El fantasma de la economía moderna

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[Publicado por cortesía del autor. El artículo original se encuentra aquí]

Seguramente han visto la película de 1978 ‘El expreso de medianoche’. Dirigida por Alan Parker y con guion adaptado por Oliver Stone del libro homónimo, relata el drama vivido por Billy Hayes —Brad Davis— en una cárcel turca tras ser condenado por tráfico de drogas. En una de sus escenas más angustiosas, Billy es trasladado al ala psiquiátrica y allí encuentra que los internos pasan el día dando vueltas alrededor de una columna, siempre en la misma dirección. Un día, tras ver a su novia, Billy decide caminar en sentido contrario, enfrentándose a la resistencia de la mayoría, que trata de persuadirle con aspavientos para que deje de ir a contracorriente. Pues bien, algo similar ocurre con la economía, dominada por una corriente mayoritaria de académicos que camina en círculos en torno a supuestos que en nada reflejan la realidad.

En gran medida, la motivación por la economía como disciplina científica nace del deseo de explicar fenómenos como el crecimiento económico, el paro, los ciclos económicos o las crisis financieras. Sin embargo, el modelo teórico dominante excluye muchos de los aspectos de la economía que son causantes de las crisis y del carácter cíclico de las mismas, ya que la visión sostenida por el ‘mainstream’ es que las economías son inherentemente estables —en una situación de equilibrio que nadie conoce—, y es únicamente por causas externas —sean manchas solares, ‘animal spirits’, fluctuaciones entre la codicia y la aversión al riesgo, o ‘shocks’ tecnológicos— que se salen de su estado natural de equilibrio. De ahí que la actual crisis sorprendiera a la mayoría de la profesión y que, para la salida de la misma, se estén dando tantos palos de ciego en forma de políticas de tipos negativos, ‘quantitative easing’, etc.

Y es curioso, porque la civilización moderna lleva unas cuantas crisis y ciclos de auge y depresión a sus espaldas para que la ciencia económica en su conjunto —exceptuando honrosas excepciones, como la escuela austriaca iniciada con Menger y continuada por sus discípulos Böhm-BawerkMises o Hayek— ignore sistemáticamente la naturaleza intrínsecamente cíclica —que no matemáticamente regular— del actual sistema económico, caracterizado por la creación artificial de dinero, la concesión de crédito sin ahorro previo, la planificación centralizada de los tipos de interés y manipulación del sistema financiero por los poderes públicos.

En la misma escena de la película referida, uno de los reclusos, llamado Ahmet —interpretado por Peter Jeffrey— se acerca al joven Billy y trata de entablar conversación, asegurando con marcado acento británico haber estudiado en Harvard y Viena, aunque su ‘alma mater’ sea Oxford. Le explica que todas las personas proceden de una fábrica y que esta a veces produce máquinas defectuosas, que son apartadas y enviadas a aquel lugar. Las máquinas averiadas no saben que son defectuosas, pero los dueños de la fábrica sí que lo saben y por eso las retiran de la circulación. Pues bien, la economía ‘mainstream’ trata a las personas como autómatas similares a los internos que dan vueltas: todos se comportan de forma homogénea, metódica y ‘racional’ —siendo lo racional, en ese entorno particular, seguir la corriente—.

Exactamente igual que ese ser fantasmagórico, el ‘Homo oeconomicus’, que los economistas emplean en sus modelos como agente representativo. Para ellos, ustedes y un servidor somos representados por una especie de autómata que comienza su vida productiva con un mapa claro y definido de todas las decisiones de consumo e inversión que han de planteársele en el futuro, con conocimiento exhaustivo de todos los posibles cursos de acción y sus consecuencias, así como los riesgos a los que se enfrenta y sus probabilidades matemáticas. En ese mundo quimérico, cada uno de nosotros únicamente trabaja para producir un bien y, por supuesto, no existen bancos ni sistema financiero. Un mundo que, convendrán conmigo, se parece más al pabellón psiquiátrico de la cárcel turca del filme que al mundo real.

La teoría económica que domina en los despachos de las facultades, de las editoriales científicas y de los bancos centrales y organismos internacionales como el FMI, parte de supuestos que no solo no explican la gestación y proliferación de las crisis, sino que hacen que las depresiones sean inexplicables al ser incompatibles con las premisas asumidas en sus modelos. Por ejemplo, para el Nobel Robert Lucas, factótum del ‘mainstream’ y uno de los padres de la hipótesis central de la corriente dominante —las expectativas racionales—, si un economista fuera capaz de predecir una crisis con un mes de anticipación, dicha información estaría disponible para todos al momento y, por tanto, la crisis predicha ocurriría un mes antes de lo previsto. Conclusión, es imposible diseñar modelos que predigan las crisis.

Curiosa forma de hacer ciencia aquella en la que cuando un fenómeno no entra en el modelo, simplemente se ignora con tal de no descartar la teoría. Hay una frase de Lucas (en 2003) que resume toda la arrogancia: “La macroeconomía en este sentido original ha tenido éxito: el problema central de prevención de depresiones ha sido resuelto a todos los efectos prácticos y, en realidad, se ha resuelto por muchas décadas”. El desmentido apenas tardó un lustro en llegar. Solo comparable a aquella otra rotunda afirmación de John Stuart Mill, que en 1848 clamaba que, “por fortuna, nada queda por aclarar sobre las leyes del valor; la teoría sobre el tema está completa” —ni qué decir tiene que dicha teoría, que era la del valor-trabajo, saltó por los aires poco después con la revolución marginalista—.

Y es que las causas últimas del fracaso de la ciencia económica dominanteen explicar, predecir y solucionar la crisis nacen de la insistencia en la construcción de modelos absurdos que, por definición, ignoran los elementos clave que impulsan los resultados en los mercados reales. Estos modelos parten de premisas como que todos los participantes en el mercado —productores, consumidores, empresarios, trabajadores, banqueros, inversores, funcionarios, políticos, etc.— se comportan de manera homogéneamente racional en toda circunstancia de momento y lugar. Es decir, como si todos los agentes económicos fueran doctores en economía formados en Chicago, capaces de analizar con frialdad algebraica todos los cursos posibles de acción para tomar siempre la decisión más favorable.

Por ejemplo, mientras los economistas ven un empleo como un simple intercambio de trabajo por dinero, sujeto a las restricciones de una función matemática y objeto de un mero problema de optimización, cualquier sociólogo o psicólogo puede ilustrarnos sobre el hecho de que trabajar está íntimamente relacionado con un sentido de propósito, de identidad y hasta de pertenencia, dimensiones psicológicas que son imposibles de modelar con ecuaciones diferenciales. Matemáticamente, es mucho más conveniente modelar un agente que se preocupa únicamente de maximizar su utilidad en función de sus preferencias individuales y sin referirse a las preferencias de los demás.

Pero los agentes que intervenimos en la economía somos seres humanos que nos enfrentamos a una realidad muy compleja, caracterizada por una infinidad de relaciones interdependientes que, además, cambian a cada momento y en que reina una incertidumbre inerradicable. Para confrontar esa realidad, nos basamos básicamente en reglas heurísticas —o reglas de descubrimiento— que, gracias a nuestra capacidad creativa, nos permiten plantearnos continuamente fines nuevos, así como descubrir los medios necesarios para lograrlos.

¿Quiere esto decir que es imposible realizar una aproximación rigurosa al estudio de la economía como disciplina científica? Todo lo contrario, es perfectamente posible, pero para ello es necesario descartar paradigmas que en nada representan el mundo real y abordar la investigación con el arsenal analítico adecuado al examen de la acción humana, que nada tiene que ver con las herramientas que el científico utiliza para entender el funcionamiento de la naturaleza. De ello hablaremos otro día.

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