continuación de la política por otros medios”. Pero parece que lo opuesto también es verdad.
Contra el despotismo democrático
Si realmente se quiere promover una sociedad respectuosa con las decisiones individuales y colectivas, debe admitirse que la democracia no puede gobernar todos los aspectos de la vida social. El escritor franco-suizo Benjamin Constant, anticipando la crítica de la democracia de Tocqueville, estimaba por tanto que la voluntad de la mayoría no es más legítima que la voluntad de la más pequeña de las minorías con respecto a asuntos en los cuales el derecho no tiene que decidir.
De hecho a pocos nos gustaría someter nuestra orientación sexual, el tiempo que dormimos o la manera en que vestimos al riesgo del sufragio universal y la democracia (aunque algunas ideologías políticas también quieren controlar las decisiones individuales sobre estos asuntos).
Gracias al laicismo eso, y a pesar de su imperfección, la religión es uno de los pocos asuntos que ha sido en buena parte eliminado de la esfera democrática para reintegrarse a la esfera privada. Sin embargo, hoy en día las ideologías autoritarias están tratando de repolitizar la identidad personal y los asuntos confesionales (entre otras cosas). Para los demócratas autoritarios, sigue habiendo muchos espacios de libertad a conquistar.
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