El legado de la Escuela de Salamanca

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[Conferencia expuesta en la Universidad Francisco Marroquín el 6 de mayo de 1992]

Una mañana de otoño de 1979, los miembros de la sociedad Mont Pélerin, reunidos en Madrid para celebrar nuestra Asamblea General, ultimábamos los preparativos para viajar a la ciudad de Salamanca. Luego de tres días de debates, dicha asamblea debía concluir en el Aula Magna salmantina con una conferencia presidida por el profesor Hayek, fundador de la sociedad, y una conferencia de Marjorie Grice-Hutchinson. El día era fresco y agradable y el cielo de Castilla se mostraba diáfano. Ojerosos y medio dormidos por el madrugón, abordamos los autobuses que nos llevarían a la ciudad del Tormes y, pocas horas más tarde, enfilábamos a pie la calle de Libreros y alcanzábamos el patio de las Escuelas Menores de la vieja Universidad.

Inmersos en aquel espacio recoleto, presidido por la estatua de Fray Luis de León, observando las doradas piedras del entorno y admirando la fachada de la Rectoría, auténtico altar mayor del plateresco español, aguardamos una media hora a que el grupo se reuniera. Pero el tiempo transcurría y allí no sucedía nada. Finalmente, casi una hora después, alguien dijo en alta voz: “¡Hemos perdido a Hayek! ¡Hemos perdido a Hayek!”.

La alarma cundió en el patio, mas sólo para convertirse en anécdota. Y es que el buen profesor se había quedado en Madrid durmiendo como un bendito. Hayek, casi octogenario, usaba un audífono que se quitaba a la hora de acostarse y no había podido escuchar el timbre del despertador. Y lo que era más grave, nadie se había percatado de su ausencia hasta llegar a Salamanca.

Si he empezado con esta anécdota mi exposición es porque, hoy, cuando hemos perdido de verdad a Hayek, quería dedicar un emocionado recuerdo a su memoria. Mucho de lo que sabemos y somos, sobre todo quienes hemos pasado por las aulas de esta querida Universidad, a él se lo debemos. Pero, además, gracias a Hayek, la visión que el mundo tiene hoy de sí mismo es más razonable y completa de lo que era hace cincuenta años. Y los ideales que el admirado profesor sostuvo a lo largo de su vida, siguen alentando, por suerte, el deseo universal de una sociedad más libre, más abierta y más humana.

La visita a Salamanca, además, contenía un simbolismo que la mayoría de los asistentes ignorábamos. Hayek había sugerido que el acto cumbre de la reunión de Madrid tuviera lugar en el Aula Magna salmantina para rendir allí homenaje a los precursores del pensamiento liberal, en sus dos vertientes, la política y la económica.

El efecto de lo que se dijo allí aquella mañana fue sorprendente para muchos de los colegas venidos de todas partes del mundo. Que las raíces del liberalismo hubieran brotado en España, y en el siglo XVI, rompía toda clase de esquemas mentales y ponía en danza toda clase de prejuicios. La España del Siglo de Oro seguía siendo para muchos una nación guerrera, mercantilista e intolerante. De ahí que resultara difícil creer que, en aquel ambiente, hubiera surgido un grupo de intelectuales capaz de concebir dos instituciones que, como la libertad política y la economía de mercado, son los pilares de la civilización moderna. Y el propósito de estas palabras no es otro que rendir homenaje a aquellos hombres, en el mismo espíritu que el profesor Hayek quiso hacerlo aquella mañana de septiembre de 1979.

España, en los albores de la Edad Moderna

España, como se sabe, es la primera nación–Estado de Europa, en el sentido moderno del término. Estamos en 1492. El Nuevo Mundo es todavía territorio desconocido en tanto una serie de cambios administrativos, fiscales, militares y religiosos han configurado un sistema político nuevo. España es ahora patrimonio de la Corona de Castilla y Aragón, unidas en las personas de Isabel y Fernando. Un acendrado sentido de unidad preside estas reformas. Y la expulsión de judíos y moriscos ese mismo año consolida un Estado confesional, sujeto al control de la Iglesia, motivo por el que a ambos monarcas se les otorgará el título de Católicos. En el reino de España, en fin, hay ley y hay orden y cada cosa está en su sitio: “los soldados en la guerra, los obispos en sus diócesis y los ladrones en la horca”, según la conocida frase de Isabel la Católica.

Pocos años después, sin embargo, a la muerte de ambos monarcas, las divergencias y las tensiones reaparecen. Y en 1520, cuando Carlos I, nieto de Isabel y Fernando, accede al trono de España, los acontecimientos se precipitan. El rey tiene sólo 20 años y no habla español. Nacido en Gante (Bélgica) y educado en Bruselas, Carlos I llega a España acompañado de una corte de extranjeros que despiertan la antipatía popular. Una de sus primeras medidas consiste en implantar una serie de tributos. Y de resultas, las Comunidades castellanas se alzan en abierta rebelión contra el monarca.

En opinión de muchos historiadores, este movimiento supone la primera insurrección moderna de la historia europea y un clarísimo antecedente de la Revolución Francesa. La rebelión de los llamados Comuneros de Castilla surge en ciudades como Toledo, Burgos, Segovia y Ávila, pero es en Salamanca donde se escuchan las primeras voces que exigen la limitación del poder real.

Lo que las Comunidades demandan al rey es una suerte de monarquía constitucional, parecida a la que, salvando distancias y siglos, existe hoy en varios países europeos. Su petición se fundaba en los derechos heredados de una antigua institución política, las Cortes, por la cual el rey se sometía al escrutinio y al consejo de una asamblea formada por la burguesía urbana, es decir, la nobleza, el clero y los notables designados por elección popular o por sorteo en los distintos reinos de la península.

Si subrayo este hecho histórico es porque, de otra forma, no se comprendería por qué a lo largo del siglo XVI los maestros de Salamanca reiteraron con tanta insistencia la necesidad de establecer un modelo político más abierto y menos autoritario. Pero ni la historia ni los tiempos estaban a favor de un movimiento que se resistía al absolutismo real. La idea de que los cargos públicos fueran temporales y elegidos por voto popular, y de que las decisiones del monarca estuvieran sujetas al escrutinio de las comunidades, sería derrotada en un pueblecito de la meseta llamado Villalar. Y en lo sucesivo, será la concepción de un gobierno centralista el sistema político que habrá de prevalecer durante siglos en España.

Los problemas de un mundo nuevo

Pero si bien el movimiento comunero supuso una frustración histórica importante, no lo es menos entender la tentación absolutista del monarca. El poder y los dominios de Carlos I es en esos momentos enorme. Además de rey de España, Carlos hereda ese mismo año la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, lo que significa que, además del trono español, posee dominio absoluto sobre Cerdeña, Sicilia, el reino de Nápoles (más de la mitad de la península italiana), Austria, Hungría, Suiza, Alemania, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, las islas de la Mar Océana (hoy el Caribe) y parte del Norte de África. Más de la mitad de Europa está en sus manos. Y por si esto fuera poco, los conquistadores pondrán muy pronto a sus pies todo un continente.

Este era el mapa político de un Imperio que muy pronto se verá inmerso en numerosos conflictos militares a causa del cisma de Lutero, en el Norte, y la amenaza del Imperio Otomano por el Este. Pero, más allá de los hechos militares y políticos de aquel tiempo, España deberá abordar estas tensiones en medio de un arduo debate planteado en torno a la libertad, la justicia y los derechos humanos. Las alteraciones provocadas por el descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo han creado en intelectuales y teólogos el grave problema de hacer compatible la fe con el nuevo estado de cosas, así como la necesidad de resolver infinitas dudas de orden político, jurídico, económico y moral. Gobernantes, predicadores, mercaderes, confesores y fieles acuden a las Universidades en busca de guías y luces. ¿Era justa la conquista? ¿Tenía derecho la Corona a los nuevos territorios? ¿Eran los indios súbditos o esclavos? ¿Tenían alma racional? ¿Por qué los doblones castellanos valían más en Francia que en España? ¿Por qué se elevaban los precios? ¿Era justo que subieran?

He aquí una serie de preguntas para las que un país todavía sometido a los condicionamientos del Medievo no tenía ninguna respuesta. Y serán justamente los intelectuales de Salamanca quienes tomen para sí tan espinoso asunto y den una opinión académica y moral sobre temas como el interés, la propiedad, los impuestos, la formación de los precios, la usura, la libertad política, los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos.

De los maestros de Salamanca será también la utopía del hombre nuevo que Las Casas intentará llevar a la práctica en la región guatemalteca de las Verapaces. El encuentro con millones de seres humanos, de los cuales no se tenía noticia, obligará también a los maestros salmantinos a redefinir el hombre en un contexto más amplio. E imbuidos de un profundo espíritu humanista, buscarán un denominador común capaz de vincular a todos los hombres y naciones de la tierra mediante una filosofía basada en la ley natural y el derecho de gentes. Y el resultado de tales reflexiones será una serie de tratados que hoy asombran por su lucidez y profundidad.

Pero ¿quiénes eran aquellos maestros? ¿Y por qué se agruparon precisamente en Salamanca?

Un maestro de maestros

A principios del siglo XVI, Salamanca es una ciudad de unas 20.000 personas de los que alrededor de 7.000 son estudiantes. La Universidad, fundada en 1243 y la tercera más antigua de Europa, es, pues, el eje alrededor del cual gira la vida urbana. Pero no será sino hasta finales del siglo XV cuando empiece a adquirir esplendor y fama proverbiales. Epítome del renacimiento español y polo de atracción de la intelectualidad de su tiempo, allí estudiarán Nebrija, Juan del Encina, Fernando de Rojas, Fray Luis de León, Juan de la Cruz y Luis de Góngora, si bien a diferencia de otras universidades, como las de Valladolid o Alcalá, abocadas a la Teología, la de Salamanca orientará su reflexión hacia los estudios jurídicos.

Es dudoso, sin embargo, que la escuela salmantina alcanzara el prestigio de que gozó sin la presencia de un dominico de extraordinario talento llamado Francisco de Vitoria. Nacido el año de 1492, Vitoria, de origen converso, se había formado en las universidades de Burgos y París. Cumplidos los treinta años, regresa a España y permanece algún tiempo en Valladolid, donde gana una cátedra. Y poco más tarde, en 1526, se afinca en Salamanca, donde permanecerá hasta su muerte.

A semejanza de otras muchas, como la de Atenas o la Austríaca, la Escuela de Salamanca no fue fruto de diseño alguno, sino una corriente espontánea de pensamiento que tomó para sí la reflexión de los numerosos problemas que la aparición del Nuevo Mundo planteaba. Pero si alguien merece el título de fundador de la misma, ése fue Francisco de Vitoria.

Vitoria fue un revolucionario, en el sentido lato del término, gracias a la libertad de cátedra que existía en Salamanca. Como es sabido, el título que España exhibía para ejercer su dominio sobre las Indias, era una bula emitida por el papa Alejandro VI, mediante la cual se otorgaba a la Corona de Castilla el derecho sobre las tierras y los habitantes de las Indias. Pues bien, Vitoria niega al Emperador este derecho. Y en su célebre discurso De Indis afirma que el Emperador no era dueño del mundo, ni el Papa señor del orbe. Por lo tanto, ni del Descubrimiento ni de la Conquista nacía legitimidad alguna. Ni las propiedades de los indios pertenecían al monarca, mucho menos a los conquistadores, ni los españoles tenían derecho a sacar el oro de América o a explotar la riqueza del continente contra la voluntad de los naturales. El Emperador, aseguraba Vitoria, reinaba en las Indias sobre una comunidad de pueblos libres. De manera que las leyes imperiales serían justas en la medida que sirvieran para promover y conservar a las poblaciones indígenas. Y sólo en función de la libre elección de los indios y de la necesidad de proteger sus derechos humanos, justificaba el maestro salmantino la intervención de España en América.

De otra parte, la conversión al cristianismo de los pueblos indígenas no era en modo alguno obligatoria. Ni siquiera el canibalismo o los sacrificios humanos podían exhibirse como pretexto para privar a los indios de lo que, por derecho natural, era suyo. Por último, decía Vitoria, si bien el hecho de la conquista era irreversible, ello no significaba tampoco que los habitantes de las nuevas tierras no tuvieran derecho al autogobierno. Las Indias, en definitiva, podían ser consideradas como un protectorado político de España, siempre y cuando éste sirviera al bienestar de los pueblos indígenas.

Los discípulos de Vitoria

La reacción que estas reflexiones provocan en la Corte no se dejan esperar. Carlos I envía al prior de los dominicos del Convento de San Esteban de Salamanca un escrito que mandaba vetar doctrinas tan escandalosas y atentatorias contra la dignidad del Papa y el Emperador, y algunos años más tarde, el papa Sixto V ordena poner los escritos de Vitoria en el Índice de libros prohibidos. Pero las ideas del dominico, por las cuales la posteridad habría de otorgarle el título de Fundador del Derecho Internacional, logran abrirse camino como una crítica permanente de la administración colonial. Y pronto son compartidas por un grupo de catedráticos, coetáneos de Vitoria, que muy pronto se convierten en la conciencia moral del Imperio. Entre aquellos notables maestros, discípulos y compañeros de Vitoria, cabe destacar a Domingo de Soto (1494- 1560), también dominico, quien renovó el Derecho de Gentes y expuso en su De Iustitia e Iure su teoría sobre el dinero. A Tomás de Mercado (principios de siglo XVI-1575), otro dominico, quien, tras vivir algunos años en México, estudiará el fenómeno de intercambio entre España y las Indias. A Martín de Azpilcueta (1493-1586), conocido como el Doctor Navarro, jurista, monetarista y teólogo, ex rector de la Universidad de Coimbra, quien será el primer economista en la historia que describa correctamente el fenómeno de la inflación, ocasionado por la afluencia de metales preciosos procedentes de las Indias.

A estos nombres es preciso agregar, entre otros, el de Luis Sarabia de la Calle, un especialista en cuestiones monetarias y económicas, el de Melchor Cano (15209-1580), jurista y teólogo, quien, siguiendo los lineamientos de Vitoria, afirmará que los indios son súbditos libres, como los de Aragón, Nápoles o los Países Bajos, y el de Diego de Covarrubias y Leiva (1512-1577), obispo, jurista y monetarista, alumno de Azpilcueta y autor de un tratado sobre la moneda.

La segunda generación de la Escuela estará formada en su mayoría por jesuitas, entre los que destacan Luis de Molina (1535-1601) y Francisco Suárez (1548-1617). Molina no enseñó en Salamanca, sino en Madrid y Coimbra, pero es sin duda uno de los discípulos más adelantados de la Escuela y el autor que modifique el concepto medieval del precio justo, sostenido hasta entonces por los seguidores de Santo Tomás de Aquino. Para Molina, el precio justo es el precio competitivo y el valor que se atribuye a las cosas es de carácter subjetivo, y no objetivo, como dirá andando el tiempo Carlos Marx.

Juan de Mariana, aunque educado en Alcalá, abunda en estos temas, influido sin duda por la escuela salmantina. Y Francisco Suárez, cuya ingente obra abarca 27 volúmenes sobre muy diversas materias, sostendrá que “todos los hombres nacen libres por naturaleza, de forma que ninguno tiene poder político sobre otro” y toda sociedad humana “se constituye por libre decisión de los hombres que se unen para formar una comunidad política”.

Precursores de la economía científica

A fines del siglo XVI, en suma, las dos instituciones claves del pensamiento liberal, o si se quiere, sus dos paradigmas esenciales, la libertad política y la economía de mercado, habían sido ya trazadas por los intelectuales de Salamanca. Y del espíritu que privaba en aquella Universidad puede dar fe el siguiente hecho, protagonizado por Martín de Azpilcueta.

En 1524, año de la conquista de Guatemala, el Emperador asiste en Salamanca a la inauguración del curso. La lección inaugural está a cargo del maestro Azpilcueta quien, abiertamente y sin ambages, dice ante el emperador estas palabras: “El reino no es del rey, sino de la comunidad, y la potestad, por derecho natural, es de la comunidad, y no del rey”.

La cita no sólo pone de manifiesto el arrojo de aquellos hombres, sobre todo si se tiene en cuenta que estas frases son pronunciadas sólo cuatro años más tarde de la derrota de las Comunidades castellanas, sino porque, sustituyendo las palabras reino, rey y comunidad, por las de soberanía, gobierno y pueblo, la frase podría figurar, sin quitar una coma, en cualquier constitución democrática de nuestro tiempo.

Este paradigma político aparecerá una y otra vez en las obras de los maestros de Salamanca. Domingo de Soto, por ejemplo, concebía la Indias como una comunidad de pueblos libres sobre los que España sólo debía ejercer una función tutelar, siempre que los indígenas así lo desearan. Los pueblos recién descubiertos, decía De Soto, deben ser comunidades soberanas y en modo alguno provincias de España. Por su parte, Melchor Cano escribió, siguiendo a Vitoria, que ni siquiera se podía conquistar so pretexto de incorporar a los indios a la civilización cristiana. Y Diego de Covarrrubias señaló que la integración entre indios y españoles sólo sería justa si tenía lugar mediante pactos libremente consentidos.

Pero las reflexiones de los maestros de Salamanca no se habrán de limitar exclusivamente al área del Derecho. El descubrimiento de América había planteado una serie de problemas económicos hasta entonces ignorados. Y la observación de una realidad cambiante y de unos flujos comerciales y monetarios que rompían todos los esquemas conocidos, llevará a estos intelectuales a formular teorías que, en su conjunto, darían fundamento a lo que hoy conocemos como economía de mercado.

Habrían de pasar, sin embargo, tres siglos hasta que un destacado historiador de la Ciencia Económica, Joseph Schumpeter, atribuyera a los hombres de Salamanca el título de fundadores de la Economía moderna. Confundidos con los mercantilistas, los pensadores de Salamanca fueron por un tiempo descartados en la creencia de que, guiados de sus principios religiosos, no habían llegado a entender los mecanismos del mercado y de los precios. De ahí que se otorgara a Adam Smith un galardón que, según el profesor Murray Rothbard, no le pertenece en absoluto. Lo que es más, para Rothbard, Adam Smith y, más tarde, David Ricardo desviaron la ciencia económica por un camino trágicamente errado que no sería corregido sino hasta fines del siglo XIX por Carl Menger y otros miembros de la Escuela Austríaca de Economía, como Wieser, Bohm Bawerk, Mises y el propio Hayek.

Las investigaciones de Schumpeter, Rothbard, GriceHutchinson y Raymond de Roover han confirmado, además, que mucho antes que los economistas de los siglos XIX y XX sistematizaran la ciencia económica, los pensadores de la Baja Escolástica española habían ya descrito, en forma casi acabada, la teoría del valor subjetivo, la teoría de la utilidad marginal, la teoría de los precios, las leyes de la oferta y la demanda, la teoría del dinero, el fenómeno de la inflación y el mecanismo del intercambio. Y la reconocida autoridad de Schumpeter no deja dudas al respecto: “De estos autores –afirma– se puede decir que han sido los fundadores de la economía científica… y una parte considerable de la economía de finales del siglo XIX se habría podido desarrollar partiendo de aquellas bases con más facilidad y menos esfuerzo que el que realmente costó desarrollarla”.

Pero veamos lo que escribieron al respecto los maestros salmantinos.

Las doctrinas económicas de la Escuela de Salamanca

Tal y como queda dicho, la mayoría de estos autores sostenían una teoría subjetiva del valor. “Las cosas”, escribe Diego de Covarrubias, “valen por la estimación que les dan los hombres, aunque dicha estimación sea disparatada”. Y Luis de Molina afirma que “el valor no es una propiedad de los bienes, sino un reflejo de los usos que las personas encuentran en ellos”.

Este principio, esencial en la Economía de Mercado y antítesis del pensamiento marxista, heredero a su vez del de David Ricardo, que funda el valor de las cosas en las horas de trabajo necesarias para producirlas, no sería redescubierto sino hasta 1871. Y como bien advierten Schumpeter y Rothbard, sería este error el que atrasaría gravemente la ciencia económica y causaría un gran daño al progreso. Los doctores de Salamanca modificarán también la teoría medieval del precio justo. Para ellos, el precio se forma a partir de lo que Vitoria denomina el communis aestimatio, es decir, la común estimación de la gente. Domingo de Soto y Luis de Molina, por su lado, califican de falaz la doctrina de Duns Escoto, uno de los más importantes filósofos de la Edad Media, en virtud de la cual, el precio justo es el costo de producción más una utilidad razonable. Y agregan que es la abundancia o la escasez de mercancías las que determinan el precio, y no los costos, el trabajo o el riesgo.

Luis Sarabia de la Calle, a su vez, afirma en su Instrucción de Mercaderes, publicada en 1542, que el precio justo es el precio del mercado, el cual viene determinado por la cantidad que se ofrece y la que se desea comprar. “Excluyendo el engaño y la malicia”, escribe textualmente, “el justo precio de una cosa es el precio que comúnmente se logra en el momento y el lugar en que se concreta el negocio”.

A su vez, la connotación inmoral de las utilidades sería rechazada por Luis de Molina quien escribe que una ganancia justa es aquella que se obtiene a través de los precios del mercado y que la ganancia sólo es injusta cuando la autoridad pública obstaculiza el libre intercambio entre las personas.

A Molina se debe también la introducción del concepto de competencia, tras observar que, cuando el número de compradores aumentaba, los precios subían, de ahí la necesidad de que el número de vendedores creciera, a fin de que los precios bajaran.

Martín de Azpilcueta y Tomás de Mercado son los especialistas de la Escuela en la teoría del dinero. Azpilcueta señala que, allí donde la moneda abunda, tiene menos poder de compra y los precios son más altos. Y al revés. Allí donde la moneda es escasa, su poder adquisitivo es mayor y los precios, por consiguiente, son más bajos. Azpilcueta y Mercado son también los primeros en percatarse del fenómeno de la inflación ocasionado por el aumento de circulación de oro y plata procedente de las Indias. Azpilcueta escribe, por ejemplo, que “nosotros vemos por experiencia que, en Francia, donde la moneda es más escasa que en España, el pan, el vino, los géneros y el trabajo valen mucho menos. E inclusive en España, en tiempos en que la moneda era más escasa, las mercaderías y el trabajo valían mucho menos que después del descubrimiento de las Indias… La razón de esto –concluye– es que la moneda vale más donde y cuando escasea, que donde y cuando es abundante”.

Finalmente, Domingo de Soto sostiene que la riqueza de las naciones procede del intercambio y no de la acumulación de metales preciosos, lo que sitúa a la Escuela de Salamanca en el polo opuesto del mercantilismo. Y las palabras que siguen, extraídas de su obra De Iustitia e Iure, resumen de manera concisa el espíritu que animó a aquel notable grupo de intelectuales: “Cuando las partes de un reino –dice De Soto– están geográficamente separadas, aunque reconozcan todas al mismo rey, las riquezas y gobierno de una de las partes no han de administrarse de manera que se empleen desigualmente en beneficio de otra, sino que cada una debe administrarse por sí misma en beneficio propio. Por ejemplo, si los reinos de Ultramar no se hubieran conquistado por otra razón que para que sus riquezas sirvieran de bien a España, si se les sometiera a leyes encaminadas únicamente a nuestro provecho, como si fueran nuestros esclavos, se quebrantaría el decoro de la justicia. Otra cosa sería si se hiciera para que se ayudaran mutuamente en el comercio”.

Lo más sorprendente de todo es que las conclusiones de los maestros salmantinos no eran de carácter técnico, como diríamos hoy, sino moral. La Economía moderna sólo vino a confirmar por la vía del método científico lo que aquellos pensadores habían concluido por medio del razonamiento ético. Su reflexión buscaba conciliar las ideas humanísticas del Renacimiento con el pensamiento escolástico. Y la Economía para ellos era sólo Ontología, una investigación de la acción humana ante los problemas de su tiempo a fin de encontrar principios universales que reafirmaran la libertad de los hombres, el bien común y la paz social.

Las ideas en la práctica

Llegados a este punto, cabría preguntarse: ¿tuvieron éxito los maestros salmantinos en su tarea? ¿Lograron llevar a la práctica sus ideas? Las respuestas a tales preguntas sólo es posible encontrarlas en los libros de historia. Pero la historia no suele ser generosa con los valores morales ni con las aspiraciones éticas, lo que no quita que, a veces, se esté muy cerca de alcanzarlas.

El 20 de noviembre de 1542, Carlos I da a conocer en Barcelona un decreto conocido con el nombre de Leyes Nuevas para la gobernación de las Indias. Las radicales ideas de la Escuela de Salamanca, impulsadas por la Orden de Predicadores, habían encontrado por fin eco en la conciencia del Emperador. El decreto abolía la esclavitud y la encomienda y ordenaba que los indios fueran, en adelante, considerados vasallos libres de la Corona de Castilla. El elevado espíritu y los largos alcances de aquellas leyes no son fáciles de condensar en el limitado espacio de que dispongo. Pero algunas citas literales podrán mostrar hasta qué punto los maestros de Salamanca habían logrado persuadir al poder de sus planteamientos teóricos.

“Ordenamos y mandamos –decía el decreto– que de aquí en adelante, por ninguna causa de guerra ni de otra alguna, se pueda hacer esclavos a los indios, y queremos que sean tratados como vasallos nuestros de la Corona de Castilla…Ordenamos y mandamos que de aquí en adelante ningún virrey, gobernador, audiencia, descubridor ni otra persona alguna pueda encomendar indios…Ordenamos y mandamos que ninguna persona se sirva de los indios en contra de su voluntad…porque nuestro principal intento y voluntad siempre ha sido y es la de la conservación de los indios y que sean instruídos y enseñados en la fe católica y bien tratados como personas libres que son…”.

Por desgracia, ni siquiera cuando las ideas más sublimes son elevadas a la categoría legal existe la garantía de que sean cumplidas. Y esto es lo que sucede con las Leyes Nuevas. Las ordenanzas de Barcelona provocarán una serie de reacciones y estallidos violentos en todo el continente americano, debido a que privaban a encomenderos y colonos de su principal medio de subsistencia: el trabajo forzado del indio. Y al cabo, la presión de cabildos, gobernadores, adelantados y virreyes, así como una sangrienta insurrección en el Perú, obligarán al Emperador a modificar el contenido del decreto.

Cinco años más tarde, las leyes de Barcelona eran ya, para todos los efectos, letra muerta. Y veinte años después, Felipe II consolidaba un pacto condigno y tácito con la Iglesia y los colonos por medio del cual se suavizaba el trato a los indios, pero sin modificar apenas el satus quo anterior a las Leyes Nuevas.

Un legado universal

Pocas veces el desajuste entre las ideas y el mundo real sería tan trágico. El fracaso de aquel proyecto, fundado en la libertad y la tolerancia, es un buen ejemplo, entre los muchos que muestra la historia, de que los mejores ideales son destruidos a menudo por los intereses creados, y que dichos ideales son imposibles de realizar cuando la sociedad no está lista para aceptarlos ni los encargados de la gestión política preparados para llevarlos a la práctica.

Así y todo, las ideas de la Escuela de Salamanca quedarían como constancia y referencia de que siempre habrá hombres dispuestos a luchar por las causas más nobles. Pero en este caso concreto, las ideas de los maestros salmantinos, si bien olvidadas durante siglos, habrían de tener una influencia universal y perdurable. Dos siglos después, los pensadores de la Ilustración tanto francesa como escocesa desenterrarán muchos de los conceptos de la escuela salmantina, como la libertad individual, los límites del absolutismo monárquico, el derecho a la vida, a la propiedad privada, al libre intercambio, al voto o a la autodeterminación de los pueblos, ideas que, tras la Revolución Francesa, se habrían de convertir en sólidas instituciones de nuestro tiempo. A los maestros salmantinos, sin embargo, corresponde el mérito de haber encendido las primeras luces de unos principios que hoy constituyen los pilares de la civilización occidental.

Tal fue el fructífero legado que nos dejaron a quienes aspiramos a una sociedad más libre, más digna, más justa y más responsable. Para ellos, como para tantos otros hombres que, al igual que Hayek, creyeron en la dignidad del hombre como supremo paradigma moral, vaya este modesto homenaje a su esfuerzo y su memoria.


El artículo original se encuentra aquí.

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