La inoportuna defensa liberal de la secesión

2

Seguramente estén esperando ustedes un párrafo introductorio con una referencia al cine, una analogía con algún aspecto de la vida cotidiana o algún otro recurso que ayude a poner en contexto y explicar gráficamente los argumentos expuestos. Excepcionalmente, no es el caso en esta ocasión, pues la gravedad de los acontecimientos y la preocupación por ver posicionadas a favor de la secesión totalitaria y en nombre del liberalismo a voces de este ámbito que respeto y admiro intelectualmente, me hacen imposible encontrar una metáfora que no banalice la situación y que no tenga riesgo de ofender, siquiera involuntariamente. Pero lo cierto es que una defensa desde el punto de vista liberal del derecho de secesión a cuenta de lo que ha pasado en Cataluña estas últimas semanas, y especialmente este domingo, es inoportuna y contraproducente para la defensa de la libertad.

Inoportuna, porque se da en unas circunstancias de desafío a la ley y al Estado de derecho en unas condiciones que, calificarlas como opresivas, supone un agravio comparativo con otras situaciones de verdadera restricción de las libertades individuales más básicas, como puedan ser los regímenes comunistas de Corea del Norte, Cuba o Venezuela, o las teocracias islámicas de Oriente Medio. E inoportuna también porque supone alinearse junto a unas formaciones políticas —nacionalismo corporativista, nacionalismo socialista y comunismo antisistema— que comparten muy poco con las ideas liberales, cuando no son abiertamente antagónicas. Si algo defienden estos partidos, es supeditar la voluntad personal a la colectiva. A la supuesta opresión que sienten quienes no pueden formar su propio Estado, cabe oponer la opresión real que sufren quienes se oponen hoy a esa idea en Cataluña.

Inoportuna porque, dentro de los márgenes que contemplan la Constitución española y el Estado de derecho, existen los mecanismos democráticos y legales para reformar las leyes necesarias y articular un eventual derecho de secesión. Obviamente, se requieren los apoyos suficientes, ya me gustaría que se derogaran muchas leyes tributarias, pero no me tomo la justicia por mi mano. E inoportuna también porque el pueblo de Cataluña, entendido como el conjunto de personas que viven y desarrollan su actividad en ese territorio, ya disfruta hoy de unos altísimos niveles de autogobierno que nada tienen que envidiar a las democracias más descentralizadas del planeta. Es cuestión, si así lo desea la mayoría, de seguir profundizando en la descentralización —deseable para todas las personas y no solo los catalanes— sin necesidad de abrir un proceso de secesión costoso e incierto para todos.

El Estado de derecho —lo que los anglosajones llaman ‘rule of law’— es uno de los grandes pilares en los que se basa el ideario liberal. El respeto y defensa de la vida, de la propiedad privada o del cumplimiento de los contratos no se entiende sin la vigencia del imperio de la ley. Son precisamente las normas generales —las constituciones y leyes de rango superior— las que reducen la arbitrariedad del gobernante, poniendo límite a la coacción institucional y protegiéndonos de la discrecionalidad en la actuación de políticos y burócratas. No en vano, dichas leyes requieren mayorías cualificadas para su promulgación y modificación. Es decir, la ley nos protege de los gobernantes, y renunciando a ella, renunciamos a la libertad. En eso consiste el Estado de derecho.

A tenor de los acontecimientos recientes, no parecen necesarias muchas explicaciones sobre la voladura descontrolada del Estado de derecho pretendida por un grupo de políticos que representan menos del 50% de los votantes menos del 36% sobre el censo total catalán—. Pues bien, la Constitución, el Estatuto y el resto de leyes orgánicas relevantes en la materia son precisamente la garantía que tiene aquel otro 50% que no quiere que le ‘secesionen’ involuntariamente. Los liberales que toman partido por la causa separatista, y apoyan y justifican sus actos pensando que así defienden la libertad, olvidan que el derecho de libre asociación y desasociación atañe también a aquellos que desean mantenerse asociados y a aquellos que no quieren cambiar su asociación por otra excluyente, aún más colectivista, totalitaria y opresora de verdad —¿o qué piensan que persigue la CUP?—.

Naturalmente, a aquellos que incumplen las leyes, o que consideran que el mero hecho de ser cargos electos les legitima para incumplirlas, el Estado de derecho les plantea un obstáculo intolerable. Pero, qué quieren que les diga, entre OtegiIglesiasRufián o Colau y el imperio de la ley, aunque esta sea imperfecta, tengo muy claro dónde un liberal debe posicionarse. Porque este secesionismo tramposamente disfrazado de ‘derecho a decidir’ es de todo menos liberal. Antes bien, el independentismo preconizado por sus promotores en Cataluña es deshonesto, antidemocrático y liberticida, con un fuerte condicionamiento comunista que se combina con un corporativismo de tintes fascistas. Difícilmente puede catalogarse esta secesión como defensa de la libertad individual.

Y es que quienes defienden el derecho de secesión desde una cosmovisión liberal afirman, con muy buen criterio, que aquellos pueblos oprimidos tienen derecho a liberarse de sus opresores. Tal es el caso, por ejemplo, de todos aquellos grupos humanos, étnica, cultural o lingüísticamente homogéneos, que fueron conquistados o cuyo territorio fue anexionado por la fuerza en algún momento reciente de su historia. O que se vieron repentinamente dentro de unas fronteras artificialmente definidas por terceros, como fue el caso de Yugoslavia o las antiguas colonias en África o Asia. No es el caso de Cataluña, cuyos condados se incorporaron al reino de Aragón por vía dinástica en la Edad Media, y en el Renacimiento, y también mediando el matrimonio entre sus respectivos monarcas, se unió con los dominios castellanos para formar el actual reino de España.

Es cierto que las fronteras históricas pueden evolucionar y que los pueblos oprimidos pueden optar por independizarse. Pero a los liberales prosecesión les pregunto, ¿quién sufre opresión hoy en Cataluña? Pregúntenselo a los catalanes que no quieren secesión, a los que el domingo quedaron señalados por quedarse en casa, a los delatados y multados por rotular sus comercios en español, a los que no pueden elegir la lengua en la que educar a sus hijos, a quienes defienden ideas no independentistas y les desean violaciones en grupo o señalan los comercios de sus padres. Se ha hablado mucho últimamente de libertad de expresión. Pues bien, hagan un experimento y saquen una bandera española un día cualquiera en la plaza de Cataluña de Barcelona y luego hagan lo mismo con una estelada en la Puerta del Sol de Madrid. Comparen reacciones y díganme quiénes sufren de verdad opresión.

Y es que hablar de nacionalismo español en el país que probablemente sea el más acomplejado del planeta en cuanto a su bandera y símbolos nacionales resulta audaz. Si ni siquiera los españoles somos capaces de ponernos de acuerdo en una letra para el himno, ¿cómo puede hablarse en serio de nacionalismo? El nacionalismo es supremacista, xenófobo, intolerante e interesado en exaltar las diferencias con sus semejantes. Y a poco que uno haya viajado, se da cuenta de que España es hoy uno de los países más abiertos, integradores, tolerantes y acogedores del planeta. Es un gran error intelectual identificar el antiindependentismo catalán con el nacionalismo español. No, el conjunto complementario del nacionalismo catalán no es el nacionalismo español. Como el fascismo no lo es del comunismo, ni oponerse a una idea extrema le sitúa a uno en el extremo opuesto.

Sí, es cierto que este fin de semana, excepcionalmente, muchos españoles han sacado su bandera como reacción al intento de los políticos totalitarios catalanes de romper una convivencia que supuso un gran esfuerzo lograr. Costó muchas cesiones llegar a una Constitución imperfecta para todos, conservadores, socialdemócratas, nacionalistas, comunistas y liberales, pero con el inmenso mérito de darnos una mínima estabilidad política que nos ha permitido centrarnos en nuestros asuntos privados y cambiar radicalmente el país en estos 40 años. No, defender esa convivencia imperfecta no es nacionalismo español.

Hablemos ahora de la inoportunidad de apoyar el incumplimiento de la ley en aras de la libertad. Los catalanes que quieren la independencia tan intensamente que no pueden vivir sin ella tenían una opción muy clara en las últimas elecciones, planteadas, recuerden, con carácter plebiscitario. A tal punto eran plebiscitarias que concurría una coalición, Junts pel Sí, con prácticamente un único punto programático: la independencia directa —sin pasar por ningún referéndum, porque la consulta eran las propias elecciones—. Pero no fue votada masivamente. Puede que los acontecimientos hubieran seguido un curso muy diferente de haber obtenido una amplia mayoría absoluta, un porcentaje de votos bien por encima del 50% y una participación elevada.

Pero no fue el caso, pese a que la participación rozó el 75%, máximo histórico. No olviden que el Govern y el Parlament han llevado a Cataluña y a España a esta situación por una sobrerrepresentación parlamentaria fruto del viciado sistema basado en circunscripciones electorales, que favorece la formación de coaliciones. Podrían haber convocado ahora otras con el mismo carácter plebiscitario, legales y con todas las garantías. Convocatoria que es prerrogativa legítima y exclusiva del presidente de la Generalitat. ¿Por qué no lo han hecho? ¿Por qué han preferido la ilegalidad? ¿Por qué han preferido la propaganda y la movilización en la calle, exponiendo a sus seguidores a la acción policial?

Finalmente, puestos a defender la necesidad de un derecho liberal de secesión colectiva como mejor aproximación posible a la secesión individual, ¿por qué restringirlo a un territorio dado? ¿Por qué no secesión de los autónomos? ¿O de los que tengan horóscopo Piscis? ¿O de los aficionados al aeromodelismo? ¿Se dan cuenta de la arbitrariedad del criterio territorial? ¿Por qué en un territorio pueden desasociarse y en otros no? Por no hablar de que la secesión dentro del territorio independizado —requisito para que la secesión sea compatible con el liberalismo— plantea serias dificultades prácticas. Pues, ¿cómo se consigue que entre dos vecinos que comparten rellano, uno se independice junto con un grupo de catalanes y el otro se quede dentro de España junto con el resto de catalanes que desean quedarse?

Parece complicado, pero aún puede complicarse más. ¿Qué hacemos con aquellos que quieran desasociarse de su comunidad autónoma pero no de su país ni de su provincia? ¿Y con los que quieran independizar su municipio de su provincia, pero no de su comunidad autónoma y sí de su país para unirse a un tercero? ¿Y por qué no independizar el barrio? A fin de cuentas, hay barrios que podrían cumplir los criterios de nación: cultura, lengua y etnia propias. Dentro de la teoría pura todo cabe, pero (1) las secesiones parciales (colectivas) no siempre acercan al ideal de la secesión individual —antes bien, suele ser al contrario— y (2) cuando se circunscriben a un territorio, necesariamente generan una minoría o mayoría— a la que se le trata de imponer una secesión indeseada.

El apoyo liberal de la secesión de Cataluña es, pues, inoportuno. Y, además, representa una estupenda ocasión para alejar a la gente de un liberalismo, siquiera imperfecto, pero con otras prioridades más realizables a medio plazo si hacemos más atractiva la idea de la libertad individual, demostrando que somos gente práctica, que no comemos niños ni atropellamos ancianas y que incluso podemos empatizar con el prójimo más allá de la pura teoría.


El artículo original se encuentra aquí.