Uno de los argumentos más esgrimido por políticos (y aceptado comúnmente) para justificar la intervención del Estado en la economía es que aquella es necesaria para la ejecución de determinados servicios, obras públicas e infraestructuras que la iniciativa privada no acomete por no ser económicamente rentables. Los gobiernos realizan proyectos que, de otro modo, nunca se hubieran realizado. Políticos, economistas y periodistas llaman eufemísticamente a este tipo de gastos «inversión pública». Hoy intentaré justificar que cuando los gobiernos pretenden reemplazar al mercado, lejos de mejorar la economía, ocasionan una pérdida neta a la sociedad.
Imaginemos que el consumidor Juan no desea adquirir una pluma de oro cuyo precio es 900€. Juan prefiere dedicar esa cantidad de dinero a satisfacer otras necesidades que considera subjetivamente más relevantes. El fabricante de plumas de oro no puede imponer a la gente que compre más plumas de las que desea, por ello, fija la producción en función de su demanda estimada y sólo produce las unidades que el mercado es capaz de absorber. Este mismo razonamiento económico es aplicable al productor de una obra civil, quien debe sopesar cuidadosamente costes e ingresos estimados. Si el empresario yerra en sus cálculos sufrirá pérdidas y si acierta obtendrá beneficios. El cálculo económico -afirma Mises- es la «brújula» que orienta la función empresarial. Los inversores ponen su dinero en manos de los empresarios y ambos son responsables pecuniarios de sus aciertos y errores. En el libre mercado los empresarios procuran producir sólo las cantidades y calidades de bienes que son económicamente rentables, algo que, a su vez, queda determinado por el público. El beneficio es la consecuencia de haber servido puntualmente las necesidades y deseos de los consumidores. Rentabilidad económica, por tanto, es inseparable de utilidad social. Y por contra, un proyecto no rentable consume recursos que son escasos y produce pérdidas a los inversores y, por tanto, pérdidas a la sociedad. Sólo es posible saber si algo es útil o no para un consumidor cuando es libre para comprar o dejar de comprar.
Ahora volvamos la mirada al gobierno. Como Juan, actuando libremente, no adquiere la pluma de oro, Montoro le confisca 900€, con ellos compra la pluma al fabricante y se la envía a su casa como «regalo». Si Juan no valora la pluma puede regalarla o revenderla con un descuento; en ambos casos sufre una pérdida económica. Al pobre confiscado le queda siempre la opción de utilizar él mismo la pluma, mientras la utiliza, entra en escena Montoro y afirma: «si no fuera por mí no estarías ahora disfrutando de tan lujosa estilográfica». El hábil trilero quiere convencer a Juan de que su intervención ha sido beneficiosa. Pero interferir coactivamente en las libres elecciones económicas de una persona sólo puede empeorar su situación. Lamentablemente, la claridad de este ejemplo se difumina a medida que nos adentramos en los proyectos públicos.
En la década de 1960 el gobierno de EEUU gastó 153.000 millones de dólares (actuales), equivalente al 3,5% de su PIB, con el objetivo de ser la primera nación capaz de poner un hombre en la Luna. Para alcanzar este logro, millones de individuos y familias tuvieron que ser privados del consumo de bienes esenciales para su vida. Es dudoso que tras esta «inversión pública», los norteamericanos obtuvieron un beneficio. Yo diría lo contrario. De no mediar la violencia fiscal del gobierno norteamericano muy probablemente nunca se hubiera acometido semejante proyecto porque las personas valoran más su bienestar material que el orgullo chovinista. Una vez que el gobierno confisca y gasta el concepto de «inversión» pierde su significado. Ya no hay inversores sujetos a la sanción del mercado ni tampoco hay responsabilidad pecuniaria. El político dispara con pólvora ajena y por disparatada que sea su decisión nunca sufre en sus propias carnes las consecuencias de sus errores.
La lógica de que sin el concurso del Estado una determinada obra nunca se hubiera realizado es la lógica antieconómica por excelencia y supone admitir que el gobierno se ha especializado en acometer proyectos ruinosos. Una persona bien informada no presume de que España sea líder mundial en líneas ferroviarias de alta velocidad porque sabe que ese logro es espurio, el coste desproporcionado de las obras ha empobrecido a todos los españoles. Pero hay más ejemplos de gastos faraónicos: el aeropuerto de Castellón costó 150 millones de euros, el Auditorio de Tenerife, 72 millones y la Central de Gorona del Viento, en la isla del Hierro, 100 millones. Estos proyectos son una vergüenza y nunca debieron hacerse porque han sido ruinosos para el contribuyente. Muchos se indignan cuando ven los trenes AVE circular medio vacíos, un aeropuerto sin aviones, un auditorio que acumula pérdidas o cuando el coste de producción de la energía hidroeólica es cuatro veces mayor que la térmica (diesel). Como dice D. Antonio García-Trevijano, el que se indigna es porque es un ignorante. La mayoría no se da cuenta de que todo gasto público, por definición, es antieconómico y, en consecuencia, antisocial porque siempre se realiza a expensas de empobrecer al conjunto de la población. «Estado social» es un oxímoron porque el Estado es la institución antisocial por excelencia. La utilidad social sólo puede obtenerse en un entorno de libertad laissez faire.
El hecho de que los consumidores utilicen las infraestructuras y servicios públicos no es prueba de su rentabilidad. Los ciudadanos «disfrutan» los servicios públicos de igual forma que Juan «disfruta» su pluma de oro. No les queda más remedio. La auténtica prueba de utilidad es la ausencia o no de coacción en el gasto; si éste es voluntario presuponemos (axiomáticamente) que existe utilidad para el consumidor y si es forzoso, desutilidad. En definitiva, «inversión pública» es sinónimo de irracionalidad económica e implica necesariamente una pérdida neta para la sociedad. En el sector público, aún en la dudosa hipótesis de que el político busque el bien común, no puede haber rentabilidad económica porque deliberadamente se prescinde del cálculo económico y de la función disciplinadora del mercado.