Por muy bueno que sea lo que hayas oído sobre Los juegos del hambre, la realidad es más espectacular. No solo es el fenómeno literario de nuestro tiempo, sino que la película creó casi un pandemónium durante una semana desde su estreno en una contribución duradera al arte y a la comprensión de nuestro mundo. Es más real de lo que sabemos.
En la trama, un Estado totalitario y centralizado (parece ser algún tipo de autocracia no elegida) mantiene un control férreo en sus colonias para evitar una repetición de la rebelión que ocurrió unos 75 años antes. Lo hacen a través de una imposición forzada de privación material, por medio de propagan incesante acerca de lo malo de la desobediencia contra los intereses de la nación y con <> como entretenimiento anual.
En este deporte y drama nacional, y como una continua penitencia por la sedición pasada, el Estado central selecciona aleatoriamente a dos adolescentes de cada uno de los doce distritos y los pone a luchar a muerte en los bosques mientras es visto por cada habitante como si de un reality show se tratara. Se espera de los distritos que animen a sus representantes y tengan la esperanza de que uno de sus adolescentes seleccionados sea la persona que gane.
Así, entre los brillantes espectáculos, ostentosidad mediática e histeria pública, a estos veinticuatro chicos (que, de lo contrario, tendrían vidas ordinarias) se los manda a matarse los unos a los otros sin piedad en un sangriento juego en el que la victoria de uno significa la derrota del otro. Primero son transportados a la opulenta capital y se los da de comer, beber y se los entrena. Entonces comienzan los juegos.
De entrada, se mata a muchos en el acto durante la lucha por coger armas de un arsenal. Desde ahí, se forman coaliciones entre los grupos, por muy temporales que sean. Todos saben que solo uno puede acabar ganando, pero las alianzas (formadas según la clase, raza, personalidad, etc.) pueden proporcionar un nivel de protección temporal.
Viendo pasar todo esto, es angustioso decir lo más mínimo, pero el público lo ve como un tipo de reality. Es el escenario del perro-come-perro definitivo, en el que la vida es <solitaria, pobre, malévola, bruta y corta>, en palabras de Thomas Hobbes. Pero es también parte de un juego al que se le obliga a jugar a los chicos. No es un estado de naturaleza. En la vida real, no necesitarían matar o ser matados. No se verían los unos a los otros como enemigos. No se unirían en facciones cambiantes para autoprotegerse.
Los juegos proporcionan el elemento clave que todo Estado, sin importar lo poderoso o temible que sea, debe tener: una manera de distraer al público del enemigo real. Incluso este temible régimen monstruoso depende fundamentalmente de la obediencia de los gobernados. Ningún régimen puede acabar con una revuelta universal. El argumento subyacente en esta historia en realidad enciende una preocupación entre las élites de que las masas no tolerarán un final a los juegos ya escrito en esta ocasión.
Aquí vemos entonces el primer elemento de sofisticación política de este filme. Se aprovecha de la observación recogida por primera vez por Étienne de La Boétie (1530-1563) de que todos los Estados, debido a que viven parásitamente de la población, dependen de obtener la aceptación de la gente en algún grado; ningún Estado puede sobrevivir a un rechazo masivo a obedecer. Por ello, los Estados deben confeccionar ideologías públicas y comportamiento fingidos varios para cubrir sus reglas (un punto sobre el que incide a menudo Hans-Hermann Hoppe en su trabajo). Las >, como los Juegos del Hambre sirven a ese propósito.
La sofisticación política de este filme no para ahí. Los juegos del hambre en sí sirven como un microcosmos de las elecciones políticas en las economías desarrolladas modernas. Grupos de presión y sus representantes son lanzados a un mundo vicioso, arriesgado en el que se forman y reforman coaliciones. La supervivencia es peliaguda y el odio se desencadena como nunca existiría en la vida normal. Los candidatos luchan a muerte sabiendo que, al final, solo puede haber un ganador que se llevará el premio a casa.
Pequeñas diferencias de opinión se exageran hasta extremos dementes para hacer más profunda la separación. Por el contrario, opiniones irrelevantes toman una significación épica. Mentiras, calumnias, emboscadas, intimidación, soborno, chantaje y corrupción son todos ellos parte de un día de trabajo. Mientras tanto, la gente observa y ama el espectáculo público, animando y abucheando y calificando a los candidatos y los grupos a los que representan. Todos parecen inconscientes frente al propósito real del juego.
Y exactamente igual a Los juego del hambre, la democracia fábrica discordia donde no existiría en la sociedad. A la gente no le importa si la persona que le vende una copa de café por la mañana es mormona o católica, blanca o negra, casada o soltera, gay o hetero, joven o vieja, del país o inmigrante, bebedora o abstemia o cualquier otra cosa.
Nada de esto importa en las relaciones normales con la gente durante el curso de la vida. A través del comercio y la cooperación, todos ayudan a todos a conseguir sus aspiraciones vitales. Si alguien diferente a ti es tu vecino, haces lo posible por llevarte bien de todas formas. Ya estemos en la iglesia, comprando, en el gimnasio o en el fitness, o sencillamente en la calle, trabajamos por encontrar maneras de ser educados y cooperar.
Pero invita a esa misma gente al cuadrilátero de la política y se convertirán en enemigos- ¿Por qué? La política no es cooperativa como lo son los mercados; es explotadora. El sistema está construido para amenazar la identidad y las decisiones de los demás. Todos deben luchar para sobrevivir y conquistar. Deben matar a sus oponentes o ser matados. Así se forman las coaliciones y toman forma alianzas constantemente en cambio. Este es el mundo al que el Estado (a través de su maquinaria electiva) nos lanza. Es nuestro deporte nacional. Animamos a nuestro tipo y esperamos la muerte política del otro.
El juego confunde a la gente con respecto a su verdadero enemigo. El Estado es la institución que crea y alimenta esas divisiones. Pero la gente se distrae con la locura electoral y política. Los negros echan la culpa a los blancos; los hombres, a las mujeres; los heteros, a los gays; los pobres, a los ricos… y así en una infinidad de maneras posibles.
El resultado último de esto es la destrucción para nosotros pero la continuación de la vida para los que crean el juego.
Y, por supuesto, tanto en las elecciones como en los Juegos del Hambre hay un vasto comercio al lado del evento: figuras mediáticas, miembros de grupos de presión, entrenadores, creadores de distintivos, propietarios de sitios convencionales, hoteles, negocios de comida y bebida y todo aquel que pueda sacarse un dinero alimentando la explotación.
De todas estas maneras ilumina esta línea argumental distópica nuestro mundo. No estoy dando a entender que esta sea la base de la atracción, aunque sus usos como alegoría política sean suficientemente reales. Más inquietante es la posibilidad de que la Historia dé a entender a la gente joven los límites de las oportunidades de la vida para su generación ahora, en su adolescencia. Tienen una perspectiva del mundo más oscura que la de cualquier periodo de posguerra.
Si Los Juegos del Hambre ayudan a esta generación a entender que el problema real no son sus iguales o sus padres o cualquiera que no sea los que hacen el juego, quizás también escriban una revuelta. La democracia es, como dice Hans-Hermann Hoppe, el dios que fracasó. Me han dicho que, para eso, tendremos que esperar a la tercera película.
Tomado del Instituto Mises Colombia.