El sexo y el Estado

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monica_lewinsky_bill_clintonThe Free Market 16, nº 6 (junio de 1998).

Bill Clinton lleva disfrutando desde hace tiempo del apoyo de feministas eminentes. Estas no solo reconocen a un aliado político cuando lo ven: saben que muchos de los detractores de Clinton están en realidad atacando las leyes de acoso sexual. Pero, a la vista los escándalos sexuales de Clinton, algunas, como Anita Hill, temen que en las leyes puedan debilitarse. De hecho, este puede ser el único resultado feliz de un episodio por otro lado lamentable.

Cuando el gobierno castiga actitudes sexuales, en lugar de los delitos contra personas y propiedades, interfiere con la libertad personal y va más allá de los límites del buen derecho. Es más, cuando el gobierno impone un programa social en el ámbito de los negocios, priva a todos del derecho a contratar libremente. En una economía verdaderamente libre, estas leyes sencillamente no existirían.

Otros comentaristas ofrecen una reacción distinta. Lorna Brett, presidenta de la delegación de Chicago de la National Organization for Women, tuvo que defender a la NOW de la acusación de ser “el perro faldero del presidente” por no denunciar a Clinton. Y cuando el New York Observer publicó una conversación informal acerca de Monica Lewinski entre las “feministas de lápiz de labios” Nancy Friday y Katie Roiphe, lo que se escuchaba no revelaba preocupación por las mujeres, sino risitas lascivas.

Al irse haciendo cada vez más creíbles las acusaciones contra Clinton con las afirmaciones de Kathleen Willey de haber sido acosada, las risitas se suavizaron. Si sus acusaciones eran ciertas, decía entonces la portavoz de NOW, Patricia Ireland, Clinton no solo era culpable de acoso sexual (comentarios y propuestas abusivas), sino también de asalto (contacto físico no deseado), lo que es un delito.

Entre el creciente griterío, una declaración feminista sobre el escándalo Clinton adquiere especial importancia: un artículo en el  New York Times de la catedrática de derecho de Chicago,  Catharine A. MacKinnon (“Harassment Law Under Siege”). Durante más de una década, MacKinnon ha sido una voz importante dentro de la teoría feminista. Por ejemplo, fue esencial para convencer al establishment legal de que el acoso sexual debería considerarse discriminación sexual bajo la disposición de “empleo justo” del Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964.

El artículo de MacKinnon, una defensa de las leyes de acoso sexual, reclama un análisis y una refutación. Al analizar la debacle de Monica Lewinski, MacKinnon hace una distinción esencial reiterativamente clara. En un breve artículo de opinión utiliza las expresiones “acoso sexual en el lugar de trabajo”, “abuso sexual en el trabajo”, “acoso sexual en el trabajo”, “subordinación al mismo hombre en el trabajo” y “acoso en el trabajo por ley”.

La distinción aquí se hace entre el acoso en el trabajo y el acoso en la “escuela”. Aunque MacKinnon reconoce que “ser un becario la Casa Blanca se parecía más a estar en una escuela que en un trabajo”, dice que tanto Lewinski como Jones “era mujeres subordinadas al mismo hombre en el trabajo”.

El acoso en el lugar de trabajo y se define de una de dos maneras: (1) un quid pro quo, por el que se intercambian directamente favores sexuales por beneficios profesionales o frente a una amenaza de pérdida profesional, y (2) “un entorno hostil de trabajo” (una expresión acuñada por MacKinnon) en el que las mujeres son amenazadas y “desempoderadas”. Ninguna definición parece abarcar favores sexuales concedidos voluntariamente, que es el peor escenario sugerido hasta ahora en el enredo de  Bill y Monica.

El acoso en un entorno escolar se define de una manera diferente.

En Sexual Harassment: Confrontations and Decisions (una antología que incluye dos ensayos de MacKinnon), Nancy Tuana sostiene que incluso las reuniones académicas inocentes pueden ser coactivas, debido a la diferencia de poder entre un profesor y un alumno. Tuana califica a este acoso como una “amenaza implícita no pretendida, sin intención de dañar”.

Las universidades han tratado de regular para impedir ese daño. Por ejemplo, en septiembre de 1989, Harvard publicó unas instrucciones que señalaban que los comentarios inocentes podrían constituir acoso: “Los mensajes de marginación pueden ser sutiles incluso no intencionados, pero sin embargo tienen a afectar a la experiencia formativa de ambos sexos. (…) Por ejemplo, (…) hablando solo a las mujeres en una clase sobre asuntos como el matrimonio y la familia”.

En un entorno escolar, los acosos tienden a independizarse de la intención; por el contrario se habla de diferencias de poder. Si una beca puede verse como una relación de estudio en lugar de una de empleo, la cuestión del acoso sexual del escándalo Lewinski se convierte en mucho más debatible. Es un debate del que MacKinnon trata de huir.

¿Qué pasa entonces con Willey? Era una voluntaria cuando se produjo el supuesto abuso. Esto deja abierta la pregunta de si las feministas deberían aplicar criterios de empleo o de entorno escolar para determinar la presencia de acoso sexual. Aunque Ireland califica explícitamente al supuesto abuso como “asalto sexual” y no acoso, esto queda lejos de estar claro. Algunas definiciones comúnmente citadas de acoso incluyen el asalto (ver el informe de F.J. Tilly de1980 para el National Advisory Council of Women’s Educational Programs).

Ante el posible rechazo intelectual de las leyes de acoso sexual, MacKinnon desea protegerlas definiendo la situación de Lewinski como un entorno de trabajo, aunque esta no fuera una empleada. Ireland protegería las leyes de acoso sexual definiendo la situación de Willey como un asalto sexual.

Pero ninguna de ambas aproximaciones es satisfactoria. Dejadme que siga a MacKinnon en lo que, para ella, es el territorio más firme de acoso en el lugar de trabajo y argumentar a favor de la abolición de las leyes actuales. Detesto las actitudes que algunos hombres expresan hacia las mujeres en el lugar de trabajo. Pero la pregunta esencial es esta: ¿debería el gobierno ordenar las actitudes y costumbres sociales y sexuales?

Más esencialmente: ¿cuál es el propósito de la ley en la sociedad? ¿Debería aplicarse una perspectiva motivada políticamente con respecto a lo que constituye un pensamiento y acción virtuosos? Es un mandato demasiado grande como para ser compatible con la libertad. La ley debería proteger derechos, es decir, la ley debería impedir y corregir actos de violencia contra personas y propiedades. No debería tratar conductas expresadas pacíficamente y mucho menos atreverse a controlar actitudes, por muy ofensivas que puedan ser.

Las leyes de acoso sexual se aplican con un coste moral. Dañan la libertad expresión. Invaden la privacidad. Glorifican al gobierno como guardián paternal. Y los costes económicos son inmensos. Se estima que un 75% de las empresas estadounidenses han instituido políticas sobre acoso sexual. Estas empresas gastan enormes cantidades de dinero en formar a los empleados sobre este tema, atender demandas e impedir que estas se produzcan. También hay costes sociales sutiles por las leyes de acoso sexual. Las leyes muestran a las mujeres como víctimas permanentes y les hacen que pierdan mentores masculinos que temen ser demandados. Las leyes tienden a reforzar las actitudes que pretenden cambiar.

El verdadero acoso sexual implica una conducta físicamente invasiva. Cuando se produjera un asalto o agresión, las mujeres deberían tener la oportunidad de presentar acusaciones penales. Cuando el acoso fuera verbal, las mujeres deberían ser libres de enfrentarse a dicho abuso y rechazar tolerarlo. Y las mujeres deberían usar las medidas que casi todas las compañías tienen como política interna. En una economía de mercado, hay competencia para entornos de trabajo entre las empresas. Pero con regulaciones impuestas sobre el mercado, la mayoría de las mujeres que informan de acoso a los investigadores y el gobierno dicen que nunca se han quejado ante sus empresas.

Una clave para resolver el tema del acoso sexual es devolverlo al ámbito de la ley de pleitos, que proporciona correcciones civiles para daños privados. Los tribunales tienen un largo historial de consideración de los contactos sexuales no deseados como agravios: normalmente cuando se expresan en forma de agresión o asalto, como resultarían ser las caricias forzadas de Clinton a Willey. Sin embargo, la mayoría de las feministas se resisten a recurrir a la ley de pleitos porque haría no enjuiciables los comentarios y proposiciones sexuales que no se vieran acompañados por una invasión física.

¿Qué dice con respecto a las leyes de acoso sexual que la mayoría la gente crea que Clinton ha cometido alguna forma de asalto sexual pero que el infractor debería quedar sin castigo? ¿Qué pasa con la ley cuando la gente simpatiza más con el abusador sexual que con las víctimas?

Contra lo que dice el lobby feminista dominante, las leyes de acoso sexual ya no son sostenibles. Aun así, persiste un problema innegable de mujeres que no son tratadas adecuadamente en muchos entornos, incluyendo el trabajo. El gobierno no es la solución: es el problema. ¿Tenemos que ir más allá de Clinton para ver este principio en vigor?


El artículo original se encuentra aquí.